El suave milagro

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por José Maria Eça de Queirós

En aquel tiempo, Jesús todavía no se había alejado de Galilea y de las dulces, luminosas márgenes del lago de Tiberíades, pero la nueva de sus milagros había llegado ya hasta Enganim, ciudad rica, de fuertes murallas, entre olivares y viñedos, en el país de Isacar.

Una tarde, un hombre de ojos ardientes y deslumbrados pasó por el fresco valle y anunció que un nuevo profeta, un Rabí hermoso, recorría los campos y las aldeas de Galilea, prediciendo la llegada del Reino de Dios, curando todos los males humanos. Y mientras descansaba, sentado al borde de la Fuente de los Vergeles, contó también que ese Rabí, en el camino de Magdala, había curado la lepra al siervo de un decurión romano, tan sólo con extender sobre él la sombra de sus manos; y que otra mañana, cruzando en una barca hacia la tierra de los gerazenos, allí en donde empezada la recolección del bálsamo, había resucitado a la hija de Jairo, hombre respetable y docto que comentaba los Libros en la sinagoga. Y, como, en derredor, asombrados, mesegueros, pastores y mujeres trigueñas con el cántaro al hombro le preguntasen si ése era, de verdad, el Mesías de Judea, y si ante él refulgía la espada de fuego, y si lo ladeaban, caminando como las sombras de dos torres, las sombras de Gog y de Magog, el hombre, sin beber siquiera de aquella agua tan fría de la que había bebido Josué, tomó el cayado, sacudió sus cabellos y se metió pensativamente bajo el acueducto, sumido enseguida en la espesura de los almendros en flor. Pero una esperanza, deliciosa como la llovizna en los meses en que canta la cigarra, refrescó las almas sencillas; enseguida, por toda la campiña que verdea hasta Ascalón, el arado pareció más blando de enterrar, más leve de mover la piedra del lagar; los niños, cogiendo ramos de anémonas, acechaban por los caminos si de allí, de la esquina del muro, o de debajo del sicomoro, no surgiría una claridad; y en los bancos de piedra, a las puertas de la ciudad, los viejos, pasando los dedos por los hilos de sus barbas, ya no desenrollaban, con tan sapiente certeza, los dictámenes antiguos.

Pues entonces vivía en Enganim un viejo, cuyo nombre era Obed, de una familia pontifical de Samaria, que había ofrecido sacrificios en las aras del monte Ebal, señor de hartos rebaños y de hartas viñas, y con el corazón tan lleno de orgullo como su granero de trigo. Pero un viento árido y abrasador, ese viento de desolación que, al mando del Señor, sopla de las torvas tierras de Esur, había matado las reses más gordas de sus manadas, y por las laderas en que sus viñas se enroscaban al olmo y se estiraban en el emparrado airoso sólo había dejado, en torno a los olmos y pilares desnudos, sarmientos, cepas resecas y la parra roída de crespa herrumbre. Y Obed, agachado en el umbral de su puerta, con la punta del manto sobre la faz, palpaba la polvareda, lamentaba la vejez, rumiaba quejas contra Dios cruel.

Casi no había oído hablar de ese nuevo Rabí de Galilea, que alimentaba a las multitudes, ahuyentaba a los demonios, enmendaba todas las desventuras. Obed, hombre leído, que había viajado por Fenicia, enseguida pensó que Jesús sería uno de esos hechiceros, tan habituales en Palestina, como Apolonio, o el rabí Ben-Dosa, o Simón, o Subtil. Esos, incluso en las noches tenebrosas, conversan con las estrellas, para ellos siempre claras y fáciles en sus secretos; con una vara ahuyentan de las cosechas los moscardones generados en los lodos de Egipto; y cogen entre los dedos las sombras de los árboles, que trasladan, como toldos benéficos, por encima de las eras, a la hora de la siesta. Jesús de Galilea, más joven, con magias más exuberantes seguramente, si él le pagase, ahuyentaría la mortandad de sus ganados, reverdecería sus viñedos. Entonces Obed ordenó a sus siervos que partiesen, buscasen por toda Galilea al nuevo Rabí y, con promesa de dineros o alhajas, lo trajesen a Enganim, en el país de Isacar.

