El raro mundo del idiota Trump

Las revelaciones del libro de Michael Wolff sobre Donald Trump

Fire and Fury es un enorme bestseller y un lapidario retrato de “un idiota” en la presidencia que es cruel, sexópata, autista, incapaz de leer una carilla, perezoso y uno de los peores administradores jamás vistos.

Por Sergio Kiernan

El mejor resumen del libro es una frase anónima y repetida por amigos, conocidos y hasta familiares del presidente de los Estados Unidos. “Trump es Trump. El es Donald…” va el casi refrán, generalmente acompañado por algún gesto resignado y queriendo indicar que el hombre no tiene remedio, que nadie puede cambiarlo, siquiera entenderlo. El demoledor retrato de Donald Trump que traza el periodista Michael Wolff en su libro “Fire and Fury” casi desafía la credibilidad y, de hecho, da ganas de no creerlo. La idea de que Wolff tenga razón y que una persona así este al frente de la primera potencia mundial es simplemente inquietante. Pero la evidencia se acumula y se termina creyendo que el empresario de los medios Rupert Murdoch, insospechado de cualquier progresismo, tiene razón cuando dice que Trump “es un idiota de mierda”.

Wolff es un experimentado periodista con varios libros en su haber, pero este resultó una espectacular bomba y un bestseller inmediato. Medios como el New York Times o el Washington Post cuestionaron su metodología, básicamente porque Wolff raramente cita la fuente específica de una frase o situación. El autor lo explica con el simple recurso de la fuente “coral”: muchas situaciones en el libro fueron reconstruidas hablando con muchas fuentes, que se confirmaron mutuamente. El otro cuestionamiento fue una suerte de negación a creer que alguien tuviera tanto acceso a la Casa Blanca. En el prólogo, el autor explica que simplemente nunca se registró como periodista y que se pasaba los días en la famosa Ala Oeste, donde trabaja el equipo presidencial, gracias al espectacular desorden de la presidencia Trump. Bastaba que alguien te diera una cita para entrar -ni siquiera había una secretaria que te llevara al despacho específico- y no había ningún control sobre dónde uno iba y con quién hablaba. Todo el mundo se acostumbró a verlo, todo el ando asumió que se podía hablar con él y todo el mundo se tranquilizó porque se hablaba para un libro, no para publicar al día siguiente. Todo bien, hasta que salió el libro.

Lo que es espectacular es el retrato psicológico que hace Wolff sobre el nuevo presidente y su familia. Trump es un arribista inseguro, alguien que hizo mucho dinero pero nunca llegó a ser parte de un establishment que siempre se lo hizo sentir, lo trató como un grasa y lo dejó afuera. A la hora de seriamente intentar ser presidente, el setentón estaba en declive: nadie le financiaba sus negocios por su manía de no pagar las cuentas y ya no era la estrella de televisión que había sido. Lo de ser presidente fue casi en broma: nadie creía que iban a ganar hasta que ganaron. Ni siquiera en las últimas semanas cuando sus propios encuestadores comenzaron a detectar que se achicaba la diferencia con Hillary Clinton, nadie se lo creyó. Excepto Steve Bannon, el editor de Breitbart News que dirigía la campaña pero ya era “el loco Steve”. Una de las promesas que Trump le hacía a su esposa Melania en público, y se la hacía en serio, era que ya se acababa, que no se preocupara porque no iba a ser presidente. La nocha de las elecciones, Melania no paraba de llorar.

Esto explica varias cosas que ocurrieron desde enero de 2017, cuando Trump reemplazó a Barak Obama en la Casa Blanca. Como nadie creía que iban a ganar, a nadie se le ocurrió ordenar el equipo, echar a gente casi con antecedentes o dejar de hacer negocios que podrían resultar comprometedores. ¿Para qué perderse los negocios, si no iban a ganar? De hecho, una broma abierta en el equipo de campaña era que no sólo “Donald” no iba a ganar, sino que no debería ganar… Como señala Wolff con acero, la primera parte de la broma los relevaba de pensar en las consecuencias morales de la segunda parte.

Lo que Trump buscaba con la campaña y la candidatura era ser más famoso, algo que para él es mercadería transable. Pensando que Fox News empezaba a estar en decadencia, Trump quería competir con otro canal conservador, con él como estrella y con Roger Ailes, uno de los fundadores del Fox, como presidente. Para eso había que reunir mil millones de dólares, y para reunirlos había que ser más famoso. Trump, en medio de la campaña, no paraba de repetir que “ya debo ser el hombre más famoso del mundo”. Eso se llama construir la marca propia y explica que el candidato que iba segundo lejos de Clinton dijera seguido que “ya gané”. Hasta tenía lista la explicación “de famoso” de por qué iba a perder: por fraude.

