El chamuyo rante y la poesía mistonga e irreverente de Julián Centeya

Por Bruno Passarelli

Imagen: Julián Centeya (parado) en su casa de la calle Álzaga (Boedo), junto a Tania, Choly Mur, Hilda María Basso y Enrique Santos Discépolo.

[Una selección de anécdotas, historias y ocurrencias del más grande y audaz poeta lírico que dio el lunfardo, varias de ellas vividas en persona por quien esto escribe.]

Reivindicado después de su muerte, acaecida el 26 de julio de 1974 en un geriátrico porteño, muchos tienen aún hoy la imagen de un Julián Centeya puteador, hiriente, polémico que, como él mismo se definiera, la había vestido así para tirársela en las cara a los culpables de un mundo que vivía «tan mierdamente» como él.

Es que, aunque él lo ocultaba, Julián tenía encima todas las instalaciones culturales para ser un «intelectual de verdad». Pero no cortado con la tijera de los que entonces se autodefinían como herederos de los cenáculos dónde se idolatraba a Jorge Luis Borges. Había leído y asumido nada menos que a Máximo Gorki, León Benarós, Arthur Rimbaud, Julio Herrera y Reissig, Charles de Soussens y César Vallejo, entre otros. Todo un embagayaje cultural que le habría permitido ocupar un puesto entre la gilada que, según solía recordar, tiene siempre espacio reservado en «La Nación», por más que sus palabras estén llenas de nada y que, por eso mismo, en dicho diario jamás se irán al muere.

Es que, además, había sido un poeta dulce y refinado, autor de bellísimas letras que fueron grabadas por las mejores orquestas de tango, como son los casos de «Claudinette», «La vi llegar» y «Lluvia de Abril», musicada esta última por Enrique Mario Franchini, y el delicioso «Canción a tu Presencia», obra preferida por Alberto Podestá, autor de sus palabras.


Julián Centeya – Entre prostitutas y ladrones

Quiso ser como había sido Dante A. Linyera, a quien consideraba como el máximo exponente de la lengua lunfarda, con su único compromiso: el asumido sólo con el dolor humano:

Cantor de la mistonga vida rea,
frate leal que tuvo mano franca.
Embagayao de sueños llevó en anca
la huesuda miseria…

La contracara de Centeya -ocurrente, acariciante en su lengua mal hablada, jovial, pícaro en la medida justa- es poco conocida. Claro, se identificó hasta debajo de la piel con aquellas definiciones que le atribuyó a Homero Manzi («Su escuela fue una sola: la yeca») y a Pichuco («La suya fue una fidelidad inconmovible a lo elemental y puro»). Es de esa doble instalación que germinaron en él su ironía, su sarcasmo, su sorna, su causticidad. Es de esto que quiero hablarles. Porque hay una punta de episodios que quien escribe fue testigo, quedando marcado para siempre.

A mi antiguo amigo Arturo de la Torre, el apoderado de Pichuco que le estuvo al lado hasta el penúltimo momento, le pidió que le hicieran un funeral austero, modesto, silencioso, pero que no le dejasen flores cuando estuviera ya en pleno espiro sino que lo convocaran para evocara a:

Un apretón de manos de Linyera,
un tango de Gardel que me desarme
su emoción en la viola garufera
y una milonga de Manzi pa’ acunarme…

JULIÁN CENTEYA Y EL BOLONQUI

Contaba que había tenido un cafiolo amigo, Faustín, cuya mina trabajaba en el quilombo de Mataderos, uno de los más famosos de Buenos Aires. Pero un día la muchacha entró en depresión. No quería saber más nada. Se pasaba el día en la catrera, mirando el cielorraso. Hasta que la meretriz del prostíbulo se cansó y le llevó el caso a Faustín, quien lo asumió y le contestó: «Lo arreglo en dos patadas». Cazó un teléfono y lo llamó al Loco Papa, que regenteaba el bolonqui del Bajo Flores. Y hablándole en clave, porque ya por entonces los reos tenían miedo de que los taqueros los escuchasen, le dijo: «Máquina descompuesta, urgente mandar mecánico».


Julián Centeya- Antología lunfarda

JULIÁN CENTEYA Y EL GARPE

Íbamos Julián, Edmundo Rivero y yo en taxi, a eso de una medianoche, rumbo a Caño 14. El tachero paró justo enfrente de Talcahuano 975, que era la dirección de aquel templo del tango. Había que pagar y el bueno de Leonel, quien como todos los cantores de tango era reacio a pagar hasta un café, empezó con sus manazas a hurgar en los bolsillos del pantalón para agarrar la plata y ponerse. Tras algunos instantes arguyó: «Pagá vos, Julián, que yo no tengo plata suelta». Y Julián, que estaba sentado junto al tachero, mirando por la ventanilla, y que como siempre andaba seco, le contestó: «¿Qué pasa, Leonel, la guita la llevás atada?». Al final tuve que garpar yo…

