El amante

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Joy Williams

La chica tiene veinticinco años. Aunque no hace mucho que se divorció, no es capaz de recordar al hombre con el que estuvo casada. Seguramente era un buen tipo. Se lo dirá al bebé, eso seguro. Una vez, su marido perdió unas gafas de sol de cincuenta dólares haciendo surf después de zarpar de Gay Head y el disgusto le duró unos cuantos días. Y otra cosa: también le gustaban los riñones. Le encantaba comer riñones los fines de semana. Ella tenía que pasearse por los supermercados, con una bonita barriga y el pelo recogido en una trenza, en busca de riñones frescos para ese joven, su marido. Cuando la besaba, sus besos, o así lo imaginaba ella, tenían un ligero olor a orina. Como es lógico, no le gustaba pensarlo. Era difícil imaginar que ese mismo problema pudiera volver a plantearse, es decir, con otro hombre. ¡Ninguna lección podía sacarse de una experiencia como ésa! El bebé no se acuerda de él, de ese hombre, su papá, y ella tampoco lo recuerda. La acompañó cuando dio a luz. No a su lado, pero cerca, en el pasillo. Se había escapado del trabajo para ir al hospital. Cuando se la llevaron en la camilla, su marido le dijo: «Ahora tendrás que aprender a querer a alguien, mala mujer». Le cuesta creer que pudiera decir algo así.

La chica no duerme bien y últimamente ha cogido la costumbre de escuchar la radio toda la noche. Es una radio vieja, no muy buena, y de noche sólo sintoniza una emisora. Desde medianoche hasta las cuatro, escucha «Action Line». La gente llama a la emisora y habla sobre el mundo, sobre sus comunidades, y hacen preguntas. Dan música y pasan un anuncio de ternera con frijoles. Una mujer llama y dice: «¿Alguien puede decirme por qué el relleno de mi pastel de limón con merengue me sale aguado?». Esa gente recibe material obsceno en sus buzones. Quieren saber dónde se venden esas banderitas que el público agita el Día de las Fuerzas Armadas. Hay un hombre en el estudio que responde a esas preguntas sin dilación. Llama otra mujer. Dice: «¿Puede ponernos al día de los progresos en la recogida de cupones Betty Crocker para la máquina pulmonar?». El hombre puede y lo hace. Responde a la pregunta de la mujer. Satisface su petición por asombroso que parezca. La chica cree que un don así es siniestro y maravilloso. Cree que ese hombre puede ayudarla.

La chica quiere enamorarse. La delgadez de su cara es la delgadez de una amante fracasada. ¡Es tan difícil! El amor pide concentración, cree, pero no es capaz de recordar nada. Trata de acordarse de dos cosas cada día. Por la mañana, con el café, intenta hacer memoria, y al caer la noche, con su primer bourbon con agua, también lo intenta. Lleva varios días intentando recordar el nacimiento de su bebé. No le viene nada a la cabeza. ¡La vida es tan invasiva! Todo el mundo hablaba. ¡Demasiadas conversaciones! El médico estaba de pie a su lado, esperando las contracciones. «No, aún no puedo jugar al tenis —dijo el médico—. Llevo dos meses sin poder jugar. Tengo espolones en los pies y mi matrimonio casi se va al garete. Cosas del aire acondicionado y los suelos de cemento. Te destrozan los pies.» Unos minutos después, la enfermera decía: «Es una maravilla trabajar con teflón. El que usamos para cerrar las arterias. Me encanta». La chica deseaba que se callaran. Deseaba que pusieran la radio y cerraran la boca. El bebé que llevaba en sus entrañas era duro, brillante, como una mazorca de maíz. Quiso hacer un comentario inteligente o encantador para que se dieran cuenta de que estaba bien y dejaran de hablar. Mientras cavilaba un comentario perfectamente equilibrado y divertido, la niña nació. Le pusieron unas pulseras de plástico para identificarla. Tres días después, cuando ya habían regresado a casa, su marido serró las pulseras con un cuchillo para cortar pomelos. La chica había querido convertirlo en un acontecimiento. Berreó: «¡Tengo unas tijeritas de plata preciosas que eran de mi abuela y resulta que lo haces con un cuchillo para cortar pomelos!». Su marido se ruborizó azorado, pero le sonrió como siempre hacía. «Eres un inseguro —le dijo llorosa—. Eres un inseguro porque tuviste paperas a los ocho años.» Faltaba un año y dos meses para el divorcio. «No eran paperas —dijo él con cautela—. Me rompí el brazo nadando, nada más.»

