De místicos, truhanes, caminantes y contemplativos

Desde principios del siglo XX, una subcultura de trashumantes se ha dedicado a recorrer las vías y caminos de la Argentina en fuga del hogar sedentario, el trabajo permanente, la propiedad, el patrón o la ley. Uno de los últimos sobrevivientes de esa especie está sentado frente a mí, al otro lado de una mesa coronada por una pava y un mate. Se trata de mi padre.

Por Osvaldo Baigorria

“Se negó a los goces de la vida tranquila y se hizo un ser de distancias; no amó el hogar, que era la sutura con el padre.”
(Ezequiel Martínez Estrada, 1953)

“Para ser croto no se necesita tener nombre.”
(Ángel Borda, circa 1930)

Decir subcultura no significa que fueron precisamente una minoría. Cálculos oficiales estiman que entre las décadas del 30 y el 40 el trazado ferroviario argentino era recorrido por una masa que oscilaba entre doscientos mil y trescientos ochenta mil sujetos que por sus actividades, indumentaria y códigos de comunicación podían ser llamados, lisa y llanamente, vagabundos. O en criollo, crotos y linyeras. Es decir: el vagabundeo fue un comportamiento social generalizado entre los jóvenes extranjeros y nativos de las clases sociales más bajas de aquellos años.

Según Laureano Riera Díaz, legendario militante anarquista de Pergamino que conoció en carne propia esa forma de nomadismo, alrededor de la Primera Guerra Mundial la mayoría de los trabajadores inmigrantes o criollos acostumbraban a deambular de un lugar a otro hasta encontrar su radicación definitiva. En su libro Memorias de un luchador social, Riera Díaz describe a esas “masas trashumantes, sin radicación fija, de todos los orígenes nacionales y étnicos que poblaron la Argentina… Con excepción de las elites y la casta patricia y oligárquica, es poco probable que exista en la Argentina una sola familia que no haya tenido un linyera, ocasional o persistente, entre sus antepasados”.

Quizá sea una exageración, pero éste es precisamente el caso de quien escribe estas líneas.

EL PIBE MATERIA

Tal vez por pudor, tal vez por temor a la sanción moral de mi madre o de mi familia materna —otro estilo, otro origen, otras pretensiones en un hogar de inmigrantes italianos dedicados a actividades más sedentarias o “decentes”—, la cuestión es que don Samuel Baigorria se las arregló para ocultar durante casi cincuenta años su iniciación a la trashumancia. Incluso cuando su único hijo se fue de casa a recorrer el mundo, el viejo se quedó callado.

—Cuando era muchacho, yo también anduve bastante por la provincia— decía apenas, cada vez que yo regresaba y le contaba mis anécdotas de viaje—. Y si no fuera por tu madre, hubiera andado mucho más.

De modo que me acostumbré a verlo como un hombre que no se atrevió a aventurarse por ahí porque su mujer no quería. Mis viajes a dedo por América, desde la Argentina hasta Canadá; constantes cambios de lugar de residencia, de México a España, pasando por Estados Unidos e Italia; mudanzas de trabajo, entre el periodismo, la artesanía y la agricultura de subsistencia; cambios de vínculos, de parejas, de amigos, de proyectos…, todo mi deambular por el mundo se me antojó una ruptura con el hogar paterno. Nunca —hasta que di los primeros pasos en la investigación que me llevó a escribir este libro— se me había ocurrido que los quince años que pasé con la mochila a la espalda podían ser en parte herencia, continuidad, extensión de un proyecto inconcluso.

Sólo al sentirse legitimado por mi propio interés, él se animó a hablar de su experiencia. Recuerdo que cuando le comenté acerca de mis primeras lecturas sobre los crotos —gracias a las incitaciones de Ana María Ordóñez y Pedro Ribeiro, organizadores de un grupo de rescate de la figura del croto histórico—, se pasó una mano sobre la calva y asintió varias veces con la cabeza antes de decir:

—Yo te puedo contar muchas cosas… Cuando era pibe anduve varios años entre los crotos.

