El Jorobado: Enemigo público número uno (1853/1854)
Crímenes sorprendentes de la Historia argentina
Consciente de que un país no se hace sólo con batallas épicas, Ricardo Canaletti busca en las sombras del pasado argentino los hechos y personajes más curiosos de la crónica policial que conmovieron a la ciudadanía desde los inicios mismos de la Argentina. Por el lado oscuro de la Historia caminan criminales y jueces, estafadores y policías, vivillos y detectives. El autor va tras ellos con una prosa que quita el aliento: así cae sobre un filicida italiano, primer asesino serial criollo; los amantes que comienzan su vertiginosa carrera de asaltantes de bancos con un golpe espectacular en el que se llevan 400 kilos de oro del aeropuerto de Ezeiza; el grupo de niños cantores que se quedan con el Premio Mayor de la Lotería Nacional o sobre el sórdido policía empecinado en utilizar la silla eléctrica. En esta historia secreteada de la Argentina aparecen también los grandes nombres, desde Mariquita Sánchez de Thompson que se puso al frente de la primera manifestación de damas en Buenos Aires, reclamando la conmutación de la pena de muerte de Clorinda Sarracán, y hasta al presidente Hipólito Yrigoyen, quien fue engatusado por un falso médico y su método infalible del «trigémino», motivo de mofa tanguera. En épocas en que la inseguridad, la corrupción policial y el accionar de los delincuentes son materia de debate cotidiano, Canaletti trae del pasado estos Crímenes sorprendentes de la Historia argentina, donde constan los antecedentes técnicos y el anecdotario, a veces trágico, muchas otras hilarante, de nuestras obsesiones actuales.
El Jorobado: Enemigo público número uno (1853/1854)
Por Ricardo Canaletti
Su baja estatura era tan inevitable como su destacada joroba, que provocaba reacciones de repulsión o de gracia. De piernas cortas y torcidas, caminaba junto a la pared como un pegajoso caracol, siempre buscando disimular su humillante jiba cubriéndola con su capa raída. Lucía una sonrisa que no se podía discernir si pertenecía a un espíritu bondadoso o burlón. Las mechas ásperas, revueltas y sucias no disimulaban la frente amplia; los ojos eran vidriosos, la barba rala, el bigote fino y la nariz ancha. Este cuasimodo trágico había llegado al Río de la Plata, procedente de Génova, hacia la primera mitad del 1800. Al poco tiempo había logrado hablar una inexpugnable lengua que fundía el dialecto xeneize con el español y, sobre todo, convertirse en el ladrón más famoso de Buenos Aires, el primer enemigo público número uno, el más astuto, sí, pero también el más repulsivo. Este hombre de físico ridículo se llamaba Domingo Parodi, alias “El Jorobado”, y daba risa.
Como punguista y cabecilla de una banda de rateros no usaba armas y le temía a la violencia. Era un ladrón sutil, cobarde pero astuto, mezquino y traicionero, cualidades que lo llevaron a controlar la gavilla. Se destacaba fabricando llaves falsas, tarea que realizaba en su herrería, pero el verdadero poder que ejercía sobre sus hombres residía en la impecable planificación de los robos. Nunca robó al tun tun; por el contrario, una red de prostitutas, serenos infieles y comerciantes sin escrúpulos que luego reducían su botín, le suministraban la información imprescindible. Prefería las joyerías y las relojerías, pero dejaba que sus secuaces la emprendieran, de vez en cuando, contra alguna carbonería o algún depósito de aceite. Robaba casas solo porque muchos joyeros vivían en sus propios comercios, en los altos o en los fondos. Entre 1853 y 1854, su período de esplendor, en numerosas ocasiones apareció mencionado en El Nacional o en El Orden. Habrá sido porque el negro González lo ayudaba a disfrazarse y hasta a cambiarse el rostro con cosméticos, pero lo cierto es que a pesar de la publicidad de su nombre aún no había conocido el Hotel del Gallo. Así se conocía en ese entonces al Departamento de Policía, que quedaba en la calle Bolívar frente a la Plaza de Mayo, cerca del Cabildo. El prejuicio que asimilaba la fealdad a la estupidez le jugaba a favor, pues los policías consideraban de manera infantil que ese cuerpo deforme no podía alojar una mente de perversa inteligencia.
La joyería del señor Behr lo obsesionaba. No tanto porque Behr viviera en los fondos del local y durante un asalto nocturno habría que golpearlo y amordazarlo, conducta que no era de su predilección, sino porque el comercio estaba enfrente del regimiento militar de Echenagucía, y era posible que algún ruido o movimiento nocturno pusiera sobre aviso a los soldados. Después de darle vueltas al asunto durante algunos días, convocó a sus secuaces al antro, ubicado cerca de la Plaza del Retiro. Allí se escondían de la policía, llevaban los botines y planeaban los golpes. Como siempre, fueron llegando de a uno, nunca en grupo. Florencio Negri, alias “Antonio Palma” o “Fortacho”, genovés como Parodi y el más despabilado del grupo después del Jorobado; otro genovés, Santiago Montovia, curtidor de pieles, a quien le decían “El Granuja”; José Portete, un marinero mercante; Ángel Gramarra; los portugueses Justiniano da Silva do Monte y Joaquín Correa de Mattos; y el único argentino de la banda, el negrito Lorenzo González, a quien el Jorobado le tenía especial afición. En el antro se sentaban en el piso, contra la pared, pues no había motivo alguno para tener muebles. Solo llevaron comestibles, botellones de vino, y una buena provisión de ginebra y de caña. En los últimos tiempos al Jorobado le dolían los pulmones y a veces escupía sangre, lo que le impedía beber hasta desmayarse, como le gustaba. Temeroso de la tisis y la muerte, se le había dado por rezar para prolongar su vida.
Esa vez, Montovia y el portugués Silva habían llevado información sobre las costumbres y los horarios del relojero Behr. Parodi soltó entonces su plan, que sorprendió a todos: atracarían en pleno día y a la vista de los soldados del regimiento. Solo hacía falta sacar el molde de la cerradura de la puerta de calle del comercio. Propuso dormir para dar el golpe al día siguiente. Las bebidas quedarían en la covacha para festejar a la noche.
