Cristina: por mujer y peronista

La última explosión de violencia contra la figura de la vicepresidenta merece que nos detengamos, una vez más, a pensar de dónde viene ese odio y por qué se ha convertido en un elemento aparentemente tolerable en nuestro escenario político.

Por Irene Polimeni Sosa

10 de marzo: en el marco de una manifestación contra el acuerdo con el FMI, un grupo de personas arrojan piedras contra el Congreso, donde se está iniciado el debate por el acuerdo. Las piedras colapsan principalmente contra las ventanas del despacho de Cristina Fernandez de Kirchner, las rompen, las atraviesan e ingresan a dicho espacio, causando destrozos.

28 de marzo: varios puntos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires amanecen con carteles que difaman a la vicepresidenta. Los carteles incluyen una imagen de su rostro y la declaran “asesina”.

30 de marzo: vandalizan una escultura de Cristina en Río Gallegos. Dura sólo 12 días en el Paseo de los Presidentes de la Democracia ubicado en la Plaza República, que queda poblado sólo por hombres.

Foto: Walter Díaz

1 de abril: en el marco del cierre de las elecciones de centro de estudiantes de la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional del Nordeste, provincia de Corrientes, militantes de la Franja Morada cantan a los gritos: “Néstor ya se murió, Néstor ya se murió, ahora falta Cristina la puta madre que lo parió”.

Esta nueva explosión de violencia contra la figura de nuestra vicepresidenta merece que nos detengamos, una vez más, a pensar de dónde viene ese odio y por qué se ha convertido en un elemento aparentemente tolerable en nuestro escenario político. Es necesario seguir denunciando incansablemente que en Argentina existe un plan de persecución política, judicial y mediática, y que ese plan hace de la misoginia una herramienta de hostigamiento.

En Argentina el odio es la principal fuerza motora de un sector de la sociedad que se organiza alrededor de los intereses de la oligarquía. Esto es así desde que esa oligarquía perdió la hegemonía del poder ante la legitimación de la voz de los menos privilegiados por parte del peronismo.

Mientras el peronismo le daba categoría política al amor al grito de “para que reine en el pueblo el amor y la igualdad”, la oposición escribía en las paredes “viva el cáncer” porque su odio por el trastocamiento del orden que generó Eva Perón era más fuerte que toda ética. Modificar el rol que podían ocupar los pobres y las mujeres en la sociedad le costó a Eva Perón que festejaran su muerte. De la misma forma, en el 2009, a la vez que se iniciaba el juicio oral contra los represores de la ESMA, una voz interfería la señal de frecuencia operativa de la Torre de Control de Aeroparque Jorge Newbery para que se escuchara en el helicóptero donde viajaba la entonces presidenta Cristina Fernandez de Kirchner “Maten a la yegua”.

El ataque al despacho de Cristina Fernández en el Congreso.

De 1952 a la actualidad, la estrategia más efectiva para combatir el avance del peronismo contra los privilegios de unos pocos se mantiene constante: atacar a los sujetos que lo representan. No sus herramientas, no sus argumentos, no sus proyectos, sino a sus líderes, a sus militantes, a sus votantes. Esto responde a una forma individualista de entender la política como una herramienta para defender los intereses propios. Es más sencillo convencer a la gente de odiar a ciertas personas que convencerla de que comparte intereses con la oligarquía. Lo que esconde esta actitud es la idea de que la política como un juego de individuos, en el que cada quien defiende lo suyo. Eso es lo que permite asumir que el Estado negoció con Putin por un capricho personal de Cristina y no ajustándose a lo conveniente según la estrategia política global. O imaginar que la muerte de un líder sería la muerte de un movimiento, y desear esa muerte, cantar esa muerte.

A Cristina la pueden hostigar como la hostigan porque es peronista y una porción de la sociedad está convencida de que el peronismo viene por sus privilegios. Pero también, y sobre todo, porque es mujer. Basta con preguntarse si ha habido en nuestro país un personaje msculino que haya tenido que soportar durante más de 10 años un nivel similar de violencia legitimada por el discurso público. La respuesta es no.

En lo que va del 2022, ha habido 92 transfemicidios y 108 feminidades desaparecidas (Observatorio Lucía Pérez). Entre esos casos no faltan los perpetrados por policías y militares. De las víctimas, muchas habían hecho denuncias y algunas tenían medidas de protección. No hay más clara evidencia de la naturalización de la violencia que ésta.

Cristina es la primera presidenta electa por voto popular de nuestra historia. Ya lo dijo alguna vez la legisladora porteña Ofelia Fernández: para las mujeres que hacen política es obligación ponerse a la altura del debate argumentativo a niveles altísimos. La sociedad espera de la ex presidenta que opine explícitamente sobre cualquier acontecimiento relevante del ámbito nacional o internacional, que lo haga con ideas acabadas y retórica intachable, que respete a quienes la denigran, que reconozca sus errores, que viva austeramente y que, además de todo eso, tenga un sentido de la moda que se ajuste a ciertos criterios. Si sus opiniones son demasiado disruptivas, se la acusa de dividir a la sociedad. Si no opina, se la acusa de estar escondiéndose. Si ostenta el poder que le confiere la confianza de su electorado, es autoritaria. Si da un paso al costado, es manipuladora. Cuando no daba entrevistas, eso era un problema. Cuando las dio, eso fue un problema también. Se la ha llamado loca, yegua, psiquiátrica, asesina, bruja. Si habla con vehemencia, quiere meter miedo. Si muestra su vulnerabilidad, se está haciendo la víctima. Se ha bromeado con la muerte de su compañero y con la salud de sus hijes.

Cualquier mujer que se haya detenido alguna vez a pensar en su condición de mujer puede identificar operaciones misóginas que ha tenido que padecer en su propio ámbito.

En un contexto en el que el núcleo de adeptos a la ultraderecha está compuesto por jóvenes que ven en el movimiento feminista un capricho ridículo y postulan la inexistencia del patriarcado, no podemos permitirnos pasar por alto la violencia sistemática que se ejerce contra la líder más importante de nuestro país, ni el hecho de que esa violencia se enraíza en su condición de mujer. Los feminismos no pueden esperar que pasen los años para hacer de ésta una lucha propia, una disputa de sentido esencial.

Es hora de que los espacios que construimos para hacer política puedan discernir entre competencias partidarias y disputas ideológicas. Necesitamos construir consensos básicos que no queden atados a las reglas del juego que inventaron otrxs. Hoy por hoy, tenemos la responsabilidad y la obligación de combatir una política del individualismo y la violencia y defender una política de las fuerzas afectivas y las construcciones colectivas. Denunciar la persecución y la violencia misógina que sufre Cristina más allá de toda pertenencia, es parte de esa lucha.

Télam