El placer inglés

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Javier Torre

Cuatro de la mañana, escucho a mi vecina que hace el amor. Es joven, apenas pelirroja, pelo muy enrulado. Nos cruzamos en el ascensor, se separó el año pasado y ahora el portero está molesto, quejoso, porque viene un chico de unos veintitrés o veinticuatro años y se acuestan juntos, casi conviven, parecen felices, de repente.

–Está acompañada y pone música a todo volumen. Ya se quejaron varios –me dice, mientras me cobra, con punitorios, la cuenta del diariero.

Pero tiene celos, el hombre. Y yo también, un poco, porque los dos advertimos que Bernardita (se llama así, de verdad, como una de las niñas que vio la Virgen en Lourdes) está enamorada.

El chico llega a visitarla a medianoche en una moto impresionante, Kawasaki, Honda, no sé. Toca el portero eléctrico y en seguida ella le abre: está esperándolo. No duermen nunca, escuchan música, se bañan juntos, fuman marihuana, cogen, destapan botellas, cocinan, se ríen a carcajadas.

Estas paredes, hoy día, no sólo dejan que se oigan los diálogos más inverosímiles (como por ejemplo anoche, cuando Marcelo le sugería a Bernardita que intentaran una relación de a tres), sino que además son permeables a los olores, o a los susurros, o a James Taylor, que los copa todo el tiempo. También escuchan Erasure, o Phil Collins, o Bon Jovi.

Sin embargo a mi no me gusta oírlos. Es más: me fastidian. No me gusta imaginarme sus cuerpos, no me banco los gemidos entrecortados de ella, o el largo acabar de él, cuando Bernardita ya parece exhausta. Me fastidian, insisto, y me tapo la cabeza con la almohada. Debe de ser, quizá, porque yo también estoy enamorado. Yo también, aunque de otro modo, estoy viviendo un gran amor.

Ella, Cynthia (¿se llamará Cynthia de verdad?), jura que nos vimos una tarde, en la presentación de un libro. Es periodista, cuenta, tiene veintisiete años, vive sola en el teléfono donde ahora también yo le dejo mensajes en el contestador. Porque hace mucho que yo no voy a presentaciones de libros, ni he mirado a nadie así como ella dice desde que me separé. Vivo de mis clases, solo, frugalmente.

O sea que Cynthia miente: no me conoce, no es periodista y seguramente no tiene veintisiete. Y yo no es que mienta, pero he comenzado a tergiversar las cosas. Mezclo, agrego, recorto datos, invento, fantaseo. El tiempo para dejarle mensajes es un minuto y no me gusta pasarme, quedar con frases cortadas, o volver a llamar. Luego espero. Espero sus mensajes, y cada vez que salgo a caminar de noche regreso ansioso y miro, antes que nada, la luz verde que indica las llamadas. A veces pasan días sin que me llame, pero reaparece con preguntas caprichosas:

–Habla Cynthia –me dice–. ¿Conocés el sur? Contame si alguna vez estuviste en el sur. Chau, espero tu llamada.

Llamo entonces al número de Cynthia, escucho su voz en el contestador, el fondo con música de Bill Evans y le cuento:

–Estuve en Lago Argentino. Era feliz, creo. O empezaba a dejar de serlo y no me daba cuenta. Después vino el derrumbe, ¿sabés? Llamame pronto, Cynthia.

Y corto. Me pregunto, entonces, qué pasaría si en lugar del mensaje grabado atendiera ella de verdad. Qué haría yo. Si cortaría, como hace ella las veces que llama a la madrugada y el contestador está desconectado y atiendo yo. Cuelga en el acto, y yo, creo, haría lo mismo. Ah, nunca estuve en el sur. Soñábamos ir, recuerdo, con Elisa. Nunca pudimos, aunque también con ella fantaseábamos mucho: viajes, casas donde podríamos llegar a una vejez segura, amigos que vendrían, nuestros padres muertos que parecía que llegaban.