Cerca de las seis y media, González, con traje de changador y montera, pasó por el mercado, compró una longaniza, caminó delante de la relojería, cruzó y se fue a hablar con los soldados del cuartel, que tomaban mate con galletas. El negro les dijo que estaba haciendo tiempo hasta que llegara su compañero, porque esa mañana debían realizar la mudanza del negocio del señor Behr a la calle Santa Rosa (hoy Bolívar). Le explicó a un cabo con cara de muerto de hambre que, en verdad, el hermano del señor Behr le iba a dar las instrucciones para cargar la mercadería en los cajones y luego la transportarían. Cuando los milicos se acabaron la longaniza y volvieron a las galletas, el negro se marchó al mercado y volvió con una butifarra y unas cuartas de vino. La charla siguió un buen rato hasta que, a las once, Behr salió de la relojería para ir a almorzar. González cruzó y en el camino lo saludó tocándose la montera. El relojero contestó pensando que era un peón conocido. A los soldados la escena les resultó de lo más familiar, un saludo entre dos conocidos, el patrón y el empleado que le haría la mudanza. Cuando el relojero dio vuelta la esquina, Parodi, atento desde hacía un rato en las cercanías, lo siguió. Palma, también con ropa de changador, y Silva, que simulaba ser el hermano de Behr llegaron al negocio. El portugués abrió la relojería como si fuera suya, sin ninguna dificultad, con la llave que había hecho Parodi. El negro González, Palma y Silva entraron. A nadie le llamó la atención. Mientras esto ocurría, Behr caminó por General López (hoy Moreno) hacia la fonda de la calle Esmeralda entre Cuyo y De la Merced (hoy Perón), donde almorzaba todos los mediodías. Un rato después entró Parodi. Al cabo de una hora, luego de comer y tomarse un café, Behr caminó a buscar su sombrero para retirarse y pasó al lado de la mesa cerca de la entrada que había elegido el Jorobado. Este lo saludó con naturalidad, le dijo que sabía que se dedicaba a la joyería y a la relojería, y le pidió amablemente si podía dedicarle unos minutos, pues tenía entre manos un negocio que tal vez le interesara. Behr aceptó. Parodi le contó que su hermano traía de Europa, de contrabando, relojes y joyas de primera calidad, y que estaba interesado en buscar un comprador de cantidades a un precio conveniente. Dentro de cuatro días, su hermano llegaría a Montevideo con un cargamento de 50 relojes y alhajas, que él iría a recibir. El relojero respondió que, si bien no tenía razones para dudar de su palabra, no podía decir nada porque desconocía la calidad de las joyas y los relojes en cuestión. El Jorobado sacó entonces un par de relojes de oro flamantes y algunas alhajas. Sorprendido, Behr no pudo menos que admitir la excelente calidad de la mercadería. Enseguida le preguntó cuál era el precio que quería por las joyas. El Jorobado se había informado en el mercado del precio de los objetos que estaba ofreciendo; para no despertar las sospechas de Behr, debía ofrecer precios razonables, ni muy altos ni muy bajos. El relojero hizo sus cálculos rápidamente y pensó que, si lograba vender los cincuenta relojes del supuesto hermano de Parodi, podría obtener una ganancia de hasta cien mil pesos. Entre una cosa y otra charlaron durante una hora más, es decir, que Behr pasó dos horas fuera de negocio. Finalmente, cerraron trato y acordaron que a la noche el Jorobado iría a la relojería a firmar los papeles para formalizar la venta. Salieron juntos y Parodi lo acompañó un par de cuadras.
Behr llegó a su negocio y abrió con su llave. Cuando entró, el corazón le dio un vuelco y debió sostenerse con una mano en la pared para no terminar en el piso. El negocio estaba vacío. Lo primero que pensó fue cómo habían hecho para robarle toda la mercadería con los soldados enfrente y a la luz del día. De dos zancadas cruzó la calle y fue a preguntarles a los soldados si no habían visto ladrones entrar a su negocio.
—¿Qué ladrones? No sabemos nada de ladrones ni de nada, solo que en la relojería estuvieron hasta hace poco su hermano y los dos peones de mudanza que usted mandó.
—¡Qué mudanza ni mudanza! ¿Mi hermano? ¡Yo no tengo hermano!
El soldado se quedó con la boca abierta.
Se llevaron hasta la caja fuerte de Behr. El Jorobado fue el último en llegar a la guarida y hasta entonces a nadie se le había ocurrido abrir el tesoro. Los hábiles dedos de Parodi lo hicieron en pocos segundos y se encontraron con cincuenta mil pesos en contante y sonante. Bebieron, se rieron de Behr y de los soldados, y celebraron su buena fortuna. Lo habían logrado a la luz del día, como había dicho Parodi. Palma quedó en un rincón durmiendo la mona. Los portugueses y González se hacían bromas y decían en qué iban a gastar la plata que le correspondía a cada uno. Montovia, Portete y Gramarra jugaban partidas de morra, a las que a veces se sumaba el Jorobado, para agilizar su mente. Ponían sus manos en la espalda, cada uno decía al mismo tiempo un número del uno al diez mientras sacaban la mano derecha y estiraban la cantidad de dedos que quisieran. El cero se representaba con el puño cerrado o morra, y el ganador era el que acertaba una cifra igual a la suma de los dedos presentados por todos los jugadores.
