Apretar la vida cobijada aquí

Por Graciana Peñafort

Uno de los problemas de vivir en ciudades conglomerados es que las mañanas perfectas, soleadas y silenciosas a veces son invadidas por ruidos ajenos que suceden tan cerca que los vivimos como propios. Esto lo pienso porque a metros de acá hay alguien taladrando y el martilleo del taladro está trizando de modo irreparable lo que prometía ser una gloriosa mañana otoñal. Nada de eso me impide amar con ferocidad la ciudad donde vivo, tan cruel como bella.

No sé cómo definir a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ni siquiera sabría por dónde empezar. Es esta ciudad de mañanas hermosas y de taladros inoportunos. De plazas y parques y rejas cercándolos. De furia y cemento, de prisas y noches mágicas. Ciudad de privilegios y desigualdades aberrantes. Me sucede con Buenos Aires lo mismo que me sucede con aquel que amo. Creo conocerla y si embargo no deja de sorprenderme para bien y también para mal. Puñales y manos llenas de milagros. Amor y espanto. Y una sola certeza: la sigo eligiendo.

Mientras escribo esto además la ciudad de Buenos Aires registra 3.313 casos positivos de Covid-19, mientras que la provincia de Buenos Aires, núcleo con el que interactúa cotidianamente, registra 15.166 casos positivos sobre un total de casos en el país de 29.472. Y quiero ser clara en esto. Sobre ese total de 29.472 casos, el núcleo que llamamos AMBA, que no es más que la provincia de Buenos Aires más la ciudad Autónoma de Buenos Aires, registra 18.479 caso en total. Mas del 60% de los casos del país.

Porque señores, estamos en medio de una pandemia. Mis 44 años me impiden recordar otra situación de catástrofe mundial tan acuciante como esta. No quiero desconocer otras tragedias con las que coexistimos, como la pobreza, el hambre, la violencia y la desigualdad. Que también son una pandemia de dimensiones mundiales. Pero por diversas causas estas últimas no parecen generar el mismo miedo que genera el Covid-19. Me permito sostener que porque la causa de las pandemias de pobreza, de hambre, de violencia y de desigualdad son finalmente causadas por el propio ser humano. Para combatirlas deberíamos primero combatir nuestras propias ideas acerca de qué es y cómo funciona el mundo. No creo que sea imposible, pero tampoco podría sostener, porque me desmienten millones de años de historia, que en efecto estamos todos dispuestos a dar esa pelea, que sin duda es la que más merecería darse.

Como supo escribir Darwin en El origen del hombre: «Al hombre se le puede disculpar que experimente cierto orgullo por haber escalado, aunque no con su esfuerzo, la cúspide de la jerarquía orgánica. Por otra parte, el hecho de que haya ascendido a dicho puesto, de que no se encontrase en él desde un buen principio, le permite concebir esperanzas de alcanzar en un futuro lejano objetivos aún más encumbrados. Pero lo que ahora importa no son las esperanzas ni los temores, sino solamente la verdad, en la medida en que nuestra razón nos permita desvelarla. He procurado presentar las pruebas recogidas lo mejor que he sabido, y en mi opinión, resulta forzoso reconocer que el hombre, a pesar de las nobles cualidades que le adornan, de la compasión que muestra hacia los más menesterosos, de su bondad no sólo para con los otros hombres, sino también para con las criaturas más insignificantes, de su intelecto divino y de que ha llegado a elucidar los movimientos y constitución del sistema solar, a pesar de todo ello, digo, el hombre aún lleva impresa en su estructura corpórea la huella indeleble de su humilde origen».

Porque me lo recuerdo periódicamente, como lección de humildad, los humanos no somos más que mamíferos evolucionados. Coexisten en nuestro interior la inteligencia de nuestra sofisticada corteza cerebral y las pulsiones primarias de nuestro cerebro primitivo. Y a veces supongo que el conflicto que se da entre ambos es lo que llamamos alma.

