El secreto

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Selva Almada

Cuando enterró a la madre sintió un gran alivio. Se había ido de este mundo sin saber, sin sospechar, que su hijo estaba muerto. Había sido agotador guardar el secreto todos estos años. El padre seguía vivo, es cierto, pero así como estaba, con la mente ida, no podía recordar si tenía hijos ni cuántos. Aunque su hermana insistiera con que a ellas sí las reconocía, no era verdad. Las veía a diario y por ello sus rostros le resultaban familiares, pero no sabía que eran sus hijas, ni sus nombres, nada.

La madre, pequeña como era, 1 metro 40, quedaba un poco perdida en el ataúd y hubo que poner más vuelos de tul para rellenar. Sin anteojos, bien maquillada, con el rostro sereno, parecía una muñeca embalada en su caja de fábrica. Sí, la cara de su madre con los ojos pegados, daba la impresión de serenidad, las manos regordetas cruzadas sobre el pecho y las uñas cortitas, pintadas, graciosas. Mal pintadas. A la madre le encantaba pintarse, pero era desprolija y ya no tenía buen pulso. Pero era de andar siempre pintada, a su manera, así como podía, como una nena que imita a su mamá. La madre era como una criatura. La trataron toda la vida así. Los padres, los hermanos, el marido; después las hijas. Por eso nunca aprendió a darse vuelta sola.

No era religiosa su madre. Y ella tampoco. No es que fuese atea. Dios era algo en lo que creer o reventar. Una palabra de la que no sabía si esperar algo. Cuando se le murió el marido, los primeros días quiso buscar consuelo en dios, pero no encontró nada. Acompañó a las vecinas en la novena que organizaron para pedir por el alma de su esposo porque era lo que tenía que hacer, pero la verdad es que no veía la hora de que se terminaran esas nueve noches meta rezo cuando ella tenía tanto de qué ocuparse de ahí en adelante. Trámites, papeles, cosas concretas. Halló más amparo en las cuestiones prácticas que en dios y cuando quiso acordar había pasado medio año y ella tenía una vida nueva.

El caso es que no la preocupaba que en otra vida la madre estuviese encontrándose con el hijo y que desde ese mundo paralelo pudiese volver a reprocharle nada. Y si así fuera, si existe la vida después de la muerte, su madre debía estar en el Cielo, un sitio con las puertas cerradas a cal y canto para los suicidas. No había modo de que la madre y el hijo se encontrasen. La ignorancia asegurada eternamente.

Hace unos días hizo la prueba con el padre. Se animó a hacer ese movimiento sólo porque el médico ya le dijo que la cabeza de su padre es como un gran ojo de agua: refleja, pero no retiene nada.

Terminó de afeitarlo y le abrochó la camisa limpia. Mientras guardaba los enseres de aseo, preguntó como al pasar y en voz bien alta para asegurarse ser escuchada.

—¿Y Denis? ¿Hace mucho que no viene?

El viejo torció la cabeza buscando, con el único ojo, malo, casi inservible, el bulto de donde provenía la voz.

—Denis. Tu hijo —dijo ella—. ¿No te acordás?

La cara recién afeitada, limpia como la de un niño, tuvo la expresión ausente durante unos segundos, el tiempo que el viejo necesitó para encontrar el resto de orgullo de hombre, sacudirlo como se sacude una alfombra vieja, apolillada, dura de mugre, y responder.

—Denis. Sí, claro, pasó la otra vuelta. Anda bien —dijo y empezó a rascarse el dorso de la mano izquierda como hace cuando está nervioso. Hay que tenerle las uñas bien cortas porque si no se lastima.
—Dejá de rascarte.

No era religiosa, aunque tenía su foto después de tomar la primera comunión, con un vestidito blanco y un tocado de tul explotando sobre el flequillo renegrido. No está bien en la foto. No es fotogénica porque tiene estrabismo. En las fotos de infancia lo más lindo de ver son los ojos de los niños y los de ella están cruzados: el defecto y no la criatura es el protagonista. La foto la sacó Luis Raota. En ese tiempo sobrevivía haciendo sociales, yendo de iglesia en iglesia de la zona, retratando bautismos, comuniones, bodas, difuntos (todavía se usaba fotografiar a los muertos). Después se hizo famoso por sus fotos de estudio.

También tiene fotos de su casamiento. Por más que no sea religiosa, llegó virgen al matrimonio. Puede decir que está bien llevado el atuendo blanco y sencillo. De adolescente, haciendo cálculos, se dio cuenta de que su madre estaba embarazada de su hermano cuando se casó. La había escandalizado el descubrimiento, pero nunca le dijo nada. No se entendían la madre y ella. La madre no tenía ojos más que para el hermano.

Tampoco le gustan esas fotos. El marido, que era muy gringo, aparece en todas colorado, transpirado, desaliñado. Se nota que tiene unos tragos de más.

No perdió la virginidad esa noche, la de bodas, en el motel cerca de Colón adonde llegaron con el citroën cargado hasta las manijas con los petates de camping, arrastrando las latas que los sobrinos engancharon al parachoques trasero. Un sitio que el ingenuo del esposo tomó por un hotel de verdad, campestre, a la orilla de la ruta, pero que no era más que un hotelucho adonde va a revolcarse la gente que no está casada entre sí.