La única pista que tenían los policías era que, en la fonda, Behr había hablado con un jorobado, un contrahecho que le había ofrecido un negocio; luego de acordar con él la firma de los papeles correspondientes, había desaparecido. Behr y los policías creían que había sido un engaño para mantenerlo alejado de la relojería el tiempo suficiente para que el resto de la banda la saqueara. Dieron la orden de detener a cuanto jorobado anduviera por la calle o fuera del conocimiento de algún buen vecino. Cerca de unos 40 jorobados fueron a prisión. Mientras tanto, los ladrones permanecieron durante días en la guarida, donde tenían bebida y comida. Cuando las provisiones comenzaron a mermar, los que no habían tenido una participación decisiva en el robo, como Gramarra y Portete, se encargaron de salir a hacer las compras, especialmente algún jarabe para el Jorobado, que le aliviara los dolores pulmonares que lo aquejaban desde hacía más o menos un mes. Si bien no escupía tanta sangre como al principio, la tosecita lo seguía acompañando. Con los días, el humor de Parodi fue cambiando para peor; esto no obedecía al encierro, sino a una ausencia que ya no soportaba, la de su mulata querida. Debido a la repulsión que causaba, era un hombre de pagar por mujeres. Pero con Nemesia era distinto. Estaba enamorado, y la negra y sus amigas aprendieron a vivir a costa de Parodi. Cada vez que él iba a su casa, Nemesia juntaba a sus mujerzuelas y organizaban pantagruélicas cenas con excelentes vinos, caña y ginebra. El Jorobado parecía un niño tonto contemplándola, y se dedicaba a complacerla aun a costa de excesos brutales que lo dejaban poco menos que como un cadáver viviente, víctima del alcohol, mientras la mulata continuaba vaciando botellas hasta terminar rendida junto a su amante. Era un misterio del corazón como ese hombre vivo e ingenioso podía ir detrás de esa mujer y, peor aún, cómo aceptaba ser engañado por esa negra vulgar y ladina.
Diez días después del golpe al relojero Behr, los ladrones comenzaron a salir de la cueva. Miedoso como era, Parodi mandó a comprar un rosario para rezar por su salud, aunque sus cómplices se rieran de él. Apenas se sintió aliviado de la tos, fue a ver a Nemesia. Si le llevaba poco dinero, ella lloraba y le decía que no la quería y que se había lo había gastado con otras mujeres, para señalarle que nunca fue a verla sin suficientes valores.
—Hija mía, ¿cómo está usted? —le dijo Parodi apenas la vio. Él le decía “hija mía”.
—A usted poco le importa de mí que anda en mil parrandas y viene a mentir amores, como si fuera una tonta que se traga todas sus mentiras.
—Pero, hija mía, estaba muy enfermo. Mi estado es grave, no hago más que escupir sangre. Para mayor desgracia, aunque hubiera hecho el esfuerzo por venir a verla, no podía salir a la calle por miedo a que la autoridad me eche el guante.
—Ja, ja, ja… ¡Echarle el guante a usted! Es el más vivo de todos. Eso lo dice para que no me enoje. Debe haber alguna mujer a quien quiere más que a mí, a quien va a parar todo el dinero mientras yo paso necesidades.
—Acá tenés el dinero, hija mía —la negra estrujó los billetes en su mano y los escondió entre sus enormes pechos. Era ordinaria, fea y hombruna. Pero el Jorobado la veía como una sílfide.
—Bueno, por esta vez te perdono —dijo Nemesia, que ahora fingía estar interesada en la salud de Parodi.
—Es que he tenido cinco vómitos de sangre en las últimas horas, querida hija mía, el último tan violento que creí me había llegado la hora de conocer a la parca. Por eso, querida hija, voy a ver si realizo algún negocio para dejarte suficiente dinero y poder ir al campo donde seguramente me voy a aliviar. Dicen que el aire del pueblo de Luján sienta muy bien a los tísicos.
—Bueno, pero que no sean todas tristezas. Vas a ver qué bien la pasaremos esta noche. Ya mismo voy a llamar a mis amigas.
De golpe, el Jorobado se vio rodeado por media docena de mujerzuelas, que le acariciaban la joroba, la entrepierna y escanciaban el vino. Parodi tosía y reía, pero nunca dejaba de mirar a la mulata, aunque las mujeres lo acariciaran cada vez más descaradamente. Las peores eran Teófila, Gabina y Pancha, inseparables de Nemesia. Eran unas máquinas de gastar dinero y consideraban a Parodi como lo que era, un títere de la mulata. El Jorobado, enfermo como estaba, rechazó algunas copas pero no pudo hacerlo con todas las que le ofrecían, mucho menos cuando fue la propia Nemesia quien le alargó la copa de vino. Les guiñaba el ojo a sus compañeras y las copas comenzaron a ir en una sola dirección, hacia el Jorobado, que bebió hasta ya no poder llevarse el copón a los labios. Cayó redondo sobre su joroba entre las risas de las mujeres. Y allí quedó, inmóvil, cuando la mulata le abrió la boca con una cuchara y le hizo tragar todo el contenido de una botella de coñac. Quería estar segura de que durmiera hasta el día siguiente, mientras ellas y sus amigas registraban todos los bolsillos del Cuasimodo. Le sacaron otros 500 pesos. Entre dos lo levantaron y lo llevaron a una pieza interior, lo tiraron al suelo y se fueron. La noche continuó con canciones, guitarreadas y bailes. Ya de día, Nemesia tenía una borrachera que no le hacía envidia a la del Jorobado. Fue donde su amante y se tiró en el piso a su lado. Al despertar, Parodi tenía la boca tan seca que pidió una jarra de agua.
Aún medio dormida, Nemesia le gritó a una criada de no más de 20 años, que casi a la carrera trajo un botellón de vino que su ama le había pedido para calmar la sed del Jorobado. Bebieron todo el botellón y otro más y otro más. No pararon de empinar el codo hasta que volvieron a caer inconscientes, aunque esta segunda turca no duró lo que la primera. Cuando se despertaron no sabían qué día era, aunque sí se dieron cuenta de que la noche había llegado nuevamente. Nemesia convocó entonces a sus amigas para otra cena descomunal. Parodi tenía los ojos inyectados de sangre, la piel apergaminada y las mechas enmarañadas. Su cuerpo temblaba, y su aliento era tan fétido que más de una mujerzuela volteaba la cara. Nemesia, risueña, le preguntó a su amante si tenía miedo de morirse, mientras reía a carcajadas.
