Democratizar la justicia

Por José Massoni

El Presidente Alberto Fernández en el acto de asunción del mando formuló una opinión muy crítica sobre el funcionamiento de la justicia penal federal y anunció cambios para enmendar las groseras violaciones a las reglas del debido proceso, del derecho a la defensa y a los derechos humanos violentados por una concertación espuria entre jueces, la agencia de inteligencia, espías privados y grandes medios de difusión.

Sin perjuicio de toda la razón que le asiste, reiteradas veces hemos realizado un análisis del funcionamiento del Poder Judicial1 –avalado por la experiencia de haberlo integrado durante casi cuarenta años, los últimos quince como magistrado de apelaciones- para llegar a la conclusión de que sus falencias son de magnitud tal que ameritan una reforma constitucional, necesaria también por otros motivos, pero que no debe eludir esta cuestión básica del funcionamiento democrático.

También hemos admitido que en las circunstancias de arrasamiento económico social que dejó el neoliberalismo durante los cuatro años del gobierno de Mauricio Macri no dejan espacio político para ocuparse ahora de esa reforma, pues será tarea a encarar cuando se remedie el hambre, la pobreza, la desocupación y la destrucción del aparato industrial que nos legó, y de alguna manera logremos afrontar la descomunal deuda en dólares que le hizo contraer al Estado para no construir nada y destruir mucho, a excepción del enriquecimiento obsceno de una ínfima minoría.

También hemos escrito que dada la inconveniencia política actual de abocarse al llamamiento a una Convención Constituyente, un remedio parcial pero eficaz sería establecer un nuevo diseño para el Consejo de la Magistratura, el organismo que debe cuidar de la independencia del Poder Judicial, administrarlo, dictar sus reglamentos, elegir a los postulantes a jueces por ternas para cada vacante entre cuyos miembros el Poder Ejecutivo seleccionará a quien postule para presentarlo al Senado para su acuerdo, y decidir cuando corresponda la apertura del procedimiento de remoción de los magistrados que no sean los miembros de la Corte Suprema. Así lo estableció la Convención Constituyente de 1994, que luego de señalar los lineamientos generales de la nueva institución, delegó la arquitectura del mismo a la ley, por lo que introducir modificaciones en las formas y contenidos de su composición está -dentro de los marcos que puso el constituyente- al alcance de una ley, no siendo necesaria una reforma constitucional.

El art. 114 de la Constitución Nacional, con su letra clara pero con amplios espacios sin cubrir para la determinación puntual de elementos del Consejo, ha sido motivo de interpretaciones encontradas, tanto como que la última sanción reformatoria del Congreso fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema. Creo que el examen de los considerandos del fallo del alto tribunal cuando lo hizo2 (causa “Rizzo, s/amparo, etc.) permite analizar en profundidad los verdaderos alcances de la norma constitucional y los que pueden ser motivo de la ley reglamentaria que la misma carta magna prevé.

Los convencionales plasmaron que se trata de una ley de interés general superior y por ello la calificaron de “especial” y establecieron la exigencia de sanción por mayoría calificada, constituida por la mitad más uno de la totalidad de los miembros de cada cámara: son necesarios esa cantidad de votos dentro del íntegro número de diputados y senadores, lo que impide la incidencia de ausencias de cualquier causa que pudieran ocasionar la aprobación de un texto que tuviera apoyos de menor cuantía; debe haber coincidencia de inequívoca superioridad entre los representantes del pueblo.

La interpretación sistemática de la Constitución muestra la motivación natural lógica de que así sea, porque lo que está resolviendo en el artículo 114 atañe a la estructura jurídica del Poder Judicial, con lo que está dando caminos para el modo de funcionamiento de uno de los tres poderes de la república. Bien se ha dicho que los convencionales de 1994 se apartaron del modelo de sus antecesores de 1853 cuando ellos mismos dictaron en forma precisa, clara y meticulosa la estructura y atribuciones de las cámaras legislativas. Pero lo cierto es que nunca se pueden aducir tradiciones como hechos vinculantes o influyente con fuerza para ningún legislador –como lo hizo la Corte en “Rizzo”- tanto menos para un convencional constituyente que está en plan de reformas, pero en nuestro caso ni siquiera existía esa supuesta manda de la historia, en primer lugar porque en el siglo XIX muy poco se estableció sobre la estructura del poder judicial y durante el siglo y medio siguiente en el plano constitucional nada se había cambiado ni añadido sobre el punto, y era conducente que en 1994 los convencionales atendieran a la realidad que los circundaba, harto distinta a la que contenía a los supremos legisladores de 1853.

