«El último cafiolo», el adiós que a botellazo limpio Cátulo Castillo dedicó a los necios, viles y trepadores
(Fue su despedida a un país que le dolía y que, como él mismo escribiera en «La última curda», estaba «de olvido, siempre gris…»)
Por Bruno Passarelli
Cátulo Castillo fue una de las cumbres de la poesía tanguera que, como escribiera alguna vez su colega César Tiempo, «tenía la alegría de los santos». Perteneció a la misma generación de Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo y con ellos compartió una cruzada con el tango como bandera, concebido como un instrumento clave para la cultura nacional. Que debía «ser popular o no sería nada», según Homero.

Veinte años después del calvario al que lo condenó la llamada Revolución Libertadora, que el 9 de junio de 1956 fusiló sin juicio previo a un grupo de sublevados, el gobierno porteño, surgido de las elecciones del año anterior, decidió en 1974 desagraviarlo nombrándolo «Ciudadano Ilustre de la Ciudad Autónoma de la Ciudad de Buenos Aires».
En el acto en el que recibió la distinción Cátulo dijo pocas palabras, pero cargadas de un claro significado: «Una vez, un águila y un gusano se encontraron en la cima de una montaña. El águila, sorprendida, le dijo al gusano: «No me imaginé nunca verte por acá «. El gusano le contestó: «Te entiendo, cuesta mucho trabajo subir pero te diré que vale la pena». A lo que el águila le aclaró: «Cuidado, no te confundas, la diferencia entre nosotros dos es enorme, vos llegaste trepando, yo lo hice volando». Y cerró Cátulo: «Sería bueno que muchos hagan suyo este cuentito y reflexionen: ¿águila o gusano? Porque es ésta la gran diferencia en el tránsito por este mundo».

De joven, ya consagrada su vida a la poesía, Cátulo se distinguió siempre por un carácter tan exuberante y expansivo que contagiaba a quienes lo trataban y que se nota en sus obras cumbres, destinadas a entrar de lleno en la historia legendaria del género. Una instalación en la que tuvo mucho que ver su gran amistad con Aníbal Troilo, compinche de su adolescencia.
Hablo de «A Homero», que dedicó a ese Manzi que también fue compañero en sus correrías juveniles porque estaba, como él, en «el misterio de la cosa».
Y cito a «La Cantina», «María», «Café de los Angelitos», «Organito de la Tarde», «Viejo Ciego», «Silbando», «La Calesita», «Tinta Roja», «Patio Mío», «Anoche», «Malva», «El Aguacero», que en mi adolescencia cantábamos en el Colegio Nacional para aprender lo que era el sentimiento nacional, «El Patio de la Morocha», con música de Mariano Mores, y otras hermosas creaciones más.
En los años 30-40 del siglo pasado, con su humorístico optimismo, Cátulo hacía en sus letras más llevaderos los temas que siempre obsesionaron al tango: la dolorosa nostalgia por lo perdido, el amor imposible que provoca sufrimiento, la degradación de la existencia, la melancolía invencible del inmigrante. Los enalteció con una creatividad que, según muchos, era el sol que iluminaba a un país que funcionaba y que estaba orgulloso por ello. En la década previa a 1955 el de Cátulo fue un rol protagónico de primer orden en línea con la nueva forma de entender y divulgar la cultura argentina.

Todo el andamiaje sobre el que Cátulo había apoyado sus convicciones y dado sus mejores esfuerzos se derrumbó con el terrible vendaval desatado el 16 de septiembre de 1955 por la citada Revolución Fusiladora que, tras voltear a Perón, inició una demolición indiscriminada bajo cuyos escombros acabó también él. De nada le valió la limpieza de sus manos que traslucían bondad y honestidad, como escribió un contemporáneo.