Pronto aprendí que “andar entre los crotos” significa que él mismo fue croto; que viajó en trenes de carga por las provincias de Buenos Aires y Santa Fe; que trabajó en las juntadas de maíz, papa, batata y otras cosechas cuando pudo; que pidió o robó si hizo falta; y que durmió a la intemperie muchas veces. Todo esto fue saliendo de a poquito, entre mate y mate, mientras crecían mis primeros borradores sobre esta subcultura.

—Leí en algún lugar que a los crotos de antes no se les conocía por el nombre sino por un apodo— le comento un día—. ¿A vos cómo te llamaban?

—El Pibe Materia— responde mi viejo—. El apodo me lo puso un croto ladrón que llamaban el “Petiso Entrerriano”, porque resulta que yo tenía otitis crónica y el oído me supuraba. Entonces el Entrerriano decía que por ahí se me estaba escapando la materia gris. Así me quedó ese nombre.

—¡Qué vida la de tu padre! —suspira mi madre de inmediato, como disculpándolo—. Y esas cosas pasan cuando uno no tiene buena familia.

ENTRE NÓMADAS

En realidad, siempre hubo trotamundos. Y los motivos de esa trashumancia fueron, en general, misteriosos para los sedentarios. A veces el detonante fue la miseria; a veces, la incapacidad de soportar las presiones sociales, la rutina, las obligaciones; en otros casos, alguna pérdida afectiva u otros problemas familiares; en muchos, simplemente haber escuchado el llamado de la aventura.

Drop out, salirse, abandonar. Dejarlo todo. Además de los nómadas tribales, es decir, de los grupos que se trasladan sobre distintas superficies de un modo colectivo, con familias, enseres y organización social específica, a lo largo de la historia ha aparecido una y otra vez la figura del individuo que abandona familia, vivienda, trabajo y vida sedentaria para nomadizarse por cuenta propia.

En principio se destaca el monje errante o mendicante, el sabio sin casa, el místico itinerante. En esa imagen —presente en distintas tradiciones de Oriente y Occidente— se suelen proyectar ciertas inclinaciones espirituales, la necesidad de autoexpresión y la búsqueda de una verdad que se hallaría fuera de los muros del sedentarismo, el trabajo fijo o la rutina social. Pero hay que tener ambición, talento o predestinación para irse al desierto, volver y fundar una iglesia. La mayoría de los vagabundos tuvo otras suertes: marginados, perseguidos o condenados al hambre, fueron marcados con distintas denominaciones según las miradas —en parte condenatorias, en parte envidiosas— de los asentamientos que los han visto pasar de largo o acampar por un tiempo en las cercanías.

En alguna época se los llamó truhanes. Esta palabra existe en castellano desde mediados del siglo XIII con el sentido de vagabundo, mendigo, pobre, bufón, pícaro, bellaco y haragán. Proviene de truand, bribón, vocablo céltico relacionado con los galos trugantos o trudanach, que originalmente quería decir vagabundo, y también con el antiguo irlandés trog, desgraciado, y con el británico tru, calamitoso. Truhán era la persona que con bufonadas, gestos o cuentos procuraba hacer reír y divertir (y se supone que también engañar y estafar) a las poblaciones medievales. Más tarde le quedó sólo su sentido peyorativo.

Lo mismo ocurrió con nuestros crotos. Claro que uno puede elegir transformar el insulto en elogio. Se dice que Digenes de Sinope aceptó con gusto el epíteto de “El Perro” precisamente porque otros lo consideraban una injuria. Desde un tonel —precursor de los atorrantes que vivían en caños en la Buenos Aires de fin del siglo XIX—, Diógenes divulgó los principios de su maestro Antístenes y de la escuela cínica en la Grecia de los siglos V y IV A. C. También lo hizo desde un bosque de cipreses sobre la colina de Kraneión, cerca del santuario de Afrodita, mientras tomaba sol tendido sobre la hierba. Parece que en esa colina ocurrió el famoso encuentro con Alejandro Magno, a quien Diógenes, tendido sobre sus espaldas, le habría dicho que se apartara porque con su sombra le estaba quitando el sol.

