El cerro desde mi ventana

ZONA LITERARIA |EL TEXTO DE LA SEMANA

Por María Gainza

Un día le tomás miedo al avión. De la nada. Se lo adjudicás a la edad. Hasta los veinticinco años, volar te parecía la forma más natural de moverte de un lugar a otro. Pero ahora estás aterrada y no sabés cómo vas a subirte a ese avión que debe llevarte a Ginebra. Allá te espera un conciliábulo del arte en la catedral del dinero: el curador de la Bienal de Venecia, la directora del PS1 de Nueva York, un crítico de Artforum, otros que no recordás, peces gordos convocados por una fundación. Te incluyeron en ese jurado en un descuido; estás segura de que fue una equivocación. Pero cuando te mencionaron los dólares que había de honorarios no te pareció educado advertirles del error: estabas seca. Siempre estás seca. Además era tan fácil: solo tenías que proponer un artista, un joven latinoamericano talentoso cuya obra necesitara un espaldarazo. Como no viajás, decidiste elegir entre los de tu país. Después te entró la culpa y cruzaste el charco a Montevideo, en ferry. Pero ahora se terminó tu suerte, tenés que volar a Suiza a reunirte con el resto del jurado para elegir a un ganador entre todos los candidatos. Alguien se va a llevar una beca jugosa.

¿Una educación artística? Ni siquiera se le ha cruzado por la cabeza al joven Henri Rousseau, del pueblo de Laval. No es grave: Courbet ha dicho que la pintura no se debe enseñar. Solo que Henri todavía no sabe quién es Courbet. No sabe mucho de nada, salvo de martillar láminas de acero hasta dejarlas finitas como hostias. Su padre es el hojalatero del pueblo y Henri planea seguir sus pasos. Se lo toma con mucha seriedad, ha heredado la gravedad de su progenitor, un hombre que anda siempre ensimismado en su nube de pensamientos. Pero el señor Rousseau muere de golpe, sin llegar a transmitirle más que los rudimentos del oficio, y Henri termina de cadete en un estudio de abogados. Una noche, unas estampillas desaparecen de la oficina y todas las sospechas recaen sobre el chico nuevo. Para escapar al castigo se enrola en el ejército, que está reclutando gente para la guerra.

París está sitiado por las tropas de Bismarck. Rousseau le escribe cartas a su madre, que se ha mudado a la capital, pero no tiene forma de hacérselas llegar. Un compañero le cuenta que, del hambre, la gente se come hasta los animales del zoológico (un menú de restaurante incluye sopa de elefante, estofado de canguro, camello rostizado, terrina de antílope y tigre al horno). Todo le llega como un rumor porque el ejército alemán intercepta el correo, los diarios, los cables y las revistas. Pero una tarde de cielo despejado una nube solitaria franquea las líneas prusianas. El soldado Rousseau hace visera con la mano para mirarla bien; adora las nubes y esta se mueve más rápido de lo normal y tiene una forma graciosa, como de huevo de Pascua, ah, no, ahora que mira bien es un globo aerostático. Es la primera vez que ve uno. Minutos después, el extasiado Rousseau presencia cómo la cuerda-guía que cuelga de la canasta se enreda en el campanario de la iglesia y la nave se desploma como un ternero enlazado en un rodeo. Mientras se desinfla, alcanza a leer el nombre sobre la seda: Víctor Hugo. Durante los meses siguientes, más de setenta globos saldrán de Montmartre llevando bolsas con correspondencia y jaulas. Las cartas de los soldados vuelven a la capital en palomas mensajeras con microfilmes atados a sus patitas. Los prusianos intentan interceptarlas soltando halcones entrenados para cazar cualquier cosa que se mueva allá arriba.

