El amor es un fastidio

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por F. Scott Fitzgerald

Una chica espectacular de dieciocho años, Ann Dawes, vuelve de Europa, uno de los últimos viajeros en abandonar la zona de guerra. Dos jóvenes la reciben en el muelle. Les cuesta localizarla porque no figura en la lista de pasajeros. El motivo es que su abuelo, un millonario, detesta el concepto de chica glamourosa. Si el nombre de la chica aparece tres veces en el periódico antes de que cumpla veinte años, la chica no recibirá ni un centavo de su abuelo.

¿Se acercó al frente?

No. Pero habló con algunos que lo habían hecho, y se alegraba mucho de haber vuelto.

Cuando salen de la aduana para dirigirse en coche a la mansión de su abuelo, cerca de Princeton, nos damos cuenta de que la están siguiendo. No ha escapado de la zona de guerra. Eso es lo que cree.

Tom, uno de los jóvenes, es observador y se fija en el hombre. Lo comenta, pero Ann se limita a reírse y su amigo Dick lo acusa de ver visiones. Tom admite que debe de haberse equivocado.

Pero, tras dejar a Ann en casa de su abuelo, Dick ve también al perseguidor, a quien acosan, pillan desprevenido y capturan. Pero su prisionero, un hombre verdaderamente atractivo, exhibe una credencial que lo identifica como miembro del servicio secreto de los Estados Unidos de América y les asegura que ha seguido a Ann Dawes por una buena razón que no puede revelar.

Los dos jóvenes se quedan impresionados. Lo liberan.

A la mañana siguiente se presentan en casa de Ann e intentan que admita que ha cometido algún disparate. Al principio Ann se lo toma a broma, luego el punto de vista de los dos jóvenes, mojigato y superpatriótico, la irrita. Les pide que se vayan, sube a su habitación. La pelea le ha provocado una sobrecarga de energía nerviosa, una sensación de injusticia. Se pone a hacer algo que, por pereza, dejó pendiente el día anterior: deshacer el equipaje. Muy al fondo del baúl encuentra una bolsa de piel que no le resulta conocida y en la que hay un obús de artillería de cuarenta y cinco libras y 156 mm.

Su primera reacción es de miedo; la segunda es echar ropa encima de la bolsa y cerrar el baúl. La tercera es relacionar lo sucedido con el hombre que, resulta evidente, ha estado siguiéndola. Si es un agente del servicio secreto, la policía ya sospecha de ella, lo que podría reportarle una publicidad inoportuna.

Ann, confundida, no sabe qué hacer. En este punto, quiero subrayar el hecho de que el papel podría ser interpretado por una chica muy joven –quizá alguien como Brenda Joyce–, una chica a un paso de madurar, para quien todas las fiestas son importantes. Una chica totalmente madura de, digamos, diecinueve años, no dudaría en acudir a la policía.

Ann decide acudir a su abuelo y preguntarle, sin decirle la verdad, qué haría él en un caso similar. El abuelo, que no sospecha nada, le dice que, por supuesto, debe ponerse al lado de la ley. Entonces Ann intenta llamar por teléfono a la policía. Pero han cortado la línea.

Baja y sale al porche principal, donde encuentra a un electricista que le dice que viene a arreglar el teléfono. Reconocemos, aunque Ann no, al hombre que la siguió el día anterior.

Es obvio que su misión tiene algo que ver con el obús: quizá quiera apoderarse de él. Pero esperaba encontrarse con cualquier miembro de la familia, excepto con Ann. Así que los dos se tratan con recelo. Él pide que le deje ver el teléfono de su habitación, aunque, por supuesto, acaba de cortar los cables. Ann, temerosa de que el joven no esté diciendo la verdad, y de que abra el baúl, lo acompaña a la segunda planta y se sienta en el baúl mientras él trabaja.

Entablan conversación. Es obvio que se trata de un joven bien educado, que le cuenta que ha estudiado ingeniería y en los últimos tiempos se ha visto forzado a convertirse en electricista. Percibimos en su voz un ligero acento extranjero, quizá francés.