—Hija mía, yo me voy. Tengo algunos negocios que hacer y no puedo demorarme más.
Las mujeres no podían dejar de reírse del Jorobado. Cuando salió, la mulata tuvo un pensamiento para su querido, que compartió con sus amigas.
—Es tan imbécil como horroroso, y aunque yo me le ría en la cara, como lo hago, no se dará cuenta. Su joroba se ha enamorado de mí.
Parodi fue a la herrería. Quería poner claridad en sus ideas. Necesitaba un golpe más para dejarle dinero a la mulata e irse a Luján para curarse la tuberculosis. Buscó los ahorros en su casa, pensó en liquidar algunas alhajas, y finalmente reunió unos 9.500 pesos. Era poco, pensó. Debía dar el golpe en la joyería del señor Carlos Lanatta, de la calle Victoria entre Representantes (hoy Perú) y Santa Rosa (hoy Bolívar). Dos semanas después, con una llave falsa, entraron al negocio y abrieron la caja fuerte. El robo fue un éxito y pudo reunir la suma de ochenta mil pesos. Satisfecho con el botín, fue a ver a Nemesia para dejarle parte del dinero.
—Aunque sos un ingrato que se pasa días sin venir a ver si estoy viva o muerta —le dijo la mulata tomándolo de los hombros—, yo te perdono porque venís en un momento en que no tengo ni un centavo más para el vino.
El Jorobado había separado diez mil pesos, que puso en uno de sus bolsillos del chaleco. Los sacó y se los dio a Nemesia. Ella intuyó que Parodi tenía más dinero encima. Entonces le dijo que esa noche no beberían porque ella debía cuidarle la salud. Al escucharla, Parodi se puso tan feliz que creyó que su joroba se había achicado.
—Yo comeré aquí —respondió Parodi—, pero es preciso que despaches temprano a las visitas porque tenemos que hablar de mi viaje y del dinero que te dejaré para dos meses —agregó. Nemesia le respondió que en cuando terminaran de cenar, las muchachas se irían.
Después de los primeros platos apareció el vino.
—Vamos, Domingo mío. Pensá que vas a estar dos meses sin verme. Una copa de vino no te hará mal.
Parodi se resistió todo lo que pudo, pero finalmente bebió, hasta el momento en que lo hacía sin que lo invitaran. Entre Gabina y Nemesia prepararon una copa especial, una mezcla de bebidas y un poco de café. Luego de beber el mejunje, el respaldo de la silla cedió y Parodi terminó en el piso, inmóvil. Lo llevaron hasta la pieza de Nemesia, donde siguió durmiendo mientras comenzaban el baile y las guitarras. Antes de volver a la fiesta, Nemesia repitió el procedimiento de siempre: le abrió la boca con una cuchara y le hizo beber una buena cantidad de aguardiente. Eran cerca de las cuatro de la mañana. Lo desnudó y le limpió los bolsillos. Se guardó setenta mil pesos, dejándole apenas cincuenta. Acomodó el dinero en una tira de género a manera de cinturón y se la ató a la cintura, bajo la ropa. La negra siguió comiendo y bebiendo con sus amigas hasta que se fue a dormir al lado de Domingo, como antes, como siempre. Los dos se despertaron cerca de las ocho de la noche del día siguiente. Cuando el Jorobado quiso vestirse advirtió que le faltaba todo el dinero. Se desesperó.
—No puede ser —dijo la mulata—. ¿Quién va a entrar aquí a cometer un robo?
Esta vez Parodi creyó que la negra lo había desplumado. Ella hacía que buscaba por todos lados y se echó a llorar porque decía que tampoco encontraba sus diez mil pesos. Representaba tan bien su papel, que el Jorobado despejó sus dudas hacia ella y creyó que su amante también había sido víctima del robo. Pensó entonces en alguna de las amigas de la mulata, pero esta le aseguró que si había sido una de ellas lo sabría en poco tiempo sin lugar a dudas. Nemesia se encargaría, tranquilizaba a Parodi, perdido ahora entre los pechos de la negra. El Jorobado le prometió que volvería con más dinero para que ella pudiera pasar sin aprietos los meses que él estaría en Luján.
Parodi fue a buscar al negrito González, porque le hacía falta un corte de pelo y una buena rasurada. Desaliñado como estaba, su aspecto era aún más repulsivo. En ellos se ocupó González mientras esperaban que los demás llegaran a la covacha. El Jorobado había pensado mucho en el que sería el último atraco antes de retirarse a descansar y a curarse. Robarían la joyería de Fesquel a la noche, un frío domingo de junio, el siguiente. Antes de que Parodi abriera el negocio, debían distraer al sereno. El plan se decía una vez y no se repasaba. Así, sobre la medianoche del domingo, Montovia y Portete fueron a un boliche de la calle Santa Rosa (hoy Bolívar), esquina Santa Clara (hoy Alsina), y comenzaron a beber y a hablar de amores perdidos y damas volátiles, a pesar de que el dueño les había advertido que les permitiría solo un trago porque estaba por cerrar. Mientras esto ocurría, algunos se ubicaron en la esquina de Federación (hoy Rivadavia), y otro grupo en la de Maipú y Victoria. A eso de la una, Montovia y Portete discutieron agriamente con el encargado del boliche porque los señores no se querían retirar. Los gritos y los insultos terminaron con los dos revoltosos echados a la calle, y con el sereno de la zona que llegaba corriendo a la esquina tocando el pito, convencido de que se estaba cometiendo un robo. El robo se produciría en ese momento, pero en el lugar que el sereno había dejado de vigilar para ir al boliche. Su ida les permitió a Parodi y a Palma lanzarse y forzar la puerta de la joyería antes de que regresara. Esta vez usaron un cortafrío y una lima, pues no habían tenido tiempo de realizar un molde de la cerradura. Palma hacía palanca introduciéndola por debajo de la puerta y también por los costados, mientras el Jorobado había metido una lima entre las junturas de la puerta y limaba rápidamente sobre la cerradura. Se veían luces moverse aquí y allá. Eran los serenos que se desplazaban a causa del escándalo armado por Montovia y Portete, cuando fueron echados del boliche. Parodi debía apurarse. Las bisagras de la puerta tardaron quince minutos en saltar por la presión de la palanca; simultáneamente, la cerradura cedía a la lima de Parodi. La puerta quedó entreabierta, suficiente espacio para que entraran los ladrones. Todos llenaron sus bolsillos con las alhajas, menos Parodi y Palma, que disimuladamente abrieron la caja fuerte y escondieron rápidamente los billetes entre sus ropas para que sus cómplices no se dieran cuenta. La voz del sereno que se acercaba comentando con un compañero el ruido que habían hecho aquellos dos borrachos del boliche indicaba que se acababa el tiempo. Parte de la banda salió a la carrera. Gonzalito se encargó de colocar la puerta en su lugar para que el sereno no advirtiera que había sido forzada. Palma y Parodi se sentaron en el piso de la joyería a esperar el amanecer, cuando terminarían de vaciar los estantes y llevarían el resto del botín a la guarida.