Tu marido te acompaña a Ezeiza. En la mesa del bar, mientras jugás con la servilleta de papel, te dice que tienen que pelearla juntos. Vos asentís. La relación entre ustedes está pasando por un período templado. Diez años después, él sigue siendo la persona más maravillosa que conocés pero vos sos una inmadura que cree que sin intensidad la cosa no sirve. Incluso en el corazón del amor, no pensás más que en vos misma. Plegás la servilleta para hacer un pajarito y notás que sobre el papel, en letras negras, dice Dolce Vita, tu vita, un lema ominoso. Le ofrecés tu origami a tu marido. Él te pasa la pastilla blanca de Rivotril. Te sorprende lo chiquita, le preguntás si te hará efecto algo tan diminuto pero él no contesta. Cortás la mitad y te la tragás con un sorbo grande de agua. Diez minutos después te tragás la otra mitad. Suponías que te iba a voltear porque no sos de tomar ansiolíticos, pero ya pasó una hora y no sentís nada más que el yunque sobre el pecho, las manos transpiradas, la taquicardia. Cosas que venías sintiendo desde antes. Se lo comentás por teléfono a tu hermano desde un locutorio en Ezeiza. Como es piloto, crees que te va a tranquilizar, pero te dice: «Y si te parás a pensar, volar es una locura». Entendés que a la gente joven le parezca excitante. ¡Pero gente grande, volando! Mirá si de repente querés bajar. Justo ahí, en las Islas del Cabo Verde. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miran así? Más raros son ustedes que eligen entre chicken or pasta, aceptan con naturalidad esas botellitas de vino con tapa rosca y se miran a los ojos al brindar como si estuvieran en un restaurante de lujo. Muchachos, están en-el-ai-re. Si alguien hubiese querido que voláramos, se habría encargado de ponernos alas en la espalda. Sobre los omóplatos, donde hay un montón de lugar.

Sumido en una angustia para la que no encuentra palabras, Rousseau se pone a pintar a los cuarenta años. La tuberculosis se ha llevado a cinco de sus seis hijos y la pintura se convierte en una forma de recobrar un paraíso perdido. Al principio se contenta con ser un pintor de domingo, pero pronto consigue un permiso para dibujar en el Louvre. A su lado, un montón de alumnos de la Academia copian fielmente lo que ven. Rousseau copia pero nunca fielmente. El resto de la semana trabaja en una oficina de recaudación de impuestos en las puertas de París, por eso le dicen el Aduanero. Las imágenes que salen de su cabeza tienen la frescura de las de un chico de seis años. Pasan los domingos y la frescura no se seca. Hasta que Alfred Jarry lo descubre y lo llama «el mirífico Rousseau». Ese es el Rousseau que todos conocemos, el talento en bruto que pintaba selvas fluorescentes habitadas por animales salvajes y mujeres enigmáticas como esfinges. Pero hay otro Rousseau, más apegado al paisaje de su ciudad, el hombre fascinado por las máquinas de volar. En muchas de sus pinturas pequeñas surcan el cielo globos, zepelines y aviones; las naves siempre se ven desde la tierra, salvo una excepción. Se llama Retrato de mi padre y está en el Museo Nacional de Bellas Artes. Por la forma elongada del cuadro, por las nubes a la altura de nuestros ojos, por el aura romántica que impregna la escena, parece pintado en las alturas, en un viaje vertical en globo aerostático.

«La nube contenida dentro de una bolsa de papel» era tan preciosa que te cortaba el aliento, pero era también completamente inútil, el ejemplo más acabado del «arte por el arte», como anotó Benjamin Constant en su diario íntimo el 11 de febrero de 1804. El globo aerostático había nacido como poema visual. Pero el gesto francés de mirar de arriba hacia abajo no lo inauguró un poeta, sino una oveja y una gallina, las primeras tripulantes del globo de los hermanos Montgolfier. Atrás fueron los hombres, los pioneros del aire, borrachos de adrenalina y de champagne, el balastro imprescindible en todo ascenso y lo último que se tiraba por la borda si había que aligerar la nave. Hacia fines de siglo XIX, el aeronauta era un flâneur del mundo superior y el vuelo en globo tan saludable como un hotel de montaña. Bueno, casi. Solo había que estar atento a los cables del telégrafo (las temibles guillotinas aéreas), a las ciclotimias del viento (ese potro ingobernable), a no subir más de la cuenta (para no quedarse sin oxígeno) y a volver con las últimas luces del día (si los agarraba la noche en medio del campo, la oscuridad podía ser claustrofóbica; «como atravesar un inmenso bloque de mármol negro», describió un tripulante). Bajar era relativamente sencillo, salvo que a veces la nave rebotaba contra el piso como un sapo hasta detenerse. La mayoría de los viajeros sufría golpes y fracturas ocasionales, pero no bien los daban de alta volvían a subir. Nadie discutía los peligros de la travesía porque sus beneficios espirituales eran enormes: vistos desde arriba, los asuntos de la Tierra cobraban su justa dimensión.