Él se durmió enseguida. Ella se quedó mirando el techo espejado. Por las rendijas de la persiana que no cerraba bien entraba el pestañeo violáceo del cartel de neón.

Fue recién a la noche siguiente, adentro de la carpa clavada en el camping del Viejo Molino, a orillas del arroyo Urquiza. Más de cien años antes, ahí mismo, se había librado una batalla histórica y la misma tierra que había absorbido la sangre de los federales se tragó para siempre la mácula de su soltería.

En el fondo, su hermana y su medio hermano nunca estuvieron del todo convencidos de guardar el secreto. Reunidos los tres en la casa de ella, con la noticia fresca quemando entre las manos, aguardaron a que dijera qué había que hacer. Dijo lo que pensaba. Que era mejor no decirles a sus padres que el hermano acababa de pegarse un tiro.

Los otros dos se revolvieron incómodos en los asientos. Dijeron, balbucearon algo así como que no sabían si era lo correcto, que a la larga estas cosas saltan y es peor, que no estaba bien, que no sé qué.

Pero ninguno de los dos se atrevía a poner la cara. Esperaban que fuese ella la portadora de la tragedia.

Que hicieran lo que quisieran, les dijo. Para ella lo mejor era que no supieran. Que cuánto hace que Denis no pinta por acá. Dos años casi, desde que papá estuvo internado. Decirles para qué. Para que se enfermen. Después es ella la que lidia con los viejos. Y ya saben cómo es la madre. No va a soportar la noticia.

Dieron algunas vueltas todavía. Que por ahí no había que decirles cómo sucedió exactamente. Hablar de un accidente. Algo más fácil de digerir.

Ella hizo un gesto, como diciendo que corría por cuenta de ellos. Los vio apichonarse. Al fin alguno dijo que bueno, que por ahí era lo mejor, que tenía razón.

—Ojos que no ven, corazón que no siente —dijo y enseguida se avergonzó por no sentirse tan dolorida como sus hermanos.

Y es que Denis iba y venía, desaparecía por años, después reaparecía como si tal cosa. Ella estaba siempre ahí, palanqueando la tristeza de la madre, sus suspiros por el hijo ausente; las rabietas del padre. Todo más acentuado a medida que envejecían.

Y Denis qué. Siempre hizo lo que quiso. Cuando ella quedó viuda ni apareció. Todavía tenía la cola sucia. Tenía miedo de volver y que su amigo, el marido de la mujer que se había robado, le volara la cabeza. Al fin y al cabo, ¿no hubiese sido mejor así?, pensaba ella ahora.

No le salía estar triste. Tenía que pensar para adelante. No le entraba en la cabeza la última cagada que se había mandado Denis.

El medio hermano y la hermana viajaron a Buenos Aires, al funeral. Le dijeron de ir, si se apretaban entraban todos en el remís. Dijo que no. Iba a levantar la perdiz si se ausentaba más de un día. Los padres se iban a maliciar algo. Eran viejos, pero no idiotas. Que vayan ellos. Que manden sus condolencias a la viuda. De viuda a viuda, pensó con un poco de rencor.

Fue muy difícil sostener el secreto todo este tiempo. Construir el muro de silencio y estar allí, como un vigía de tiempo completo, atenta al asedio de buenas intenciones de los de afuera.

A la madre le encantaba ir a los velatorios. Cosas de gente de campo. La muerte de alguien es la excusa para encontrarse con viejos conocidos, ponerse al día. Era una escucha atenta de las necrológicas por la radio. Insistía en ser llevada. Los velorios. Los sitios más peligrosos. Ella detesta los velorios. Sin embargo tuvo que asistir a cuantos su madre quiso, estar al lado de sus padres, atenta, lista para intervenir, para interponerse, de ser necesario, entre algún pariente o vecino lejano que aprovechase que los veo para darles mi más sentido pésame, qué terrible, qué terrible. Por suerte nunca ocurrió, pero se fue muchas madrugadas de salas velatorias con la espalda contracturada de estar en guardia, una mujer-bomba presta a poner el cuerpo entre el comentario y sus padres.

Tiene nítida en la memoria la noche en que despertó y sintió el cuerpo helado del marido, en la cama. Prendió el velador y se quedó un rato viendo el moretón azul que le abarcaba todo el pecho. Muerto. Un infarto masivo, dijo el médico marcando la mancha lívida. Como si le hubiese caído una roca encima.

Una roca. Una montaña se sacó de los hombros cuando enterró a la madre a principios de la primavera.

El cementerio del pueblo es un lugar muy acogedor, si se puede decir algo así. Ahí donde termina, sigue el campo donde las vacas pastan. El sol parece dar a toda hora.

Con la excusa de pasar por el nicho del marido, se despegó del grupo de deudos y caminó por las vereditas de gramilla de las tumbas más viejas. Se sentía liviana. El viento revoltoso y cálido de setiembre le tocó el pelo, la cara, las piernas sin medias. Le sentaba bien el luto. La adelgazaba.

(De: El desapego es una manera de querernos, Random House, 2015)