La diferencia era tanta como la existente entre un país predominantemente feudal emergiendo de la dispersión política que duraba décadas dentro de un mundo dominado por un capitalismo creciente, creativo y pujante, y otro que a mediados de la década de 1990 contaba, no ya con algo más de un millón y medio de habitantes sino con treinta y cinco millones, con un producto bruto interno con fuente mayoritariamente industrial e inmerso en un mundo cambiado al punto de que ya campeaba una forma de capitalismo muy distinto, comandado por las finanzas globales y grandes corporaciones trasnacionales.

Sobre el punto del funcionamiento del Poder Judicial específicamente, acosaban evidencias de un funcionamiento obsoleto que no respondía a las nuevas necesidades económicas y sociales y se sumaba que había consolidado un sentido de existencia corporativo, elitista, con fuertes rasgos de nepotismo de “familias judiciales” pertenecientes a las elites conservadoras.

Por condicionamientos económicos, políticos y culturales, al pueblo llano le resultaba en extremo dificultoso acceder al servicio judicial y éste, más allá de la conciencia que tuvieran la mayor parte de sus integrantes, casi de manera invariable gestionaban los expedientes y fallaban a su final favoreciendo a los poderes reales, provinieran de la economía nacional o externa, las fuerzas mediáticas o las políticas.

Es más, la observación desde el lado estrictamente político hacía evidente que el acuerdo de la oposición radical alfonsinista a la realización de la reforma que impulsaba el presidente Carlos Saúl Menem tras su objetivo de habilitar su reelección, tuvo como uno de sus precios la creación del Consejo de la Magistratura. La razón no era otra que encontrar una vía de escape, o al menos un paliativo, a la completa apropiación del Poder Judicial por el partido oficialista, que había logrado conformar una Corte Suprema que convalidaba todas las medidas del Poder Ejecutivo de manera automática3. Ese escenario antirrepublicano lo era también de destrucción del Estado, pernicioso para el país y en especial para los sectores populares de manera en extremo eficaz, en primer lugar porque la estructura de la corporación judicial hacía que la Corte ejerciera un control vertical sobre toda la judicatura, y en segundo término -y más importante- ese tribunal máximo había convalidado –con la consiguiente proyección hacia “abajo” del aparato judicial- todas las medidas de gobierno neoliberal, entre otras las que permitieron el saqueo del patrimonio estatal argentino, por las cuales se privatizaron a mansalva las empresas públicas nacionales en beneficio de corporaciones trasnacionales y sus socios grandes capitalistas argentinos, cumpliendo a rajatabla con los mandatos del Consenso de Washington, la carta magna del capitalismo globalizado financiarizado que en esa ciudad, en 1989, redactaron el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de los EEUU para su cumplimiento por los países subdesarrollados4.

Sobre si la Constitución debía fijar la composición del Consejo se discutió en la convención entre quienes postulaban que estableciera el número de integrantes total y el de cada estamento, y los que en definitiva primaron, aprobándose la redacción que rige, que deliberadamente dejó espacios para que los legisladores –siempre con la restricción de aquella mencionada mayoría especial en ambas cámaras- pudieran diseñar en detalle la integración de un Consejo que, dentro de una estructura de base concursal seleccionaría a los candidatos a jueces “inferiores” para proponer ternas al Poder Ejecutivo, quien conservaba la incumbencia de la elección final con el acuerdo del Senado; también decidir la apertura del juicio de remoción y acusar al magistrado cuestionado ante el jurado de enjuiciamiento; ejercer facultades disciplinarias sobre los magistrados; administrar los recursos del poder judicial y, por si quedara alguna duda, finaliza el artículo 114 con la aserción de que será objetivo del Consejo de la Magistratura “dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios judiciales”.

Es hermenéuticamente seguro que los constituyentes deliberadamente dejaron espacio cómodo para que una mayoría calificada de representantes del pueblo, si lo estimaba necesario, pudiera establecer las particularidades de la integración de los cuatro estamentos que sí, claramente, imponían: representantes de los legisladores y del poder ejecutivo, jueces, abogados de la matrícula federal y personas del ámbito académico y científico.