Surge entre ellos una simpatía, una atracción inmediata, pero los dos están absortos en sus problemas. Ann, deseando aclarar el asunto del obús; el electricista, deseando quedarse solo en la habitación. Le pide a Ann un martillo con la esperanza de que vaya a buscarlo, pero Ann pulsa el timbre para llamar a la criada. Le pide un vaso de agua; Ann, desconfiada, lo coge del cuarto de baño. Pero, por fin, cuando en un momento de distracción Ann le da la espalda, tira por la ventana algo en llamas que aterriza sobre una pila de paja. Finge descubrir el incendio. El ardid funciona. Ann corre escaleras abajo, tras lo cual el joven abre el baúl a toda prisa y se dispone a sacar la bolsa que contiene el obús.

Abajo vemos que desde la cocina habían detectado el fuego al instante y el servicio se había encargado de apagarlo. Así que Ann corre ahora escaleras arriba para oír caer la tapa del baúl. Corte a la habitación: vemos que el electricista, al oírla acercarse, abandona por el momento la intención de coger el obús. Asociándolo ahora con el gobierno, Ann le cuenta la verdad sobre el obús, y que no sabe cómo ni dónde acabó en su equipaje. El electricista asume el papel de agente de los Estados Unidos de América y le dice que se hará cargo del obús.

Ella debe olvidar toda la operación. Él está a punto de desaparecer de su vida y Ann, que empieza a ponerse romántica con el joven agente especial, no quiere que eso suceda. Le pregunta adónde lleva el obús. Cuando el joven dice que a Washington, le pregunta si puede acompañarlo hasta Princeton. El agente secreto acepta.

Ann decide presentárselo a su abuelo –para quien, era obvio, no podía ser ni un agente del gobierno ni un electricista– como un amigo, fanático de la aviación, que acaba de llegar de un aeródromo. El abuelo confunde el mono de electricista con el de aviador. Ann dice que va a Princeton a ver a una amiga.

Antes de que se pongan en camino, llega una carta de Dick en la que le retira su invitación a la fiesta de Princeton.
Aún la quiere, y la querrá siempre, pero el deber de todos en ese momento son los Estados Unidos de América y no quiere cuentas con ella hasta que «limpie su nombre». La carta, por supuesto, entraña una amenaza velada de que si a pesar de todo aparece por Princeton, él revelará que Ann tiene problemas con la policía.

Esto encaja con los planes de Ann. En Princeton les descubrirá a Tom y a Dick con quién está y disipará todas las dudas sobre el caso. La fiesta no le importa lo más mínimo en ese momento, pero sí le preocupa su hombre misterioso. No le cuenta su plan, pero, cuando llegan a Princeton, le pide que pare el descapotable frente al pabellón donde viven los dos chicos. Ann aborda a un chico que pasa y que muy amablemente llama a voces a la ventana del dormitorio de Dick. Cuando Dick y Tom bajan, Ann da el golpe, sorprendiendo por igual a los chicos y al agente secreto, al decir que este se encargará de limpiar su nombre. Y así lo hace, pero en términos muy generales. No se menciona el obús.

Dick, presa del júbilo, insiste en que Ann pase esa noche en Princeton, y no aceptará una negativa. Para remachar el asunto, se sube a la parte trasera del coche y empieza a levantar la bolsa que contiene el obús.

–¿Qué lleváis aquí? –exclama–. ¡Plomo!

–Es mío –dice el agente secreto–. Déjalo.

En ese momento un profesor de lengua que pasa por allí ve al agente secreto y se dirige a él en un idioma extranjero. Su tono refleja la sorpresa ante la presencia del agente en América.

Esto, de inmediato, sugiere a Ann, Dick y Tom que el hombre no es un ciudadano americano, y que no puede ser miembro de la policía americana. El agente secreto, impasible, contesta: «Debe de haberse confundido.» Mete la primera y se va, llevándose a Ann.

A las afueras de Princeton toman una carretera en el instante en que un hombre va a sacar la señal Desvío: Carretera en Obras. Desvío. Toman la carretera antes de que pongan la señal. Entonces, ya en el campo, a pocos kilómetros, se les pincha una rueda.

Hasta el secuestro, ha sido total la entrega de Ann al agente secreto, que le parece el hombre más atractivo que ha visto nunca. Ahora, por supuesto, se vuelve apasionadamente en su contra. No hay duda de que es un espía y de que en ese momento la está raptando.