La policía sospechaba que el escurridizo cuasimodo estaba detrás de este robo, cometido nuevamente con una distracción. Para resolver el caso de la joyería Fesquel se formó una comisión especial, integrada por los comisarios Nicolás Arnaud, Carlos Eizaga y José Pizarro. Para ellos, la designación era un honor a la vez que una condena en suspenso, pues si no lograban resolver el caso para el día martes, es decir, cuarenta y ocho horas después del robo, se les pediría la renuncia. El martes a la tarde, cuando se aprestaban redactar sus dimisiones, un agente se presentó ante los comisarios con un dato. En la platería de la calle Federación, entre Solís y Entre Ríos, había aparecido un italiano con unas alhajas para su venta, entre ellas una con piedras finas que la dueña de la platería no sabía estimar. Le pidió que volviera a las cuatro de la tarde, que estaría su esposo y podría examinarlas. Los policías le avisaron a su colega, el comisario Manuel Pividal, que tenía su sección muy cerca de esa platería, con la instrucción de arrestar al vendedor de las alhajas. El italiano volvió por la tarde y quedó detenido. Resultó ser Antonio Palma, de 45 años, y de profesión carpintero. Palma fue tratado bruscamente y golpeado hasta que lograron arrancarle una confesión. En ella, mencionó el nombre de todos los miembros de la banda.
—¿Quiénes robaron la joyería Fesquel la noche del sábado al domingo?
—Justiniano Silva, Ángel Gramarra, Joaquín Correra Mattos, Santiago Montovia, el negro González, Parodi y yo.
Además, Palma dio los domicilios de todos sus cómplices, que uno a uno fueron cayendo detenidos. El que no aparecía era Parodi.
Una vez que se repartieron el dinero y las joyas, Parodi se dirigió a la herrería, hizo un gran paquete con otras alhajas que allí guardaba y partió a lo del relojero Mackorti. Este era un reducidor de objetos robados, que terminó pagándole una quinta parte de lo que las joyas valían. Para Mackorti el negocio fue tan extraordinario, que tomó el primer vapor a Montevideo, donde estableció una gran joyería y, con el tiempo, se hizo muy famoso.
Antes de ir a lo de Nemesia, Parodi guardó el dinero que se llevaría a Luján, cosiéndolo en una faja que se enrolló en la cintura. Al llegar a lo de la negra, la encontró sola, masticando un pedazo de pan. Le dejó el dinero envuelto en un gran pañuelo de la India, y a pesar de los ruegos de la mujer para que se quedara a comer, el Jorobado se mantuvo inflexible. La marimacho no insistió debido a lo abultado del paquete que le dejaba su amante. Calculó que debía contener una pequeña fortuna de ochenta mil pesos.
—No me quedo porque me siento muy enfermo. Además, es posible que la policía me ande buscando; me trae mala espina que Palma no haya venido conmigo a lo de Mackorti. ¿Y si le pusieron las manos encima? Ese fliglio d’un prete nos traicionará a todos. Así que me voy, hija mía, para curarme. Volveré en dos meses.
Después de suspiros, besos y pucheros, los amantes se separaron. Parodi tomó la calle Federación hacia San José de Flores. Eran más de las diez de la noche. A cada rato se daba vuelta para mirar sobre su hombro si alguien lo seguía. Caminaba con la capa sobre la cara y el sombrero ladeado. Recién logró tranquilizarse luego de cruzar la Plaza Miserere, pues hasta ahí llegaba la vigilancia de la policía. Descansó en una pulpería que aún estaba abierta, y a eso de las tres llegó a Flores. Hizo tiempo en una plaza, y al amanecer comenzó a averiguar donde había una agencia de carruajes que lo llevara a Luján. La galera llegó a las ocho y viajó con otros dos pasajeros que descendieron en Morón. El resto del camino se la pasó conversando con el mayoral, que le comentaba del fabuloso robo a la joyería de Fesquel, dándole datos tan increíbles como inexistentes. El aspecto del Jorobado era penoso, tosía a cada rato y escupía sangre. Debido a la lástima que le inspiró, el cochero le prometió que en Luján le conseguiría una buena casa de familia donde alojarse. Parodi aceptó.