Los siervos apretaron sus cinturones de cuero, y se fueron por el camino de las caravanas que, bordeando el lago, se extiende hasta Damasco. Una tarde avistaron sobre el Poniente, rojo como una granada muy madura, las nieves finas del monte Hermón. Después, en la frescura de una mañana suave, el lago de Tiberíades resplandeció ante ellos, transparente, cubierto de silencio, más azul que el cielo, todo orlado de prados floridos, de densos vergeles, de rocas de pórfido y de blancas terrazas entre los palmares, bajo el vuelo de las palomas mansas. Un pescador que desamarraba perezosamente su barca de una punta de césped, con sombra de baladres, escuchó, sonriendo, a los siervos. ¿El Rabí de Nazaret? ¡Ah! Desde el mes de Iyar, el Rabí había bajado, con sus discípulos, hacia los lados para donde el Jordán lleva sus aguas.

Los siervos, corriendo, siguieron por las orillas del río, hasta delante del vado, en donde éste se estira en un ancho remanso, y descansa, y por un instante duerme, inmóvil y verde, a la sombra de los tamarindos. Un hombre de la tribu de los esenios, todo vestido de lino blanco, cogía lentamente hierbas medicinales, por la orilla del agua, con un corderito blanco en sus brazos. Los siervos humildemente lo saludaron, porque el pueblo ama a aquellos hombres con el corazón tan limpio, y tan claro, y tan cándido como sus vestimentas, lavadas cada mañana en tanques purificados. ¿Y sabía él del paso del nuevo Rabí de Galilea, que, como los esenios, enseñaba la dulzura y curaba gentes y ganados? El esenio murmuró que el Rabí había atravesado el oasis de Engadi, después se había adelantado hacia allá… ¿Pero dónde, allá? Moviendo un ramo de flores moradas que había cogido, el esenio apuntó a las tierras de más allá del Jordán, la planicie de Moab. Los siervos vadearon el río, pero en vano buscaron a Jesús, jadeando por las rudas sendas, hasta las breñas en que se yergue la siniestra ciudadela de Makaur… En el pozo de Jacob reposaba una gran caravana, que llevaba para Egipto mirra, especias y bálsamos de Guilead; y los camelleros, sacando el agua con baldes de cuero, contaron a los siervos de Obed que en Gadara, por la luna nueva, un Rabí maravilloso, más grande que David o Isaías, había arrancado siete demonios del pecho de una tejedora, y que, a su voz, un hombre degollado por el salteador Barrabás se había levantado de su sepulcro y se había retirado a su huerto. Los siervos, esperanzados, subieron enseguida apresuradamente por el camino de los peregrinos hasta Gadara, ciudad de altas torres, y aún más lejos, hasta los manantiales de Amala… Pero Jesús, esa madrugada, seguido por un pueblo que cantaba y sacudía ramos de mimosa, se había embarcado en el lago, en un batel de pesca, y a vela había navegado hacia Magdala. Y los siervos de Obed, descorazonados, cruzaron de nuevo el Jordán por el puente de las Hijas de Jacob. Un día, con las sandalias ya rotas de los largos caminos, pisando ya las tierras de la Judea romana, se cruzaron con un fariseo sombrío que se recogía en Efraim, montado en su mula. Con devota reverencia detuvieron al hombre de la Ley. ¿Había encontrado él, por acaso, a ese profeta nuevo de Galilea que, como un Dios paseando por la tierra, sembraba milagros? El rostro curvo del fariseo se oscureció arrugado, y su cólera retumbó como un tambor orgulloso:

