El sueño de Nicolás

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Rodolfo Fogwill

De madrugada, oscuro aún, había salido a pescar en el chinchorro. Ahora regresaba con poca cosa: un pejerrey, un par de dorados pequeños, un manojo de pesca chica, que tal vez por la tarde le servirá como cebo de trasmallo. Era una hermosa mañana de verano, fresca, porque durante la noche había llovido y estaba soplando viento sur. A mil metros de la costa el estuario se rizaba y más allá se levantarían las olas grandes que los marineros llaman «burros», pero vista desde la boca del zanjón la superficie del río semejaba un espejo de agua calma.

Amarró el bote en la orilla del zanjón, donde había construido un muelle precario con troncos talados en el monte vecino. Brotecitos de sauce germinaban en los pilotes de su muelle, alegrando la mañana: algo crece. A ambos lados del muelle, pequeños camalotes que entraron al zanjón con la creciente se enredaban en los juncos. Con el tiempo los juncos y camalotes irían colando la resaca del río, y consolidando sus raíces. Él conocía bien ese mecanismo: tarde o temprano el estado intermedio entre costa y agua invadirá el zanjón hasta cegarlo totalmente.

Acomodó la pesca dentro de una bolsa de arpillera húmeda para conservarla fresca hasta el mediodía. Mientras aseguraba los remos bajo el asiento del chinchorro le llegaron los ruidos de la casa: los chicos estaban despiertos y el tono de sus gritos le anunció que ya habían desayunado y se disponían a iniciar sus juegos. Sólo se oían ese bullicio y el ruido del viento magnificado por los álamos. La imagen permanecía en blanco y negro, pero la irrupción del ruido del viento abundó en notas verdes que se precipitaron sin esfuerzo, a diferencia del azul del cielo que debía imaginar cada vez que corroboraba que esa era una fresca mañana de verano neutralizada por el viento sur; el marrón arcilloso del río sólo irrumpía en la escena esporádicamente.

Se aproximaba a la casa y su entusiasmo crecía al prever la recepción de los niños si descubriesen su retorno. Eran varios; algunos hijos suyos. No necesitaba verlos o interrumpir sus juegos para verificar cuánto lo apreciaban esos chicos, cómo confiaban en él y se sentían seguros en su casa a pesar de estas incursiones de pesca y de sus periódicas visitas solitarias a la ciudad.

Caminaba por un terreno blando de resaca y arena limitado hacia el río por un montecito de sauces y hacia la casa por un cerco de álamos. El terreno era más blando en las proximidades de la casa, porque hasta allí no alcanzan las crecientes que apisonan la arena. Pensaba en esto cuando sintió bajo sus pies un movimiento de tierra: una vibración rápida que se registró rotundamente en la columna vertebral, desde la cintura hacia la nuca. En ese instante no pudo explicarse el origen de la vibración, pero era evidente que los niños también la percibieron extrañados, porque habían interrumpido su juego, de allí el silencio que la sucedió. Ahora sólo se escuchaba el ruido del viento en los álamos, que se le ocurrió más fuerte, y que a poco se fue transformando en un sonido agudo que lo alarmó. El chirrido crecía hasta tornarse insoportable y tardó en comprender que precedía de millares de pájaros que abandonando sus ramas se elevaban a varios metros por encima de la copa de los árboles para iniciar una carrera hacia el sudeste sin orden ni formación alguna: la costa era un extenso corredor de aves de especies diferentes huyendo en la misma dirección. Aunque el monte le impedía ver el punto de origen de la carrera de las aves, lo situó al noroeste y adivinó el inmenso resplandor blanco que debió producirse cuando ellos percibieron la vibración del suelo. Supuso que de inmediato el cielo adoptaría en esa región el aspecto de una puesta de sol y que después se alzaría la gran nube de fuego, humo y ciudad volada adoptando su característica forma de hongo. Abandonó su pesca y corrió hacia el grupo de niños y los condujo hacia la casa llevando en sus brazos a los más chicos; entonces recordó un impreso con instrucciones que alguna vez leyó en Europa y se arrepintió de no haberle prestado más atención, atribuyendo su difusión a la obsesividad germana o alguna acción psicológica concertada por los políticos.

Si el punto de origen de la carrera de los pájaros se situaba al noroeste, la explosión habría ocurrido en el centro mismo de la ciudad, distante a treinta kilómetros. Entonces debía instalar a los niños en las habitaciones que enfrentaban al sur y clausurar las ventanas del sector norte de la casa. Calculó que dispondría de un minuto o un poco más a partir del momento de la explosión y creyó haber agotado la mitad de ese tiempo en la marcha hacia la casa. Apostaba a que su vieja afección cerebral no le jugase ahora una mala pasada y que pudiese conservar la calma para no transmitir a los chicos el terror y la desolación que lo desbordaban.