Esta interpretación responde, en primer lugar, a la literalidad de la norma. Es de pacífica aplicación que el primer signo de sentido de la norma es su texto y, obviamente, hay que atender a lo que dice. Y el texto del art. 114 de la CN es meridianamente claro en punto a que, con condiciones especiales, delegó en el legislador el diseño destinado a procurar el equilibrio entre la representación de los representantes de los poderes políticos, los jueces y los abogados. Cabe aquí resaltar dos cuestiones. La primera, que el artículo dice “procurar” el “equilibrio” y bien se ha señalado que procurar no es lo mismo que “deber” ni equilibrio similar a “igualdad”. No es admisible imaginar siquiera que los convencionales no sabían el idioma castellano y en realidad quisieron decir “deberá haber igualdad” entre los tres estamentos señalados. Destaco muy especialmente que el laxo mandato de “procurar equilibrio” sólo se refiere a representantes políticos, jueces y abogados, porque luego de fijar ese relajado parámetro hay un punto y finaliza la oración. De seguido a ese inequívoco corte gramatical el convencional recién aborda, claramente por separado, la integración del estamento de los académicos y científicos que compondrán el Consejo, dictando en fórmula más distendida aún que se compondrá con “el número y la forma que indique la ley”. Ni una palabra ni seña sobre equilibrios ni precauciones de calibre constitucional para atender por el Congreso, de los que se había ocupado expresamente en la oración anterior, y es textual puro que la cantidad y el modo de selección de estos ciudadanos destacados por méritos profesionales de cualquier materia será materia de la legislación especial, constituyendo un estamento de perfil distinto a los político-forenses, hasta entonces patronos exclusivos de la selección y remoción de los jueces más el manejo de las reglamentaciones, disciplina y administración del Poder Judicial. La finalidad de abrir el gobierno del Poder Judicial a la participación a ciudadanos personas de calidad relevante, pero de origen ajeno a la representación política y al mundo profesional jurídico, es notoria e incontrovertible.

Esta inteligencia de la novedad constitucional se apoya así en la literalidad del precepto y también en la voluntad de los convencionales que discutieron sobre el tema y decidieron de este modo escribiendo lo que escribieron. Pero además se inscribe sistemáticamente en la finalidad de la reforma, motivada por las razones que ya mentamos de política general que habían llevado a la obsolescencia el servicio de justicia en términos democráticos, y las de política coyuntural que mellaron su condición republicana. El texto, como los constituyentes remarcan al final del art. 114, en su entendimiento apunta a asegurar las condiciones para la independencia de los jueces y la eficaz prestación del servicio de justicia, y el modo de cumplir la manda es el que explicitan en lo escrito en él. Esa es la manera que la Constitución entiende que es el camino para llegar a esos fines y con lenguaje cuidadosamente elegido elude trazarlo de manera rígida e inmutable, que exija una dificultosa reforma constitucional para modificar su trayecto, sino que, precisamente porque se trata de una institución novedosa que empieza a jugar dentro de un mundo que ha cambiado y se modificará con presteza, quiere que los representantes del pueblo sean los que deban –bien que con mayoría especial- cambiar la estructura del Consejo cuantas veces sea necesario para lograr el objetivo que la ley fundamental coloca presidiendo todo el ordenamiento del poder: jueces independientes con arquitectura y administración que les permita cumplir con eficacia el Poder Judicial. Exégesis que fluye cómodamente, reiteramos, desde la literalidad, la interpretación histórica y la teleología de la norma.

Los convencionales de 1994 mostraron con la misma evidencia su voluntad de establecer un instrumento de gestión, control y dirección del Poder Judicial –haciendo excepción solo con la Corte Suprema- con lineamientos esenciales propios de una constitución rígida y formas y detalles de integración naturales de una constitución flexible. Ninguna otra conclusión puede desprenderse del hecho que –de modo deliberado, ya lo fundamentamos- luego de fijar sin dejar dudas las procedencias de los integrantes, no establecieron el tiempo de la duración de las representaciones político-forenses5, mucho menos el del estamento de académicos y científicos sobre los que nada impone. Pero se suma con significación singular la ausencia de indicación alguna sobre el modo de elección de mandatarios de ninguno de los cuatro estamentos que así queda, por literalidad del precepto, para la decisión por la ley especial.

La “ley especial” prevista por la reforma constitucional de 1994 tuvo un trabajoso y prolongado proceso de elaboración, tanto así que el Congreso, tras una movilización importante de ciudadanos abogados, magistrados e intelectuales vinculados a la política progresista y al mundo forense recién la sancionó en diciembre de 1997, bajo el N° 24.937. El motivo principal de la tardanza fue la renuencia de la mayoría de legisladores oficialistas porque, como señalamos, la consideración de creación del Consejo en el llamado a la convención había sido una concesión del gobierno al radicalismo alfonsinista, pues su interés único era habilitar la reelección del presidente Menem. Hubo una modificación en febrero de 2006 por ley 26.080 estableciendo que la representación de científicos y académicos se limitaría a una persona profesor regular de cátedra universitaria de facultades de derecho nacionales y contar con una reconocida trayectoria y prestigio.

