El niño que comía lana

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Cristina Sánchez-Andrada

El cordero tenía los ojos como escarabajos, el cuerpo aún envuelto en un velo escarlata y las patas como estacas de madera. La oveja le lamía la pelusa. El niño veía cómo esta lo limpiaba sacando y metiendo la lengua muy rápido: se comía el líquido, los coágulos de flujo y la piel que envolvían el cuerpo.

El niño miraba hipnotizado, llenándose los ojos con aquel amor hecho de gelatina y sangre. El aire olía a hielo y una mezcla de excitación, asco y soterrada alegría se arremolinó en su pecho.

—¿Te gusta? —le preguntó el padre.

El niño reculó asustado; asintió con la cabeza.

El pastor arrastró al cordero de una pata para separarlo de la madre. Estaba anclado con la boca a las ubres, y las fauces abiertas exhibieron la fragilidad del nudo.

El pastor lo llevó a lavar en el pilón. Vestía un mandil y una camisa arremangada hasta los codos. Era un hombre grueso y todo en él era brusco y rápido; despegaba con dedos de uñas sucias las orejitas plegadas contra el cráneo. Hacían: ¡crac!, ¡crac!, y la oveja madre, mirando desde la distancia, balaba.

Balaba babas y sangre.

El padre pagó al pastor. Después tomó el cordero y se lo puso al hijo en los brazos. Le dijo:

—Tuyo es. Ahora tienes que cuidarlo.

Los ojos fijos en el vientre palpitante del cordero, el niño lo sostenía sin atreverse a respirar. El cuerpo del animal desprendía un olor a sudor antiguo, como el que se quedaba pegado en las mantas cuando estaba enfermo y su madre lo cuidaba. El niño experimentó un inesperado alborozo. Una sensación que brotaba de un lugar que no conocía, que le mordía la boca del estómago y que le produjo miedo, repulsión y frío al mismo tiempo.

—Vámonos. La tía nos espera.

El padre tomó la mano del hijo y juntos volvieron caminando a casa; el cordero en una cesta, dormido por la marcha, era un bebé. De los arbustos nacían crujidos, y pétalos de seda fría empezaban a deslizarse sobre sus cabezas.

El aire se cuajó de telarañas blancas.

Se detuvieron junto a una fuente para descansar.

Con la mano apoyada en el hombro del hijo el padre miraba el vuelo inmóvil de las águilas. El niño observó los labios azules del padre y sintió la presión de sus dedos agarrotándose sobre su hombro. Se sentaron sobre el tocón de una higuera y comieron uvas (las habían cogido a media noche y la crueldad de la luna había penetrado en ellas).

Al cabo de un rato, el padre dejó caer una mano para coger unas bellotas del suelo. Clavando ramitas a modo de brazos y piernas en el fruto, hizo un hombrecito. («Ves, tiene panza y boina como el pastor», le dijo, y el niño se rió a carcajadas. Golpecitos de tos seca, la risa del niño.)

(Como cuando se es feliz y no se sabe por qué.)

Justo antes de llegar, el niño distinguió una prímula roja en la cuneta. Pero era demasiado bonita y tuvo miedo de cogerla.

La tía los esperaba delante de la casa.

Medias arrolladas en los tobillos, las piernas muy largas, como si fueran su propia sombra. La mirada inquieta.

Una araña que vigila la tela: madura, negra, callada.

El niño alzó la cesta y le mostró lo que había dentro. Las cejas de la tía se elevaron y volvieron a bajar. La papada le tembló un poco cuando dirigió la vista hacia el padre.

—El médico dijo que no salieras con este frío —le espetó. Del cielo caían ahora dardos de hielo.

—Hemos comprado un corderito —anunció el padre entrando, mientras colgaba su chaqueta en el gancho de la puerta de la cocina—. ¿Qué hay de comer?

Dentro olía a sopa caliente. El plato, el vino y el pan. La mesa puesta, la sopera humeando. La tía sirvió. Comían con apetito cuando el cordero despertó y comenzó a balar.

Su boca apenas abierta derramaba un grito penetrante.

Era el primer sonido que salía de la garganta del animal y el hijo sintió agujas clavadas en las mejillas. Miró al padre asustado.