Él le promete que la dejará salir del coche en cuanto se adentren en el campo, pero no tan cerca de Princeton. Ann finge aceptar lo que le dice, pero cuando el joven se apea para arreglar el neumático, gira la llave, arranca y mete la marcha. El agente secreto la descubre a tiempo, salta al asiento trasero y detiene el coche. Cuando vuelve a apearse, se lleva la llave y, extremando las precauciones, también el obús. Lo hace con cara de estar de muy buen humor.
Ann vuelve a esperar… hasta que el espía se dispone a encajar el gato bajo el eje posterior, se quita la chaqueta y la echa al asiento trasero del descapotable. Ann lo ha visto meterse la llave en el bolsillo de la chaqueta. Sigilosamente alcanza la chaqueta y coge la llave.

Esa vez consigue escapar. Se detiene, sin embargo, a poco más de quince metros con el motor en marcha. Teme que el espía desaparezca si lo deja allí con el obús.

El agente secreto esconde el obús detrás de unos árboles y, derrochando encanto y simpatía, intenta acercarse a Ann. Pero cada vez que lo intenta, Ann se aleja un poco más. Renuncia a alcanzarla. Su situación es la siguiente: si se va con el obús campo a través, ella no podría seguirlo, pero sí volver a Princeton en busca de ayuda, incluso con una rueda pinchada. Ann, por su parte, reza para que pase algún coche. No sabe lo que nosotros sabemos: que han cerrado la carretera en ambos sentidos por obras. No pasará nadie.

Así que el tiempo, que Ann creía a su favor, demuestra que está en su contra. Cae la noche. Empieza a llover. Ann quiere poner la capota del coche y no puede sola. El agente secreto aprovecha ese intento para caer sobre ella en el momento en que las nubes estallan de verdad. Ella lanza la llave a los matorrales, fijándose en dónde aterriza, pero él no percibe ese gesto. La tormenta impide cambiar la rueda. El espía pone la capota y comparte con Ann esa ligera protección hasta que CERRAMOS EN FUNDIDO:

A la mañana siguiente, en Princeton, Tom y Dick hablan de los acontecimientos del día anterior. Lo único que saben es que Ann se ha ido, voluntaria o involuntariamente, con alguien que decía ser un agente especial del gobierno y a quien un profesor extranjero había identificado como un compatriota. Según el profesor, se parecía tanto al capitán Tal-y-Tal que podía ser su hermano. Pero el profesor admitió también que quizá se equivocaba, lo que explica la confusión y pasividad de los muchachos. Deciden llamar a casa del abuelo para ver si Ann está allí, pero un criado les dice que ha ido a Princeton, a visitar a una chica. Ellos saben que eso no es verdad. Dick, que está enamorado de Ann, quiere llamar a la policía. Tom recuerda que Ann no quiere aparecer en los periódicos, y cree que deberían investigar por su cuenta. Muy preocupados, piden prestado un coche y salen en dirección a Washington, caballeros andantes, sin apenas una pista que seguir. Lo primero que encuentran es la señal Desvío: Carretera en Obras. Discuten con un policía que no los deja pasar.

Mientras tanto, nuestros protagonistas están despiertos y hambrientos. El agente secreto lleva en el coche víveres de reserva, y los comparten. Se lavan –ateniéndose al código del honoren un riachuelo próximo, y después el espía se empeña en que Ann vuelva al coche y, a pleno sol, se pone por fin a cambiar la rueda. Y solo entonces se da cuenta de que ha perdido la llave. Le pregunta a Ann dónde está, y Ann se ríe. Controla la situación, a menos que el agente secreto la amenace con hacerle daño, aunque está debidamente probado que se trata de un caballero. El espía recurre otra vez a la astucia. Sin decir nada, desconecta el motor de arranque y vuelve a la carretera, donde la noche antes dejó el gato. Pero no le quita ojo a Ann, que, en efecto, en cuanto él se aleja unos pasos, sale y busca a toda prisa la llave entre los arbustos. El agente secreto llega a la carrera. Ya sabe dónde tiró la llave y la encuentra al momento. Vuelve a ser el que manda.