En Luján, Domingo pasaba por un hombre al que la vida no lo había favorecido en casi nada. Era evidente que se recuperaba de una cruel enfermedad. En el pueblo se hizo popular contando historias y aventuras en las reuniones, sobre todo a los más pequeños. Sacó a relucir su carácter bondadoso, sus maneras distinguidas, y hasta se ganó la simpatía de los dueños de la casa que lo albergaba y de muchos otros. Sin embargo, no dejaba de pensar en sus compinches. Creía que a alguno, si no a todos, habrían agarrado. Pero confiaba en que ninguno lo delataría porque, tarde o temprano, esos bandidos lo necesitarían para seguir robando. También meditaba sobre el robo que siempre había querido hacer, el del Banco de la Provincia, su mayor aspiración. Pero ese tiro quería darlo solo, sin ayuda de nadie, tal vez cuando volviera a Buenos Aires. Así pasaron quince días desde su llegada y su salud comenzaba a recuperarse, sin Nemesia, sin las cenas con las mujerzuelas, sin alcohol. Por entonces, en Buenos Aires, Palma pensaba que el Jorobado resultaría ser el único que no sufriría la cárcel y eso lo disgustaba. Estaba dispuesto a remediar esa circunstancia. Les ofreció a los policías llevarlos hasta Parodi si los comisarios le prometían dejarlo en libertad. Les contó entonces de los deseos del ladrón de ir una temporada a Luján para curarse la tuberculosis.
A Parodi se le cayó la mandíbula cuando vio al comisario, pero mucho más pasmado quedó cuando detrás del comisario divisó la figura de Palma.
—Es inútil, hermanito —le dijo Palma—. Ya todos hemos cantado. Todos estamos en la cárcel; date preso, hermanito.
—Señores —habló el comisario, dirigiéndose a los dueños de la casa donde vivía Parodi—, este hombre es un criminal, un enemigo público, autor de una cantidad robos escandalosos, y yo vengo a arrestarlo acompañado por este cómplice que lo conoce y lo delató.
—Ese hombre es un miserable calumniador —estalló el Jorobado, para echarse luego a llorar como un chico—. Yo nunca lo he visto ni lo conozco. —Se produjo entonces, entre la gente que se había reunido en la casa, un griterío a favor del Jorobado. No creían que ese infeliz fuera el monstruo que pintaban. El policía no perdió el tiempo: mandó a buscar a un herrero para que le colocara una barra de grillos y pidió que preparasen un caballo para Parodi, con el propósito de salir inmediatamente. Cuando el comisario le revisó los bolsillos, como dictaba el procedimiento, no le encontró un solo peso. Sin embargo, en la cintura, debajo de su ropa, el Jorobado llevaba la faja con los billetes, que pasó inadvertida. Así, de Luján volvió preso, pero con todo el dinero y con un imponente poncho patrio que le habían regalado sus buenos amigos de la ciudad.
El jorobado Domingo Parodi negó todos los cargos. Para facilitar las cosas, los comisarios decidieron enfrentar al jiboso con todos sus cómplices. En una sala hicieron pasar a Parodi y, uno a uno, a los demás. Todos lo acusaron de haberlos guiado en los robos. Parodi no le respondió a ninguno, excepto a Palma.
—¿Te acordás del robo que hiciste en la casa de comercio de la calle de la Merced, al lado del templo protestante? —empezó Palma.
—No sé nada.
—¿Y del que le hiciste al señor Carlos Lanatta y al señor Federico Massot?
—Sos un mentiroso.
—¿Y del robo a tu paisano Alejandro, en compañía de Montovia, en Montevideo?
—¡Perro!
—¿Y del que le hiciste a unos extranjeros en la calle de la Representación?
—Deberían colgarte por bugiardo.
—Miserable ladrón. Vos sos el que mentís. Vos sos el que debe subir a la horca; por vos me veo arrastrando una barra de grillos. Sos tan diabólico que les advierto a los comisarios y a los señores jueces que si no vigilan día y noche a esta desgracia humana, no hay cerradura que se le resista. Sería inútil toda mi colaboración si este desgraciado huye y se ríe de nosotros.
Cuando ingresó a la prisión del Cabildo, el carcelero no se conformó con revisarle los bolsillos, sino que, frunciendo la nariz, le palpó el cuerpo entero. Aunque era una abominación, no dejaba de ser un preso. Así descubrió el dinero en la faja colocada a la cintura. Después de quitarle unos cuantos billetes, se la entregó al comisario. Esto fue como un mazazo para Parodi. Preso y sin un centavo. Se puso a llorar desconsoladamente. Sin dinero, escapar de prisión sería imposible. En el colmo de la desesperación, al día siguiente pidió hablar con el juez Ángel Medina y su secretario, Alejandro Araujo, a quienes les confesó todos sus robos. Tenía la esperanza de que debido a la confesión se apiadarían de él y no lo enviarían a la horca. Volvió a la cárcel cabizbajo y acaso esa postura le hizo ver una luz en su futuro. La celda, muy estrecha, era una simple pieza de la que resultaría muy fácil escapar. El alma le volvió al cuerpo.
La vigilancia sobre Parodi era permanente. A cada rato se acercaba un guardia para mirar adentro de la celda. Parodi sabía que, tarde o temprano, los guardias se cansarían y lo dejarían en paz. Su arresto había causado tanto revuelo, que todos los días llegaban curiosos a la cárcel solamente para verlo a él, al hombre que había robado a medio Buenos Aires. Lo insultaban, le hacían bromas y muecas, le tiraban cáscaras de naranjas, como si fuese un mono enjaulado en un espectáculo circense. Parodi respondía de vez en cuando, colocándose de espaldas a la entrada y mostrándoles el culo. El escándalo era tal que al final suspendieron las visitas. La única que le autorizaron fue la de su antiguo dependiente de la herrería, que le llevó a escondidas un lápiz y un pedazo de papel. Parodi le escribió una carta a Nemesia pidiéndole mil pesos para fugarse de la prisión y le encargó al muchacho que se la llevara. La respuesta que le trajo el dependiente lo devastó. Hacía ya un mes, Nemesia había tomado todas sus pertenencias y se había marchado a Montevideo, según le contó al joven el almacenero de la esquina. Parodi no paraba de llorar mientras el muchacho caminaba hacia atrás muy despacio, alejándose de la celda.