—¡Oh, esclavos paganos! ¡Oh, blasfemos! ¿En dónde oísteis que existiesen profetas o milagros fuera de Jerusalén? Tan sólo Jehová tiene fuerza en su Templo. De Galilea salen los necios y los impostores…

Y, como los siervos retrocedían ante su puño levantado, todo enrollado por dísticos sagrados, el furioso doctor de la Ley saltó de la mula y, con las piedras del camino, apedreó a los siervos de Obed, aullando: «¡Racca! ¡Racca!», y todos los anatemas rituales. Los siervos huyeron a Enganim. Y fue grande el desconsuelo de Obed, porque sus ganados se morían, sus viñas se secaban, y aun así, radiante, como una alborada tras las sierras, crecía, consoladora y plena de promesas divinas, la fama de Jesús de Galilea.

En aquel tiempo, un centurión romano, Publio Séptimo, comandaba el fuerte que domina el valle de Cesarea, hasta la ciudad y el mar. Publio, hombre áspero, veterano de la campaña de Tiberio contra los partos, se había enriquecido durante la revuelta de Samaria, con presas y saqueos, poseía minas en Ática y gozaba, como favor supremo de los dioses, de la amistad de Flaco, legado imperial de Siria. Pero un dolor roía su prosperidad muy poderosamente, como un gusano roe un fruto muy suculento. Su única hija, más amada para él que vida y bienes, se apagaba con un mal sutil y lento, extraño incluso al saber de los esculapios y mágicos que él mandó consultar en Sidón y en Tiro. Blanca y triste como la luna en un cementerio, sin una queja, sonriendo pálidamente a su padre, se apagaba, sentada en la alta explanada del fuerte, bajo un toldo, descansando con saudade los negros ojos tristes por el azul del mar de Tiro, por el que ella había navegado desde Italia, en una opulenta galera. A su lado, a veces, un legionario, entre las almenas, apuntaba calmamente la flecha hacia lo alto y fondeaba en una gran águila volando con alas serenas, en el cielo rutilante. La hija de Séptimo seguía un momento al ave torneando hasta caer muerta sobre las rocas; después, con un suspiro, más triste y más pálida, miraba nuevamente hacia el mar.

Entonces Séptimo, oyendo contar, a mercaderes de Corozaín, de este Rabí admirable, tan potente sobre los espíritus que curaba los males tenebrosos del alma, destacó tres decurias de soldados para que lo buscasen por Galilea y por todas las ciudades de la Decápolis, hasta la costa y hasta Ascalón. Los soldados metieron los escudos en los sacos de lona, pincharon en los yelmos ramos de olivo, y, herradas sus sandalias apresuradamente, se alejaron, resonando sobre las lajas de basalto de la calzada romana que desde Cesarea hasta el lago corta toda la Tetrarquía de Herodes. Sus armas, de noche, brillaban en la cima de las colinas, entre la llama ondeante de las antorchas levantadas. De día invadían las alquerías, rebuscaban en la espesura de los pomares, agujereaban con la punta de las lanzas la paja de los almiares; y las mujeres, asustadas, para amansarlos, acudían enseguida con dulces de miel, higos nuevos y cuencos llenos de vino, que ellos bebían de un trago, sentados a la sombra de los sicomoros. Así recorrieron la Baja Galilea, y del Rabí tan sólo encontraron un surco luminoso en los corazones. Hastiados ya de las inútiles marchas, desconfiando de que los judíos ocultasen a su hechicero para que los romanos no se aprovechasen del superior hechizo, derramaban con tumulto su cólera, a través de la piadosa tierra sumisa. A la entrada de los puentes detenían a los peregrinos, gritando el nombre del Rabí, rasgando los velos de las vírgenes, y, a la hora en que los cántaros se llenan en las cisternas, invadían las calles estrechas de los burgos, entraban en las sinagogas y golpeaban sacrílegamente con los puños de las espadas en las tebah, los santos armarios de cedro que guardaban los Libros Sagrados. En las cercanías de Hebrón arrastraron a los eremitas por las barbas fuera de las grutas, para arrancarles el nombre del desierto o del palmar en que se ocultaba el Rabí, y dos mercaderes fenicios que venían de Jope con una carga de malabatro, a los que nunca había llegado el nombre de Jesús, pagaron por ese delito cien dracmas a cada decurión. Ya la gente de los campos, incluso los bravos pastores de Idumea, que llevan las reses blancas al templo, huía despavorida a las serranías, tan pronto como brillaban, en algún recodo del camino, las armas del violento bando. Y, del borde de las azoteas, las viejas sacudían como talegos la punta de sus cabellos desgreñados y lanzaban sobre ellos las malas suertes, invocando la venganza de Elías. Así, tumultuosamente erraron hasta Ascalón: no encontraron a Jesús, y retrocedieron a lo largo de la costa, enterrando sus sandalias en las arenas ardientes.