Ahí arriba te olvidabas del dolor. Pero como Rousseau no podía subir se contentaba con imaginar. Las nubes alimentaban su cabeza como los algodones de azúcar el estómago de los niños. El manifiesto de la Société des Nuages, una agrupación clandestina que se reunía en la terraza del Instituto de Física de París, y con la que Rousseau tenía contactos, rezaba: «Creemos que las nubes han sido injustamente estigmatizadas. Estamos en contra del elogio al cielo azul». Rousseau soñaba que subía, subía, subía, y de pronto, ahí estaba su padre. ¿Estarían también sus hijos dando vueltas por ahí? ¿Aumentarían las apariciones con cirrus o con cumulonimbus? A veces pensaba en términos más existenciales: ¿habría un Dios perdido en el tiempo, alguien que pudiera darle una respuesta?
Era su desapego terrenal lo que lo hacía despreciar tanto el éxito como el fracaso de este mundo. Rousseau no era un artista naíf sino un tipo elevado con una buena razón para mantenerse a distancia: se había dado cuenta de que el aire de su cielo mental era más puro que el vaho enrarecido que circulaba por los salones de vanguardia.

Algunos no soportaban que fuera tan esquivo. Cuando Picasso organizó el famoso banquete en su honor, todos aplaudieron al genial Aduanero, y cuando al final de la noche se ofrecieron a acompañarlo en dulce malón hasta el auto, sus rostros estaban bañados en lágrimas. Después Picasso, con la crueldad de la que hacen gala los cobardes, dijo que todo había sido un chiste, une blague. El mismo Picasso que después amarrocó Rousseaus como si fueran coca-colas en el desierto y veinte años después, cuando tuvo que pintar su Guernica, se encerró en su taller a estudiar en secreto La guerra de Rousseau, aunque en público jamás lo admitiera. En términos artísticos, las vanguardias tomaron más de Rousseau de lo que Rousseau tomó de ellas: uno hubiera esperado que en algún momento el recién llegado adoptara algunos de los tics de los dueños de casa, pero nada más lejos.

Las selvas de Rousseau parecen venidas de otro planeta. Hasta que caemos en la cuenta de que ese otro planeta es también el nuestro. De golpe, revistas como Magasin Pittoresque o Journal des Voyages traían fotografías de lugares que no entraban en tu cabeza. El amor por lo primitivo que desembocaría en el safari turístico, la huida de Gauguin a Tahití, el mercado de máscaras en París, todo era parte de la cultura del imperio. El arte moderno había nacido en el cénit del poder colonial y las imágenes de África excitaban a la clase media. En la Exposición Universal de 1889, un grupo de senegaleses viviendo en chozas en medio de la Esplanade des Invalides perturbó a la multitud. Algunas señoritas francesas, alertadas por Darwin sobre el posible parentesco, reportaron sentir un cosquilleo entre las piernas. De esa atmósfera efervescente salían las imágenes de Rousseau, que lo más cerca que estuvo de una selva fue entre las palmeras, los ficus y los helechos del invernadero del Jardin des Plantes, y lo más cerca que estuvo del cielo fue cuando leyó Cinco semanas en globo, de Julio Verne.