–No puedo dormirme –escucho dos días más tarde, cuando vuelvo de leer, o releer, Los endemoniados, en un bar frente a la estación. ¿Estarás allí? Caminé mucho, todo el día. Estoy agotada. Tengo mucho miedo a quedarme sin trabajo. Por favor, contéstame.

¿Cómo eras de chico? Yo era muy tímida, adoraba a mi papá. Se me acaba el tiempo, corto, adiós.

Dejo pasar unas horas. Me preparo una ensalada, tomo mucho té, enciendo Radio Clásica y justo en ese momento empieza el Bolero, de Ravel. Comienza a refrescar y me acuesto vestido, porque sé que no podré dormirme. Más tarde, disco el número de Cynthia y le cuento, después de oír su voz, que dice:

–Este es el 803 9826. Tenés un minuto para dejarme tu mensaje. Te contestaré a la brevedad. Gracias.

–Cynthia soy yo –me apresuro a responderle, me gusta la forma en que pronuncia las “eses”, muy prolija, y de repente me pregunto si no dejará mensajes en otros teléfonos, para volver a su casa y no estar sola. Le cuento: –Tuve una abuela muy rica, ¿sabés? Me obligaba a hablarle en inglés. Vivía en una casa inmensa, pero como no se querta con mi madre me mandaba a íbuscar con su chofer. Tenía un armario lleno de ropa comprada en Londres para…

Y ahí se corta. Sospecho, o sé, que Cynthia está al lado del teléfono. Hago un esfuerzo y vuelvo a discar. Sigo:

–Para mí. Me la hacía poner cada vez que yo iba a visitarla y cuando a la noche me mandaba de vuelta para mi casa volvía a guardarla. El chofer me llevaba a lo de mi madre, que nunca tuvo dinero. Éramos más bien pobres, ¿entendés? Quiero decirte que conozco a los que tienen demasiado y a los que no. Y además en un tiempo…

Y se corta otra vez, pero esta vez cuelgo y me siento frente a la máquina de escribir. Quiero escribir una historia, que no escribiré, sobre dos personajes que se dejan mensajes en el contestador. Vos, Cynthia, y yo. Pero no avanzo, porque en seguida suena el teléfono y me precipito a atender.

–Hola, hola –repito, pero ella, o alguien (prefiero pensar que otra persona) oye mi voz y corta. Camino por el cuarto, enciendo un cigarrillo, en voz alta me cuento la historia que no puedo escribir, te explico, Cynthia: Te imagino. En ese momento suena el portero eléctrico en el departamento de Bernardita y la oigo contestar:

–Subí, subí –grita. ¿Abrió la puerta? Subí, amor.

El ascensor sube y se detiene en el piso cuarto. Marcelo entra y la abraza. Se abrazan, deben besarse, seguramente, y luego ella le pregunta por qué llegó tan tarde. Marcelo explica que llevó a arreglar la moto, lo retuvieron en el mecánico, tuvo que volver despacio, el tránsito. Ponen música y preparan comida. Fríen algo. Se sientan a comer sobre la alfombra, y encienden marihuana. Cuando vuelvo a llamar a Cynthia, da ocupado: está queriendo decirme algo. Corto, espero, llama. Pongo el contestador automático y me siento en una silla. La escucho:

–¿Me oís? –me pregunta. Tu historia, cuando eras chico… Es distinta a la mía… Nosotros vivíamos en La Plata. Los domingos el gran paseo era ir al bosque o entrar en el Museo de Ciencias Naturales. Mis abuelos venían a la tarde y se quedaban a cenar. Me mandaban a dormir temprano y…

La historia no termina, y yo voy al baño y abro la canilla de la bañadera. Me doy un largo baño de inmersión. Por la radio pasan música de Haendel, que he puesto a todo volumen para no escuchar las risas y la conversación de Marcelo y Bernardita. Me pregunto: ¿sabrán que existo? Hundo la cabeza en el agua y espero. Cuando estoy por llegar al límite, echo el poco aire que me queda y resisto todavía más: Ada, El Placer Inglés. ¡El teléfono está sonando otra vez! Resisto. Desde abajo del agua oigo tu voz, Cynthia, y las risas de Marcelo y Bernardita confundiéndose con la música de Haendel. Ya no me queda aire, y saco la cabeza como si saliera del fondo de un lago.

