Beba, o algo distinto

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Tamara Tenenbaum

Foto: Silvina Frydlewsky, El País

Paso en falso: dejar la cuchara apoyada sobre la taza, cuando no se la está utilizando. Es un error común en el que cada tanto cae la señora Ramírez. En el fondo es ingenioso, o práctico, al menos: un rebusque cuando no se sabe qué hacer con una cuchara que ya cumplió con su trabajo. Pero una dama no necesita ser práctica. Una dama sabe lo que tiene que hacer: esa es una de mis frases preferidas. Cuando la cuchara ya se usó para revolver el té se puede apoyar en el platito de té, que para eso está. Los movimientos de la cuchara de la señora Ramírez me impedían concentrarme en la historia que estaba contando la señora Marchese o, como todas le decían, Beba.

—Me había ido a comprar el vestido a París, ¿lo podés creer? —Beba se reía tirando la cabeza para atrás, abriendo la boca como un cocodrilo loco. —Porque era así, nena —se dirigió a mí— en esa época todas las muchachas de bien nos hacíamos los vestidos de casamiento en París.

—Y pasaban estas cosas: los compromisos se caían y los vestidos quedaban —me siguió explicando la señora Marita, sin dejar de jugar con su pulsera de piedras.

—Yo estuve dos años haciendo mi vestido de novia —agregó la señora Miguele, que era al menos diez años mayor que el resto. —Mi madre insistía en que no le diera una puntada ninguna modista que no fuera francesa. Así que imaginate: engordaba un gramo y ya había que volver a Europa a correrle las pinzas, ¡y en barco!
Todas se rieron. La señora Miguele llamó al silencio e hizo un gesto para que Beba retomara su relato. Se me aflojaron las rodillas y me senté en la silla más cercana, junto a la señora Marita.

—Yo estaba pasando el verano en el campo con mis primas, y entonces una de ellas recibió una carta. De Verónica Ragona, ¿la recuerdan? Ahora se llama Volluta, se volvió a casar. Verónica le escribió que mi novio había deshonrado a una chica en Córdoba y ahora no quería hacerse cargo, y que por eso se había apresurado en buscar un compromiso nuevo, conmigo.

—¿Y ella cómo lo sabía?

—Nunca supe. Nunca nadie se lo preguntó. —Beba sonrió de la nariz para abajo, con los ojos tristes. —Pero mis padres decidieron que no podíamos seguir con el casamiento y pararon todo. Me mandaron a estudiar a Inglaterra un año para evitarme la vergüenza.

—Lo más gracioso —dijo la señora Ramírez, con la cucharita apoyada otra vez sobre la taza y una masita de coco en la mano libre— fue que nosotras creímos que la embarazada era Beba, que por eso la habían mandado a Europa.
Se volvieron a reír todas. A Beba se le fue lo triste. Seguía hablándome a mí: la destinataria de toda esa historia era yo. Siempre es así: son ellas las que se encuentran, pero como lo que se cuentan son cosas que vivieron todas juntas los relatos son para mí.

—A mí no me molestó, finalmente. Cuando volví todas hablaban de mí pero como nadie sabía nada cierto no era vergonzoso. Tenía un halo de interés, era misteriosa.

—Qué bueno que tus padres supieron qué hacer —dijo la señora Mileo, que era más joven que el resto, en un tono que me pareció demasiado serio.

—Las madres antes siempre sabían qué hacer. Bueno, yo también soy madre, pero no sé. Hay algo que se pierde. Igual no sé a qué venía…¡ah sí! A lo de Roberto, pobre.
Esa fue Beba, la última que habló.

Sentí un viento helado y le puse un chal en los hombros a la señora Marita. Ella se lo sacudió y me habló al oído.

—Catalina, hace muchísimo calor. ¿Vos estás segura de que estás bien?

Estoy embarazada: esa es mi historia. No es necesario sostener una intriga sobre esto.

