El recogimiento

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Nilda «Tununa» Mercado

En las sombras, cuando aún no se pierden los objetos en la oscuridad pero tampoco se pueden reconocer estrictamente sus perfiles, hora en que los animales tienden a ser el mismo animal, ella da vueltas por el cuarto, acercándose de tanto en tanto a la ventana en su rodeo. No hay preocupación en ese ir y venir, pero va cobrando forma, en el silencio, la sutil, inconfesable, inesperada, circunstancia de su deseo.

La otra, tendida sobre la cama, con la mirada perdida en la semipenumbra pero con todos los sentidos alerta al movimiento del cuerpo que se desplaza, a la forma con que la otra buscará decir o señalar el gesto de dirigirse a ella, al modo con que justificará una proximidad o un roce, a la resolución que tendrá ese instante cargado de titubeos, cuando ella, con los cabellos sobre sus hombros y su espalda, gire y deje caer las últimas prendas, deslizándolas por sus caderas hasta el piso, la otra, desde la cama, sólo puede oír el estruendo de las ranas, a coro, en la noche de verano, y abandonarse a él. Desde abajo, el cuerpo de ella se sobredimensiona, y sus pasos de pies descalzos, yendo y viniendo en misiones sin sentido que ningún quehacer resuelve, parecen multitudes sordas, una masa de silencios que quiere decir, al mismo tiempo, la premura y el desconcierto, las dos sensaciones que se han producido, de pronto, en ambas.

La distancia y el tiempo que todavía las separan, en ese cuarto pequeño, en medio de la noche, sin otro testigo que el coro de fondo, sin que nada haya permitido imaginar el desarrollo de los acontecimientos, sin que ningún antecedente pudiera haber anunciado el volumen y la densidad de lo que entre las dos había de surgir. La distancia y el tiempo que las separan han creado en la atmósfera una carga amorosa de provocación y escándalo sólo mensurable por la creciente, obnubilante humedad que los labios han empezado a balbucear, en la noche rodeada de ranas.

Imprevista, la pura manifestación de la energía que entre las dos estallaba a cada instante del diálogo, despojaba paulatinamente a las palabras de su lógica; el relato, cuyos vericuetos y salientes había sido sobre todo recuperación de las historias personales, se había vuelto liso, más cargado de silencios y esperas que de anécdota. Podría haber continuado hasta agotar la noche, entretejerse en una red arqueológica sin dejar hilos sueltos ni suspensos, empecinado en saturar todos los blancos. De los placeres a las adversidades, entre ellas podría haber circulado el ingrávido detalle que configura un estilo, un modo de vida o una imposición social; el intercambio menor de deseos, prácticas que componen la vida común y que suele ser la antesala de la alcoba.

Pero allí nada había empezado a decirse para inaugurar un decurso, sino para proseguir algo gestado vaya a saber uno en qué otra similar circunstancia en la que, como ahora, dos amantes habían decidido deshacerse de las palabras para iniciar las tareas del cuerpo.

Recordaba, mientras se dejaba estar en la penumbra, tendida sobre la cama, cobijada por el silencio con que los pies de ella buscaban la superficie del suelo, tentando los obstáculos en ese ir y venir propiciatorio, recordaba que antes de que ella comenzara a desvestirse, sus ropas le habían pesado sobre la piel, como si con ímpetu hubiera querido desgarrarlas ante ese cuerpo que había empezado a iluminarse por dentro a medida que crecía su desnudez, que había comenzado a segregar una palpitación, un movedizo escarceo con los brazos en alto, las piernas desprendiéndose de las ropas, dejándolas caer con el mismo sonido muelle de sus pies ahora por el cuarto, sigilosos, expectantes. Advertía que los cuentos que hasta ahora se habían contado eran cada vez más una superposición de alientos entrecortados, como si la palabra, cansada, se hubiera ido secando en los labios para insinuarse en otras formas, más del pulmón que de las cuerdas vocales, más de la acechanza que crece entre dos que no se tocan que de la complicidad directa entre dos que hacen amistad.