–Me casé, amé a una mujer –le confieso a Cynthia, esa madrugada. Estuve tres años casado y luego empezamos a no hablarnos. Pasábamos los fines de semana encerrados, sin dirigimos la palabra.

Me envuelvo en una toalla y me tiro, todavía mojado, en un sillón. Los lagos del sur, mi abuela rica, mi matrimonio frustrado, mis clases, el cuento que quiero escribir y que no escribo: son mentiras. Cosas que invento con la certidumbre de que tengo que llenar ese espacio de un minuto en su contestador automático. Y lo mismo ella: La Plata, sus paseos al bosque, el padre, los abuelos: No existieron. Lo sé, lo sé por su tono, o por intuición. O porque sé que Cynthia (que no se llama Cynthia) y yo somos iguales. Sin embargo, cuando llega el fin de semana necesito llamarla y contarle la verdad:

–Cynthia –le digo–. Desde el viernes a la tarde que no salgo de mi casa. Terminé el cuento que quería escribir. Y terminé el primer volumen de Los endemoniados. Caminé horas, retomé las clases, hice una vida ordenada, dejé de tomar, casi no fumé. Me hace bien hablarte, Cynthía. Llamame pronto, adiós.

Pero casi nada es cierto. Me acerco a la ventana y miro la luna, detrás de unos gigantescos nubarrones de tormenta. Huelo la lluvia, escucho las chicharras. La radio pasa música de Beethoven y en los intervalos transmite noticias de un país asfixiándose: Aislamiento, soledad, tristeza. Horas vacías, sin horizonte.

“De todos modos, es una extraña coincidencia. Pero, por favor, quiere eso decir que cuando mandó usted a Agaf ya me consideraba usted como cuerdo y no como loco?”, releo, Endemoniados, 1. Releo, otra vez. Enciendo la hornalla de la cocina y casi quemándome las pestañas prendo un cigarrillo, El pecho me arde de tanto fumar, y hago girar el hielo en el vaso quebrado. Compraré vasos, Cynthia, para cuando nos conozcamos. Habrá música, pero diferente a la que ahora, estrepitosamente, escuchan Marcelo y Bernardita. Creo que es Ney Matogrosso, y ella está probándose un vestido y desfila por el cuarto frente a él. Marcelo está desnudo, y después de unos instantes empieza a desnudarla. Se ríen y hacen el amor. Ella le pide bajar de la cama al piso. La alfombra es blanca. Han hecho pintar el techo. Escuché durante días a los pintores.

–Cynthia –le confieso, al día siguiente, antes que amanezca–. En realidad no me importa más nada de mí pasado. Ni de mi infancia. Ni de mi ex mujer. Nada. Me olvidé de todo, y estoy agotado de no dormir.

Por la noche le escribo una carta, que no mandaré nunca. Tecleo, entre el humo. Afuera sopla un viento casi salvaje, que agita los árboles de naranjo y los limoneros que traje del Tigre y puse en macetas, en el balcón. Los vidrios parecen estar por ceder, y la lluvia me aísla. De pronto suena el teléfono. No atiendo, y me limito a dejar la máquina, apoyarme en el respaldo y escuchar tu mensaje:

–Seguro no estás –me dice. Empieza a llover, y sí estás en la calle vas a volver empapado. Yo no quise salir. Estoy pésimo. Necesito conseguir un lugar donde ir a vivir. Estoy muy cansada. No doy más… Te juro, a veces pienso en matarme…

A medianoche otra vez escucho cómo coge Bernardita. Gime, se retuerce, pide más: “No se puede estar gritando así, en una cama que cruje” pienso. Y le doy la razón al portero. Estoy celoso, yo también. Voy a la cocina, me hago un té, tomo una aspirina, dos, tres aspirinas de un trago.