Una madrugada, cerca de Cesarea, marchando por un valle, avistaron sobre un otero un verdinegro bosque de laureles, en el que albeaba, recogidamente, el fino y claro pórtico de un templo. Un viejo, de largas barbas blancas, coronado de hojas de laurel, vestido con una túnica de color azafrán, sujetando una corta lira de tres cuerdas, esperaba gravemente, sobre los peldaños de mármol, la aparición del sol. Desde abajo, agitando un ramo de olivo, los soldados clamaban por el sacerdote. ¿Conocía él un nuevo profeta que había surgido en Galilea y tan diestro en milagros que resucitaba a los muertos y convertía el agua en vino? Serenamente, extendiendo los brazos, el sosegado viejo exclamó sobre el rociado verdor del valle:

—¡Oh, romanos! ¿Creéis, pues, que en Galilea o Judea aparecen profetas consumando milagros? ¿Cómo puede un bárbaro cambiar el orden instituido por Zeus?… Mágicos y hechiceros son traficantes que murmuran palabras huecas para arrebatar la espórtula de los simples… Sin el permiso de los inmortales ni una rama seca se puede caer del árbol, ni una hoja seca puede sacudirse en el árbol. No hay profetas, no hay milagros… ¡Tan sólo Apolo Délfico conoce el secreto de las cosas!

Entonces, despacio, con la cabeza gacha, como en una tarde de derrota, los soldados se recogieron en la fortaleza de Cesarea. Y grande fue la desesperación de Séptimo, porque su hija se moría, sin una queja, mirando el mar de Tiro, y la fama de Jesús, curador de los lánguidos males, seguía creciendo, siempre más consoladora y fresca, como la brisa de la tarde que sopla del Hermón y, a través de los huertos, reanima y levanta las azucenas pendidas.

Pero entre Enganim y Cesarea, en una casucha desgarrada, sumido en el pliegue de un cerro, vivía en aquel tiempo una viuda, mujer más desgraciada que todas las mujeres de Israel. Su hijito único, completamente tullido, había pasado del magro pecho con el que ella lo había criado a los harapos del jergón podrido, en el que había yacido, pasados siete años, acabándose y gimiendo. También a ella la enfermedad la había arrugado dentro de los trapos nunca cambiados, más oscura y torcida que un sarmiento arrancado. Y, sobre ambos, espesamente la miseria creció como el moho sobre desechos perdidos en un yermo. Hasta en la lámpara de barro rojo se había secado hacía mucho el aceite. Dentro del arca pintada no quedaba grano o corteza de pan. En el estío, sin pasto, la cabra había muerto. Después, en el huerto, se secó la higuera. Tan lejos del poblado, nunca limosna de pan o miel entraba por el portal. ¡Y sólo hierbas cogidas en las rendijas de las rocas, cocidas sin sal, nutrían a aquellas criaturas de Dios en la Tierra Prometida, en la que hasta a las aves maléficas les sobraba el sustento!