Por estas normas y reglamentaciones accesorias los consejeros son designados por elecciones directas organizadas por el mismo Consejo entre los jueces por una parte y los abogados de la matrícula federal por la otra; las juntas electorales las forman la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia nacional para la votación de jueces y el Consejo Directivo del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal y la Asociación Argentina de Colegio de Abogados, para los abogados. El Comité Ejecutivo del Consejo Interuniversitario Nacional organiza entre todos los profesores de derecho de las facultades y escuelas nacionales la elección del profesor que menta la ley 26.080. Los diputados son dos por la mayoría y uno por la primera minoría, e igual proporción guardan los senadores. El Poder Ejecutivo designa un consejero en su representación.

Es notorio que el Consejo así integrado muy lejos estuvo de cumplir con las expectativas sociales que había generado, ni en la tramitación de selección de jueces, ni de procedimientos eficaces de disciplina, control y agilización de su remoción.

Comenzado el año 2013 se conocía por la página web del Consejo que durante 2012 sólo se habían realizado doce reuniones de la comisión de selección de jueces, se convocaron seis concursos y se remitieron dos ternas al Poder Ejecutivo para que nominación de dos magistrados. A su vez, durante ese mismo año la comisión de acusación se reunió once veces y no acusó a nadie. Esos datos no constituían un excepcionalidad, ese era el ritmo permanente de gestión del Consejo y los consecuentes muy pobres resultados que producía, insuficientes de modo patente mientras el servicio de justicia empeoraba sin cesar, con numerosas vacantes, cubiertas mediante subrogación por otros jueces en ejercicio, que de ese modo cubrían –inevitablemente de manera deficiente- dos cargos en vez de uno.

En esas circunstancias, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner envió al Congreso proyectos de ley de reformas en el poder judicial, con del declarado propósito de propender a su democratización y a mejorar el servicio de justicia. En lo referente al Consejo de la Magistratura dio lugar a la sanción de la ley 26.855 del 8 de mayo de 2013. Los puntos esenciales cambiados fueron la elevación del número de integrantes (aumento de 13 a 19 en total; resultado de pasar de 2 a 3 en abogados, y de 1 a 6 en académicos y científicos de cualquier disciplina universitaria oficialmente reconocida y no sólo profesores de derecho) y, con contenido político más profundo, el establecimiento de la elección por voto popular, emitido en ocasión de las elecciones presidenciales, de los consejeros jueces, abogados y académicos, que serían propuestos en las listas de los partidos que presentaran candidatos a Presidente.

Apenas un mes después, la Corte Suprema de Justicia declaró la inconstitucionalidad de esa ley en la causa “Rizzo, Jorge Gabriel (apoderado Lista 3 Gente de Derecho) s/acción de amparo c. Poder Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar (Expte. N° 3034/2013)6”.

Adelanto que mi análisis del fallo me lleva a concluir que lleva razón el solitario voto de la minoría, que deja muy claro que si existe una infracción a la Constitución -aunque no haya modo de enmendarla- es la consumada por el voto de la mayoría de la Corte.

Recuerdo que fui juez penal de primera instancia, juez de apelaciones y luego juez de un tribunal oral a lo largo de más de quince años y de manera personal –jamás delegué mi trabajo- he redactado no sé decir cuántas sentencias, pero con seguridad, cuando menos, muchos cientos. Si supe redactarlas, también debo tener alguna probabilidad de saber leerlas. Desde ese modesta pero cierta posición opinaré ahora.

Como me sugiere el voto minoritario –a cuyo autor, aclara, la ley no le agrada- la posición que adoptó la mayoría responde a una firme opinión preconcebida sobre la forma de estructurar el Poder Judicial y sobre ella se apilaron aserciones de lenguaje jurídico que concluyeron con la caída de la ley. El primer gran problema es que una opinión sobre ese tema sobre diseño de un órgano de gobierno era y es política, no jurídica, e incumbencia de los poderes legislativo y ejecutivo que habían sancionado y promulgado la ley en cumplimiento de la manda del art. 114 de la Constitución Nacional; estaba fuera del control judicial y terminó ocurriendo, bajo ese paraguas sin tela, que el Poder Judicial terminó legislando sobre sí mismo en el punto de arquitectura constitucional que versa sobre el modo de elección de los miembros del Consejo de la Magistratura, que debe establecer el modo de seleccionar y remover a los magistrados “inferiores” que integran esa rama del poder del Estado. Atributo ciudadano elemental. Repitamos: se trata de elegir a quienes seleccionarán a los candidatos a jueces, no a éstos, para que el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado los designe. No se trata de que elijan a los jueces, sólo se trata del modo de seleccionar a los candidatos. Destaco el punto porque reiteradas veces –ignoro si deliberadamente- se confunde la cuestión eleccionaria de consejeros del Consejo con la independencia de los jueces. No se trata de la elección de los jueces, se trata de los miembros del cuerpo que seleccionaría a quienes pueden ser candidatos; es cuestión que no tiene la más mínima relación con la independencia de los magistrados, cuyo aseguramiento es la manda especialmente encargada y motivo de la nueva institución creada por los constituyentes.