La chica se hace amante de un hombre que conoce en una cena. Él la llama a la mañana siguiente. Va en coche a verla a su apartamento. Conduce un descapotable blanco que tiene los faldones laterales llenos de óxido. Le propone ir a navegar. Dejan a la niña en la guardería de camino al muelle. Ya tiene dos años, a punto de cumplir los tres. Lleva el pelo trenzado y lleno de horquillas bajo un gran sombrero con unas orejas de Mickey que le compró en un viaje a Disney World. Lleva un jersey de rayas embutido en unos pantaloncitos cortos también de rayas. Le da un beso a la chica, otro al hombre, y entra en la guardería con el desayuno guardado en una bolsa de pan de molde Wonder Bread. Por la tarde, cuando regresan, a la chica le cuesta reconocer a su hija. Después de todo, hay tantos niños de pie en las aulas, todos de la misma altura, todos criaturas perplejas, enclenques, con piezas de rompecabezas de madera en las manos.

Entrada la noche, la chica escucha dormir a la niña. Está acostada en su cuna de madera lacada, agarrada a un osito. El oso ha perdido la lengua. Donde debería haber un trocito de fieltro rojo no hay nada. Es muy posible que la niña se lo haya tragado sin querer. La sábana de la cuna tiene un estampado con animalitos de circo diminutos de color amarillo. A la chica le gusta mirar a su hija, pero no soporta la sábana. Hay tal desbarajuste de cosas en la cuna, tantos colores y adornos. ¡Vaya caos hay ahí dentro! La chica va a la cocina. En la encimera, cuatro cucarachas rojas exploran un molde de tarta de café. La chica vuelve a su cuarto y pone la radio. Hay muchas interferencias. El Hombre Contestador de «Action Line» suena enfadado. Un señor mayor le está preguntando algo, pero se oye fatal porque el caballero se niega a apagar su pulidora de piedras. Está pulimentando piedras en su pulidora como hacen todos los viejos y se niega a apagar la máquina mientras hablan. Finalmente, el Hombre Contestador le cuelga el teléfono. «Bien hecho», dice la chica. El Hombre Contestador carraspea un poco y dice en tono cantarín: «Todo el vino de este mundo sólo ha servido para saciarnos. Nuestros hogares se resienten por culpa de la tristeza, la vergüenza y la confusión de las mujeres. Ausencia, esterilidad, luto, privaciones y separaciones abundan sobre esta tierra». La chica se abraza las rodillas y empieza a balancearse en la cama. La niña murmura dormida. Más cucarachas se deslizan sobre la fórmica y se zambullen en el pastel. La chica las oye. De la radio sale ahora la voz de una mujer. La chica se asusta. Es como la voz de su madre. Se inclina hacia la radio. Siente una terrible opresión en el pecho. Casi no puede respirar. La voz dice: «Pongo un cazo debajo del aire acondicionado que tengo en la ventana y recoge el vapor que se condensa en la máquina. Luego uso el agua para regar mi hiedra. Creo que estos detalles te hacen mejor persona».

La chica ha hecho el amor con nueve hombres a lo largo de su vida. No es que sean muchos, pero al mismo tiempo le parecen más que suficientes. No sabe qué pensar de ellos. Todos se portaron bien con ella. Cree que es maravilloso que una mujer pueda hacer el amor con un hombre. Haciendo el amor, siente que se está comportando como es debido. Está bien. A menudo comparte su cama con ese hombre. Está acostado, durmiendo boca abajo, y le rodea los pechos con su brazo moreno. A veces, cuando la niña está inquieta, la chica la sube a la cama con ellos. El hombre cambia de posición, se vuelve de espaldas. La niña se queda tumbada entre los dos. Se quedan los tres tumbados, en silencio e inmóviles, serios y despiertos. En la radio, el Hombre Contestador está presentando un concurso. Dice: «Si la respuesta es: el tiempo que tarda la biela en salir del pistón es de cuatro segundos; ¿cuál es la pregunta? Si la respuesta es: cuando la cabeza de la biela está unos ocho milímetros por debajo del bloque motor; ¿cuál es la pregunta?».