Sin que nadie le dijera nada, corrió a la cocina, calentó leche y, con manos temblorosas, la vertió en el biberón. La mitad cayó fuera pero volvió con él. Muy lentamente, se aproximó al animal, aunque se quedó a una distancia prudente. Estiró el brazo y acercó el biberón a la cara del cordero, que sacó la lengua, dura y cárdena, y succionó de manera impetuosa: la leche empezó a correr por el cuello del animal en blancos riachuelos. El niño soltó el biberón y reculó asustado.

El padre comenzó a reír.

—Yo lo haré —dijo—. Pero fíjate bien y aprende para hacerlo tú solo.

Entonces se sentó en una banqueta, tomó al cordero por la cara y le metió dos nudillos entre la boca. Cuando la tuvo bien abierta, le introdujo el biberón. El animal meneaba la cola con brío, golpeando la pared. Cuando terminó toda la leche, se quedó tranquilo. Padre e hijo volvieron a sentarse y reanudaron la comida. Ahora la tía hablaba y hablaba, y solo él se dio cuenta de aquello: la mano del padre temblaba de manera que la sopa no llegaba a la boca. Se quedaba por el camino. Los fideos se le deslizaban por el cuello y se le metían por dentro de la camisa como gusanos; y la tía hablaba. Y los ojos. La tía hablaba y hablaba y los ojos del padre se habían quedado fijos en la pared, muertos. Hasta que se oyó el estrépito de la cuchara contra el plato y la tía calló. Calló de golpe. «Pero ¿se puede saber qué…?»

Apoyando los puños en la mesa, levemente inclinado, el padre se puso en pie —el niño vio que los gusanos seguían pegados al pecho, se desplazaban encorvándose y estirándose, encorvándose y estirándose— y subió a su habitación. El niño vio que la tía miraba las anchas espaldas del padre, las piernas temblorosas al subir las escaleras; y vio también que los ojos de la tía se oscurecían.

Poco después sonaron unos golpes en la puerta. La tía se apresuró a abrir, entró el médico y subieron juntos. Casi en el último peldaño, ella se giró.

—Tú no te muevas de ahí —le ordenó, los labios apretados por la contrariedad. La voz era fría, punzante, una voz que el niño no conocía.

Mierda de oveja, seda azul, lana de barro mugriento, sangre en una bota. El niño pensaba en todo eso cuando se elevó un revuelo. Un batir de alas de mosca desde las entrañas silenciosas de la casa: cuchicheos, voces. La tía entrando y saliendo de la habitación, una vecina que subía a toda velocidad, «quita, rapaz, aparta de ahí». El médico. Más voces. El niño trataba de comprender pero todos aquellos sonidos que ahora flotaban por encima de su cabeza le resultaban extraños. Pronto despertaría el cordero y tendría que atenderlo. Se lo había dicho el padre: «fíjate bien y aprende para hacerlo tú solo».

Salió de la cocina y, al pie de la escalera, afinó los sentidos: los oídos eran ojos. Oyó los pasos apresurados del médico por el pasillo, el ritmo ágil de sus pisadas, la urgencia. Los pasos llegaron hasta el baño. Prosiguieron dentro y al rato volvieron a salir. Del pasillo al cuarto de su padre. Terminó el rumor de pasos y comenzaron las voces. Luego, nada.

Oscurecía. El niño esperó sentado en la mesa de la cocina, luchando entre el sueño, el frío y la excitación. A sus pies, la cesta con el cordero dormido. El hambre le encendía los ojos con furia y los labios temblaron.

Avivó con otro leño el rescoldo que quedaba y se fue acercando más y más al fuego. Hasta que de nuevo brotaron los ruidos: un largo y seco sollozo detrás de la puerta cerrada, unas cuantas palabras, el crujir de las escaleras, los pasos de la vecina junto a la cocina, un portazo. Y también el médico: «aquella carraspera», desde la puerta, su seco carraspeo. El ruido de aquel carraspeo era para él el preludio del anhelo. La madre convertida en estrella, aunque para él la madre no estaba allí, en el cielo, como decía el padre, sino aquí, en la casa, metida en un cajón de la cómoda.

El cordero abrió los ojos y comenzó a balar. El niño pegó un brinco y se puso en pie. Los balidos eran tan penetrantes que tuvo que taparse los oídos. Notó que su corazón se aceleraba y que la sangre embestía en las sienes. Miró el biberón vacío y a continuación al animal.