Vamos a las razones de lo expuesto.

En el considerando noveno la mayoría enuncia una larga lista de casos en los que declaró inconstitucionales leyes del Congreso. Repásense uno a uno y se comprobará que los temas que esas leyes trataban no guardan analogía alguna con números en la integración, o con formas de elección, en un esquema de gestión cuya determinación, precisamente, el convencional constituyente había delegado en los legisladores. De seguido, en el considerando décimo, se manifiesta didácticamente el principio indiscutible de que la carta magna ha establecido al pueblo como último titular del poder político pero, destaca “reveladoramente” que puso acento en los procedimientos habilitados para explicitar la voluntad popular, dando nacimiento al principio de representación. Aquí emerge una falacia de dos caras. Una, se sugiere que el principio de representación es de superior o imprescindible guarda para el ejercicio de la voluntad del pueblo; la otra, más molesta al buen sentido jurídico, es que pasa de largo el detalle esencial que la ley bajo examen justamente organiza un sistema de elegir representantes. De seguido se mezclan verdades de Perogrullo con omisiones sutiles pero objetivamente funcionales a descalificar la ley. Por ejemplo, que la Constitución establece un sistema cuya esencia es la limitación de los poderes, pero refiriéndola hacia los del legislativo y olvidándose de la contención en sus potestades que debe guardar el judicial. O reclamando que para atribuciones del Congreso más extensas o supresión de sus limitaciones es necesario que se acuda al mecanismo del art. 30 sobre reforma constitucional, que justamente fue el que se aplicó en todos sus pormenores para que la ciudadanía, mediante ley del Congreso, convocara a la constituyente de 1994 que, precisamente en ese nivel normativo máximo –la Convención de 1994- con clara literalidad le asignó autoridad a los legisladores para que mediante una ley especial dieran forma en detalle al Consejo de la Magistratura cuyas piezas fundamentales estableció. Este argumento de la Corte es francamente circular y falaz. Es dificultoso creer que se trata de un error hermenéutico, más cómodo surge el calificativo de hipócrita.

Los considerandos siguientes reproducen los conceptos generales esenciales e indiscutidos sobre la división de poderes y el control de constitucionalidad de las leyes por el Poder Judicial. En el decimoctavo se afirma dogmáticamente que “las personas que integran el Consejo lo hacen en nombre y por mandato de cada uno de los estamentos indicados [es decir, los representantes políticos, jueces, abogados y académicos, entre otros] lo que supone inexorablemente su elección por los integrantes de esos sectores. En consecuencia, deducen, el precepto no contempla la posibilidad de que los consejeros puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera, dejarían de ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo electoral”.

¿Por qué decimos que es una afirmación dogmática? Porque el art. 114 de la Constitución no establece que “inexorablemente” los jueces, abogados y académicos sean elegidos por jueces, abogados y académicos; por el contrario, deliberadamente se cuidó de no decir nada al respecto, en línea con la decisión de establecer una delegación hacia las mayorías especiales de legisladores para que determinaran lo que entendieran la mejor manera de componer el Consejo -dentro de los parámetros que fijó- para las circunstancias culturales, sociales y políticas que se atravesaran y basados en ellas impusieran las correcciones que fueran menester. Tampoco es verdad que si, por ejemplo, no fueran jueces quienes eligieran a los consejeros jueces, estos magistrados, en sus funciones como consejeros del Consejo, dejarían de representar a los jueces.

¿De qué razonamiento se deriva esa conclusión que se presenta como notoria e indiscutible? ¿Se supone acaso que los consejeros jueces elegidos de otro modo que no sea por los afiliados a la mutual de jueces y a una persona jurídica que asocia federaciones voluntariamente no interpretarán con la mirada de su pertenencia a la magistratura, como magistrados que son? Más bien parece lo contrario, pues los consejeros elegidos (como ahora) por los propios jueces en funciones, más allá de sus intenciones, pueden cargar con el peso de sus prácticas y concepciones corporativistas, estas sí bien notorias para todo quien tenga contacto efectivo con la organización y administración de justicia (y así ha ocurrido si se repasan los sus votos en los plenarios y comisiones a lo largo de ya más de veinte años de funcionamiento).