Parece como si se conocieran desde hace tiempo y ha habido mucho humor en la carrera y la pelea por la llave.
Cuando por fin se ponen en marcha, Ann intenta, por lo menos, aclarar el misterio. ¿Cómo acabó el obús en su baúl? Fue en el extranjero, sí, pero había atravesado tantos países en el viaje de vuelta que no sabía en cuál pudo ser, ni sabía por qué lo habían mandado a América. El agente secreto no está dispuesto a soltar una palabra.

–El aduanero del puerto lo habría encontrado –dice Ann–, si no llega a haber tal aglomeración de refugiados.

Con la guardia baja, el joven contesta:

–Era el único riesgo que corríamos.

La frase convence a Ann de que se trata de un espía, pues un agente especial del gobierno habría justificado en la aduana la posesión del obús. Su humor, bueno hasta ese momento, se convierte en rabia. Ann se ha vuelto una patriota fervorosa, aunque, solo veinticuatro horas antes, no le cabía en la cabeza nada que no fuera una fiesta.

Mientras tanto, Dick y Tom llegan al final del desvío, donde vuelve a desembocar en la carretera principal. Allí encuentran otra vez la señal de Carretera en Obras y el capataz de una cuadrilla de trabajadores les dice que nadie ha tomado la carretera principal desde las cinco del día anterior, cuando se hundió un puente. Dick y Tom saben, por lo tanto, que Ann y su secuestrador se encuentran en algún punto de esa carretera. Pero ningún poder de persuasión convencerá al capataz de que los deje circular en su coche por el tramo cerrado. Cumple órdenes. Así que abandonan el coche y se suben con el capataz al camión atestado de trabajadores con destino al puente siniestrado. A la preocupación por Ann, se añade la angustia de que su coche se haya hundido con el puente.

En ese momento Ann y al agente secreto están en plena pelea. Él ha admitido que no es americano: es un patriota de su propio país, entregado al cumplimiento del deber.

–Si eso es lo que sientes, no considero seguro dejarte libre. Tienes que acompañarme –dice.

–¿Adónde?

–No muy lejos.

–Te odio.

–¿Por qué te tomas esa molestia? –pregunta él–. No volveremos a vernos. Si me cogen, iré a la cárcel. Si no, habré cumplido mi misión. En el poco tiempo que nos queda juntos, ¿por qué vamos a odiarnos? Tu país no está en guerra con el mío.

–¿Y el obús?

–No puedo decirte nada. Podría poner en peligro vidas de terceros.

–Demuestras mucho respeto por la vida humana viajando con eso en la maleta.

Ann señala al artefacto que ocupa el asiento trasero.

–No siempre tenemos la última palabra…

El agente frena cuando advierte que el obús no está en el coche, sino en la carretera, en la cuneta. También Ann se da cuenta y se echa a reír. El agente secreto se vuelve a mirarla y en ese momento el coche empieza a cruzar el puente…

No están heridos, pero sí empapados. Nadan hasta la orilla más cercana y empiezan a secarse. Y de pronto Ann descubre una casa, medio escondida tras una arboleda. Piensa en alguna estratagema para llegar a la casa, donde quizá haya un teléfono. Advierte que el camino más corto a la casa está cubierto por una extensión de grava afilada. El agente secreto se ha quitado los zapatos para escurrirles el agua. Ella tiene los zapatos puestos. Coge los zapatos del espía y huye en dirección a la casa. Él la persigue, pisando la grava, pero, claro, el dolor es terrible. Se rinde y da la vuelta por el camino más largo. A Ann no le costará demasiado llegar a la casa antes que él.

Una figura siniestra mira por la ventana de la casa: una mujer minúscula y con uniforme de enfermera. Como acabo de decir, es siniestra y misteriosa, pero no tiene demasiado aspecto de malvada. Por el momento, no sabemos qué pensar de ella. Más bien es el aire embrujado y cerrado de la casa lo que nos infunde esa sensación de amenaza. La enfermera abre la puerta y Ann se apresura a entrar.

En ese momento llega al puente el camión de los trabajadores, y Dick y Tom, a la vista del coche destrozado, miran desesperados a su alrededor. Ven la casa.