El gobierno golpista, por su peronismo, lo castigó sin piedad. Lo obligó a «festejar» sus 50 años de edad (había nacido el 6 de agosto de 1906) en la angustia más espantosa. Le fueron quitando todo. Las presidencias de SADAIC, a cuya fundación había contribuído de manera decisiva, y de la Comisión Nacional de Cultura. Prohibieron la difusión de sus tangos por radio y televisión. Cancelaron el cobro mensual de sus derechos de autor. Le quitaron sus cátedras universitarias que daba gratis. Censuraron las letras de marchas y canciones que había escrito. Por ejemplo, el himno del Sindicato de Luz y Fuerza y el «Canto al Trabajo», grabados por Hugo del Carril. Hasta le vetaron el recuerdo público de algo que lo enorgullecía: haber sido el primero en llevar el tango al Teatro Colón.
Pero lo que más le dolió fue con cuánta vileza le dieron la espalda muchos tipos a los que había ayudado. Desde hacerle conseguir la anhelada jubilación de SADAIC hasta darle un empleo en alguna repartición estatal, pasando por los mangazos a los que respondía al estilo Pichuco: metiendo la mano en el bolsillo hasta quedarse sin un centavo. Contó su esposa Amanda Peluffo: «Le cayó encima el más terrible de los anonimatos, lo dejaron sin nada, tuvimos que vender el departamento en el que vivíamos, a un precio tan irrisorio que casi lo regalamos».
Así, vejado, saqueado, perseguido, humillado, se refugió en una casona suburbana del Camino de Cintura (hoy Ciudad Evita), frente al río Matanza. Allí se dedicó a su nueva pasión: salvar, ayudar, curar y alimentar a perros y gatos errabundos, la mayor parte de ellos abandonada por sus patrones.
Llegó a tener en el amplio terreno del fondo 76 canes y 23 gatos, además de dos corderitos a los que llamó Juan y Domingo y de un imprecisado número de gallos y gallinas. Se cuenta que los perros, cuando Cátulo bajaba del ómnibus de línea que lo traía desde el centro y empezaba a recorrer el camino que lo conducía a su casa, ladraban dándole la bienvenida. Escribió Enrique Cadícamo: «Festejaban el arribo del santo protector»
Pero Cátulo, sin recursos económicos, se dio cuenta pronto que la empresa de vivir para los animales, una tarea que dividía pintando paisajes a lo Quinquela Martin, era una utopía que no podía durar. Sobre todo porque muchos de los perros que había salvado de la calle, del hambre y del frío estaban enfermos. Y él, el pobre Cátulo, no tenía dinero para comprar los remedios.
Entonces, ¿qué hizo? Siguió un curso acelerado de primeros auxilios para canes, gracias al cuál salvó a decenas de ellos, vacunándolos. Pero, igual, la plata no le bastaba. Entonces fundó el que llamó «Movimiento Argentino de Protección Animal» (MAPA), al que adhirieron -y aportaron- figuras del espectáculo como Luis Sandrini, Tita Merello, Mecha Ortiz, Sabina Olmos, Malvina Pastorino, Myriam de Urquijo, Homero Expósito, Nelly Omar y otros más. De no pocos de ellos logró también que adoptasen un perro. Fue el caso de «Pepito» Marrone. Y de dos deportistas: Delfo Cabrera, ex medalla de oro en las Olimpíadas 1948, y Ricardo González, campeón argentino de boxeo, aquel deporte que Cátulo había practicado en su juventud.
A Cátulo, aquellos años tremendos lo marcaron a fuego. Y esto se nota de forma transparente en los tangos que compuso a partir de 1958, cuando los militares «libertadores» empezaron a volver a los cuarteles, pero no por mucho tiempo. Su musa se volvió pesimista, ácida, acentuando lo que ya era: un romántico angustiado de ver la vida a través de una lente de aumento que le mostraba, día a día, la decadencia del país que amaba y al que había dado lo mejor de sí. Un dato revela su sufrimiento: empieza a usar palabras en lunfardo, algo que nunca había hecho.
