Después de este destierro
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Daniel Moyano
Cuando tomó el picaporte sintió que al otro lado había una mano apoyada allí, presionando hacia adentro. El timbre sonó en medio del silencio que había en la casa a medianoche. La escalera que conducía a los cuartos altos, donde todos dormían ya, brillaba ese día. En ella detuvo una breve mirada antes de abrir la puerta. Esperó, durante un momento, que su mujer, según la costumbre, le preguntase desde arriba quién era el que llamaba, pero desde allá no vino ninguna voz y el brillo de la escalera permaneció en cambio como una parte del silencio. Hubiera dado un paso para salir, pero aquellas cuatro manos ya lo habían sacado y ahora sentía en la cara el aire frío de la calle. No pudo ver sus rostros. En la esquina el farol proyectaba una luz débil y amarilla.
—Sergio, ¿no? —dijo una voz.
Enfrente, debajo de un árbol, había un automóvil. Él no contestó nada. “Todo está perdido entonces”, se dijo mientras cruzaba la calle, tomado de cada brazo por los dos hombres de rostros no identificados. Ni siquiera le preguntaban su nombre verdadero. Sergio era el que le habían señalado para las comunicaciones que hubiera que hacer antes o durante la revolución. Si habían podido descubrir ese detalle era evidente que conocían todo el plan. Antes de subir al vehículo le vendaron los ojos. Después le ataron las manos. Al sentarse percibió que en cada costado había alguien. Podía tocar, con los suyos, sus brazos y rodillas. Los dos hombres subieron adelante. El automóvil comenzó a andar.
“Me torturarán para que les diga el paradero de Rodríguez; pero eso nunca”, pensó. Rodríguez era el jefe supremo del movimiento. Él sabía que dicho jefe era el único que podría salvarlo en un caso como ése; tenía influencias, conocía a algunas autoridades, al Obispo. Podría estar en la cárcel un par de años como preso político. Rodríguez vería después la forma de salvarlo. Se imaginó en la cárcel y, como un suceso lejano pero posible, un día en que le decían que estaba en libertad. Y Rodríguez sonreía detrás de todos esos hechos.
Hubiese querido hablar, pero notó que no podía hacerlo y que quizá fuese a causa de la venda en los ojos. El pensamiento, en cambio, rápido y más íntimo, le daba mayores posibilidades de expresión. De ahora en adelante —advirtió— su salvación estaba, por una parte, en su cabeza, en lo que pudiese pensar o aprehender con ella; y por otra en Rodríguez, a quien imaginó huyendo por llanuras interminables.
“Sergio, ¿no?” En realidad la voz de sus verdugos había sido casi cordial. A través de la misma podía adivinar rostros comunes, expresiones vulgares. No había odio ni ira, sino una simple pregunta que era más bien una comprobación circunstancialmente necesaria. Él no dijo nada y los otros dieron por sentado que se trataba de Sergio. Y era verdad. Quizá en su casa, al enterarse del secuestro, se imaginaran a esos hombres con una expresión terrible en los ojos violentos. Rodríguez, desde lejos, pensaría lo mismo.
La cabeza, que lo guiaba a través de tantos recovecos, le dijo ahora que convenía más interpretar lo que estaba ocurriendo allí mismo. Los hombres que iban con él parecían mecerse con la marcha del vehículo, y convenía saber si eran verdugos o también víctimas como él. Con una rodilla efectuó una presión leve pero persistente en la del que tenía a su derecha, como una señal de entendimiento. El otro devolvió el golpe de rodilla en el acto, pero él no pudo descifrar su significado. Porque después de todo, el hecho de devolver el golpe de esa manera, quizá con más intensidad, no significase cabalmente que el otro fuese un verdugo más. Y bien podía ser que, víctima también, el estado nervioso le hubiese dado más intensidad a un movimiento que debía ser una simple insinuación.
El no poder hablar le vedaba en parte hasta el pensamiento. No podía pensar claramente, todo se le confundía en la oscuridad por la que vagaban sus ojos. Mejor se dejaría estar como en un sopor, y cuando le sacasen la venda hablaría, gritaría, diría todo lo que tenía que decir aunque lo matasen como al doctor Funes.