El agente secreto está en el porche de la casa, pero, percatándose de que se acercan Dick y Tom, se escabulle por un lateral y durante un breve espacio de tiempo desaparece de la historia.

Ann, dentro de la casa, acaba de resumir tartamudeando su situación. La enfermera le asegura que el hombre no podrá entrar en la casa por la fuerza, que todas las puertas y ventanas están cerradas. Suben a la segunda planta, a llamar por teléfono. Pero Ann no ve ningún teléfono: la mujer le apunta con una pistola y le pide el reloj y los anillos. La amordaza y la esposa a una arandela de la pared. Abajo, están llamando a la puerta, pero la enfermera dice: «Si abres la boca, te vuelo la cabeza.»

Abajo, los dos jóvenes intentan que les respondan desde la casa. Al no conseguirlo, deducen que no hay nadie dentro y deciden forzar la puerta con la leve esperanza de encontrar un teléfono. Ahora saben que Ann y el agente secreto han sufrido una desgracia.

Consiguen asomarse por una ventana y se encuentran con la enfermera, que les dice que no ha visto a nadie, que solo ha oído el ruido del accidente. Le preguntan por qué, siendo enfermera, no ha hecho nada. Les responde que no era asunto suyo y eso despierta las sospechas de los dos jóvenes. Deciden echarle un vistazo a la casa, lo que provoca que la enfermera les apunte con el revólver y los encierre en un trastero.

Ahora la enfermera se prepara a toda prisa para irse, sin dejar de vigilar a los obreros que trabajan en el puente. Llena una bolsa, abre una ventana y silba como un pájaro de reclamo.

El agente secreto, que espera entre los árboles fumando tranquilo, oye el silbido. Contesta y se dirige a la casa. Es evidente que ese era el punto de encuentro al que llevaba a Ann y al obús. La enfermera le dice que ha cogido los anillos para despistar, pero él no puede dejar a Ann en ese estado. Lleva los anillos a la habitación en la que está Ann y le dice que llamará a la policía y le dará su paradero cuando se encuentre a salvo. Su pesar es sincero. Incluso le deja la llave de las esposas, pero fuera de su alcance.

Cruza la puerta con la enfermera, sin un ruido, para que los dos jóvenes no oigan la partida y monten un escándalo. Los obreros han dejado el camión a la entrada del puente mientras trabajan. El agente y la enfermera, cautos, se acercan y se suben al camión, dirigiéndolo a la otra orilla a través de un vado poco profundo. Aceleran cuando llegan a la carretera cerrada con el objetivo obvio de recuperar el obús.

En la casa, Ann se ha quitado la mordaza y, habiendo oído lo que sucedía en la primera planta, grita que se han ido. Dick y Tom irrumpen en la habitación, la liberan. Ann les habla del obús. Corren al encuentro de la cuadrilla que trabaja en la cabeza de puente. El capataz espera la llegada de otro camión para perseguir a los fugitivos. Llega el vehículo, y Tom y Dick se suben también.

Volvemos al tramo de carretera donde se quedó el obús. Aparece un vagabundo de los de Norman Rockwell, pasado de moda. Se seca la frente y se sienta en la cuneta a descansar. De hecho, se sienta exactamente encima del obús, tan acoplado a la hierba que podría ser un tronco. Se saca del bolsillo una baraja y empieza a poner la primera fila de cartas de un solitario. Para animar el asunto, se saca de otro bolsillo media botella de ginebra y mira con tristeza lo poco que le queda. Se lo bebe y, al quitársela de la boca, golpea la botella contra el obús y la rompe.

Abre inmediatamente la bolsa y, cuando ve el obús por primera vez, se levanta de un salto y se queda mirándolo. Se rasca la cabeza y eleva los ojos al cielo. Niega con la cabeza. Cómo ha llegado allí esa cosa, solo lo sabe Dios. De pronto echa a correr, se aleja. Y entonces el pánico desaparece y, entendiendo, es obvio, que algo deben de pagar por aquello, el vagabundo vuelve. Toca el obús con cautela, pega la oreja al obús y escucha: no se oye ningún tictac. Con cautela devuelve el obús a su bolsa. Coge la bolsa por las asas y la levanta con mucho cuidado. Entonces oye en la distancia el ruido de un motor y se esconde con la bolsa detrás de un árbol.