Viaja con el hombre por todo el sur del país en su descapotable blanco. Luego regresa con muñecas, sandalias y animalitos de azúcar para la niña. A veces la niña viaja con ellos. Se sienta a su lado, fingiendo hacerse algo espantoso en los ojos. Finge que se los arranca. La chica no le hace caso. La niña está morena, fornida, y es cariñosa, pero a veces, cuando le dan un beso, se queda tiesa e incluso fría, como si se hubiera muerto repentina y estúpidamente. En los restaurantes donde paran a comer, la niña se porta bien, pero sólo toma mantequilla y agua helada. La chica y el hombre eligen los platos con cuidado, pero tampoco comen demasiado. Intercambian los platos. Prueban un bocado de vez en cuando. En menos de un mes, el hombre se ha gastado muchos cientos de dólares en comida que no comen. En «Action Line» cuentan que una mujer adulta consume trescientos veinte kilos de alimentos secos al año. La chica se lo cree, por supuesto, pero no se reconoce en ello. A veces, comparte con su hija una bolsa entera de bizcochos rellenos de crema de higos y se los comen con apetito, pero rara vez come con el hombre. Tiene el vientre duro, plano, vacío. Siempre se siente hambrienta, un peligro para sí misma, y enamorada. Y dejan generosas propinas en las mesas de los restaurantes y luego vuelven a meterse en el coche. Los asientos queman por el sol. La niña se sienta en el regazo de la chica mientras viajan, mientras el cuero de los asientos se enfría. No parece querer nada. Hace unos ruiditos de gallina clueca, apenados, cuando ve animales aplastados en el arcén. Cuando la niña no los acompaña, viajan con los amigos del hombre.

El hombre tiene muchos amigos por los que siente devoción. Son listos y de posición acomodada. Gente de buen talante, generosa, desenvuelta en sus duraderas aventuras amorosas. Se conocen desde hace años. Es algo que incomoda a la chica, quien hace años que no conoce a nadie. La chica teme que cada uno de ellos haya amado a los demás en uno u otro momento. ¡Esas relaciones son tan complejas que la chica no acierta a comprenderlas! Hay tal fluidez, tal constancia, en su trato. Se muestran tan compenetrados y tranquilos. Trata de imaginar sus abrazos. Intuye que los suyos son distintos. Una tarde, justo antes de la puesta de sol, la chica y el hombre se adentran un poco en los Everglades. Es muy aburrido. No hay paisajes, ni perspectivas. No es un pantano, eso seguro. ¡Sólo es un río con unos pocos centímetros de profundidad! Otra pareja viaja en el asiento de atrás. Están muy bronceados y ambos tienen el pelo de un rubio descolorido. Casi parecen hermanos. Él es abogado y ella es abogada. Toman gin-tonics, lo mismo que el hombre y la chica. Es la primera vez que los ve. La mujer se asoma por encima del asiento de atrás y mete otro cubito de hielo de la nevera portátil en el vaso de la chica. Dice: «Me han contado que tienes una hija pequeña». La chica asiente con la cabeza. Se siente rara, un poco asustada. «Es una niña muy soportable», dice su amante. Conduce el gran coche muy deprisa y muy bien, pero se oye un ligero traqueteo en el motor. Lleva una camisa de manga larga con los botones de los puños abrochados. Tiene una buena mata de pelo y necesita pasar por el barbero. La chica disfruta mirándolo. Avanzan y a cada lado del coche, por los canales de cieno o sobre las charcas de juncos, se mueven a toda velocidad los hidrodeslizadores. Hacen un ruido ensordecedor. Los turistas a bordo llevan unos cascos enormes para protegerse los oídos. El hombre se vuelve hacia ella un instante: «Te quiero», dice ella. «Ídem», dice él a viva voz, imponiéndose al estrépito de las lanchas. «Doble ídem.» La chica se echa a reír. Y entonces llora. Lleva muchos meses sin llorar. Todos se quedan asombrados. El hombre conduce unos cuantos kilómetros más hasta detenerse en una gasolinera. La chica está desesperada por él. Haría lo indecible por ese hombre, lo imperdonable, cualquier cosa. Se siente perdida, pero no en él. Querría perderse sin dejar rastro, dentro de él. «Haría cualquier cosa por ti», grita. «Tómate una aspirina —dice él—. Apoya la cabeza en mi hombro.»