Al principio trató de adivinar el trayecto que recorrían. Ahora había perdido totalmente la noción del mismo. “Por pensar en Rodríguez, por pensar en cosas que no corresponden”, se dijo con algún esfuerzo. De repente, al tomar el automóvil una curva brusca, el de la izquierda se le echó encima. Cuando retomaron el camino recto siguió echado sobre él como si durmiese. “Este es uno de ellos”, pensó. Con un golpe del hombro lo arrojó contra la ventanilla, y fue como si el hombre desapareciese. Al rato la rodilla del hombre de la izquierda comenzó a golpear la suya, y aunque esto hubiese parecido una señal de entendimiento, advirtió que los sucesivos golpes se debían al vaivén del vehículo.
Ahora la cabeza ciega huía de los hechos presentes. Le recordaba, como si recién lo supiese, que tenía 35 años. La escalera brillaba como bajo un sol nocturno. El cielorraso de la sala estaba recién pintado. El silencio de la casa subía por la escalera inmaculada y desaparecía allá arriba, donde todos dormían. El timbre había sonado como una caída. Sintió que no podría expresar ningún pensamiento claro con palabras mientras tuviese aquella venda. Era mejor, pues, divagar lentamente, como si fuese una pluma que no se resuelve a caer. Fluctuaba por los peldaños de la escalera, rozaba el cielorraso. El automóvil corría ahora con más velocidad. El hombre de la izquierda volvió a echarse encima. Iba a empujarlo y sintió que la cara aquella le rozaba el cuello. Y ahora la cabeza volvió a la realidad porque el hombre estaba completamente frío. Lo empujó con alguna repugnancia y oyó que la cabeza del hombre daba contra la ventanilla. La cabeza volvió no obstante y él sintió ahora también las puntas de la barba de varios días, a través del frío. Hubiera querido decir “está muerto”, pero la voz no salía. El rumor del motor persistía como un recuerdo.
Ahora su cabeza le indicaba que debía salvarse. Para eso necesitaba saber primero por dónde iban. Aspiró fuertemente el aire, moviendo las aletas de la nariz, y sintió olor a verduras, a frutas nauseabundas. Estaban sin duda por las sucias calles adyacentes al mercado, muy lejos del Departamento Central de Policía, adonde él creyó en principio que lo llevaban. Dos curvas más y el automóvil se detuvo por fin. Pensó entones que por allí había una cárcel de mujeres, mejor dicho una comisaría donde solían encerrar por unos días a las prostitutas de la vía pública. El de la derecha ayudó a bajarlo, y él supo ahora que sin duda era otro torturador, otro verdugo. El aire que le daba en la cara parecía venir de un pasillo largo. Allí se cayó. Lo habían soltado durante un breve trayecto y chocó contra un ladrillo flojo. Alcanzó a torcer el cuello y dio con una mejilla. El piso era áspero y estaba húmedo como si lo hubiesen regado. Alguien, posiblemente el hombre de la derecha, le ayudó a levantarse.
Entraron en un despacho iluminado, pudo percibir. Cuando lo acostaron boca arriba, sobre la mesa de madera, alguien dijo éste es el tipo. Las voces de sus secuestradores habían sido cordiales. Estas no. De todos los insultos oídos podría recordar una frase que no lo era pero que persistía como tal: Así que no sabías que Rodríguez es el capo, ¿no? No lo sabías, ¿no? La picana eléctrica le pareció una cosa venida de otro mundo. Los gomazos dolieron mucho. Así que no sabías que era el capo, ¿no? Pudo advertir que ellos sabían todo lo que le preguntaban, salvo dos o tres cosas que él también ignoraba. La palabra llevenló fue un alivio inmenso. Cuando lo sacaban por el pasillo, casi arrastrándolo, oyó a sus espaldas paciencia amigo, no con el tono terrible del despacho iluminado; pero ahora todas las palabras eran terribles. El camino de regreso, en el interior del edificio, fue distinto. Al doblar un pasillo oyó cuchicheos y voces de mujeres. Parecía que estaban todas en un patio. Al pasar por allí cayó otra vez. Oyó que algunas mujeres reían estrepitosamente y que otras lo vejaban con palabras obscenas. Otras le preguntaron algo. Una ayudó a levantarlo y le pasó una mano por la frente. Le secaba el sudor. Tuvo deseos de hablar, de decirles muchas cosas. Se hubiese sacado la venda para hablarles largamente. Las voces y las risas desaparecieron de golpe y ahora, en el automóvil otra vez, sintió sobre sí el peso del hombre de la izquierda, cuyo frío no había variado.