El camión, con el agente secreto y la enfermera, se detiene.

–Está ahí –dice el agente.

Busca en la cuneta, el vagabundo lo observa desde detrás del árbol. Sin hacer ruido, el vagabundo esconde el obús detrás del árbol, se aparta y se deja ver en la carretera antes de preguntarle al agente secreto si busca algo. El agente secreto describe la bolsa con detenimiento. El vagabundo niega haberla visto.

–Ha desaparecido –le dice el agente a la enfermera.

Pero entonces el vagabundo comete un error tonto. Dice:

–Hace media hora, vi a un coche que recogía algo de ahí.

El agente secreto y la enfermera, desesperados, están volviendo al camión cuando reciben al unísono el impacto de lo que acaban de oír. El agente secreto dice:

–No puede haber visto a nadie. La carretera lleva cerrada desde ayer. Está mintiendo.

Vuelven hacia el vagabundo, que intenta salvar la situación, engañarlos. La enfermera le apunta con la pistola: intentan sacarle la verdad. Cuando están a punto de lograrlo, oyen un motor: el del camión que los persigue. El agente secreto le pide a la enfermera que se lleve el camión, para que no los traicione su presencia. Le pega un puñetazo al vagabundo y lo arrastra hasta los arbustos, donde descubre el obús. Pero la enfermera ya se ha ido.

El camión que los persigue se detiene. Ann se apea de un salto y mira donde el obús se quedó la noche antes. Pero el capataz cree que se lo han llevado y de repente ve al primer camión, que acaba de aparecer en el lugar donde la carretera asciende por una colina. Sin esperar a que Ann se suba al camión, arranca y sale en su busca.

Ann se queda en la carretera. En ese momento el obús, que está en una ligera pendiente, empieza a rodar en dirección al vagabundo, que no ha recobrado el sentido. Topa con él, y el vagabundo se queja.

Ann reacciona al oírlo. El agente secreto aparece en la carretera y, llevándose la mano a los labios como si acabara de bostezar, dice:

–Llegas un minuto tarde.

Corte al camión perseguidor: Tom y Dick, que no quieren dejar a Ann tirada en la carretera, lo abandonan para volver a buscarla. Ya se han alejado, sin embargo, casi un kilómetro.

La situación del agente secreto parece desesperada. No cuenta con medios de transporte ni posibilidad de obtenerlos, a menos que la «enfermera» pueda eludir a sus perseguidores y vuelva a recogerlo. Por no mencionar el hecho de que está enamorado de la chica y ansioso de justificarse ante ella. En la cuneta, entre los arbustos, yace el vagabundo, que en cualquier momento puede recuperarse. Y entre la maleza descansa el obús, el obús por el que ha corrido tantos riesgos.

Ann vuelve a disponer de ventaja. Y recordando el episodio de las esposas, piensa aprovecharla.

–¿Ahora, qué? –dice.

–Bueno, podemos jugar a las cartas.

El agente secreto se refiere al solitario del vagabundo: las cartas siguen desparramadas al borde de la carretera. Se acerca, se sienta en la hierba, las recoge. Ann lo mira, un tanto escéptica, preguntándose qué hará ahora ese hombre que la fascina, a quien podría querer si no tuviera que odiarlo irremediablemente. Se reúne con él de mala gana, se sienta contra un árbol.

–¿A qué jugamos? –pregunta el agente secreto, ordenando rápidamente las cartas de una manera muy personal–. Al bridge5 no. Ya hemos tenido bastante puente.

Saca, en primer lugar, un as.

–Una persona sola… Es difícil. Aunque hay muchas cosas que debemos hacer solos. Dos. Esta es mejor…

Ann lo interrumpe:

–No siempre.

–Normalmente, sí. Dos corazones son mejor que uno.

La carta que acaba de sacar es un dos de corazones.

–Yo no tengo corazón –dice Ann.

–Ah, sí, sí tienes. Lo he visto tres veces.

Saca un tres de picas.