La chica duerme sola en su apartamento. El hombre ha salido de viaje por trabajo. Le asegura que volverá. Siempre volverá, le dice. Cuando la chica está sola, calcula con sumo cuidado lo que puede beber. Con sumo cuidado se bebe treinta y cinco centilitros de bourbon en dos horas y media. Cuando no está con el hombre, retoma la costumbre de escuchar la radio. Normalmente sólo presta atención a las respuestas de «Action Line». «Sí —dice el Hombre Contestador—, respondiendo a su pregunta, la diferencia entre levantarse todos los días a las seis o a las ocho durante cuarenta años asciende a veintinueve mil doscientas veinte horas, es decir, tres años, doscientos veintiún días y dieciséis horas, lo que es igual a ocho horas diarias durante diez años. Conque despertarse a las seis sería equivalente a sumar diez años a su vida.» Por el tono del Hombre Contestador, la chica cree que el asunto le asquea un poco. Lava su vaso de whisky en el fregadero. Varios globos vuelan a la deriva por la cocina. Flotan hasta salir de la cocina y terminar en el balcón. Flotan por el pasillo hasta chocar con la puerta cerrada del cuarto de la niña. Algunos no flotan, sino que descansan en los rincones de la cocina como montones de gelatina. Ésos están llenos de agua. La chica compra muchos globos y se pasa el día hinchándolos para la niña. Juegan mucho con ellos. Los hacen estallar en el fogón de la cocina y los que están llenos de agua los revientan contra las paredes del cuarto de baño. La chica apaga la radio y se duerme.

La chica toca el rostro de su amante. Pasa los dedos por sus huesos. «Claro que te amo —dice él—. Quiero que vivamos juntos.» Ella está muy inquieta. Le pasa la mano por la boca. Hay algo que no entiende, algo que no sabe hacer. Prepara un trago para los dos. Le pide un chicle. Él le da una barrita arrugada, todavía envuelta en el papel. Está segura de que no es chicle de verdad. El Hombre Contestador ha dicho que Lewis Carroll inventó un sucedáneo de chicle. Teme que sea eso lo que le ha dado. ¡No lo quiere! Se lo traga sin haberlo masticado. «Por favor», dice. «¿Por favor, qué?», responde el hombre, un tanto impaciente.

Su exmarido la llama. Ha llegado el otoño y hace un bochorno inusual para la época. Quiere ver a la niña. Quiere llevársela una semana a su casita junto al lago en el centro del estado. La chica accede. Él llega al apartamento, recoge a la niña y le acerca la cara con gesto cariñoso. Está un poco más gordo. Gana un poco más de dinero. Lleva un reloj, una cartera y un llavero distintos. «¿Cómo te va?», pregunta el padre de la niña. «Estoy enamorada», dice ella.