Paso en falso: sostener la taza con las dos manos, cuando la taza tiene un asa. Esta regla debe ser más conocida porque hasta la señora Ramírez la respeta. Tiene las manos regordetas y le cuesta hacer entrar los dedos, pero se las arregla. La señora Mileo saca una banana de su cartera. La pela y se la come de cara a la pared, como para que se entienda que no quiere que la vean. Nunca leí sobre eso pero estoy segura de que va contra toda etiqueta traer tu propia comida: es tan obvio que nadie se molestaría en incluirlo en un libro. Supongo que le importa más su dieta pero entonces, ¿para qué viene? La señora Marita me ve comerme las uñas y me pega en la mano que tengo libre. Es un vicio que sé que es de pésimo gusto pero no puedo hacer nada, y desde que estoy embarazada menos. Siento que un pedacito de uña me baja por la garganta. Trato de frenarlo con los músculos del cuello, ya es tarde: entonces trato de tragarlo para que me deje de pinchar. No es que haya silencio: está tocando el piano la hija de la señora Ramírez, que vino con ella. Tiene doce años y medias con voladitos. Es buena, tiene los dedos flacos. Está tocando algo que es rápido pero suavecito, música clásica, supongo. En los ojos de algunas de las señoras veo algo malo, como un resentimiento: no la miran a ella, es la música que nos hace tener ganas de irnos, la música que nos recuerda los lugares en los que no estamos, me parece que a todas nos debe pasar lo mismo. La nena termina y baja la vista, apoya las manos sobre su vestido celeste. Algunas aplaudimos. Yo aplaudo.

—¿Con Roberto supiste qué pasó, Beba? ¿Se casó con la cordobesa?

—¡Nunca supimos ni si existía! Marita una vez lo vio en el club. Enviudó joven, se volvió a casar y ahora está separado.

—¿Y qué hace en el club?

—Pesca. No hay grandes cosas ahí, dice mi marido. Dorados, mojarritas. Algún pejerrey si tenés mucha suerte.

—Catalina, dejá de servir. Vos sentate.

Estoy tratando de organizar la porcelana, pero no me dejan. ¿Para qué vine, entonces?

La señora Marita me pone una taza de té en las manos y va a la mesa a servirse otra.
Camina arrastrando el pie derecho porque le duele el ciático pero se niega a dejar de usar zapatos de taco. Yo uso chatitas. Tengo los pies demasiado hinchados y es lo único que me entra. Ni siquiera logro ponerme zapatillas.

—Yo tengo otra historia —dice la señora Gerard— sobre compromisos caídos. Lo involucra a mi hermano Daniel, algunas lo conocen. Daniel jugaba al rugby en esa época, era de los mejores, y se había encaprichado con una nenita de quince que iba al colegio de al lado. Macarena se llamaba, me acuerdo y todo. Cuando citaron a las dos familias para anunciarlo, la mamá de ella se puso blanca. Por unos meses no dijo nada pero después se lo reveló a mi mamá: Macarena no había tenido su primera menstruación. A mi hermano se lo dijeron y no le importó. Ya no me acuerdo si fue por eso que no se casaron.

La ventana de la casa de Beba da a un estacionamiento grande que está casi vacío.
Desde mi silla puedo ver el auto de la señora Marita. Hace poco le pregunté si se acordaba de que su marido me enseñó a manejar cuando llegué a la casa de ellos, a los 19. «Para cuando a mí no me den más los ojos», decía. Se terminó muriendo antes de que se le gastara la vista, pero a la señora Marita le vino muy bien que me enseñara: ahora la llevo a todos lados. Me dijo que sí, que se acordaba, que la que se acordaba poco era yo: las primeras clases las hicimos juntas pero ellos se peleaban tanto que ella decidió abandonarlas por el bien del matrimonio. Con la panza, igual, me está costando manejar. Me tengo que ir muy para atrás con el asiento y casi no me llegan los brazos.
Estoy muerta de sueño, pero por suerte hoy vamos a hacer algo distinto. Beba está preparando todo: prendió incienso y unas velas que huelen a jazmín, puso música hindú y entre Cristal y yo estamos levantando lo que queda de vajilla; cuando terminamos, Beba llena la mesa de pétalos de flores secas. Cristal parece desconcertada. Esa parte debe ser una idea de Beba, nada místico ni astrológico. Disimuladamente Cristal tira los pétalos al piso para que entren las cartas.

Paso en falso: hacer ruido con la cuchara al revolver, dejando que golpee con los costados de la taza. Casi todas las invitadas hacen ese tilín tilín ahora: me parece que están nerviosas. A la señora Ramírez le tirita un ojo. Su hija se rasca las rodillas con saña. Si sigue así, se va a sacar sangre.