Luego de la afirmación farisea de que el control de constitucionalidad “tampoco permite que el poder Judicial ingrese en el control de las razones de oportunidad, mérito o conveniencia tenidas en cuenta por los otros poderes del Estado al adoptar las decisiones que les son propias”, para perpetrar exactamente lo contrario y seguir cimentando la decisión -con evidencia ya tomada ab initio- de voltear la ley 23.855 que estableciera la elección popular de los consejeros del Consejo, la mayoría de la Corte eleva a condición de llave maestra de su hermenéutica que si no son los propios jueces –o en su caso abogados- quienes eligen a sus representantes se estarían violando el sentido de la figura del contrato de mandato. Este es un argumento que, tras su apariencia, jurídicamente es flojo en extremo y no supera la calidad de vía de escape. Si nos hallamos inmersos en un tema de diseño de arquitectura de uno de los tres poderes del Estado, con índole de derecho público de máxima jerarquía, el constitucional, no es admisible incidencia de un contrato de derecho privado con categoría de elemento interpretativo esencial, para colmo asentado en normas de tercer rango –reglamentos- emanadas del mismo Consejo. Si nada menos que de un poder del Estado se trata, no cabe duda que la inteligencia del concepto “representación” debe surgir del derecho público, en su máxima expresión, el derecho constitucional.

Y desde la perspectiva de este último, el incuestionable eje de nuestra Constitución es la organización jurídica del poder sobre el principio de la soberanía popular, ejercida por todo el pueblo por sí mismo o sus representantes elegidos por sufragio universal7. La Constitución no deja espacio a dudas en cuanto a que la regla de la representación es la popular pero, contra ella, la mayoría de la Corte privilegia una interpretación de derecho privado contractual para eliminar una representación con sostén electivo popular, piedra basal de una democracia que aspira y necesita la constante incrementación de variadas formas de participación popular.

La mayoría incurre en raciocinios sesgados, falaces, varias veces. Uno de varios cuando afirma que en cuanto al art. 114 CN “la redacción es clara en cuanto relaciona con la elección popular a solo uno de los sectores que integra el Consejo, el de los representantes de los órganos políticos. Por su parte prevé que el órgano también se integra con los representantes del estamento de los jueces de todas las instancias y del estamento de los abogados de la matrícula federal, cuya participación en el cuerpo no aparece justificada en su origen electivo, sino en el carácter técnico de los sectores a los que representan”.

A nadie se le puede ocurrir, ni ocurrió antes de esta causa, que la expresión “órganos políticos resultantes de la elección popular” no significara que, además de los diputados y senadores, también habría representación del poder ejecutivo. Los demás (jueces, abogados, académicos) no podían ser así mencionados conjuntamente porque en la letra de la Constitución no surgían como emergentes del sufragio. Por ello, una interpretación literal, auténtica pero sobremanera sistemática, lleva naturalmente a concluir que con la deliberada y fundamentada amplitud del texto los convencionales del 94 dejaron a las mayorías especiales de representantes del pueblo la posibilidad de paliar, de la manera que entendieran más conveniente, la falta de representación popular de los estamentos en los que la ciudadanía no tenía ninguna participación y constituían un ingrediente elitista, no republicano ni democrático, en la construcción de las instituciones del poder, que es su poder según el andamiaje de la Constitución entera. También es absurdo sostener el carácter técnico de los jueces y abogados consejeros dependa del modo de elegirlos; otra manera de seleccionarlos distinta a la que gustaba a la mayoría de la Corte en 2013 en nada afectaría “el carácter técnico” de los sectores que representarían: los consejeros jueces y abogados, respectivamente, elegidos por elección popular, no dejarían de contar con esas cualidades, no sería posible extirpárselas ¿cómo podría fundamentarse alguna duda?

En el considerando decimonoveno hay otra demostración de fariseísmo.

Dice la mayoría: “Que corresponde ahora analizar la segunda parte del segundo párrafo del artículo 114 de la Constitución que establece que el Consejo de la Magistratura estará integrado ‘asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley´. Más allá de la delegación que el Constituyente hace a favor del Congreso en cuanto al número y forma en que los académicos y científicos deben integrar el órgano, [dice la mayoría que] tal disposición debe interpretarse de modo de no contradecir la letra de la primera parte del mencionado párrafo segundo.” ¡Fantástico! La norma constitucional dice taxativamente “…en el número y la forma que indique la ley”. Pero no. Arrasando con lo admitido antes –y por toda la historia de las reglas de interpretación legal- lo que literalmente dice el convencional en un párrafo aparte, separado por un punto gramatical, no vale: esa expresión precisa, clara, debe descifrarse de la letra del párrafo anterior, que trata de estamentos distintos.