¿Preámbulo, entonces? ¿Una situación previa que conduce invariablemente a la disposición amorosa? No invariablemente: lo que allí pasaba no era un guión preparado de antemano en el que dos que dialogan sienten de pronto la necesidad de completar con el cuerpo lo que las palabras ya no dicen.

En la noche, con el croar insistente de fondo, el amor no se instalaba allí sobre una secuencia, no venía a superponerse a un crescendo narrativo, sino que había estado desde la gestación misma del encuentro, una sola y misma cosa con lo que ella, la de los pies ligeros, había dicho al atravesar el vano de la puerta, al correr las cortinas para cubrirse y cubrir a ambas del exterior y, una vez más aún, al atenuar la luz hasta apagarla y disolver cualquier contraste: “el recogimiento”.

Regresadas al pasado, proyectadas al futuro, en el mediotono de las conversaciones nocturnas, las voces se han vuelto ecos de sí mismas en una enorme boca; la realidad parece haberse fugado de esos ahora contornos de palabras, modelados por la resonancia del deseo que ha comenzado a repercutir en los labios, en los dientes, en la punta de los dedos, en las palmas de las manos. En ese puro decirse que dejaba germinar por detrás la condensación del deseo y su utópico estallido, los cuerpos van insinuando sus distancias, midiendo sus paralelismos y diferencias; ya casi en la penumbra una siente a la otra como un pulso dentro de sí misma; una ha dejado que la respiración de la otra sea la suya propia; una ha dejado hundir a la otra en su propio recinto; a una le ha parecido sentir en su boca la impaciencia de la otra.

No piensa ella que los pasos se harán cada vez más suaves sobre el piso del cuarto, sino que presume que entre el grado de levedad que ahora les ahueca el sonido y el momento en que cesarán de andar, cuando la otra se acerque al borde de la cama y se deje caer, no habrá una transición; tampoco habrá, de un estado al otro, el movimiento del desplome, ni ella recibirá el cuerpo de la otra como un costal sobre sus brazos. Ella, la otra, no ella la tendida sino quien se dirige a la ventana acaso seducida por el ruido sin tiempo de las ranas, monótono, cerrado y cerril como el calor del verano, o acaso sin poder posponer ya más el acercamiento, descorre apenas la cortina y atisba hacia afuera, como si quisiera cerciorarse de algo, prevenirse de alguna irrupción posible que, cortando camino a la mitad de la noche, se interpusiera entre las dos en el momento del recogimiento.

La luz entra por el resquicio abierto por sus manos a la noche, se detiene sobre su perfil, lo contornea y, cuando ella gira de nuevo dejando atrás la ventana y durante el tiempo en que la cortina tarda en volver a su sitio, la luz permanece aún un instante sobre sus hombros.

Las cosas y los hechos se despegan del tiempo y del espacio en que estaban instalados y se construyen, allí en ese cuarto del recogimiento, su propio habitáculo. Ella evoca un paseo por el bosque, descubierto casi como un atributo del espíritu cuando veinte años atrás la otra se internó por entre los senderos, presa de un deseo irreprimible de correr. El sudor le había empapado el cuerpo y sus pechos se transparentaban a través de su blusa cuando se tendió en la hojarasca. Sin decirlo, una de ellas recuerda una conversación presuntuosa en la que las dos se habían ensartado una siesta, hacía otra tanda de años. Con los ojos más violeta que nunca, entrecerrados por el aletear del deseo, ella la había mirado fijamente, describiéndole, con lujo de detalles, las evoluciones sucesivas de un pene dentro de su cuerpo y de un hombre capaz de suspender los desenlaces del amor cuantas veces se le antojara. Por discreción, ella había callado ante el testimonio, reconociendo, sin dejar traslucir ninguna emoción y en su fuero interno, que el fálico descomunal era el mismo que desde hacía varias noches la deslumbraba con sus peripecias.