—¡Cállate! —le espetó.

Pero el cordero seguía balando.

—¡Cállate, idiota!

Se entretuvo lanzando ramitas al fuego y pintando ovejas sobre la mesa de la cocina.

Nadie bajó a darle la cena aquel día. Cuando el cordero dejó de balar, subió a su habitación, se desnudó y se metió en la cama. Esperó que su padre llegara. Siempre, siempre llegaba a la hora de dormir. Le contaba un cuento o le hablaba de aquella estrella en la que habitaba su madre. Le hacía cosquillas; un día le trajo un grillo metido en una caja de cerillas que acababa de atrapar en el jardín.

Mientras recordaba cómo le vibraban las antenas al grillo, comenzó a sorberse los mocos y a tragárselos. Los ojos se le habían humedecido y se los secó con la esquina de la sábana. Se puso las manos juntas bajo la mejilla y al rato, en medio de una sensación de tripas que lo succionaban, con el sabor salado de los mocos en la boca, se quedó dormido.

Bajo los párpados una oveja devoró a su cría.

Lo despertaron los balidos tenaces del cordero. Se puso en pie y miró por la ventana. Amanecía y ante sus ojos se abría un territorio nuevo: la nieve cubría el jardín, la cerca, el columpio, la bicicleta, los capullos invernales de los árboles, los esqueletos de las mariposas. Tenía hambre, la sensación de que una pinza le presionaba las tripas. Ganas de comer. De comerse su propio miedo.

Tenía tanta hambre que pensó que si no comía algo, su estómago lo devoraría a él. Entonces oyó los ruidos.

Los ruidos y las voces, y salió al pasillo. Unos hombres bajaban al padre envuelto en una sábana. La mano muy blanca, surcada de venas azules, golpeaba contra los peldaños de la escalera: hacía un ruido seco, como una carta que cae a un buzón vacío.

Luego vio los ojos de su tía.

—Atiende a ese animal o nos volverá locos —le ordenó.

El niño corrió a la cocina, calentó la leche y la vertió en el biberón. Se lo acercó al cordero. Pero le temblaba la mano y la fuerte embestida de la lengua lo derribó. El cordero seguía balando. Balaba como si nada del mundo pudiera consolarlo, y el niño tomó el biberón del suelo, se lo dio y volvió a caer de su mano. Los balidos se mezclaban ahora con los sollozos del niño. Se limpió los mocos con la manga de la camisa y acercó la mano al hocico húmedo del animal. El cordero la lamió ávidamente, y, con este gesto, se extinguió la desazón. Parecía como si su aroma infantil a lágrimas, leche y sopa lo hubiera aproximado al mundo del animal.

Sujetándole la cabeza, le introdujo la tetina en la boca; por fin el cordero consiguió mamar. Esto lo llenó de satisfacción: deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él.

Al terminar de dar de comer al cordero, miró lentamente a su alrededor: sus ojos parpadearon de codicia. Descolgó un salchichón colgado del techo y comenzó a engullirlo. Antes de terminarlo, ya estaba abriendo la alacena. Sacó pan, galletas, queso. Se llevó un puñado de frutos secos a la boca y, cuando terminó de masticarlos, abrió la nevera, sacó una botella de leche y comenzó a beber. La nuez del niño cloqueaba como un desagüe y, por las comisuras de la boca, la leche se desbordaba, bajaba a lo largo del cuello y le mojaba la camisa. Cuando se acabó la leche, tomó el queso. Después de un buen rato comiendo a dos carrillos, quedó ahíto.

Un poco más tarde, tras engullir el último trozo de embutido que encontró por la cocina, subió a ver a su tía. Abrió la puerta de la habitación y la encontró tumbada, larga y lacia sobre la cama. La comida le pesaba en el estómago y le acometió una náusea.

Ahí dentro, todo seguía igual: la cómoda de cerezo, el espejo ovalado. Las horquillas sobre la mesilla como hormigas bulliciosas. Un vaso de agua con las burbujas que se acumulan en la noche. La falda negra, caída, como si quisiera salir corriendo. Todo estaba envuelto en aquella viscosidad de sacristía.

