Amores prohibidos y amores imposibles[1]

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Fernando Vallejo

No hay amores imposibles, como no sea para los que tienen muerta el alma. En cuanto a los prohibidos, ¡cuál no en esta civilización judeo-cristiana en que nos tocó vivir, para la que todo es pecado! Todo, salvo la reproducción, que es justamente el pecado máximo. Nadie tiene derecho a reproducirse: ni los pobres, ni los ricos, ni los feos, ni los bonitos, ni los curas, ni los papas. Imponer la vida es un crimen peor que quitarla.

Nacimos bajo el imperio del tabú, de la prohibición, de la culpa, sucios de pecado mortal y por eso nos bautizan: para limpiarnos el alma del delito que no cometimos. Dice Calderón en La vida es sueño que «el delito mayor del hombre es haber nacido». ¡Cómo va a ser delito nacer, si nadie nace por voluntad propia! Todos nacemos por imposición ajena. El delito no está en nacer sino en hacer que otro nazca.
Ya Plinio el Naturalista había dicho en la antigüedad: «Et a suppliciis vitam auspicatur unam tantum ob culpam, quia natum est». ¿«Y entre suplicios pasa la vida del hombre por la sola culpa de nacer»? ¿Se podría traducir así la frase? Con eso de que al latín le dio por hablar telegráficamente a lo Morse, quitando sujetos, verbos, uno nunca sabe a ciencia cierta a qué atenerse, quién fue el que mató a quién. ¡No vivir don Miguel Antonio Caro para que me ayudara a traducir a Plinio! Va para un siglo que se murió. ¡No saben cómo lo extraño! Este país sin Caro quedó valiendo un carajo.

«Y entre suplicios pasa la vida del hombre por la sola culpa de nacer». ¿Pero de quién sería la culpa entonces? ¿Del que nace, como dijo Calderón, o del que lo hace nacer, que es lo que sostengo yo, y lo que le he repetido hasta el cansancio a mi mamá, quien tuvo después de mí veintidós hijos que me tocó ayudarle a criar? Claro, así qué fácil, ¿por qué no llegaría a cien? Tenía terror la pobre de que se le perdiera el molde. Pues por lo que a mí respecta se le va a perder.

Dice la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en su artículo decimosexto que el hombre tiene derecho «a casarse y a fundar una familia». Paso por alto la formulación ridícula, la redacción gazmoña, que suena a sermón de cura, para ir al espíritu de la letra. Si lo que quieren decir con eso es que el hombre tiene el derecho de asociarse con una mujer para tener hijos —para engendrarlos, concebirlos, gestarlos, parirlos, traerlos al desastre de la vida—, entonces pregunto yo: ¿Y quién les dio ese derecho? ¿Dios? Dios no existe. Dios no es más que ese viejo malgeniado y barbudo que pintó Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina. Para más fue el comunismo, que mató a cien millones.
Por imposibilidad ética Dios no puede existir. No puede haber un ser tan malo que pudiendo dar en su omnipotencia la felicidad dé el dolor. Y si no miren en torno, el horror por todas partes: enfermedad, vejez y sangre y muerte. Y esta vida efímera del hombre con un ansia burlada de eternidades. Y en tanto llegamos a la muerte y volvemos a la nada de la que nunca debimos salir, tener que vivir en la infamia, comiéndonos a nuestro prójimo los animales.

Porque mi prójimo es mucho más amplio que el que creyó Cristo. Mi prójimo es todo el que tiene un sistema nervioso para sentir y sufrir, camine o no camine en dos patas. Todo el que nazca condenado al dolor, al espanto sin sentido de la vida: los perros, los caballos, las ballenas, los delfines, las vacas, las ratas… Mis hermanos los perros, mis hermanos los caballos, mis hermanas las ballenas, mis hermanos los delfines, mis hermanas las vacas, mis hermanas las ratas. Esos seres inocentes que llamamos animales y a los que esta Iglesia loca de Cristo les quiere negar el alma. Pobres animales, atropellados por el hombre, despreciados por la Iglesia y dejados a su suerte por la mano infame de Dios.

Me trajeron a este encuentro de escritores a hablar de amores prohibidos como si yo fuera un experto. ¡Qué voy a ser! En lo único en que me estoy volviendo experto es en morirme, día a día, de a poquito, pero eso sí, créanmelo, ya casi me voy a graduar y va a ser summa cum laude.

Yo lo único que sé del amor es que está ahí, como la luz, como la gravedad, como una infinidad de fenómenos y cosas que me rodean y no entiendo. ¡No entiendo el espejo ni la pila de Volta! Y si veo el televisor es porque está ahí y me lo enseñaron a prender apretando un botoncito. Aprieto el botoncito y me sale entonces de la caja idiota un idiota de presidente, una figura gris, borrosa, verbosa, ignorante, inepta, cobarde, estúpida, rebuznando entre un hormigueo de electrones. O me sale algo peor, un papa. Entonces ya sí me pongo de lleno a maldecir, a mentarle lo que en este país del Sagrado Corazón de Jesús llaman la madre. Pero en fin, entre tantas maldiciones lo que a mí me salva es que quiero a los animales. Por eso digo y repito a donde voy que, como dijo cierto loco, quien los quiere está conmigo y quien no los quiere está contra mí. Y subo a mi apartamento en ascensor con la naturalidad con que sube a mi lado mi perrita Kim. Nos amamos. Y amándonos nos ponemos a ver la susodicha caja, el hervidero de electrones.