Hombres acostados panza arriba, al sol, sobre la hierba.

Hombres en camino con su atadito a la espalda. Hombres que supieron por instinto aquello que decía Oscar Wilde acerca de la vida contemplativa: “la vida que tiene por finalidad ‘ser’ y no ‘obrar’, y no solamente ‘ser’, sino ‘devenir, hacerse’, es la que nos da el espíritu crítico”.

Ése es el espíritu que empujó a muchos jóvenes de origen trabajador, en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX, a un devenir croto. Que no es lo mismo que ciruja —una palabra asociada con el oficio de recolectar botellas, diarios viejos, entre otros residuos y desechos, para revenderlos en corralones y depósitos. Y mucho menos, mendigo, aunque ocasionalmente el croto podía pedir para comer, en general prefería trabajar o “expropiar”. Croto es, como veremos, un término político. Nació —según la etimología más aceptada — en 1920, a partir de una disposición de José Camilo Crotto, gobernador de la provincia de Buenos Aires, que permitía a los trabajadores golondrinas viajar gratis en los trenes provinciales de carga. Todo lo cual habría incentivado la costumbre ya existente de tomarse estos trenes para seguir la ruta de las cosechas, o simplemente para viajar de un pueblo a otro sin pagar boleto cuando el trabajo escaseaba. Pero algunos dicen que el origen fue otro.

—Yo difiero— declara Martín Finamori, un criollo de más de noventa años que anduvo en la vía buena parte de su existencia—. La primera vez que vi el nombre de Crotto asociado a un linyera que andaba con su bolsito al hombro fue en una caricatura del diario La Prensa. Porque cuando Irigoyen mandó la intervención a la provincia de Buenos Aires, salió en ese diario un dibujo del gobernador, con su mono al hombro, junto al título “Se va Crotto”.

Sea como fuere, crotos fueron llamados todos los que se veían acurrucados sobre los techos de los vagones de los trenes que surcaban el campo. Por supuesto que la historia comienza mucho antes, que siempre hay una prehistoria, que una palabra nunca alcanza a explicarlo todo, pero aquí seguiremos una pista: la de quienes vieron en la trashumancia una vía para encontrar, precisamente, su propia huella.

Esa huella conduce en primer lugar hacia Europa, hacia una bohemia conectada con la vida estudiantil e intelectual de los siglos XII y XIII, cuando el orden medieval tradicional comienza a fisurarse. Allí aparece una deriva nómada entre los clérigos vagabundos y escolares mendicantes que visitan los pueblos cantando sus versos al amor libre, a la gula, a la embriaguez y a la vagancia. Los goliardos —así llamados por suponerse adeptos de un mítico San Golias— contribuyen en la Alta Edad Media a difundir las leyendas del país de Cucaña (en francés Cocagne, en inglés Cokaigne), tierra de libertad, abundancia y holganza que existiría hacia el Sur y hacia el Oeste. “Lejos en el mar, al Oeste de España/ hay un país llamado Cucaña”, dice un poema inglés del siglo XIV. Brueghel lo pinta, con su montaña de azúcar, sus tejados de pasteles y sus aldeanos sentados sobre la hierba esperando para abrir la boca cuando uno de esos manjares se ponga a su alcance.

Románticos y aventureros se lanzaron a buscar, por mar y tierra, la concreción de estos mitos. A principios del siglo XVIII, los coureurs-de-bois, tramperos y cazadores franceses, se distribuyen sobre la vasta franja de bosques vírgenes que se extienden desde Nueva Orleans hasta Quebec, encarnando para los europeos el espíritu de libertad en armonía con la naturaleza del Nuevo Mundo. Y durante el siglo XIX, la intervención romántica en las artes y estilos aviva aun más el fuego de ese deseo de fuga del centro hacia los márgenes y periferias.