Pero el virus que provoca la pandemia de Covid-19 en cualquier caso, es igualmente peligroso para nuestra naturaleza física. Porque puede matarnos. Tal vez esa condición a priori tan igualitaria de ser un depredador invisible que afecta a personas sin distinguir mucho si son ricos o pobres, hombres o mujeres o cual es la nacionalidad de los afectados, es lo que hace tan aterradora a esta pandemia. Y sin perjuicio de que claramente hay condiciones externas que facilitan o predisponen a contagiarse o no, con mayor facilidad, la verdad es que a la fecha no hay ninguna cura efectiva. Condiciones epidemiológicas, socio-sanitarias, edad y también la buena o mala suerte, resultan definitorias.

Al hombre no le ha sido dada la facultad de volar por sí mismo, pero hemos inventado los globos aerostáticos y los aviones. Así, con torpeza emulamos a los pájaros. Tampoco tenemos, como dioses, la facultad de sanar con solo desearlo a los hombres y mujeres. Pero sí intentamos curar sus enfermedades y reparar sus daños. Y también intentamos prevenirlas.

Desde que se desató la pandemia hemos elaborado vacunas. Pero hasta que haya una cantidad suficiente de personas vacunadas para que el virus ya no pueda invadir nuestros cuerpos, seguiremos tan en tinieblas como la más antigua de las poblaciones humanas y sólo se conoce un modo de prevención. Disminuir nuestra natural condición asociativa propia de la especie gregaria que somos. Porque al disminuir la circulación de personas, disminuimos la posibilidad de distribuir el virus hacia nuevas víctimas. Todos somos potenciales víctimas y al mismo tiempo y de modo perverso, potenciales portadores – y trasmisores en consecuencia— de los virus victimarios.

En las antiguas sociedades cerraban puertas y ventanas y se aislaban casi por completo. Hoy nuestras sociedades no permiten hacer eso. Simplemente porque, salvo casos excepcionales, resulta imposible hacerlo. No existe modo de satisfacer nuestras necesidades básicas sin salir, a un afuera donde potencialmente nos espera el virus. Y paradójicamente necesitamos salir nosotros y que otros salgan para satisfacer esas necesidades de todos.

Entonces empiezan las discriminaciones de qué es necesario y qué es imprescindible. El medico necesita salir a trabajar para cuidar a los enfermos y nosotros, los que tenemos familiares enfermos necesitamos que el medico no se aisle para atender a los nuestros. El enfermero también tiene que comer, y eso implica que irá a la verdulería y al mercado de la esquina a comprar el alimento. Y en consecuencia quien atiende la verdulería o el mercado deberá salir para atender al enfermero y venderle aquello que necesita. Y así una serie de relaciones de reciprocas necesidades que deben ser satisfechas por quienes vivimos en este mundo.

La situación de tener que optar entre qué es necesario y qué es imprescindible, es sin duda una situación de excepción. En general muchos de nosotros no debemos optar ni mucho menos discriminar entre ambos conceptos.

Pero hay casos menos claros. El gobierno impone toque de queda y cierran las cervecerías artesanales que abren solo de noche. El dueño y los mozos que obtenían sus ingresos de esa actividad ya no la obtienen. Y en consecuencia, aun cuando ya no tienen la necesidad de salir para obtener el dinero necesario para luego poder pagar la verdulería o el mercado de la esquina, siguen teniendo la necesidad de ese dinero porque siguen necesitando pagar la verdulería o el mercado de la esquina.

Allí es donde aparece el Estado, como apareció el año pasado con el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) y con los REPRO (Programa de Recuperación Productiva), asistencia económica a quienes por las medidas dictadas para propender al menor contacto entre personas que no sean estrictamente necesarios, deben dejar de salir. Básicamente para que puedan pagar la verdulería o el mercado de la esquina, aun sin salir.