Después pasa casi una semana sin que Cynthia me llame, y yo no respondo. Paso los amaneceres mirando televisión por cable. Televisión a las cinco menos cuarto dé la madrugada, en el único canal que emite, CNN, en inglés: miro imágenes nítidas, que llegan desde un infinito desconocido, programado, completamente ascético. El invierno avanza, y la luna ha desaparecido. Sigo sin dormir, hasta que en la madrugada del sábado me decido y disco.

–Cynthia –le digo–. Días sin saber de vos. Empieza el frío. ¿Dónde estarás? Estoy despierto todo el tiempo. Escribo a máquina y miro televisión. Sigo con mis clases. Estoy releyendo Ada, de Nabokov. Escuchá: “Se dormía en el instante mismo en que acababa de decirse que nunca volvería a dormir. Y sus sueños eran sueños juveniles. Ada, nuestros ardores, nuestros árboles. “

Y se corta, pero disco casi compulsivamente, arrebatado., y se lo leo en inglés, porque suena absolutamente extraño, maravilloso, diferente:

–Ada, our ardors and arbors…

Y vuelve a cortarse, pero insisto una vez más y le cuento:

–“Ada” y “ardor”?, en la novela, se pronuncian igual…

–Pienso en matarme –me contesta Cynthia, al amanecer. Y luego: –No, no me lo creas.

–El país se hunde –le digo, a la noche–. El país desaparece. La gente se saca los ojos. Nadie puede seguir viviendo así…

–Papá era médico homeópata me dice, y su voz, en el contestador, tiene un pálido relampagueo, un instante. Teníamos gatos, muchas plantas. En el verano íbamos a Córdoba. Cuando murió tuvimos que dejar el departamento que alquilábamos y desde entonces sigo de acá para allá. ¿Estás bien?

–Estoy bien –le contesto–. ¿Y vos? ¿Estás bien?

Pero no me responde, durante un tiempo. Pasan dos, tres días, y yo no la llamo. Sé esperar. Sé que no debo llamarla si ella no responde. Noches más tarde aparece un mensaje, aunque su voz parece cambiada:

–Estoy con mucha bronca –me dice. El dueño del departamento no quiere renovarme el contrato. No te llamé por eso. Pasé días buscando otro lugar donde vivir. No sé a dónde ir…

Al dia siguiente encuentro a Bernardita en el ascensor. No levanta la mirada del piso. En realidad, no sabe quién soy. No sabe que conozco todos sus secretos, y en particular los de su vida erótica. Marcelo la está esperando en la moto. Ella se apresura para abrazarlo, deja una deliciosa estela de perfume y parten con un estrépito insoportable, a toda velocidad y levantando la rueda delantera como si fueran a un rodeo. Yo prefiero caminar un rato. El viento agita los árboles de la calle. Cuando regreso a casa, llamo a Cynthia. No responde.

Pasan los días y trato de escribir esta historia, que no es cierta, que no escribo. Durante horas estoy tirado en la cama, con la cara tapada por la almohada. Dejo mis clases. Fumo más que nunca. Bernardita y Marcelo escuchan a Sineád O’Connor toda la noche:

–I do not want what I haven’t got canta, con vehemencia, o pena, o amor.

Hace muchísimo frío, y ya no atiendo el teléfono. Salgo muy tarde por la noche y me pregunto si Cynthia habrá encontrado otro lugar donde vivir, y si eso es cierto. Al volver, me preparo un Nescafé; amanece. Tengo las manos casi congeladas y ni siquiera puedo discar el número. Tampoco quiero probar una última vez y encontrarme de vuelta con que los dos hemos desconectado el contestador. En el departamento de Bernardita la música acaba de apagarse. Ahora, que todo está en silencio, intentaré dormir.

(El placer inglés, Emecé, 1991)