El niño se acercó. Le daba miedo verla dormida, el rostro surcado de grumos y arrugas, con espuma blanca en la comisura de los labios, áspera de tanta vida. Vio las manchas amarillas y las venas abultadas del rostro, los pelillos de la nariz, duros como púas de erizo. Le llegó el calor de su carne añosa. Su respiración jadeante. Su olor a vieja. Pero no se atrevió a abrir la boca y se dispuso a salir.

—Está muerto, ya lo sabes.

La voz de la tía brotó de un lugar impreciso de la habitación.

El niño salió sin contestar. No. No era verdad. Aquello no podía ser cierto porque la chaqueta seguía colgada en el gancho de la entrada. Cuando murió su madre, tres años atrás, desaparecieron con ella sus vestidos, sus chales, sus joyas, sus cosas. Todo se fue y solo quedó su olor.

Permaneció en estado de aturdimiento, sentado en la cocina toda la tarde, la vista fija en la chaqueta del padre. Cuando cayó la noche, se dispuso a subir a su habitación. Iba a salir cuando se volvió y miró al cordero. Erguido en su blancura, levantaba el cuello, como si sus ojos se quisieran llenar de lejanía.

Caminó lentamente hacia él, se arrodilló y le acarició la frente. El animal, creyendo que era el biberón, abrió las fauces y le pegó un mordisco en un dedo. El niño se asustó y cayó de espaldas.

Una ira repentina hacia aquel ser al que solo había querido dar un poco de cariño se apoderó de él. Se echó hacia delante y le propinó un puñetazo en la frente. El cordero torció la cabeza sin apenas inmutarse, pero a él el dolor le hizo encogerse. Un regusto a hiel le subió desde la boca del estómago hasta el paladar. Gritó y continuó gritando más allá del odio, de la bilis y del dolor, llegando hasta su padre y deteniéndose en el olor de la madre muerta, metida en un cajón. Exhausto, cayó de rodillas sobre las baldosas heladas.

Siguieron días en que nadie le habló ni le explicó nada. Días en los que el cordero aprendió a caminar. Avanzaba a trompicones con sus patillas como estacas y zigzagueaba balando por la casa y meneando la cola detrás del niño. Decía «Bee, beeeee», y le parecía que decía: «Ven, ven.» De su lomo nacía una pelusa abundante de lana mullida, muy limpia.

El cordero dormía en la cocina. Los balidos subían por la escalera y, por la mañana, mientras el niño yacía en la cama, se le llenaban los oídos de leche y de pezuñas.

El niño seguía notando esa avidez en las tripas; un ronroneo, como si dentro de su cuerpo habitara un vacío que lo impulsaba a devorar todo lo que caía en sus manos. El recuerdo de la comida que hacía su madre le provocaba el llanto: croquetas, patatitas fritas y de postre arroz con leche. Entonces se lanzaba sobre lo que encontraba en la cocina: yogures, fruta, las magdalenas que la tía escondía en lo más alto de la alacena para su egoísta deleite, pan, leche, huevos crudos, sardinas enlatadas. Una vez saciada el hambre, sacaba al cordero de la cesta y lo dejaba corretear y comer las hierbas del jardín.

Jugaba con él. Le ponía la palma abierta delante de la cara y el cordero lo embestía como si fuera un toro. Repetía el juego una y otra vez. Feliz, feroz. La ferocidad de la alegría del que no quiere saber. A veces venían niños, se asomaban a la verja del jardín y le pedían jugar. Pero él no los dejaba entrar; el cordero era suyo: nadie se lo iba a quitar. Metía la nariz y la lana exhalaba un olor caliente y seco, como la almohada del padre cuando el miedo lo llevaba a dormir con él. Como el olor del cajón de la cómoda en donde habitaba la madre.

Dos veces al día subía una bandeja con comida para la tía y la volvía a retirar. A veces ella comía; otras, no probaba bocado. Existía. Resistía. Pero nunca tuvo una palabra ni una sonrisa de agradecimiento. Por la noche la oía llorar. Pequeños sollozos que nacían en la penumbra rancia de aquella habitación, que se tornaban en risotadas procaces y que por fin morían en ronquidos.

Al cuarto día oyó por primera vez ruidos en la habitación. Sillas o mesas desplazadas y barullo de papeles y ropa. La puerta se abrió de golpe y de la penumbra, emergió la tía.