No quiero esquivar el bulto de decir que desde la perspectiva de muchos que recibieron dicha asistencia y las otras que creó o reforzó el propio Estado Nacional, sin duda la asistencia fue insuficiente para sostener su modo de vida. Mal de muchos, consuelo de tontos decía mi abuela Irma, y es verdad. Pero no puedo dejar tampoco de señalar que sólo unas pocas actividades económicas atravesaron la pandemia incólumes. Porque salvo poquísimas excepciones, nuestros modos de producir requieren que las personas salgan de sus casas. Y si las personas no salen, la actividad se resiente. Y si la actividad se resiente, se produce menos y en consecuencia se gana menos.

La modificación de nuestra forma habitual de vida y de producción que trae aparejado la decisión de limitar los contactos entre personas es lo que califica de excepcional la actual situación. La alternativa extrema es dejar hacer, una suerte de laissez faire, laissez passer que involucra de modo dramático no solo bienes y servicios, sino vidas.

He leído a quienes proponen retrospectivamente que se debió vacunar primero a la población activa económicamente. Ello no da respuesta a quienes atenderían a los que no son económicamente activos. Pienso en personas mayores de 60 años que son los grupos vulnerables ante el Covid-19, aun cuando no sean económicamente activos. Porque aun vacunados, la enfermedad se puede transmitir.

No tienen que compartir mi criterio. Pero en lo personal, valoro la decisión de preservar la vida de los mayores, que son quienes menos chances de sobrevivir tienen si se contagian. No puedo imaginar una sociedad que deja librada a a su suerte la vida de los grupos vulnerables o que directamente resuelva que puede prescindir de ellos. Escribí hace casi un año que, entre la bolsa o la vida, elijo la vida. Sigo pensando lo mismo.

Y porque hay un limite real que debe ser contemplado, la posibilidad de atender al numero de pacientes que involucrarían los contagios de personas vulnerables y que requieren asistencia médica es limitado. Aun cuando el Estado ha trabajado arduamente en reforzar el sistema de salud, no está en condiciones de atenderlos a todos. Porque no solo requieren de él los mayores vulnerables sino también muchas personas económicamente activas que también se contagian. Entonces tendríamos que optar a quién asistir y a quién dejar morir o librar a su suerte. ¿Qué vida vale más? Puesto en términos brutales: ¿quién de nosotros cedería el respirador que necesita su padre, para salvar a Bill Gates? Llámenme egoísta, pero yo no lo haría. Asumo que mis padres son dos señores que hoy no son económicamente activos, pero de todos modos no cedería su respirador para salvar a Bill Gates. Y me alegra que estén vacunados, para no tener que elegir. La única elección que puedo hacer concierne al respirador que me tocaría a mí, que soy grupo de riesgo, o el que les tocaría a mis padres o mi única sobrina. Donde sin dudar lo cedería en su favor. Unos por afecto y gratitud y otra por ser la más joven de la familia. Porque si ella se salva, de alguna forma me salvo yo también. Así será en el tiempo, después de todo.

Porque aun con vacunas, seguimos siendo mamíferos evolucionados y no dioses y no podemos decidir sobre la vida de otros y ni tampoco volver a la vida a quienes se enferman o se mueren.

Más complejo aun es el tema de las clases de los chicos. He hablado con múltiples amigos y su decisión de enviar o no a sus hijos a la escuela. Yo no los tengo, pero no los hubiese enviado. De miedo que les pase algo. Pero aclaro, ese miedo existiría en mí, aun sin pandemia. A veces creo que la naturaleza ha sido sabia en no darme hijos, porque terminaría asfixiándolos con cuidados que nacen del miedo a que les pase algo y no del amor por dejarlos crecer. Si hay algo que admiro de quienes tienen hijos es que puedan sobreponerse al miedo.

Quienes los han enviado señalan que en efecto los chicos han demostrado que el regreso a clases les hacía bien. Estaban contentos. Como me dijo el Chapu, «es impresionante el avance cognitivo y de maduración que el pibe ha mostrado en un mes». Y no le voy a discutir. También están los que decidieron no mandarlos, aun a riesgo de que pierdan el año. Ellos hablaban de las secuelas de los pibes que habían tenido Covid-19. Rodrigo, por ejemplo, envió a mi bella Malen al jardín y a medida que crecían los casos y se rompían algunas burbujas fue angustiándose y finalmente dejó de enviarla, no sin antes demostrar una inesperada diplomacia con los directivos.