Solo le quedaba estudiar el sistema de vigilancia de la prisión y descubrir sus debilidades. Como había pensado, ya no lo vigilaban constantemente como al principio. Hasta le permitían salir al patio y a la galería. En uno de esos paseos consiguió de otro preso una baraja gruesa, la que en sus manos se convertía en un diamante en bruto. Con ella reemplazaría la falta de cera para tomar el molde de la cerradura, que era de las antiquísimas y llevaban una enorme llave. Trabajando con la carta y un cortaplumas, no solo hizo la boca-llave de la puerta con gran perfección. sino que además fabricó una llave de cartón, tal cual se necesitaría para abrir la cerradura que acababa de copiar. Cuando fue su dependiente, que ahora solo lo visitaba los días de fiesta porque había conseguido un nuevo empleo en otra herrería, Parodi le pidió que fabricara la llave, según el molde y las explicaciones que le daría. Ocho días después, el joven volvió. Con mirada de experto el Jorobado se dio cuenta que la llave tenía un pequeño defecto que haría imposible que abriera la puerta. El chambón había olvidado limarle una parte. El joven le pidió mil perdones y prometió volver el domingo siguiente con la llave corregida, según las indicaciones del maestro. A la semana, Parodi recibió la nueva llave. Era perfecta. Cuando el chico se fue, el carcelero advirtió en el piso un pedazo de baraja en la que estaba copiada la boca-llave. Se le había caído al muchacho sin que se diese cuenta. El guardia la levantó y la guardó. Sabía que pertenecía a la celda de Parodi, ¿a qué otra si no? El carcelero le mostró el molde al comisario. Inmediatamente dedujeron la maniobra del Jorobado y decidieron esperar a que llevara a cabo su plan. Parodi esperó dos días más para escapar; lo haría por la noche. Cuando llegó el momento, la llave funcionó como lo esperaba y la puerta de la celda se abrió. Volvió a cerrar y se metió la llave en el bolsillo del saco. En los pasillos de la cárcel había faroles de aceite que iluminaban poco, y todavía menos esa noche de niebla. Parodi se deslizó como una sombra, y enfiló hacia el zaguán que dividía dos patios, mirando constantemente hacia atrás. Cuando volvió la cabeza hacia adelante, una mano enorme lo agarró del gaznate. Parodi sintió terror; su grito salió apagado por la forma en que el carcelero le apretaba la garganta. Lo alzó unos centímetros del suelo. El Jorobado lloraba, temblaba, gemía. Un sólido puño bajó sobre su joroba; después otro y muchos más. Luego de la tunda que lo dejó casi inconsciente fue arrastrado y arrojado nuevamente en su celda.
El abogado Eduardo Acevedo fue el defensor de todos los ladrones. Su estrategia consistió en derribar la acusación de tenebrosa banda capaz de los más extraordinarios robos. Por el contrario, buscó presentar a sus defendidos como vulgares rateros.
“Mis protegidos, diga lo que quiera el acusador, son unos ladrones muy vulgares —escribió Acevedo en su defensa—. Estoy seguro de que en Europa serían la burla de los presidiarios. Serían considerados como unos aprendices en la carrera del crimen. Nunca tenían armas. Nunca iban a las casas sino cuando estaban seguros de encontrarlas solas. Desesperaban de un proyecto cuando en la casa había un viviente cualquiera. ¡Una vieja los asustaba! ¡Y son esos los ladrones audaces, terribles, que ponían en consternación a los habitantes de un pueblo como Buenos Aires!”
Acerca de Parodi, negó que sobresaliese en construir llaves, y subrayó que el único que lo acusaba de tener esa habilidad era Palma, otro ladrón; es decir que la única acusación provenía de un cómplice, por demás delator, que esperaba una gracia por sus delaciones. “Como se sabe, esa prueba no tiene ningún valor”, remató Acevedo.
La sentencia de primera instancia contra Parodi y su banda fue dictada por el juez Ángel Medina, el 16 de octubre de 1854. Antonio Palma, Justiniano da Silva y Domingo Parodi fueron condenados a muerte, pena que se ejecutaría en la Plaza 25 de Mayo el día y hora que el Poder Ejecutivo designara. Joaquín Correa de Mattos y Ángel Gramarra les correspondieron nueve años de prisión, más trabajos forzados; a Lorenzo González y a José Portete se les aplicaron cinco años de trabajos forzados; a Santiago Montovia, tres. Correa de Mattos, González, Gramarra, Portete y Montovia debían presenciar la ejecución de los tres primeros.
Cuando conoció la condena a muerte, al Jorobado ya no le alcanzó con llorar. Primero se quedó inmóvil como una estatua; después tuvo un momento de cólera, durante el cual gritó que cómo era posible que se lo condenara a muerte por unos simples hurtos, que el país era de salvajes que no respetaban la vida de los extranjeros como él; que había venido a contribuir con su trabajo; que solo deseaba tener entre sus manos el pescuezo del juez Medina para apretárselo hasta hacerle saltar los ojos. Luego lo invadió el miedo, que lo tuvo postrado durante quince días. Cuando dormía tenía terribles pesadillas, en las que se veía desmembrado, sin su joroba. Al despertar lloraba, se lamentaba, suspiraba. Acevedo trató de consolarlo explicándole que aún le quedaba la instancia de apelación ante la Cámara.
El 24 de marzo de 1855, los jueces Valentín Alsina, Juan José Cernadas, Alejo Villegas, Domingo Pica y Francisco de las Carreras se propusieron salvar la vida de los facinerosos. La de Parodi porque, como lo había sostenido su defensor, solo habían podido probarle su participación en dos robos y, además, con un papel secundario. En atención a su defecto físico, la pena fue reducida a cinco años de servicio en la cárcel. En cuanto a Palma, tuvieron en cuenta que había colaborado con los comisarios delatando a toda la banda. Hubo una tercera sentencia, la del 18 de mayo de ese mismo año, que conmutó la pena de muerte de Silva, y le aplicó una pena de diez años de trabajos forzados por acreditarse su participación en siete robos.
—¡Ay, joroba, jorobita mía de mi ánima! —exclamaba Parodi lleno de felicidad cuando se enteró del cambio de pena—. ¡Yo te amo, jorobita mía, hasta el punto de ofrecerte una misa de acción de gracias!
