El editor que amaba exactamente los libros

Por Gabriel Luna

¿Puede un editor no amar los libros? Sí. Parece una contradicción, pero ocurre frecuentemente. Los editores no aman los libros. Porque si están atados a un mercado o a un gusto, género o estilo en particular, no aman exactamente los libros. Buscarán las ventas y los beneficios a través de lo que les dicta el mercado, o tratarán de difundir determinada obra por coincidencia ideológica o porque les gusta la obra. Pero no aman precisamente los libros. ¿Cómo es esto? ¿Cuál es la diferencia con Samuel Gleizer, (Ataki, Rusia, 1889 – Buenos Aires, 3 de marzo de 1966) que amaba exactamente los libros? Paso a explicar.

Umberto Eco decía en Obra Abierta: hay libros dirigidos a un tipo determinado de lectores, y otros que generan sus propios lectores. La extensión natural de este concepto es considerar que hay editores sujetos a un mercado, y otros que generan un mercado propio. Tal fue el caso de Manuel Gleizer. Partiendo prácticamente de la nada, Gleizer editó casi 300 títulos de autores nacionales en un período de 10 años, entre 1922 y 1932. Y generó un mercado para estos autores, porque no había editorial que se ocupara de ellos. Los libros (y la cultura) llegaban desde España o Francia, no había chance de publicación para los escritores argentinos sin recursos. De modo que Gleizer y las editoriales que siguieron su ejemplo -Claridad y Minerva- trazaron un camino promisorio para estos escritores, y también para la cultura del país.

Pero además de generar un mercado propio, lo que convertía a Gleizer en un amante perfecto de los libros era su relación cordial con los autores, la bonhomía, su amplitud, la capacidad de trabajo, y el eclecticismo. Dijo el escritor Nicolás Olivari, que lo conoció de cerca: Manuel Gleizer fue el editor de la juventud, de los audaces, de los nuevos. Los editó sin leerlos, confesión que lo honra, y -agregó con picardía- porque de otra manera hubiera cambiado de oficio. Ni sus gustos, ni las ideologías, ni el mercado de la época interfirieron en sus decisiones editoriales. El hombre amaba los libros por lo que eran en sí mismos: instrumentos maravillosos de comunicación entre las almas, decía.

Gleizer no discriminó entre anarquistas, patrones, obreros, conservadores, modernistas, delirantes, socialistas, románticos, nacionalistas, académicos, surrealistas, afrancesados, anglófilos, liberales, criollos, marxistas, capitalistas, porteños, provincianos, reos y señoritos. Gleizer publicó a Borges, Carlos De la Púa, Arturo Cancela, Samuel Eichelbaum, Vicente Fatone, Macedonio Fernández, Jacobo Fijman, Luís Franco, Manuel Gálvez, Alberto Gerchunoff, César Tiempo, los hermanos González Tuñón, Lugones, Roberto Mariani, Leopoldo Marechal, Eduardo Mallea, Nicolás Olivari, Alfredo Palacios, Florencio Varela, Roberto Payró, Alberto Vacarezza, Raúl Scalabrini Ortiz, y a tantos más.

Gracias a Gleizer crecieron las polémicas entre los grupos de Boedo y Florida (editaba a los escritores de ambos grupos), y crecieron también las ideas, los sentimientos de identificación y pertenencia, y las relaciones entre sectores sociales diversos, que fueron conformando una identidad y una cultura propia y territorial, es decir: una estructura de país. Este proceso monumental (aún en curso) fue producido y catalizado por un solo hombre: un editor que amaba los libros. ¿Era un enviado?, ¿un sabio?, ¿o un improvisado?… ¿De dónde vino y quién era Gleizer?

Su historia es casi increíble. Había nacido el 5 de junio de 1889 a la orilla del río Dniéster en un pequeño pueblo llamado Ataki de la Rusia zarista -hoy, Moldavia-. Viajó a Argentina en 1900 junto a su madre, Raquel Groisman de Gleizer, y sus cuatro hermanos. La familia se radicó en una colonia agrícola en Entre Ríos. Manuel Gleizer trabajó de peón desde los doce años. Fue parte de la corriente migratoria, impulsada por el filántropo Barón Hirsch, que fundó colonias -como los kibutz en Israel- para refugiar a los judíos que huían de los pogroms europeos y tratar de encontrar la Tierra Prometida. Creció en una comunidad rural, allí conoció a la maestra Manuela Dayenoff y se casó con ella. Es probable que este haya sido, además de su primer amor, su primer encuentro intenso con la palabra y el libro.

En 1918 la pareja se estableció en Buenos Aires, en el barrio de Villa Crespo. Gleizer tenía 29 años. Fue vendedor ambulante, ropavejero, hasta que alquiló un zaguán para vender billetes de lotería en la calle Triunvirato 556 -hoy, Av. Corrientes al 5200-. No tuvo suerte. La lotería le produjo un revés que cambiaría su vida. Omitió declarar unos billetes sin vender y contrajo una deuda de 300 pesos. Para saldar parte de la deuda, trajo de su casa y puso en venta 230 libros de la Biblioteca Blanca de Sempere a 40 centavos cada uno. Vendió todo en dos días. ¿Cómo seguir? Necesitaba más libros. Entonces colgó en el zaguán un cartel que decía: Compro Libros. Alternando la venta con la compra, pagó la deuda, y se convirtió en librero.