Un día, un mendigo entró en la casucha, compartió su fardel con la madre amargada y, sentado un momento en la piedra del lar, rascándose las heridas de las piernas, habló de esa gran esperanza de los tristes, de ese Rabí que había aparecido en Galilea y que de un pan en el mismo cesto hacía siete, y amaba a todos los pequeñuelos, y enjugaba todos los llantos, y prometía a los pobres un gran y luminoso Reino, de abundancia mayor que la corte de Salomón. La mujer escuchaba, con ojos hambrientos. ¿Y ese dulce Rabí, esperanza de los tristes, dónde se encontraba? El mendigo suspiró. ¡Ah, ese dulce Rabí! ¡Cuántos lo deseaban, que se desesperanzaban! Su fama corría por toda Judea, como el sol, que hasta por cualquier viejo muro se extiende y se goza; mas vislumbrar la claridad de su rostro sólo era para aquellos dichosos que escogía su deseo. Obed, tan rico, había mandado a sus siervos por toda Galilea para que buscasen a Jesús, lo llamasen con promesas a Enganín; Séptimo, tan soberano, había destacado sus soldados hasta la costa del mar, para que buscasen a Jesús, lo condujesen, por su mando, a Cesarea. Errando, limosneando por tantas calzadas, él se había encontrado a los siervos de Obed, después a los legionarios de Séptimo. Y todos volvían, como derrotados, con las sandalias rotas, sin haber descubierto en qué bosque o ciudad, en qué madriguera o palacio, se escondía Jesús.

La tarde caía. El mendigo recogió su bordón, bajó por la dura senda, entre el brezo y la roca. La madre volvió a su rincón, la madre más doblada, más abandonada. Y entonces el hijito, con un murmullo más débil que el roce de un ala, le pidió a su madre que le trajese a ese Rabí que amaba a los pequeñuelos, aun a los más pobres, curaba los males, aun los más antiguos. La madre apretó la cabeza desgreñada:

—¡Pero hijo! ¿Y cómo quieres que te deje y me meta a los caminos, en busca del Rabí de Galilea? Obed es rico y tiene siervos, y en vano buscaron a Jesús, por arenas y colinas, desde Corozaín hasta el país de Moab. ¡Séptimo es fuerte y tiene soldados, y en vano corrieron por Jesús, desde Hebrón hasta el mar! ¿Cómo quieres que te deje? Jesús anda muy lejos y nuestro dolor vive con nosotros, dentro de estas paredes, y dentro de ellas nos encierra. Y aunque lo encontrase, ¿cómo convencería yo a Rabí tan deseado, a quien ricos y fuertes acudieron, a que bajase a través de las ciudades hasta este yermo, para curar a un tullidito tan pobre, sobre un jergón tan roto?

El chiquillo, con dos gruesas lágrimas en su carita chupada, murmuró:

—¡Madre! Jesús ama a todos los pequeños. ¡Y yo soy todavía tan pequeño, y padezco con un mal tan grave, y me gustaría tanto curarme!

Y la madre, sollozando:

—Hijo mío, ¿cómo puedo dejarte? Largas son las calzadas de Galilea y corta la piedad de los hombres. Tan rota, tan torpe, tan triste, hasta los perros me ladrarían desde la puerta de las alquerías. Nadie atendería mi petición enseñándome la morada del dulce Rabí. ¡Hijo! Quizás Jesús se haya muerto… Ni siquiera los ricos y los poderosos lo encuentran. El Cielo lo trajo, el Cielo se lo llevó. Y con Él para siempre murió la esperanza de los tristes.

De entre los negros trapos, levantando sus pobres manitas que temblaban, el niño murmuró:

—Mamá, yo quería ver a Jesús…

Y enseguida, abriendo despacio la puerta y sonriendo, Jesús dijo al pequeño:

—Aquí estoy.

(De: Cuentos completos. Traducción: María Tecla Portela Carreiro)