Rodríguez. Había que pensar en Rodríguez. Tratar de avisarle que a él lo habían prendido y que debía cuidarse. Rodríguez hablaría con los que estaban del otro lado pero los apoyaban veladamente. Dos años de cárcel quizá, si no había otra revolución antes, y después la libertad. Los presos políticos no son delincuentes comunes.
Tuvo que empujar otra vez al hombre de la izquierda, evitando su contacto. Hacia la derecha no había nadie ahora. Extendió su rodilla, como una ávida antena, y supo que allí no había nadie. El automóvil atravesaba una recta infinita. Percibía olor a pastos mojados. Afuera habría postes, vacas, arboledas.
Era necesario salvarse, salvarse por medios propios, y para ello contaba únicamente con el pensamiento, debajo de la inmensa venda. Rodríguez era una cosa lejana. Se dijo que ahora era él y no Rodríguez el que huía por llanuras interminables. Cualquier posibilidad estaba en la cabeza. Le sudaban los ojos y la cara, y la saliva era una cosa dura en la boca. Los dolores aislados de todo el cuerpo le recordaron los golpes que acababa de recibir. Y se hacían un solo dolor, una sola pesadez en el estómago, en el pecho, en la espalda, en todo el cuerpo, como un gran trozo de plomo. Y todos los golpes eran uno solo, brotado entre las voces que le llegaban a través de la probable luz del cuarto iluminado.
La cabeza lo llevó ahora a su casa, como para descansar un instante del inmenso trabajo de captación que se había impuesto para salvarse. Allí el brillo de la escalera mantenía, intocado, al silencio. La ubicación exacta de los muebles era una cosa fácil de recordar. Si volviese a la casa, todo estaría igual. Apagaría las luces y se acostaría. “No ha pasado nada”, diría. Tenía que salvarse de algún modo, sin embargo.
El automóvil se detuvo y él pudo percibir claramente el rumor del río vecino. Cuando lo sacaron de allí el rumor del agua aumentó, y el frío del aire, que le dio en la cara, le recordó al hombre de su izquierda. Oyó voces furtivas, puertas que se cerraban y se abrían. Él había quedado parado sin que nadie lo custodiase. “Por supuesto”, oyó luego claramente, y después, con más claridad aún y con una voz parecida a la que oyó en la comisaría: saquen a Rodríguez. Ahora supo bien que estaban sacando del automóvil al hombre de su izquierda. Oyó cómo arrastraban sus pies y en seguida, también, cómo caía al agua. Después hubo un silencio muy largo. El cielo entero podía caer sobre su cabeza. Una voz próxima, casi amable, le dijo: “Bueno, amigo, camine”. Comprendió que estaba perdido y empezó a caminar. Rodríguez, me has abandonado, se dijo. La cabeza insistía aún en que tenía que salvarse. No correr; era peligroso. Le temblaron las piernas. Y aunque la cabeza buscaba velozmente por millones de rincones oscuros alguna forma posible de salvación, él se oyó de pronto rezando. Caminaba y rezaba, sabiendo que cada palabra que decía significaba un peldaño más y que en una de esas palabras se detendrían los pensamientos de su cabeza. “… Los desterrados hijos de Eva, a Ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas…” Y todas estas palabras estaban detrás de Rodríguez, como si fuesen su sustituto.
El brillo de la escalera sería ahora una forma oscura debajo de sus pies. Arriba dormirían todos y el silencio persistiría.
La cabeza pareció contenerse por fin, mientras él rezaba, atenta sólo a la última palabra, vagamente prevista, que significaría destrucción. La última palabra debía ser controlada también, como una obligación ineludible. Los pies, en cambio, hollaban el aire y el suelo, totalmente ciegos.
“… Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros ésos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro.”
(De: El Rescate y otros cuentos, Interzona, 2005)