Dos años después, se mudó a un local amplio y con vivienda en Triunvirato 537 -a metros de la actual esquina de Corrientes y Scalabrini Ortiz-. Llamó a su negocio: Librería La Cultura, el nombre resultó un presagio de lo que vendría. El lugar pronto se transformó en una peña de escritores, donde se debatía, recitaba, cantaba, y hasta se comía, pasado el horario comercial, cuando se corría la cortina de la trastienda y aparecía la cálida cocina a leña de Manuela Dayenoff. La Librería La Cultura fue un refugio de la bohemia. Era lugar de encuentro, contención, foro; y también, como aquel legendario café de Los Inmortales en Corrientes al 900, le mató el hambre a unos cuantos. Atención de la cocina de Manuela. Pero además, esa librería tan característica fue la causa natural de otro emprendimiento que daría trabajo genuino y sustento a muchos escritores.

En 1922, Gleizer se convirtió en editor. Tenía 33 años. Empezó publicando «Cómo los ví yo», un ensayo de Joaquín de Vedia, siguió publicando poesía, narrativa, teatro, ensayos de todo tipo… Publicó decenas y decenas de títulos; y no paró hasta cuarenta años después, su último libro fue «Megatón» de Bernardo Verbitsky en 1962.

Antes de Gleizer, en la Ciudad, sólo había libreros convertidos en editores eventuales, e imprentas que hacían ediciones de autor. De modo que el escritor que no encajaba en el mercado, o en los gustos de algún librero mecenas, y no tuviera recursos para pagar una imprenta, quedaba fatalmente inédito. Gleizer puso remedio a eso, fue el primer editor profesional de Buenos Aires. Pagaba a sus autores el 10% del precio de venta al público de la tirada, y se encargaba del arte de tapa, pagaba el tipeo, la diagramación, trataba con la imprenta, y hacía él mismo la distribución. Iba, como en sus tiempos de vendedor ambulante, con la mercancía a cuestas y la acomodaba en las mesas de las librerías. Siempre anduvo cerca de la pobreza, terminaba una edición y entraba en otra sin quedarse prácticamente con nada. La cuestión era seguir con el nuevo libro. Aprendió las técnicas, la profesión de editor, en el camino. Tuvo gran habilidad para sortear obstáculos y una capacidad de trabajo extraordinaria. Si hubiera elegido otra industria habría sido rico, decían sus autores y amigos. ¿Por qué eligió editar? ¿Tenía una meta? ¿Sabía del profundo cambio cultural que estaba gestando?

Probablemente, no. Tenía poca instrucción formal, no había hecho la primaria. No era erudito, orador, ni teórico. Gleizer amaba los libros y a sus autores más que el dinero. En 1926 publicó el primer poemario de Jacobo Fijman, «Molino rojo», porque advertía sobre la locura. Rescató de una mudanza un raro manuscrito filosófico de Macedonio Fernández, «No toda es vigilia la de los ojos abiertos», y lo editó en 1928. Cuando Scalabrini Ortiz pasaba un apuro económico, Gleizer -para ayudarlo- lo instó a que le entregara los originales de una obra que Scalabrini había escrito en un mes: «El hombre que está solo y espera» (1931); este libro, considerado de inmediato como un espejo de la subjetividad porteña, tuvo gran éxito y se convirtió en un clásico.

Gleizer, no solía leer originales, decidía qué editar escuchando a los propios autores en las peñas de su librería, organizaba concursos, a veces seguía recomendaciones de Marechal, Scalabrini, o de Alberto Gerchunoff.

Tal vez hayan sido la solidaridad, la devoción por la palabra, la lucha por la vida, y la característica de refugio, que tuvieron aquellas colonias de Barón Hirsch en Entre Ríos, las causas que influyeron en Manuel Gleizer para fundar la Librería La Cultura y la editorial. Hay un poema de Raúl González Tuñón titulado «La vieja librería de Gleizer», que alude al refugio y la solidaridad. Dice la última estrofa: Tiempo de amar y de luchar / es nuestro tiempo; se comprende. / Y tú, testigo samovár: / ¿Qué era sino lucha y amor / la vieja Librería de Gleizer?

Fuentes
«Manuel Gleizer, el último romántico de los editores». Víctor García Costa.
«¿Una narrativa para el gusto plebeyo?» Margarita Pierini.
«El editor pobre». César Tiempo.
«Manuel Gleizer». Ana Ojeda Bär.
«Archivo Marechal». María de los Ángeles Marechal.
«Manuel Gleizer». Domingo Buonocore.
Y diversos documentos, cartas, notas, invitaciones y catálogos, aportados por Arnaldo Rieznik (hijo político de Manuel Gleizer) y Aída Rieznik, que vivieron con Gleizer sus últimos años.

Periodico Vas
https://www.periodicovas.com/gleizer-1889-1966/