Cristal se suelta el pelo y se pone una diadema de piedras. Tiene unos rulos enormes y huecos, el pelo sano, y su vestido parece de seda aunque podría ser de algún rayón artificial. Beba la conoció en una feria y se quedó enamorada de sus intuiciones. Cristal se acomoda en la cabecera de la mesa y pone una mirada grave mientras apoya las cartas boca abajo. La chica que trabaja en la casa de Beba le ofrece un vaso de agua. Debe ser nueva porque no la conozco. Me encanta cómo se visten las empleadas de Beba. A mí en la casa de la señora Marita jamás me hicieron usar rodete tirante y uniforme negro brilloso con delantal blanco, como tiene ella. Un poco me molesta: seguro que la etiqueta manda que los use, aunque no recuerdo haberlo visto en ninguno de los libros que tiene la señora Marita. Los libros no son de ella: eran de su madre, a quien no llegué a conocer. Murió justo cuando me tomaron a mí. La señora Marita dice que casi todo lo que está escrito en ellos es profundamente anticuado. Que yo no debería perder tanto tiempo leyendo esas cosas, que nada de eso tiene uso hoy en día. Es como una religión antigua a la que ya no le quedan ni templos vivos. La señora Marita dice que debería mejor leer libros de cocina, o aprender un oficio. O un idioma, incluso: podrías aprender inglés, me dice, también tengo los libros acá en casa, los de mis hijas. Sos joven. Sos rápida.

Uno de mis libros favoritos recomienda hablar en tonos agudos. Los hombres los prefieren. Lo curioso es que a medida que pasan los años los hombres escuchan cada vez menos frecuencias agudas. El paso en falso ahí es hablar con voz nasal o chillona. Beba habla así. La señora Marita a veces también. La voz de Cristal, en cambio, es tibia y más parecida al silencio. No sé cómo es la mía, cómo la escuchan los demás desde afuera. Y no sé cómo va a ser cuando tenga la edad de ellas.

En otro de los libros, uno que está todo subrayado con lápiz, aprendí que a las parejas en las comidas sociales hay que sentarlas en diagonal para que conversen con otras personas. Se lo conté a la señora Marita una vez que organizamos un almuerzo y yo quería ubicar a la gente así. Se murió de risa y no me dio ni la hora. Después vino y me explicó: Catalina, qué joven sos. Si no, no sé cómo podés pensar que una mujer prefiere conversar con su marido antes que con otras personas. Y la inversa supongo, el marido también debe preferir a otras personas, aunque no sé, yo nunca fui marido de nadie.
Ya no soy tan joven, le contesté, y no me dijo nada más. Yo le acababa de contar que iba a tener un bebé.

La primera que pasa es la señora Gerard. Cristal la mira a los ojos largo y tendido. La señora Gerard sostiene la mirada con una cara como si estuviera a punto de tomar un remedio. Cristal le pide, entonces, que dé vuelta una carta. Las cartas tienen dibujitos que parecen chinos, que no reconozco.

—El caballo negro —dice Cristal. —Ahora dé vuelta otra. La que a usted le guste.

La señora Gerard da vuelta sin dudar la carta inmediatamente a la derecha.

—Los dos dragones. —Cristal piensa. —OK, una más, por favor. Solo una.

Otra vez muy segura la señora Gerard da vuelta la carta inmediatamente a la derecha de los dragones. Cristal no dice nada, no nombra nada. La carta solo tiene un círculo.

—Esta es una combinación inusual —empieza Cristal, y yo me pregunto si a las demás les va a decir lo mismo. —El caballo negro…

—¿Es el jinete de la muerte? —la señora Gerard está demasiado ansiosa. Creo que en la carta el caballo estaba solo; al jinete se lo inventó.

—No, no. O sea, podría ser, si hubiera aparecido en otra relación. Pero así como salió no tiene nada que ver. Los dragones simbolizan buena fortuna, pero sobre todo, control.
Poder. Sobre la naturaleza y sobre otras personas.

—Y el caballo….

—El caballo es la paciencia —explicó Cristal. —En el horóscopo chino el caballo es el séptimo animal, y se dice que es así porque en la carrera de los animales llegó séptimo.
A pesar de que es un animal rápido.

—Por eso la paciencia.

—Y a todo eso se le suma el círculo, que simboliza la posibilidad de la completud. El caballo, entonces, viene a funcionar como una advertencia.

—¿Una advertencia de qué?

Cristal dudó.

—Que cuidado con el poder, con la naturaleza, con los demás y con la completud.
Porque en realidad la completud cuando sale así combinada con el poder sí es, podría ser, un poco, la muerte.