En realidad, su campaña era un desastre -”es un equipo de idiotas”, decía a los gritos- hasta que se la “compró” el muy reaccionario multimillonario Bob Mercer, junto a su hija Rebekah. Mercer es un genio de los algoritmos financieros pero un asocial casi mundo, con lo que la hija se encargó y fue la que lo puso al frente a Bannon. Para asombro general, ganaron. En la base hubo un engaño, la construcción del personaje pelador y combativo al que votó “la base”, el populista que quiere cambios. Wolff describe a Trump como un adulador, un vendedor, un manipulador y un infantil, alguien que no puede enfrentarse a nadie y busca que lo adulen y le den los gustos. Es también un hombre de una ignorancia profunda, que no sabe nada de nada excepto vender edificios y no le interesa nada realmente excepto el golf.

Otros empresarios que trataron con él ya lo sabían y le agregaron a Wolff el detalle que Trump es incapaz de leer un contrato o un balance -ver recuadro- y que pese a la fama que se hizo es un pésimo negociante, alguien que nunca logra recordar los detalles de lo que está vendiendo. Bannon terminó explicando a su candidato como alguien a quien nunca le gustó el colegio y sigue sin gustarle aprender nada nuevo. Si un tema le interesa, ya tiene su opinión formada, aunque ignore todo. Y si un tema no le interesa, eso simplemente no existe. Un descubrimiento del personal de la Casa Blanca fue que al mandatario simplemente “le chupa un huevo” (en la dura frase de un funcionario) lo que no entre en su modelo de realidad. Y pobre del que le explique fundadamente que algo no es como Trump cree que es o que debería ser: en el mejor de los casos, no te cree.

Este carácter se complementa con una real incapacidad de formar equipos, reunir gente que sepa en serio de algún tema -basta de “profesores” y de “genios”, sus chicanas favoritas- y el constante maltrato a sus colaboradores. Según Wolff, Trump constantemente habla mal de todo el mundo, considera que son “perdedores” y se enfurece cuando le dicen que no se puede hacer algo. Ponerle límites al presidente deriva en explosiones de furia, insultos a los gritos, amenazas de despido. De paso, el presidente de los EE.UU. le hace lo mismo a la televisión cuando escucha cosas que no le gustan: le grita a los panelistas o a los periodistas, como si pudieran escucharlo.

Un corolario casi divertido de esta realidad paralela que reina en la Casa Blanca es que Donald Trump es el primer presidente en 227 años de presidentes que seriamente intenta bloquear la publicación de un libro sobre su gobierno y amenaza al autor con un juicio por calumnias. De hecho, hubo que explicarle al presidente que no podía acusar penalmente a quien él sospechaba de haber hablado con Wolff porque no existen los contratos de confidencialidad en el estado. Trump estaba acostumbrado a poder echar sin indemnización a sus empleados por hablar de más.

La reunión con los rusos

El 26 de mayo de 2017, el día antes de que la comitiva presidencial regresara de su primer viaje al exterior, el Washington Post publicó que durante la transición presidencial, el yerno de Trump Jared Kushner y el embajador de Rusia Sergey Kislyak habían discutido, por pedido de Kushner, la posibilidad de que los rusos montaran un canal privado de comunicación entre el equipo de transición y el Kremlin. El diario citaba a “funcionarios de EE.UU. con conocimiento de informes de inteligencia”. El bando Jarvanka (Jared y su mujer Ivanka Trump) asumieron que la fuente era Steve Bannon. Parte de la ya profunda enemistad entre la Primera Familia y sus aliados contra el equipo de Bannon era el convencimiento de que Bannon había sido una fuente importante en la información sobre los encuentros de Kushner y los rusos. En otras palabras, esto no era una mera interna político sino una pelea a muerte. Para que Bannon viviera, Kushner tenía que ser totalmente desacreditado, acusado, investigado, posiblemente condenado a prisión. A Bannon todo el mundo le decía que era imposible ganarle a la hija y el yerno del presidente electo, pero él no ocultaba su satisfacción porque él iba a lograrlo.

En el despacho oval, frente a su padre, Bannon atacó a Ivanka abiertamente. “Vos”, le apuntó con el dedo mientras Trump miraba, “sos una mentirosa de mierda”. Las amargas quejas de la hija, que en el pasado habían limado de Bannon, esta vez fueron contestadas por el padre con ecuanimidad. “Te dije que esto iba a ser duro, nena”.