Las historias contadas se enlazan y ruedan como agitadas por el mismo viento que afuera ha empezado a soplar, silenciando a las ranas que croaban. El juego que allí se canta no es el de las revelaciones; para nada la confesión. Los silencios permiten pensar que hay muchas zonas oscuras compartidas, labios que se posaron sobre la boca de una y la otra como si una y la otra hubieran sido intercambiables en materia de amor. Prolegómeno de una situación amorosa con sus propias claves, lo que ahora se cuenta es un material “de trabajo”, por así decir, extendido sobre la cama como una tirada de cartas propiciatoria, el lecho sobre el que habrá de montarse una escena.

Los lustros pasan como vendavales, los techos silban por el otro viento real que las reduce cada vez más al estado de recogimiento. Una imagen compartida, aunque mantenida en silencio: una y otra, a unas horas de distancia, se habían pasado amores como se pasan consignas; relevos, postas sobre cuyas circunstancias había que callar para dejar a salvo lo que al compartir las unía: ser siempre ellas, intocadas, una para la otra, una en la otra bajo o sobre cualquier cuerpo o sobre cualquier sueño.

Pero no siempre a través de un tercero la oleada de excitación había encendido sus deseos. Una vez, hace años, al observar el cuerpo de la otra, desnuda, había sentido que sus manos tendían a la forma de esos pechos y que su lengua era llevada por el impulso de recoger, como se recoge la savia de los tallos, el dulce sudor que el sol había hecho brotar en esa piel. Ese día, asediada por la imagen de ese cuerpo yacente a la espera de una resolución que definiera en un acto lo que estaba sucediendo, casi sin poderse contener, había dado la espalda a ese cuerpo, no para desistir del placer de amarlo, sino para sentir en toda su ingravidez los efectos que le provocaba, consciente ya de que no sería fácil descubrir una forma de la entrega que la satisficiera, y de que tendría que aceptar esa inquietud sin nombre, exaltación pura de la imagen, cerrada sobre sí misma como un arco a punto de disparar la flecha.

Todo lo que la otra sabía, todo lo que ella sabía, no podía ser formulado en una frase o vertido a un enunciado que resumiera lo que recíprocamente se habían desencadenado desde tiempos inmemoriales. Ni falta que hacía ahora tratar de definir las vibraciones que percibían sus cuerpos en ese estado de alerta que había tenido varios tiempos: el viento que había acabado con el murmullo de las ranas, la distribución de los cabellos al caer sobre los hombros, las ropas que descendían por el cuerpo, los brazos elevados y mecidos como en una danza amorosa, las caderas ofrecidas, las curvas delineadas para el tacto y la desesperación de los sentidos, el deslumbramiento del cuerpo de la otra reflejado en el propio cuerpo, el pubis dispuesto a acercarse al otro pubis.

Los pies van y vienen por el cuarto, en aprestos y postergaciones; una se tiende sobre la cama y luego se levanta y abre la ventana; respira hondo, se llena de la frescura de afuera y siente a sus espaldas, en dos puntos estrictos, a la altura de sus omóplatos, los pechos de la otra, una presión tan leve como la de dos tímidas bocas, pero tan intensa como la desolación del amor. En un tercer punto, más abajo, un pubis la roza, primero imperceptiblemente y, luego, intenso, pegándose a sus nalgas en una frotación que no busca tanto satisfacerse como dar a entender al otro cuerpo la convicción de su empecinamiento. Ella no se vuelve, cierra los ojos y se abandona al otro cuerpo; interpone su mano derecha entre sus nalgas y el pubis de la otra y lo acaricia lentamente, percibiendo su espesura y, poco a poco, se aventura en el sexo.

Ella observa y recorre con su mirada el cuerpo de la otra, dormida. La soledad es un hecho que ninguna nueva entrega podrá disipar. Siente ya el peso de una ausencia que envuelve ese cuerpo en su belleza, como si lo amortajara un estado límite, el del amor; asediada por los ecos de otros abandonos que no sabe por qué surgen como espectros desde el paisaje sugerido por las tinieblas del alba, ella no se acuesta, ni se sienta, ni se desplaza un solo milímetro, estática, desnuda, paralizada por la confluencia del deseo consumado y el terror a su desaparición, ella misma fragmento de una escena cuyo desenlace habrá que definir, antes del canto de la alondra.

(De Canon de alcoba, Ada Korn Editora, 1988)