Ustedes a mí me conocen menos, me conocen hace poco. Pero esto de la serpiente… yo perdí muchas cosas. En una inundación, en Santa Fe, que es de donde vengo, donde vivía hasta que me casé con Hernán. Son solo objetos, y ni siquiera recuerdos, porque lo que te das cuenta cuando pasan esas cosas es que el valor sentimental de los objetos es una mentira: yo no me acordaba de nada de lo que perdí. Lo único que tenía presente era la sensación de que a mi casa se la podía volver a llevar el agua en cualquier momento: y de que no hay escapatoria, que te vas a ir a otra casa y en todas las casas va a pasar lo mismo. Todas las casas que conozcas van a llenarse primero de agua y después de verde, de musgo asqueroso. Y ahí van a aparecer las serpientes, que yo no sé qué serán en el horóscopo chino, pero en Santa Fe significan que ese ciclo se terminó, y que estás en peligro, porque si se terminó, es que en cualquier momento le toca empezar de nuevo.

Esa fue la señora Mileo, después de mirar las cartas que le habían tocado. Nadie dijo nada. Cristal tomó la carta de la serpiente y la rompió en dos pedazos; guardó una mitad en el mazo y le dio la otra a ella. Me dio la sensación de que la hizo sentir mejor, pero después vi que dejó su mitad tirada en el piso, así que no estoy segura.

Mientras Cristal sigue hablando me vuelvo a quedar mirando por la ventana. Al lado del Ford Ka de la señora Marita hay una camioneta azul con las puertas abiertas. Por el costado se ve una sillita de bebé. Pienso que vamos a tener que comprar una pronto; voy a tener que comprarla, quiero decir, si no consigo una heredada o prestada. Ahí creo que definitivamente me quedé dormida porque empecé a ver a un nene chiquito tratando de pararse, con dos cucharas en las manos. Lo de las cucharas es un truco que aprendí en la primera casa en la que trabajé, del padre de unos chicos que yo cuidaba: cuando llegué el menor estaba aprendiendo a caminar y tenía miedo de soltar la mano de su mamá y largarse solo. Entonces el padre, que era ingeniero o arquitecto o algo así, le puso al hijo una cucharita en cada mano, para que sintiera que estaba agarrado de algo y se largara. Funcionó. Pero este nene que veo no es el hijo de ese hombre, es un nene que no conozco. Las cucharas sí las conozco, y los azulejos del piso en el que trata de pararse también: es la cocina de la señora Marita, y es su porcelana de té de los domingos. Ella no está pero está. Piensa que lo de las cucharitas es una tontería. Me doy cuenta de que ni por un segundo se me ocurrió que mi hijo fuera a criarse en otra casa que en la casa de ella. ¿Se lo habré dicho alguna vez en estos meses? ¿Lo charlamos? El embarazo me rompió hasta la memoria de las conversaciones cruciales. Siento que lo hablamos pero quizás me lo inventé. O quizás al revés, lo requete hablamos y me lo olvidé, se me cayó, se fue por el cordón umbilical. Mi bebé come recuerdos. De eso vive.
Me doy cuenta también de que empecé a soñar antes de que apareciera el nene con las cucharitas. Es imposible que a la distancia que estoy pudiera ver una sillita de bebé adentro de una camioneta.

Paso en falso: volver a apoyar servilletas sucias sobre la mesa, antes de que la comida se termine. Pero ahora se está por terminar, así que creo que vale, no voy a hacer nada al respecto ni a enojarme. Ya pasaron todas. La última fue la señora Marita. Fue la única que dio vuelta una carta en blanco, pero Cristal dice que esa no es necesariamente una mala señal.

Yo casi me olvidé de que estoy presente y no mirando una película, pero entonces Cristal se dirige a mí y me pregunta si no quiero saber. La señoras parecen sorprendidas pero me empiezan a alentar para que pruebe. Se quedaron muy contentas con la lectura, aunque Cristal no les dijo a todas cosas lindas. Accedo porque la señora Marita insiste mucho.

Doy vuelta tres cartas, como todas las demás. Una tiene un ojo grande y verde. La segunda, la silueta de un hombre. La última tiene un perro. Todas me miran con lástima pero no sé por qué. ¡Si la única que sabe lo que significan las cosas es Cristal!
Cristal se muerde el labio de abajo y mira para un costado. Finalmente sonríe y toma la carta del ojo.

—Guardátela hasta que termines el embarazo. Es una protección para vos y para tu bebé.

No me dice nada más.