–Una vez, cuando yo era electricista; otra vez, cuando nos llovió, y otra vez, cuando cruzamos el puente y no había puente.

Saca un cuatro. Ann toca la carta con la punta del dedo y dice:

–Eso fue antes de que yo supiera lo que eres.

–El cinco no me sugiere nada –dice el agente secreto, dejando caer la carta–. Pero de no ser por esta maldita guerra no creo que tú y yo hubiéramos llegado a los seis y los sietes.

Tras el seis y el siete, saca un ocho y Ann dice:

–Me comería un bizcocho. No me acuerdo de la última vez que comimos. Párame, por favor.

Cubre el ocho con un nueve, y dice, más serio ya:

–Nueve vidas. Es lo que necesito para este trabajo.

Busca rápidamente en la baraja, y Ann dice:

–No encuentras un diez, así que el juego está a punto de terminarse, amigo.

Ha encontrado el diez entre los naipes de la baraja y lo suelta sobre el montón. Ann levanta la mano como si disparara:

–Estoy lista para la siguiente. ¡Vamos, el once! –Y chasquea los dedos.

–Por una vez, te equivocas –dice él, dejando caer una jota–. Jota de Jaques, ese es mi nombre, o lo fue. Mi nombre de verdad.

–Jaques –dice Ann, saboreando el monosílabo.

–Un nombre estúpido para un trabajo tan serio, ¿no?
Corona con la reina el montón, se queda mirando la carta y luego, poco a poco, levanta la vista hasta encontrar los ojos de Ann.

–Me siento exactamente así –dice Jaques muy despacio, muy serio, sincero; saca una carta más y añade–: como si fuera un rey.

Están sentados con las piernas cruzadas, cara a cara. Y en ese momento, cuando se están acercando el uno al otro, Dick y Tom llegan sigilosamente, sin ser vistos. Saltan sobre Jaques, le atan las manos a la espalda con sus corbatas.
Parece que el juego ha terminado por fin.

El vagabundo, tumbado en la hierba, muy tranquilo, se ha despertado. Observa asombrado la escena a través de los arbustos.

Dick y Tom miran a Ann, esperando su aplauso. Pero, en vez de aplaudir, dice casi con irritación:

–Salvando al país una vez más.

En ese momento aparece en la carretera una furgoneta de la radio con altavoces en el techo de la que salta un periodista micrófono en mano.

–¿Tienen algo que decir? –pregunta–. Es para el programa «Gente en la carretera». ¿Cómo se llaman ustedes?

Le pone el micrófono a Ann, que dice:

–Me llamo Glamour O’Hara. Creo que la gente solo debería meterse en sus asuntos.

El periodista, indignado, dice:

–No os toméis en serio lo que ha dicho. –Corre a la furgoneta, gritando por el micrófono–: No importa, amigos. Son unos teatreros. No quieren hablar con nosotros, amigos. Así que voy a deciros unas cuantas cosas más a propósito de esa sensación de limpieza…

Pero el cuarteto de descarriados se pega a sus talones. Los dos jóvenes agarran por los codos al agente secreto, Ann los sigue de mala gana.

–Tenemos un prisionero –dice Dick–. Lo busca la policía. Él hablará si nos llevan a Princeton.

Se apretujan en la furgoneta de la radio. Al lado del conductor, Ann, con el prisionero a su lado. Tom y Dick, en un estribo, y el periodista, en otro. Cuando la furgoneta da media vuelta y se dirige a Princeton, el periodista le pone el micrófono delante al agente secreto, pero Ann se lo quita.

–Él tampoco quiere hablar –dice.

–Exactamente –dice Jaques.

–El prisionero no quiere hablar –dice el periodista–. Pero, de todos modos, creo que preferís que os explique cómo mantener vuestra ropa limpia y como nueva.

A las afueras de Princeton descubrimos que el camión robado por la enfermera sigue de cerca a la furgoneta de la radio. De repente le cierra el camino, frena en seco y la obliga a detenerse precipitada y peligrosamente, provocando que los dos jóvenes salgan despedidos del estribo y que Jaques se dé a la fuga. Durante toda la jugada, la voz del periodista no ha dejado de sonar, ya aparezca en pantalla la acción de la huida o las reacciones de Ann, que en el fondo se alegra.