—Kimcita, niña, mirá a este cura tartufo dándoselas de defensor de la vida, como si con seis mil millones de bípedos sabios no tuviéramos suficiente para acabar con lo que queda del planeta. ¡A ver! ¿A cuál pobre le ha dado siquiera un pan este zángano al que alimenta la pobrería sin esperanzas de la Tierra? Te aseguro que esta Santidad excretora come carne de ternera, de cerdo, de pollo, de caballo, y a lo mejor de humano. Ojalá le dé la enfermedad de las vacas locas. O el kuru, que pone al cristiano a delirar. Entonces vamos a tener a un delirante al cuadrado. El freak de los freaks.

Kimcita me ve y se ríe. No me hace caso. Me conoce al derecho y al revés y me aguanta todas las mañas.
Yo no sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que sí estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino. El amor es puro; el sexo, entretenido y sano; y la reproducción, criminal.

Cuando el amor va unido al sexo, a mi modo de ver ya se jodió la cosa. Y es que el amor es para siempre, mientras que el sexo por naturaleza es inconstante y pasajero. El mismo tipo con la misma vieja repitiendo noche tras noche, año tras año, el mismo disco rayado, ¡qué aburrición! Hay que variar. ¡Si el menú es muy amplio! Sancocho todos los días cansa.

En cuanto al sexo unido a la reproducción… He ahí lo que me saca de quicio y lo que me mantiene al borde del psiquiatra.

La reproducción es fea, engorrosa, embarazosa, y le toma a la mujer nueve meses que bien podría aprovechar en componer una ópera. No. Se va inflando, inflando, inflando, como un globo lleno de humo pero que no es capaz de alzar el vuelo. Y ahí van estos adefesios grávidos retenidos por la gravedad, desplazándose sobre la faz de la Tierra como barriles con dos patas. Embarriladas de satisfacción y poniendo cara de Giocondas. ¡Ay, que dizque si no tienen un hijo no se realizan como mujeres! Que es una cuestión fisiológica. ¡Y qué tal que para realizarme fisiológicamente yo me diera por salir a la calle a violar fisiológicamente lo que se me antoje! Una mujer embarazada no sólo es un atropello a la ética, es un atentado a la estética. La maternidad degrada a la mujer, la vuelve una vaca. Con perdón de mis hermanas las vacas.

En esta asociación delictiva que es el ayuntamiento de un hombre con una mujer (la bestia de dos culos que dijo nuestro padre Rabelais) para producir un hijo, me he referido en especial a ella porque es la que pone la mayor parte. Pone, para empezar, el óvulo, que es millones de veces más grande que el espermatozoide; y pone, para continuar, los nueve meses y al marido a trabajar. Nacido el hijo, su juguete, amarra entonces al marido con la cadena del hijo para que no se le vaya con otra. Y para retenerlo mejor después lo engorda. La maternidad es egoísmo disfrazado de altruismo, lujuria enmascarada de virtud. No somos hijos del amor. Somos hijos de sucia lujuria fisiológica.

Con el cuento de la realización de la mujer en mi casa fuimos, como les dije, veintitrés. En reconocimiento Pío XII le mandó a mi mamá un diploma. Y Mussolini otro. Colombia nada. Este país es tan mezquino y tan avaro que le duele el codo hasta para dar un papel con firmas.

De todas las especies de la Tierra que se reproducen por el sexo, sólo la nuestra, y sólo ahora, puede disociarlo de la reproducción. Los animales no, y antes nosotros tampoco: el tabú y la ignorancia no nos dejaban ver. Hoy ya podemos. Es cuestión de querer. Abramos los ojos.

La reproducción no es un derecho, es un atropello. No hay por qué imponerle a otro la carga de la vida perturbando la paz de la materia. La materia es feliz, fluye en paz consigo misma en sus átomos, girando en torno al núcleo los electrones. Y le importa un comino el infinito. ¿Por qué cargarla entonces de vida efímera con ansias de eternidad?

La vida viene de la materia, y como no sea de vuelta a la materia por el camino de la muerte no va hacia ninguna parte. Hace cuatro mil millones de años, de un mar de compuestos orgánicos que se dio en la superficie de este planeta surgió la vida. Todo ese largo tiempo, según los paleobiólogos, es lo que llevamos probando suerte. Mucho para llegar a tan poquito. Porque, ¿dónde está la maravilla del hombre? ¿En el alma? El alma es ruido del cerebro y el cerebro caos, un pantano, turbulencias, turbiedades que no duran más que fracciones de segundo y que se borran las unas a las otras.

Por más papel que emborronemos de ecuaciones y por más billones de años que nos siga alumbrando el sol, nunca vamos a entender la luz del sol. Más olvidada la Summa Theologica de Tomás de Aquino que caído el muro de Berlín, hoy por lo menos ya sabemos que no estamos aquí para cumplir el plan creador de Dios ni el quinquenal del Partido Comunista. Nos resultaron ambos un fracaso. ¿Con qué nos vamos a seguir engañando ahora? ¿Con el viaje a Marte? En Marte no hay sino terregales.

Nadie sobrevive en los hijos, no nos hagamos ilusiones. Uno a uno a cada uno nos va a ir borrando la muerte, y no hay más muerte que la propia. ¿Por qué seguir entonces con este empeño de propagar lo inútil haciendo el mal?

Los veintisiete artículos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre sobran, caben en uno solo: «El hombre no tiene más derecho que el derecho a no existir, a que lo dejen tranquilo en la paz de la nada». ¡Malditos padres, malditas madres! Abramos los ojos, no nos engañemos más, no le tengamos miedo a la verdad que estamos en un país libre donde se puede hablar: estamos en Colombia, el corazón del matadero.

[1] Conferencia dictada en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá a fines de agosto de 2000 durante el Encuentro Iberoamericano de Escritores El amor y la palabra.

(De: Peroratas, Alfaguara, 2013)