Altamente improbable

El FMI no está seguro de prestarnos ni siquiera lo que ya nos prestó formalmente

Por Sebastian Soler

Lagarde y Cardarelli sonríen. Están hablando de la economía de Estados Unidos

En una muestra convincente de que la devaluación empezó a revertir la orientación del flujo turístico, esta semana los auditores del Fondo Monetario Internacional aterrizaron en Buenos Aires en vez de que los funcionarios del gobierno de Macri volaran a Washington para seguir negociando los cambios a la línea de crédito del organismo, sin los cuales la Argentina tendría que reestructurar o suspender los pagos de su deuda externa antes de las elecciones del año que viene.

La interpretación benévola del viaje de la misión del FMI asume que la simpatía, desde luego no carente de interés, que despierta Mauricio Macri en algunos líderes mundiales relevantes como Donald Trump y Angela Merkel, habría prevalecido sobre los reparos técnicos del staff del organismo, cuyos representantes se afincarían en el microcentro porteño hasta cerrar un nuevo acuerdo. Puede ser. Pero una lectura cuidadosa de los criterios que el FMI debe tener en cuenta para aprobar préstamos por montos “excepcionales” en situaciones de dudosa sustentabilidad del país deudor, sumada a ciertos indicios anecdóticos que dejó la semana, sugieren que no le estaría resultando tan sencillo a quienes lo conducen saldar la tensión entre el deseo político y el rigor profesional.

La línea de crédito stand-by por hasta US$ 50.000 millones que el FMI le concedió a la Argentina en junio es una financiación de “acceso excepcional”, porque ese monto supera el tope normal de sus préstamos. Hasta 2010, las reglas del FMI establecían que sólo podía otorgar esa clase de financiación extraordinaria si el país deudor cumplía determinados requisitos, incluyendo tener buenas perspectivas de volver a obtener financiación en el mercado privado de capitales y una “probabilidad alta” de que su deuda pública fuera “sustentable”. Si el staff del FMI concluía que no era altamente probable que la deuda fuera sustentable, no podía prestar un monto excepcional si antes el país no reestructuraba su deuda con los acreedores privados mediante ampliaciones de plazos, rebajas de intereses y/o quitas de capital hasta tornarla sustentable con el grado de probabilidad requerido.

En 2010, la crisis de Grecia puso a prueba el compromiso del organismo con la aplicación estricta de dicho criterio porque su staff concluyó que la deuda griega no satisfacía el requisito de sustentabilidad pero los demás gobiernos de la Eurozona se opusieron a reestructurarla. Para salir del atolladero, las autoridades del FMI aprobaron incluir en el reglamento una excepción que justificaba su participación en ayudas financieras excepcionales sin reestructuración previa, cuando había un “riesgo alto de contagio internacional sistémico”.

El carácter político de esa solución diseñada a medida quedó en evidencia cuando, apenas tres años después, el FMI eliminó la excepción por riesgo sistémico y repuso el esquema original, pero admitiendo un grado mayor de discrecionalidad para el tratamiento de situaciones en la zona “gris” donde la deuda es “sustentable” aún pero “no con una probabilidad alta”. Esa matriz de análisis le exige a los técnicos del organismo calificar la situación de cada país evaluado con una de solamente tres notas permitidas: la deuda soberana de un país que le pide ayuda financiera al Fondo puede ser “sustentable con un alto grado de probabilidad”, “insustentable” o “sustentable pero no con un alto grado de probabilidad”. En los dos primeros supuestos, las consecuencias son binarias: si la sustentabilidad es altamente probable, el Fondo puede prestar montos excepcionales sin demandar una reestructuración previa de la deuda; si es insustentable, sólo puede hacerlo si el país acepta reestructurar su deuda antes. Los efectos del tercer supuesto, en cambio, son menos rígidos. Si el Fondo evalúa que no es altamente probable que la deuda sea sustentable, puede conceder un préstamo excepcional sólo si el país deudor satisface por lo menos una de tres condiciones que aseguren que podrá devolverle al organismo lo que le debe en los plazos pactados: a) Todavía puede conseguir fondos frescos en el mercado privado de capitales; b) Los gobiernos de otros países le otorgan financiamiento adicional, o c) Acepta “reperfilar” la deuda que vence durante la vigencia del préstamo del FMI (una versión atenuada de la reestructuración clásica, que no involucra quita de capital o rebaja de la tasa de interés, pero posterga los vencimientos).

El análisis de sustentabilidad de la deuda argentina firmado en junio por el staff del Fondo, que justificó la decisión de su directorio de concederle al gobierno de Macri la línea de crédito de US$ 50.000 millones, concluyó que nuestro país cumplía la primera de esas tres condiciones. Si bien no era altamente probable que su deuda fuera sustentable, el país conservaba la posibilidad de pedirle prestado a los mercados internacionales y domésticos, “conforme lo evidenciaban las emisiones recientes de bonos en pesos y en dólares en los mercados domésticos y la renovación del 100 por ciento de los títulos del Banco Central en mayo”, y “el staff espera que con la implementación exitosa de las políticas del programa, combinada con el apoyo de la comunidad internacional, deberían restablecerse la confianza y declinar los costos de financiación”. Si se cumplía esa predicción, el informe aventuraba que la deuda pública argentina crecería hasta representar un 64,5% del producto bruto en 2018 y descendería de manera constante en los años siguientes.

El agravamiento de la crisis pulverizó esas expectativas optimistas y ahora desafía la destreza retórica de los técnicos del Fondo, que deben encontrar una manera verosímil de ratificar su diagnóstico sobre la sustentabilidad de la deuda argentina para poder recomendarle al directorio que apruebe la ampliación del stand-by solicitada por el gobierno. Por citar sólo tres ejemplos de las dificultades que enfrentan: el riesgo país, que mide el costo para la Argentina de financiarse en el mercado internacional, subió 160 puntos básicos desde el informe de junio, la relación deuda/PBI que el informe proyectaba en 64,5% supera el 80% después de la última devaluación y el Ministerio de Hacienda y el Banco Central ya no renuevan el 100% de sus títulos de corto plazo, como destacaba el informe, con el agravante que el porcentaje que sí consiguen refinanciar les demanda una tasa de interés mucho más alta. Si el empeoramiento de las condiciones financieras le impidieran al staff del Fondo aseverar que la Argentina todavía puede recurrir al mercado, el gobierno sólo podría conseguir la ayuda adicional del organismo si la complementara con un crédito del gobierno de los Estados Unidos o de otro país generoso, o si aceptara negociar con sus acreedores privados la postergación de los vencimientos de la deuda de mediano plazo.

Tres hechos ocurridos esta semana exponen la incomodidad creciente de la línea gerencial del Fondo. Su sitio oficial sigue sin incluir el tratamiento del caso argentino en la agenda oficial del directorio que, en principio, debe publicarse por lo menos siete días antes. Su directora gerente, Christine Lagarde, le advirtió públicamente al gobierno argentino en las páginas del principal diario de negocios del mundo que sólo puede esperar su ayuda a cambio de “reformas serias”, políticas “transparentes” y una comunicación “mejorada”. Y el dato más elocuente: se postergó el desembolso de la primera cuota de US$ 3.000 millones que, según los términos del acuerdo original, el Fondo debía enviar este lunes. Mientras el gobierno de Macri intenta persuadirlo de que le preste más plata, el Fondo no termina de convencerse de que puede prestarle la que ya le prometió.

El Cohete a la Luna