JULIÁN CENTEYA Y EL CORONEL VERMICELLI

Centeya no fue peronista. Su padre había sido un militante anarquista que debió exiliarse en Argentina, a la que Julián, o mejor dicho Amleto Vergiati, llegó cuando tenía apenas dos años. Pero, a medida que fue estirándose en el tiempo el exilio de Perón, se acercó con simpatía a sus partidarios, sobre todo a quienes, desde abajo, le mantenían su fe solidaria. En 1971, en gran secreto que dejó pronto de serlo, viajó a Madrid un tal coronel Francisco Cornicelli, encargado por el general Alejandro Agustín Lanusse, presidente golpista, de «negociar» con «el prófugo de Puerta de Hierro», como lo llamaban los diarios gorilas. Se habló del tema en un programa radial de actualidad. Julián estaba invitado y, con audaz ironía, ya que eran tiempos de censura, confirmó: «Sí, parece que es el coronel Vermicelli», en una intencionada e irónica alusión cacofónica a los fideos italianos populares en Argentina. A Perón le causó mucha gracia. Y cuando mi amigo Julio Abras lo fue a entrevistar en Madrid sobre el tema para la Agencia periodística EFE, contestó: «Y sí, anda por acá el coronel Vermicelli pero yo no lo voy a recibir». (!!!)

JULIÁN CENTEYA Y LA SIRENA DEL BARCO

Julián fue invitado para animar y hablar en una fiesta aniversario de la Junta Nacional de Granos en Bahía Blanca. Como sabía que yo lo conocía, su presidente, Pascual Pietracatella, me encargó que lo fuese a recibir al aeropuerto Comandante Espora y que lo llevase al hotel dónde tenía reservada habitación.

Había sido imposible conseguirle una en el más lujoso Hotel Austral, pues la fiesta había tenido tan grande repercusión que se habían dado cita los estancieros de la región, con sus respectivas esposas. Para Julián estaba confirmada la reserva en un hotel modesto, pero más que decoroso, en su cuarto piso de la calle Rodríguez. Cuando lo acompañé en el ascensor y el propietario abrió la habitación, que tenía un amplio ventanal a la calle, se suscitó el siguiente diálogo:

  • CENTEYA: Muy lindo pero ¿a que hora toca la sirena?
  • PROPIETARIO: No sé, no lo entiendo, acá no tenemos ninguna sirena…
  • CENTEYA: Preguntaba nomás, porque esta zapie parece un camarote…

JULIÁN CENTEYA, ¿MANZI O DISCÉPOLO?

El sábado al mediodía del aniversario, tuve la mala idea de organizar un almuerzo en un restaurante céntrico al que invité a varios colegas del diario en el que yo trabajaba. Entre ellos, al encargado de la Sección Policiales, muchacho dado al beberaje y que por eso estiró la pata mucho antes de lo previsto. Este espécimen tenía una característica: la inoportunidad. Por eso, mientras esperábamos el primer plato, comenzó a ametrallar a Julián con preguntas, una más bobina que la otra. El invitado me miraba como diciendo: «¿De dónde sacaste a este cachirulo?». Hasta que, al final, el interlocutor disparó una pregunta que más boluda no podía ser: «Julián, ¿cuál fue la diferencia entre Discépolo y Homero Manzi». La respuesta fue lapidaria: «Mirá, pibe, la diferencia fue que Discépolo tenía cuernos y Homero chupaba la chacón con intrépido valor y ciudadana indecencia». Telón rápido…


Julián Centeya – Volumen 4

JULIÁN CENTEYA Y EL VACIADERO

Pocos lo saben, pero en el último capítulo de su vida, cuando los huesos le crujían y él había asumido que no tenía para mucho, se fue a vivir durante tres meses en Villa Soldati, en medio de la gente que coexistía con la quema de la basura, en una cruda inmersión con personajes que sobrevivían apenas en una atmósfera agobiante y tortuosa que, al repasarla hoy, hace poner la piel de gallina. Ese escuálido panorama no lo achicó. Y acusó: «Para escribir hay que vivirla, caso contrario lo único que uno hace es sumarse al camelo literario». Tituló al libro «EL VACIADERO». Es triste decirlo, pero pasó casi desapercibido.

JULIÁN CENTEYA Y EL JUICIO FINAL

No era un gran creyente, pero seguramente tenía prendida adentro una esperanza: la de que San Pedro, custodio de las llaves del Cielo que le había entregado Jesús, habrá leído alguno de sus poemas y le habrá perdonado sus puteadas.

Es que, al fin de cuentas, un «todo Centeya» aparece en su oda póstuma que dedicó al «Juicio Final», en el que anticipó una rendición de cuentas que tendrán que superar todos. Ésta fue su enumeración, con sus antónimos:

  • El que nunca tuvo un cacho de esperanza
    y aquél que de sopa se llenó la panza.
  • Cualquier gil de cuarta, el millonario,
    y el cofla de al lado, el chantún otario. (…)
  • El que chupateta sangró al presupuesto,
    y el que sudó el alma pa’ guardarse el puesto.
  • El ascensorista y el ejecutivo,
    el boncha con ganas y el que la fue de vivo. (…)
  • El miserable que encadenaba al perro,
    éste más que nadie merece el destierro.
  • El que tiró el roca y vivió de upa,
    El ortiba inmundo, el viudo y la puta. (…)

Se murió en un geriátrico a 74 años de edad. Solo, cuando sintió que le llegaba la hora del espiro, pidió hablar con el joven médico que cariñosamente lo había atendido. Le tomó una mano y le dijo: «Gracias por la bondad con la me aguantó, aguantiñó, si alguno le pregunta por mí dígale que usted fue el último al que le dediqué una sonrisa surgida de mi cuore, ése que siempre me aflojó, por gil y por manso».

Fuente: Fuente: Fútbol, fierros y tango