El hombre no visita a la chica durante una semana. Ella no sale del apartamento. Pierde casi dos kilos de peso. Prepara gelatina instantánea con la niña y se alimentan así durante varios días. La chica recuerda que, después de nacer su hija, el único alimento que le daban en el hospital era esa gelatina. Piensa en toda el agua hirviendo en hospitales de todo el país para hacer la gelatina de las parturientas. La chica se sienta en el suelo y juega horas sin fin con su hija. La niña está hastiada. Se viste y desviste. Rebusca en su pequeña cómoda y se prueba toda la ropa. La chica piensa constantemente en el hombre, aunque no consigue hacerse una imagen muy precisa de él. ¡Ni siquiera tiene una fotografía suya! Hojea revistas viejas. ¡A alguien debe de parecerse! A veces, entrada la noche, cuando piensa que tal vez vuelva con ella, siente que quien ha venido a verla es el Hombre Contestador. Es como una luz errante, nunca quieto. Tiene la temperatura alta y el metabolismo acelerado de un pájaro. En «Action Line», alguien dice: «Y vivo al lado del aeropuerto, ¿qué es lo que nos cae encima, sobre mi tejado, cuando despegan los aviones? Lo oímos. ¿Qué es? ¡Exijo saberlo! Mi césped está sano, mi televisor sintoniza todos los canales, pero algo está ocurriendo sin mi consentimiento y no me siento bien, mi mujer tuvo un derrame y alguien me robó la colección de sellos y se llevó las orquídeas de mis árboles». La chica toma un sorbito de bourbon y menea la cabeza. La avaricia, la maldad de la gente… Piensa en lo grosera y lujuriosa que es la gente. «Bueno —dice el Hombre Contestador—, cada rincón del mundo tiene sus desventajas. Al final es imposible escapar del sufrimiento. Ni siquiera la tierra es segura ya. Se está marchitando. Si cavas lo bastante hondo para plantar tus semillas, debajo de la corteza encontrarás un vacío como el cielo. No, a la larga nada es compatible con la vida. Siguiente llamada, por favor.» La chica corre al teléfono y marca el número a toda prisa. Es muy tarde. Susurra para no despertar a la niña. Se oye ruido eléctrico y un zumbido. «No logro entenderla», grita el Hombre Contestador. La chica dice con voz más firme: «Quiero saber cuándo me llegará la hora». «Su hora ya llegó, querida —dice él—. Su hora le llegó mientras dormía. Llegó y la vio soñando y se marchó por donde había venido.»

El amante de la chica llega al apartamento. Ella se echa en sus brazos. Tiene un aspecto maravilloso. ¡Haría cualquier cosa por él! La niña se agarra del bolsillo de su chaqueta y se cuelga con todo su peso balanceándose de un lado a otro. «Mi amigo», le dice la niña. «¡Vaya, vaya!», dice el hombre, sorprendido. Llevan a la niña a la guardería y luego van a comer a un restaurante maravilloso. La chica se pone a llorar y tira la cesta de panecillos al suelo.

«¿Qué pasa? —pregunta él—. ¿Ocurre algo malo?» Está cansado de ella, sobra decirlo. De sus cambios de humor y de sus temblores. La chica está lívida. La muerte no está muy lejos, piensa. Es muy fácil llegar hasta ella. El amor está más lejos que la muerte. Ella le da un beso. No puede parar. Se aferra a él, tratando de besarle. «Tranquilízate», dice él.

La chica ha dejado de ver al hombre. No tiene noticias suyas. Es una chica demacrada y pasiva, que vive sola con su hija. «Te quiero», le dice a la niña. «Mamá me quiere —murmura la niña—, y papá me quiere, y la abuela me quiere, y el abuelo me quiere, y mi amigo me quiere.» La chica la corrige. «Mamá te quiere», dice. La niña está creciendo. En poco tiempo habrá terminado de crecer. ¡Cuándo está pasando todo esto! Despierta a la niña de madrugada. Le da un vaso de zumo y juntas escuchan la radio. Una mujer está hablando en la radio. Dice: «Espero que no me considere vulgar». «Por supuesto que no», responde el Hombre Contestador. «Este hombre nunca se queda sin palabras», susurra la chica a la niña. La mujer dice: «Mi marido sólo se excita si cree que le falta alguna parte de su cuerpo». «Sí», dice el Hombre Contestador. La chica zarandea a la niña soñolienta. «Escúchalo bien —dice—. Quiero que te enteres de estas cosas.» La voz de la mujer desconocida prosigue débilmente: «Un dedo, un ojo, una pierna. Tengo que fingir que le falta algo».

«Sí», dice el Hombre Contestador.

(De: Cuentos escogidos, Seix Barral, 2915. Traductor: Albert Fuentes Sánchez)