—¿Y el perro? ¿Y la sombra del tipo?

—Estás embarazada, es solo eso —me dice con una sonrisa como cariñosa, o condescendiente, no sé, mientras se hace un rodete y se pone el saco como si se estuviera yendo. —A las cartas eso las confunde, a veces. Es demasiada energía.
Además no se puede saber si eso que te dicen es para vos o para tu bebé.

—¿Pero qué dicen? —me empiezo a poner nerviosa en serio. A la señora Gerard le habló de la muerte. A la señora Miguele de la adversidad económica. ¿Qué es eso tan grave que no se anima a decirme a mí?

—Es que no sé —Cristal está muy nerviosa, las demás se contagian— esa sombra podría ser el papá de tu bebé, algo sobre el destino de él: el destino de ser una sombra, o de sobreponerse a su condición de sombra. O podría ser el hombre en el que tu bebé se va a convertir, que siempre te va a hacer sombra a vos, de lo grande que va a ser. No sé. No lo veo, no lo puedo ver con claridad.

—¿Y entonces? ¿Qué tengo que hacer?

—¿Cómo qué tenés que hacer?

—Según la astrología —le digo, y me doy cuenta de que ya no sé de qué hablo, ni por qué le grito—, según las cartas.

—No te dicen qué hacer las cartas. Te avisan lo que se viene para que te prepares.

—¿Que me prepare para qué?

—Para lo que quieras. Para lo que hay.

Pienso un segundo, trato de serenarme. Me doy cuenta de que las señoras están incómodas.

—¿Y qué no hacer, me pueden decir? Lo que no hay que hacer, lo que hay que evitar.

—No, eso tampoco.

—Claro.

Entonces no me sirve. Esto último lo pienso, pero no se lo digo. No la quiero hacer quedar mal con Beba y con el resto.

Las señoras se dan besos, se despiden hasta el sábado siguiente. La señora Marita se queda charlando con la señora Mileo, están arreglando para ir al teatro en la semana. Aprovecho para ayudar a Cristal. Está barriendo los pétalos que Beba había distribuido sobre la mesa. Beba le guiña el ojo y le pasa un sobre disimuladamente. Yo apago las velas y las apoyo todas en el mismo rincón. Termina pareciendo un santuario sin su virgencita.

Cristal me niega con la mano para que deje de limpiar. Le niego yo también y me hace otro gesto, de que me acerque.

—Sabés —me susurra— que yo estoy casi segura, no me quiero meter en tu vida. Pero estoy casi segura de que esa sombra que vimos es el padre.

—Yo también —le contesto. Ahora me va a decir que adivinó que estoy sola. Y encima me tengo que hacer la sorprendida.

—No, pero no te lo digo así, eso ni me importa. En realidad de lo que estoy casi segura es de que vas a tener una nena.

Una nena, entonces. Una nena. Lo digo en voz alta y me toco el bolsillo. Todavía tengo la carta. Otra nena, pienso. Yo no tengo hijos, pero la frase completa que me entra en la cabeza es esa: otra nena. Otra nena en el mundo. Otra nena.

La señora Marita me llama para que nos terminemos de ir y me reta por limpiar y agacharme. Solo me llevo esto para tirar, le digo, los pétalos y las velas apagadas. Los pétalos sí, pero las velas quedátelas, insiste, y las agarra ella para llevarlas al auto y que no las cargue yo. Estas velas se reciclan, querida, se pueden prender varias veces, hasta que la mecha se acabe. Las verdes son de tilo, y vos no estás pasando buenas noches. No es usar basura, Catalina, es reciclar, que está bien, no sé qué habrás leído vos pero está bien, es tirar lo que está mal. Prendete una hoy a la noche. Vas a dormir como una bebé.

Arranco el auto y me tiembla todo el cuerpo. Siento en los oídos que me voy a caer para el costado. Mañana le voy a decir a la señora Marita que no puedo manejar más; vamos a tener que tomar taxis por un tiempo, ella va a tener que tomar taxis. Me habían dicho que la panza te podía turbar el equilibrio. Algo del centro de gravedad. Tampoco puedo venir más acá, a escuchar todas esas historias sobre hombres y sobre cosas perdidas que me hacen doler la espalda, cada nombre nuevo, cada lugar que mencionan: es como si se me acumularan en los riñones los pasados de ellas. Pero eso no se lo voy a decir.

(De: Nadie vive tan cerca de nadie, Emecé, 2020)