Feroz y dinámica. Los cabellos sueltos sobre los hombros. Bajó. El niño jugaba con el cordero. Ella lo recorrió de pies a cabeza; luego al animal. Dijo:

—Todo está bien. Ahora cámbiate de ropa y lávate. Cuando hayas acabado, puedes rastrillar las hojas del jardín como hacías antes de la desgracia.

Desde entonces todo fue antes y después de la desgracia. Antes de la desgracia tenía una rutina, un orden, las comidas hechas, el colegio, los amigos. Antes de la desgracia tenía un padre y ahora no tenía nada. Nada más que el recuerdo en los hombros caídos de la chaqueta colgada, el olor de su madre en el cajón de la cómoda y el cordero.

Al principio a la tía no le importó que el animal anduviera por allí. Con tal de que el niño rastrillara las hojas. Con tal de que la ayudara con el huerto. Con tal de que recogiera la cocina. Con tal de que la dejara sollozar en el silencio de su habitación sin preguntarle nada.

Una noche, después de darle el biberón al cordero, el niño se acercó a él y lo abrazó. Hundió la nariz entre su lana mullida. Aspiró su oscuro calor. Una especie de comunión. Un intercambio de humores y sustancias. Una opulencia carnívora del niño hacia el animal, y del animal hacia el niño.

Y desde entonces el hambre del niño se apaciguó.

El cordero era cada vez más grande, hacía un ruido infernal con sus balidos y olía mal. Cuando el niño lo abrazaba y se quedaba con la nariz pegada a la lana, la tía los miraba torvo. Algo había en ese contubernio que le resultaba turbio. Nudo y también superficialidad, piel. El niño empezaba a descuidar sus pequeños trabajos. Un día, la tía se fijó en que el arriate de la entrada había sido destrozado. Encontró las margaritas arrancadas y esparcidas por el suelo de la casa. Un reguero de flores decapitadas como reinas muertas y felices.

Le preguntó al niño que quién había hecho eso.

—Nadie. No lo sé —dijo él.

—Mientes.

—Es verdad.

Otro día encontró al niño con el rostro hundido en la lana del cordero, sorbiendo febrilmente su olor como si se tratase de vino. Cada vez más, sentía que algo viscoso se entretejía entre el niño y el animal, como si existiera un oscuro secreto que solo los dos compartían. La semilla del rencor quedó plantada.

Lo que vino a continuación no fue enemistad. Acaso, indiferencia. Y eso fue todo. Estaba, y ya no estaba.

Una mañana el niño abrió los ojos y no oyó los balidos. Y su corazón, ya golpeado otras dos veces, supo antes que él.

Bajó a toda velocidad y buscó. En la cocina no estaba. En el comedor tampoco. Nunca subía solo pero también miró en el piso de arriba. En el jardín no había ni rastro de él. Notó una presencia y se volvió.

—¿Ocurre algo? —le preguntó la tía.

—No está…—dijo el niño—. El cordero.

La tía se encogió de hombros.

—Se habrá ido. Los animales también se cansan.

Y eso fue todo.

La tía pensó que eran las polillas. Porque no solo la chaqueta del padre que seguía colgada del gancho de la cocina tenía agujeros sino también las mantas, sus chales, sus largas faldas negras y hasta los manteles. Agujeros perfectos. Redondos como la luna llena y cruel que ya no movía sus ciclos de fertilidad y que la inundaba de desasosiego.

Intentó evitar que la destrucción prosiguiera con todo tipo de remedios: cáscaras de naranja y de limón que dejaba en los armarios, clavos de olor en los bolsillos de los abrigos y las chaquetas, cortezas de cedro, alcanfor y lavanda.

Nada.

La destrucción seguía su camino. Imparable.

Y lo que hasta entonces fue blanda sospecha, se volvió certeza en la tía. Una lenta astucia se instaló en su pecho. Empezó a observar y por fin, un día, el pensamiento se detuvo.

Duró solo un instante. Un ruido procedente de las tripas del niño y luego una suerte de bufido, como el que sueltan los gatos cuando están contrariados. El vientre se le contrajo, y el niño, con la boca muy apretada, elevó el abdomen dos o tres veces para recibir la arcada. Por fin echó la cabeza hacia delante y vomitó.

Una bola de lana resbaló sobre la camilla hasta caer al suelo. Estaba envuelta en un líquido amarillo y viscoso, como el amor.

(De: El niño que comía lana, Anagrama, 2019)