Nunca llegaste a subir al avión. Nunca llegaste a Ginebra. Antes de irse, tu marido te pasó una cantidad de pastillas para noquear a un caballo. Le pediste que se fuera porque te sentías observada. Agarraste tu valija con ruedas tipo azafata, hiciste la pantomima del check-in, subiste las escaleras mecánicas sonriendo todo el tiempo a tus compañeros de ascenso porque recordaste esa máxima del showbiz que dice: «Cuidado con cómo tratás a la gente cuando subís, porque te la podés encontrar al bajar», y cuando estabas por pasar el bolso por el detector de metales pensaste que había otra opción. Podías dejar de ser esa condenada a la guillotina. Caminaste hasta la otra punta del hall y, así como subiste, bajaste las escaleras mecánicas, te abriste paso entre los viajeros que se reencontraban con sus familias y sonreíste, ahora sintiéndolo de verdad. En la vereda, paraste un taxi y volviste a casa. Llegaste antes que tu marido.

Fue el acto más zarpado de toda tu disciplinada vida: dejar plantados a media docena de curadores alrededor de una mesa de caoba lustrosa en la sala de reuniones de una fundación en Ginebra. Te sentiste Sid Vicious cantando «My Way». Lo mejor del asunto es que tu candidato ganó igual. Lo que apoya tu teoría: cuando una obra es buena, no necesita acompañante terapéutico.

Por supuesto, hay cosas que te perdés por no viajar. Olvídate de ver algún día El sueño, una de las grandes pinturas de Rousseau que está en el MoMA de Nueva York y que dicen que hace temblar el piso bajo tus pies. Tampoco verás nunca la Madonna del parto de Piero della Francesca, que está en Monterchi y tiene un manto azul que puede conmover hasta a una institutriz alemana; al Beso robado de Fragonard, que está en el Hermitage de San Petersburgo, lo dejás para alguna futura reencarnación eslava. Y, entre nosotros, ya es hora de que abandones la peregrina idea de ver en vivo el hanami, la nieve más exquisita del mundo, el exacto momento de la desfloración de los cerezos en Japón.

Te decís que la imaginación sigue siendo tu aliada y que con lo que tenés acá tu mente se entretiene de lo lindo. Te tomás un colectivo, bajás, entrás al museo y caminás directo hacia el cuadro que te llama. Es barato y rápido. Con algunas de esas obras tenés la misma familiaridad que con los libros de tu biblioteca o con las plantas de tu jardín. Cuando pasás frente al cuadro del padre de Rousseau, lo saludás como a un pariente cercano y a veces le preguntás por sus cosas. No te importa lo que dicen en tu familia (aunque los escuches igual, para ganarle al enemigo con sus armas). Ellos sostienen que en Buenos Aires solo hay obras de segunda categoría, obras menores de grandes artistas. Que para ver pinturas en serio tenés que viajar. Tu madre no se cansa de repetir lo que una noche en Nueva York le dijo el astronauta Buzz Aldrin en una mesa del Club 21: «Volar es la única forma de ver el mundo».

Si solo fuera en globo, la cosa sería distinta. Los globos son la contracara del avión. Miembros de la misma estirpe, el globo es el beautiful loser de la familia, mientras que el avión es el hijo exitoso; uno promete un viaje romántico, el otro un traslado mundano. Pero, como las luciérnagas que poblaban las noches de tu infancia y que ahora apenas ves, ya no hay globos en el cielo.

Quién sabe, quizá te hayas convencido, dada tu progresiva y alarmante tendencia a vivir cada vez con menos, de que no necesitás ni grandes aviones ni obras maestras en tu vida. Cézanne decía: «Lo grandioso acaba por cansar. Hay montañas que, cuando uno está delante, te hacen gritar ¡me cago en Dios! Pero para el día a día con un simple cerro hay de sobra». Tu ciudad es una llanura gris pero cada tanto las nubes se corren y algo emerge en medio de la nada. Hay días de cielo límpido, como hoy, en que lo alcanzás a ver desde tu ventana. Es un cerro pequeño con un nimbo detrás.

(De: El nervio óptico, Editorial Mansalva, Buenos Aires, 2014)