Lo sorprendió la obediencia con que los chicos cumplieron sus instrucciones. Disponía del tiempo justo para cubrirlos con mantas para que permaneciesen protegidos. Cerró las ventanas, aseguró las más débiles con los pocos muebles sueltos a su alcance y se arriesgó a correr hacia la cocina para recoger un receptor de radio portátil y una naranja que devoró tratando de atenuar la sequedad de su boca.

En la habitación los chicos permanecían cubiertos; alguno lloraba, pero no pudo o no quiso reconocer cuál era. Les explicó que pronto escucharían un ruido muy fuerte y que después sentirían mucho calor, pero que si se mantenían bajo sus mantas no corrían peligro. Le preguntaron qué ocurría. Atinó a sugerir: «una explosión». Algún niño, uno de los mayores, gritó: «la bomba atómica». Él mintió que no, que era un rayo. Parecía cruel que se sintieran víctimas de una bomba y no supo por qué. Buscó en la radio alguna transmisión que diese indicaciones, pero a causa de la estática sólo se oía un intenso zumbido en cualquiera de las posiciones del dial. Trató de establecer la probabilidad de que alguno de esos chicos sobreviviera y deseó que en tal caso fuera uno de sus hijos.

El ruido de la explosión, no más fuerte que un trueno, llegó poco antes que el estrépito del viento. Ya no escuchaba el llanto de los niños y sólo esperaba que la casa resistiera. Por fortuna su estructura de hormigón fue construida para enfrentar las inundaciones. Calculaba que la intensidad del viento superaría los ciento veinte kilómetros. Con el viento llegaba el calor que dentro de la casa ascendió a cincuenta grados, o más. Imaginó que afuera pronto comenzarían a arder las plantas secas y confiaba que los sauces y los álamos resistiesen la combustión. Al ruido del viento se sumaba ahora el impacto de objetos —ramas, tal vez troncos— que arrancados del monte o del camino golpeaban con fuerza contra el flanco norte de la construcción.

Por momentos la fuerza del viento medida por el ritmo de impactos contra la casa parecía disminuir. Entonces trataba de calmar a los niños para que permaneciesen en sus puestos cubiertos por las mantas y olvidasen la sed, que ya resultaba insoportable para todos. En su memoria se confundían las instrucciones y no alcanzaba a recordar si debían evitar la ingestión de líquidos y alimentos para conjurar la contaminación o por otra razón.

Lo único vivo que encontraba en su memoria era un film sobre Hiroshima del que recordaba un vals de Delarue que casualmente aludía a un río. La radio continuaba emitiendo su sonido monocorde alterado por periódicas descargas eléctricas. Supuso improbable que una patrulla de salvamento se acercase a la costa, con el trabajo que debían tener en las ciudades. Él mismo transportaría a los niños hacia un lugar seguro donde pudiesen recibir alguna atención, no sabía cuál. Pensó la posibilidad de bajar por el estuario hasta Berisso o, mejor, hasta Puerto Atalaya, pero las velas y el combustible del pequeño motor fuera de borda de la falúa estarían ardiendo dentro del galpón.

Siendo imposible intentar la marcha por tierra planeó bajar el río con el chinchorro. Buscaba maneras de convencer a los niños para que no comieran ni bebieran hasta llegar a un lugar seguro y volvió a dudar de sus posibilidades de resistir a causa de su vieja afección cerebral. Estaba empapado por el sudor y se sentía ahogado bajo las mantas; no obstante, encendió un cigarrillo con cierta satisfacción: el viento amainaba. Los chicos ahora no lloraban pero se quejaban de la sed. Uno preguntó cuándo podrían destaparse y tomar una Coca Cola. Entonces resolvió que beberían todo lo que encontrasen en la heladera antes de partir, que asumiría ese riesgo. Pensó en la ciudad, treinta kilómetros al norte, por entero arrasada: ni siquiera les habían dado, como a ellos, la posibilidad de protegerse. Después sintió que lo más injusto era que no anunciasen la bomba con cierta anticipación, para dar a la gente la oportunidad de reunirse y esperarla en familia, como a los años nuevos, postulando proyectos de sobrevivencia posibles o ilusorios, qué importaba. Sentía el odio por primera vez en el sueño: ¿Cómo podían actuar así? ¿Cómo podían ser tan hijos de puta?

(De: Memoria romana y otros relatos inéditos, Blatt & Ríos, 2018)