No paran de tergiversar. “Si bien es cierto que la Constitución Nacional les ha dado a aquéllos una participación en el Consejo” -admiten sin otra posibilidad- añaden de su cosecha (claramente legislativa) que la Constitución “no les ha asignado un rol central” porque “este sector no está en el centro de la escena”, inferencia que extraen de “la literalidad de la norma, donde académicos y científicos aparecen en una segunda parte del párrafo, a modo de complemento.” ¡Ahora sí les resulta importante una literalidad! Por añadidura, en rigor tampoco es tal, sino que la derivan vía sedicente sintaxis de la ubicación de la oración dentro de un párrafo. Oración que, vale recordar, está luego de un punto, gramaticalmente apartada de la anterior (ya que de literalidades hablamos).

A los ministros los preocupó sobremanera que la ley 26.855 aumentara a seis el número de académicos o científicos. Para cuestionar la ley y sumar a su pretendida inconstitucionalidad, formulan un argumento antológico. Escribieron: “En este sentido, no debe perderse de vista la terminología utilizada. El adverbio ‘asimismo´, según el Diccionario de la Real Academia Española, significa ´también´, como afirmación de igualdad, semejanza, conformidad o relación de una cosa con otra ya nombrada, lo cual da la idea de que debe mantenerse el equilibrio y el sistema de representación de la primera parte”. Quien lea castellano sin dobleces entenderá sin hesitar, en la oración final del segundo párrafo, que el “asimismo” -o el sinónimo “también”, ilustran los ministros- se refiere a que el Consejo, “además” de los representantes de las cámaras, jueces y abogados, será compuesto por personas del ámbito científico y académico “en el número y la forma que indique la ley”, así prescripto letra por letra. ¿Cómo hacen para lograr que una cantidad más elevada que antes de académicos y científicos constituya un ladrillo más en el edificio de la inconstitucionalidad de la ley, que los elevaba a seis? Pues otorgándole al vocablo “asimismo” el significado de “equilibrio”, porque está mencionado en la oración precedente como criterio de integración de los otros estamentos, claramente no de los académicos y científicos, para los que establece un directiva distinta librándola al criterio de los legisladores. Se consuma así, lisa y llanamente, darle a la letra del artículo de la Constitución el sentido exactamente contrario al que claramente tiene.

La mayoría acude a la voluntad del convencional, trayendo supuestamente en provecho de su postura expresiones del miembro informante en la Convención, Enrique Paixao, y reproduce: “se ha buscado un modelo intermedio en que los poderes democráticos retengan una importante injerencia en el proceso de designación de los jueces, pero en el que simultáneamente —por participación de los propios jueces en el gobierno de la magistratura y por participación de estamentos vinculados con la actividad forense u otras personas— el sistema judicial esté gobernado con pluralismo aunque sin transferir a quienes no tienen la representación popular la totalidad de los poderes propios distintos de los que le son específicamente propios del sistema judicial, que son los de dictar sentencias, esto es, resolver casos contenciosos”8

No hay en esa descripción del Consejo efectuada por el constituyente lo que se pretende alegar. No transferir a quienes no tienen representación popular poderes distintos a los específicos –que son los de resolver casos contenciosos- de ningún modo quiere decir que los consejeros representantes de los jueces elegidos por sufragio ciudadano asuman representación popular, puesto que como consejeros seguirán siendo jueces con la misión de representar a éstos, con el cometido de participar como tales del gobierno del Poder Judicial, de modos que seguirán teniendo la característica técnica y profesional específica y propia de haber sido designados magistrados por el muy indirecto sistema que los mantiene apartados de la elección por el pueblo. Por lo demás estarán por completo ajenos a resolver casos contenciosos, incumbencia de los jueces con jurisdicción, miembros del Poder Judicial. Varias veces la Corte cae o se deja caer en esa confusión: la ley que fulminaron de inconstitucional establecía el equilibrio en número entre los consejeros congresistas, jueces y abogados, no la calidad ni sujeción de los magistrados que ejercen la jurisdicción a nadie más que no fuera su propia conciencia -como siempre- sin menoscabo alguno a su independencia sino, por el contrario, buscando incrementar la participación popular en el proceso de elegirlos y removerlos, único antídoto contra las presiones económicas, de los medios de comunicación o de las necesidades coyunturales de los poderes políticos. Como queda claro en las palabras del convencional que citaron, el problema era –como para la Corte- la influencia de los jueces en las designaciones futuras: no tuvo palabras alusivas a las funciones de los abogados o de los científicos/académicos.