Luego, la irrupción del movimiento obrero añade un corte, una grieta fundamental en esa huella. Un universo de familias proletarias hacinadas en las ciudades de Europa primero, y de América después, genera una intensa actividad política, sindical e intelectual contra el capital industrial, comercial y financiero. La lucha por la reducción de la jornada laboral incluye el sueño de una sociedad en la cual no se trabaje más que tres o cuatro horas diarias. Esa lucha —de base o de vanguardia— es colectiva, gremial, partisana, pero también irrumpe, aquí y allá, en el deseo de fuga que, siempre, es personal. Como Johnny, el personaje del cuento de Jack London “El apóstata”, muchos adolescentes hiperexplotados en insalubres fábricas textiles o metalúrgicas un día abandonan trabajo, hogar y familia para “votar con los pies” y treparse al primer tren de carga que los lleve hacia la libertad:

“Después del crepúsculo, con las primeras sombras de la noche, un tren de mercancías se detuvo sobre la estación. Mientras cambiaban unos vagones para dejarlos en la vía muerta, Johnny se deslizó a lo largo del convoy. Abrió la puerta de uno de ellos y, con dificultad, se encaramó para entrar. Luego cerró la puerta. La máquina silbó. Acostado, en la oscuridad, Johnny sonreía”.

América del Norte llamó hobo al vagabundo que viajaba en trenes cargueros de Este a Oeste o de Norte a Sur. La base socioeconómica de esta fuga fue el movimiento internacional de capitales, que aumentó la inversión en vías comerciales de zonas periféricas, zonas que por sus recursos naturales y su bajo costo de producción permitían obtener materias primas y vender manufacturas en nuevas áreas de un mercado en expansión.

Así, mientras crecían en Europa las masas de migrantes desterritorializados por el movimiento internacional de capitales, a lo largo y ancho de América muchos vieron la oportunidad de deambular gracias a trabajos estacionales, como las cosechas, la estiba, las barracas y depósitos portuarios. Y uno de los más importantes puertos de destino fue Buenos Aires. Desde aquí, extendiéndose tierra adentro sobre la telaraña de los trayectos ferroviarios, se desplegó esa deriva apropiadamente llamada como un “andar en la vía”.

LA SUERTE DEL ANDARIEGO

Una aclaración: la huella del vagabundo no es idéntica a la del homeless. Mientras que los habitantes sin techo de toda urbe son una muestra de exclusión extrema, forzada, impuesta por la sociedad de mercado, el croto siguió voluntariamente el rastro que lo llevaría a un lugar de no-pertenencia. El croto no se definió por la carencia que implica la preposición “sin”. Su estilo fue más la renuncia que el despido. Y más el abandono del hogar que la pérdida de la vivienda.

Esa huella puede conducir hacia el mar, los bosques, las montañas o las pampas, pero conduce sobre todo hacia sí misma. “La tierra extraña, la separación, es la suerte del andariego” dice el hexagrama número 56 del I Ching. “Aquel que tiene pocos amigos, ése es el andariego”. El andariego no quiere otra cosa que andar. La huella es un fin en sí. El camino es un destino.

“Ser uno solo y nada más, porque una piedra, un viento, un ruido, ya son compañía” subraya José Américo “Bepo” Ghezzi, el croto más famoso de la República Argentina.

“Heráclito sería uno de los nuestros”, exagera Eugenio Rosalini, croto y profesor de filosofía, durante la Cumbre de los Crotos de Mar del Plata, en 1996. Porque, como decía Heráclito de Éfeso, “El Oscuro”, en el siglo IV a. C. “las cosas se dispersan y se reúnen de nuevo, se aproximan y se alejan”. Como los trenes. Como las cosechas de trigo o de maíz. Como los vagabundos que se encuentran en un cruce de vías y se desencuentran en otra.

Y es en uno de esos cruces donde se produce mi encuentro con El Pibe Materia.

 

(De: Osvaldo Baigorria – Anarquismo trashumante. Crónicas de crotos y linyeras, Terramar, 2008)