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“La posibilidad de que Don Jr (el hijo mayor de Trump) no haya llevado a esos tipos a la oficina de su papá en el piso 26 son exactamente cero”, dijo un asombrado y despectivo Bannon poco después de que se supo de la reunión con los rusos. “Las tres personas más senior de la campana”, siguió diciendo Bannon sin terminar de poder creerlo, “pensaron que era una buena idea tener una reunión con un gobierno extranjero en la Trump Tower, en la sala de conferencias del piso 25, y sin abogados. No llevaron abogados. Hasta si uno no cree que esto es traición, antipatriótico o una pelotudez, y yo creo que es todo esto, uno tiene que llamar de inmediato al FBI. Y si uno no quiere hacer eso, si uno es totalmente amoral, si querés la información de los rusos, los ves en un hotelito en el campo, mandás tus abogados a que escuchen y revisen, y luego ellos le cuentan verbalmente a otro abogado que haga de intermediario, y si vos ves que hay algo que sirve lo filtrás en un sitio como Breitbart o en alguna otro medio más convencional. Vos nunca lo ves, vos nunca estás, porque no hace falta que vayas…”

“Pero esos son los cerebros que tienen…”

Amor y odio a los medios

Trump estaba personalmente herido por cómo lo trataban los medios importantes. Se obsesionaba con cada crítica hasta que llegaba otra crítica nueva. Algunas críticas quedaban seleccionaban y eran repetidas una y otra vez, con el enojo creciendo en cada repetición (el presidente usa todo el tiempo el DVR). Buena parte de la conversación presidencial consiste en hablar obsesivamente de lo que dijeron sobre él varios conductores y panelistas. Se enoja cuando lo atacan y cuando atacan a los suyos. Pero no les reconoce la lealtad a su equipo, no culpa el progresismo de los medios por las críticas: los culpa a ellos por no saber conseguir buena prensa.

La pedantería de los medios y su desprecio por Trump ayudó a crear un tsunami de clicks en los medios de la derecha. El presidente atormentado, enojado, lleno de pena por sí mismo, no se enteró de ese apoyo. Lo que quiere es que todos los medios lo amen. En esto, Trump es profundamente incapaz de distinguir entre su interés político y sus necesidades personales: él piensa emocionalmente, no estratégicamente. La gran cosa de ser presidente, cree él, es que uno es el hombre más famoso del mundo y que los medios siempre adoran y veneran a los famosos. ¿No? Pero, confusamente, Trump es presidente en buena medida por su talento, consciente o reflexivo, de alienar a los medios, de ser transformado en una figura despreciada por los medios. “Para Trump”, explicó Roger Ailes (uno de los fundadores de Fox News), “los medios son poder, más que la política, y él quiere la atención y el respeto de los medios más poderosos. Hace veinticinco años que Donald y yo somos buenos amigos, pero a él le gustaría más ser amigo de Murdoch, que lo consideró un retardado hasta que llegó a presidente”.

El hombre que no puede leer

Un problema realmente único con el presidente es cómo hacerle llegar información a alguien que no lee, no puede leer o quiere leer, y que a lo sumo escucha lo que quiere escuchar. La otra parte del problema es cómo calificar la información que sí le gusta recibir. Su asistente Hope Hicks, después de un año, había afilado su sentido de qué información aceptaba Trump: breve. Steve Bannon, con su voz intensa e íntima, podía meterse a veces en la mente presidencial. Kellyanne Conway le llevaba el relato de los ataques e injusticias en su contra. Luego estaban las llamadas, después de cenar, al coro de millonarios amigos. Y sobre todo, el cable, programado para llegarle, para cortejarlo o enfurecerlo.

La información que no le llegaba era la información formal. Los datos. Los detalles. Las opciones. El análisis. Ni siquiera veía un Power Point. Todo lo que remotamente sonara a un aula o a una clase -”profesor” es uno de los insultos de alguien orgulloso de faltar al colegio, nunca haber comprado un manual, nunca haber tomado apuntes- lograba que el presidente se retirara. Esto era un problema en varios niveles, de hecho en casi todas las funciones presidenciales, pero seguramente era peor en cuanto al tema de evaluar opciones estratégicas militares.

A Trump le encantan los generales. Entre más medallas mejor. Lo que no le gusta al presidente es escuchar a los generales.

El sentido del deber

Para los funcionarios, el sentido del deber y la virtud cívica implica un complicado cálculo entre el bien que uno puede hacer en la Casa Blanca y el mal que estar ahí puede causarte. En abril de 2017, un mail originalmente enviado a una docena de destinatarios se difundió muchísimo a medida que era reenviado y reenviado. El texto supuestamente era del abogado de la presidencia Gary Cohn y resumía sucintamente el pesimismo de buena parte del personal de la Casa Blanca:

“Es peor de lo que se imaginan. Un idiota rodeado de payasos. Trump no lee nada, ni memos de una hoja, ni papers sobre medidas, nada. Aguanta unos minutos en reuniones con líderes mundiales porque se aburre. Su equipo no es mejor. Kushner es un bebé malcriado y no sabe nada de nada. Bannon es un idiota arrogante que cree que es más inteligente de lo que es. Trump es menos una persona que una colección de vicios. Nadie va a sobrevivir el primer año de su gobierno, excepto su familia. Odio este trabajo, pero siento que tengo que quedarme porque soy el único por acá que tiene idea de qué hace él. Estoy en un constante estado de shock y de horror.”

14/01/18 P/12