Y más allá de las elecciones individuales, el Estado ha intervenido determinando que por 15 días no habrá clases presenciales. Entiendo que además de disponer la realización de clases de modo virtual, deberá acompañar la medida con asistencia alimentaria para aquellos chicos que concurren a la escuela para comer además de aprender.

Cabe preguntarse: ¿es razonable y proporcional la medida de la suspensión de las clases presenciales? Yo entiendo que sí lo es. Que haya pocos casos no es sinónimo de que no existan casos. Pero más aun, reducir el análisis a los casos dentro de las escuelas es como pretender que el Covid-19 es solo un problema del sistema de Salud. Un reduccionismo absurdo y bastante bobo. El problema del Covid-19 en relación al sistema educativo se da por la enorme circulación de personas que implica la asistencia a clases de los chicos. Personas en el sistema de trasporte público. Personas en la entrada y salida del colegio. Personas circulando precisamente cuando está aumentando el número de casos, de modo aterrador. La única medida preventiva efectiva indica que debemos restringir la circulación. Entre otras cosas porque el sistema de salud esta colapsando. Ya no solo con sectores vulnerables, sino con nuevas víctimas de las mutaciones que ha sufrido el virus y que afectan gravemente a personas más jóvenes.

Hace apenas dos días una jueza publicó este mensaje en redes sociales: «Estoy ingresada en un sanatorio con Covid-19. No hay cama. Desde las 15 horas no me derivan. Sentada en una silla, destruida. Hace 30 años aporto. Contagio por hijo escolar. Soy asmática y me cuide como pocos. Nadie dice esto en los medios» La doctora María Jimena Monsalve es además de jueza y de mama, presidenta de la Asociación Argentina de la Justicia de Ejecución Penal. Finalmente consiguió asistencia, pero paso casi un día esperando obtenerla. ¿Qué hubiese pasado si no la obtenía y su cuadro de salud se agravaba? La sociedad hubiese perdido a un miembro necesario y económicamente activo. Pero más tremendo aun, unos chicos hubiesen perdido a su mamá.

Y a eso se reduce el dilema. Estamos en una situación de emergencia y excepción. Y eso nos obliga a cuidar el entramado social y a quienes lo componen, Hombres y mujeres. Porque si bien es cierto que el cuerpo social se recompone, sus partes son irremplazables. Podríamos designar otro juez, pero eso no haría que unos nenes recuperen a su mamá.

El tiempo de escolaridad se puede recuperar. La actividad económica se puede recuperar. Las vidas que se pierden no. Crecí en una provincia que guardaba las cicatrices de catástrofes naturales como los terremotos del ’44 y del ’77 en San Juan. Y la ciudad se reconstruyó y las clases volvieron. Lo único que no volvieron fueron los que murieron allí y que la memoria de San Juan nunca olvidó.

Tal vez porque crecí bajos los relatos de mi abuela sobre cómo se reconstruyó San Juan es que no puedo pensar de otro modo. Que las catástrofes se afrontan. Que no siempre las cosas son como uno elegiría. Pero que para poder reconstruir algo, es necesario estar vivo. Y esta vez, el desafío de seguir vivos es de todos. Desafío colectivo. Todos dejamos algo de nosotros ahí. Responsabilidad colectiva. Por los muertos que tenemos que llorar, por los enfermos que tenemos que cuidar, por los sanos que debemos mantener sanos y por los niños que tenemos que educar. Y el mayor desafío es cuidar que salgamos vivos de esta emergencia. Porque desafortunadamente no somos más que mamíferos evolucionados y no dioses. No basta con desear algo, tenemos que hacerlo nosotros. Como cantan en mi patria chica: «Apretar la vida cobijada aquí».

El Cohete a la Luna