Durante los años que pasó en la cárcel, la salud de Parodi empeoró. Los vómitos de sangre comenzaron a ser cada vez más frecuentes, y la idea de una muerte cercana lo aterraba. Se le había puesto en la cabeza volver a Italia con una fortuna fabulosa que debería conseguir cuando saliera de prisión; pero esta vez, pensaba, actuaría solo, y daría el ansiado golpe al Banco Provincia. Nunca más volvió a ver a sus antiguos compinches, y no lo lamentaba, al contrario. Solo mantenía un recuerdo cariñoso del negrito González; hacia los demás, pillos sin decencia, que alguna vez se habían emborrachado con él hasta perder la conciencia, no sentía más que odio; los consideraba personas que apenas vivieron a la sombra de su joroba, de la que tanto se burlaban.
Junio era el mes preferido para los grandes golpes. Junio sería el mes en el cual haría el robo de su vida, el más soñado. A las seis de la tarde había poca gente en la calle. El Jorobado rodeó la manzana de la Catedral, dobló por San Martín y enfiló hacia el Banco Provincia. Caminó hasta la puerta, y en su mano apareció una enorme llave, que metió en la cerradura. Miró hacia ambos lados y abrió la puerta sin esfuerzo. No había perdido su habilidad para hacer moldes ni para duplicar llaves. Entró rápidamente y cerró por dentro con la misma llave. Espero unos minutos por si alguien lo había visto, pero nada ocurrió. Como no conocía el interior del Banco, estuvo dando vueltas durante una hora hasta que por fin dio con la tesorería. Tenía frente a él una de las enormes cajas de hierro. La miró un largo rato y dejó en el suelo todos sus instrumentos y una vela. Examinó la cerradura de la caja y la puerta para entender el mecanismo. Encendió la vela. Calculó que tenía tres horas para abrirla. Si el sereno llegaba antes de que terminara, simplemente se escondería hasta que el vigilante terminara la inspección y se fuera. Dieron las ocho de la noche. Sus afiladísimos cortafierros le hacían ganar tiempo. Una hora después, solo bastaba un golpe de palanca para terminar de romper los pestillos de las cerraduras, que había cortado con prolijidad. Reunió entonces todas sus herramientas, apagó la vela y se agazapó detrás de un estante a esperar que llegara el sereno. Media hora después, el sereno entró y comenzó su recorrida. Al terminar fue hasta su cuartucho, en el frente del banco, y se tiró en el catre a dormir. Parodi regresó a la tesorería, prendió la vela, sacó la palanca, la acomodó en la junta de la puerta, la forzó con el peso de su cuerpo y el pedazo de hierro se rompió. Permaneció inmóvil esperando oír al sereno, pero el silencio no se quebró. No podía creer lo que veía: una montaña de paquetes de billetes al alcance de su brazo. Reía y lloraba a la vez. Se sentó sobre los paquetes que había en el fondo de la caja y se puso a pensar en el siguiente paso. Esperaría a la mañana, a que el sereno se retirara. Estaba haciendo cálculos de tiempo cuando escuchó los pasos del sereno, que realizaba una segunda recorrida. Tampoco esta vez el vigilante advirtió nada anormal y volvió a su cuarto. El Jorobado encendió la vela y revisó los paquetes con el dinero. Todos eran de mil pesos, hechos con billetes desde cinco hasta cien, menos dos, que eran de billetes de mil y de cinco mil, y en cuya faja se leía: $ 50.000. Puso estos dos paquetes entre su capa y llenó los bolsillos con aquellos de mayor valor y menor volumen. Calculó que en su cuerpo tendría escondido cerca de un millón de pesos. Reunió sus herramientas y las puso dentro de la caja fuerte, en lugar de los paquetes de billetes. Luego se escondió en una esquina a esperar que se hiciera de día y el sereno se fuera. Cuatro horas después, el sereno abandonó el banco. Parodi calculó el tiempo necesario para que aquel estuviera a una cuadra; entonces abrió la puerta. Fue un instante en el que creyó morir. Parado delante de él, más asombrado que el propio Jorobado, estaba el sereno con la llave en la mano, a punto de colocarla en la cerradura. Ocurrió que, al llegar a la esquina de Rivadavia, advirtió que se había olvidado el poncho y volvió por él. Repuesto de la sorpresa, Parodi intentó embestirlo, pero el sereno ya había enristrado la lanza y le pinchó el estómago. Esta vez todo el proceso judicial fue muy rápido: solo dos días después, la Cámara le aplicaba cinco años de reclusión.
La enfermedad terminó de menoscabar la salud de Parodi. Los años en la isla lo convirtieron en una piltrafa. Los ojos hundidos, la piel amarillenta y transparente, el Jorobado tenía un aspecto monstruoso, al punto que el comandante Carballido recomendó su traslado a un hospital de Buenos Aires. Pero recibió como respuesta que el reo debía cumplir la condena. Después de cinco años y dos meses, Parodi quedó libre y volvió a Buenos Aires. Encontró una covacha en Plaza Lorea, al lado de un bodegón. Durante seis meses solo salió de su pieza a tomar una copita de ginebra. Vagaba por las calles y fantaseaba con grandes golpes que le darían nuevamente fortuna y crédito. Pensaba en realizar una carrera política en Italia, mientras dejaba de escupir sangre para lanzar una materia indescifrable proveniente de sus pulmones. Los últimos hurtos de su vida fueron callejeros, a transeúntes que no tenían dificultades en controlar a esa abominación. Pasaba más tiempo en los hospitales de las prisiones que en las celdas. Mientras, seguía imaginando moldes de cerraduras y cajas fuertes repletas de dinero. La tisis lo consumía, hasta que entró en un delirio del que ya no pudo salir. Murió en el Hospital General de Hombres o de la Residencia. Ignacio Pirovano, hijo de un italiano, practicante en el hospital y considerado el padre de la cirugía argentina, preparó su cráneo, se lo llevó y lo conservó toda su vida.
(De: Crímenes sorprendentes de la Historia argentina, Sudamericana, 2014)