Otro motivo con el que se militó contra la constitucionalidad de la ley 23.855 fue la aserción sobre la supuesta pérdida de independencia de los consejeros jueces, afectada por la elección popular de aquéllos. Otra vez la confusión de prosapia elitista: no se elige a magistrados que cumplen funciones judiciales, sino a integrantes de un órgano de gobierno, en el caso, del Poder Judicial. Que sean elegidos por medio de los partidos políticos no puede equipararse a que sean partidistas, porque pueden ser no afiliados y no desempeñar cargo alguno en el partido. Tampoco esas condiciones impiden actuar con independencia y ecuanimidad. En cualquier caso, y dada la evidencia de que no existe ser humano sin ideología, que el consejero juez o abogado se haya presentado en determinada lista da a la ciudadanía una pista de cuál puede ser su inclinación política, cultural o filosófica, cuestiones inescrutables ahora y que dejan fuera del control ciudadano las bases de las decisiones que los consejeros magistrados o abogados toman. Insistimos, estamos tratando sobre jueces miembros del órgano de gobierno de la rama judicial del poder de la república, para nada se puede siquiera rozar la independencia de los jueces en su función de resolver los asuntos a resolver aplicando la ley, cometido absolutamente distinto que está a cargo de magistrados con jurisdicción, miembros del Poder Judicial sobre cuya ingeniería de gobierno estamos tratando y que son los encargados de aplicar la ley en los litigios civiles (en sentido amplio), administrativos o penales.

Por último, dado el carácter del Consejo de la Magistratura como órgano de gobierno dentro del conjunto de los que conforman el gobierno de la Nación, lo constitucionalmente pertinente es que la representación ciudadana surja de la actividad de los partidos políticos, porque de modo inequívoco el artículo 38 de la Constitución los reconoce y proclama las agrupaciones intermedias ineludibles, esenciales, entre el pueblo y los representantes en el ámbito de la democracia representativa. Fallos de la CSJN lo han reconocido así pacíficamente y sin solución de continuidad.

Para finalizar, una palabra sobre el supuesto desequilibrio que provocaría el aumento a seis de los consejeros académicos y científicos. Ya vimos que ese “desequilibrio” no le interesa a la Constitución, que lo reservó para la relación entre los representantes de las cámaras legislativas, el poder ejecutivo, los jueces y los abogados. Pero aun si mal se aceptara la postura contraria, por aplicación de la ley 13.855 ningún estamento tenía posibilidades de imponerse sobre los demás. Y no se aludió siquiera una vez a que en todos ellos habría miembros por mayoría y minoría, con lo que la posibilidad de un concierto totalitario es tan remota que raya con lo imposible y sería sólo probable en una construcción paranoica psicótica.

En definitiva y categóricamente, la ley eje de la democratización de la justicia sancionada por el Congreso en 2013 a instancias de la presidente Cristina Fernández de Kirchner no era inconstitucional como la Corte Suprema la declaró.

No estamos, en modo alguno, de sostener que fue perfecta y debería retomarse el sendero de su sanción como ley. Pero creemos con firmeza que debe encararse la cuestión, sobre las mismas bases conceptuales aunque con las mejoras que surjan de las discusiones ciudadanas, académicas y parlamentarias, cuando salgamos de la emergencia integral en la que ha dejado el neoliberalismo a toda la sociedad, con problemas de hambre y pobreza en microeconomía y con una deuda impagable a nivel macro.

Por señalar un punto, es probable que no sea la elección presidencial el mejor momento para votar consejeros para el Consejo. En ellas el fervor partidario –plausible- se concentra en las fórmulas para Presidente y Vicepresidente y la selección de consejeros quedaría en un lugar apartado de la observación popular. Más conveniente parece que fuera en las elecciones de medio término que se diriman las preferencias populares, con menos ruido y mejor observación puntual.

Tal vez sea conveniente establecer que la representación de los científicos y académicos incluya de origen económico, salud, educación, medio ambiente y ciencias duras.

Tenemos la convicción de que un rol muy importante deben jugar quienes, vinculados a la administración de justicia e inclusive perteneciendo a ella, desde hace años, incluyendo el sufrimiento de una persecución mediática estigmatizante y con efectiva eficacia destructiva del período neoliberal de Cambiemos, han continuado con constantes aportes constructivos tras una democratización de la administración de justicia, como es el caso de Justicia Legítima.

Pero decenas de propuestas mejoradoras son posibles. Lo crucial es convocar desde ya al debate, con amplia participación popular, porque de lo que se trata es de cumplir con la Constitución y ensanchar la democracia del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

Revista Horizontes del Sur