–El prisionero se ha escapado, amigos –dice el periodista–. Desconozco los detalles. Todo me parece muy sospechoso, amigos, muy sospechoso.

Con estas palabras y con el gesto de pesar de Ann porque su gran aventura se ha terminado, pasamos en un fundido al tramo de carretera donde dejamos al vagabundo. Tiene el obús y hace autostop. Una pareja de aspecto agradable para y el vagabundo sube al coche con su preciada carga. Cuando vuelven a ponerse en marcha, le pregunta al buen samaritano:

–¿Va muy lejos?

Y el buen samaritano dice:

–A Washington. Soy industrial. Tengo negocios con el Departamento de Guerra.

El vagabundo piensa en el obús que reposa a sus pies y se muestra a la altura de las circunstancias:

–Yo también –dice. Fundido.

Fundido a una fiesta en el Princeton Gymnasium, dos meses más tarde. Seguimos a Ann, que baila y en la misma pieza cambia una y otra vez de pareja, entre la aristocracia de los chicos. Está un poco más seria, más ensimismada de lo que la hemos visto antes. Es obvio que no es la chica alegre y despreocupada que conocíamos. Su expresión sugiere que busca a alguien. Cuando, para el cambio de pareja, le tocan el hombro al chico con el que baila en ese momento, recibe con ilusión al recién llegado. «¿Será él?», parecen decir sus ojos. Pero nunca es él, y ella se amolda con gracia y elegancia a cada nueva decepción.

En algún punto de la historia Jaques se ha enterado de que Ann irá a ese baile.

Y allí está de pronto, en frac, seguro de sí mismo, despreocupado, sin disfraces, distinguiéndola entre la multitud con una mirada de esperanza.

Cuando Ann lo ve, teme por él y por ella.

–¿Me permites, por favor?

Hablan con una mezcla de miedo, placer, repulsión y atracción.

–Qué valor tienes –dice Ann.

–No. Esta vez no infrinjo la ley. Estoy destinado, como agregado, en nuestra embajada en Washington.

–Si Dick y Tom te ven…

–Tengo inmunidad diplomática.

En ese momento Ann deja de bailar.

–Te odio –dice–. No puedo bailar contigo. ¿Qué eres? ¿Puedes decírmelo? ¿Qué fue todo aquel jaleo?

–Baila conmigo y te lo cuento –dice él.

Ella duda, vacila, y entonces decide lo que quizá sea el factor decisivo: la curiosidad irresistible.

–Cuéntame –pide, sin respiración, cuando empiezan a bailar.

Durante el baile, Ann no deja de interrumpir al agente secreto para dirigirse a los chicos que quieren que cambie de pareja: «No, ahora no, gracias.» Y siempre con una sonrisa radiante que se vuelve gravedad cuando mira otra vez a Jaques.

–En uno de los países que visitaste –le decía Jaques– habían desarrollado un obús del que queríamos conocer las características. Uno de mis colaboradores sobornó a un trabajador y consiguió una muestra del proyectil el mismo día de la declaración de la guerra. El problema era cómo hacerlo llegar a mi país para su examen y análisis. Una chica americana como tú era la mejor alternativa para sacarlo del país sin que registraran el equipaje, y tu baúl estaba en el vestíbulo de un hotel marcado con un «Para no usar durante el viaje». Mi colaborador me mandó un telegrama cifrado. No te diré cómo pasamos las aduanas porque podría darles ideas a tus compatriotas.

Ann se enfureció al oír las últimas palabras y Jaques se apresuró a añadir:

–Perdona, quiero decir a nuestros compatriotas. Cuando la guerra termine, viviré aquí, y tú y yo perteneceremos al mismo país, para siempre.

–No es tan fácil. ¿Qué pasó con el obús?

–Soy tuyo.

Ann sonríe.

–¿Eres mío? –pregunta, y se estrechan el uno contra el otro.

Fundido a la puerta del Departamento de Guerra en Washington, donde el vagabundo, ahora de uniforme y orgulloso, monta guardia.

(De: Moriría por ti y otros cuentos. Anagrama, 2018. Traducción: Justo Navarro)