Son tres los tangos que muestran este gris estado de ánimo. Los tres, con música de su amigo Troilo, quien enseguida se los grabó. «LA ULTIMA CURDA» es de 1957 y resulta la obra más trascendente de aquella época. En la letra, Cátulo dialoga sombríamente con el «eco funeral» del bandoneón (de Pichuco), habla de la vida como de «una herida absurda» y define la Argentina de sus tiempos como «un país que está de olvido/ siempre gris/ tras el alcohol».
En 1962, a punto de retirarse otra vez los militares, escribió «¿Y A MÍ QUÉ?», con estrofas de un ilevantable escepticismo. La letra abunda en metáforas, reflejos de una cruda y cruel realidad, volcada en la caída vertical del poder adquisitivo del salario. Y Cátulo lo dice con toda su voz:
– «El vento es un suplicio y el día tres,
ya se piantó de yiro y queda el mes»…
Para después apostrofar:
– «El Santo de la Historia es un ladrón
y alterna el Zanagoria con Napoleón»…
Troilo lo grabó con la voz de Elba Berón. La trilogía se completa con «DESENCUENTRO», escrito el mismo año y también llevado al disco por Pichuco, en este caso cantando Roberto Rufino. El pesimismo catuliano, impiadoso, se expresa en dos cuartetas de cierre que son escalofriantes, verdaderos tajos al corazón:
– En el corso a contramano
un grupí vendió a Jesús,
no te fíes ni de tu hermano
se te cuelgan de la cruz…
Y como telón:
– Por eso en tu total
fracaso de vivir
ni el tiro del final
te va a salir (!!!)…
El Palacio Barolo sigue erguido, intacto y prepotente, en el centro de Buenos Aires, en la Avenida de Mayo entre San José y Luis Sáenz Peña. En los años de la «grandeur» argentina no sólo era el edificio más bacán y lujoso de la ciudad, sino también el más alto. Allí tenía su bulín uno de los cafiolos más conocidos en el ambiente. Era un proxeneta para el que habían trabajado las minas más cotizadas de la noche. Y él, como premio, les solía regalar, en lo que era una yapa, el privilegio de poder admirar, desde lo alto, Buenos Aires a sus pies.

Pero un día cayó en la mala y vio cómo sus tráficos se reducían tristemente. Y no tuvo otra alternativa que dejar el bulín y, ya sin fiestas de champán y de Nebiolo, que era el vino más caro y prestigioso (hoy una botella añejada cuesta en Europa 6.000 euros), sufrió en carne propia el «estrolo». O sea el castigo de andar a pie entre las veredas rotas, como un miserable que «cruza pobre y solo el macadam», el asfalto callejero del que habla Paolo Conte, el máximo cantautor italiano.
El cafiolo de otros tiempos, reducido a la indigencia, trató de sobrevivir «yugándola» de mozo en un restaurante de lujo no lejos del Barolo, lo que le significó tener que sufrir reiteradas humillaciones. Como, más de una vez, oír el grito obsceno de un imbécil (un «pipiolo»), desde una mesa en la que lucía como invitada la mina «más fané» de un lujoso y cercano cabaret que él muy bien conocía, reclamándole groseramente el plato ya ordenado: «Che, cartonazo, a ver si de una vez me servís».
Cátulo recorrió este imaginario y atormentado itinerario del cafisho en plena decrepitud y lo volcó en el que sería su tango postrero, al que tituló «EL ÚLTIMO CAFIOLO» y le adosó un epílogo tan digno y feroz como inesperado.
He aquí su letra completa:
– Miraba la ciudad desde el estrolo
de la piedad mortal de sus veredas,
buscando aquella edad de amor y sedas
y del bulín bacán en el Barolo.
– Él era solo el último cafiolo
lanzado en el final del tobogán,
sin fiestas de champán ni de Nebiolo,
cruzando pobre y solo el macadam.
(…)
– ¡El último cafiolo!
Desastroso papel
de un drama vil
-cumplido y obsequioso-
sirviendo al mundo gil…
!Yugándola de mozo!
– ¡El último cafiolo!
– Si hasta la mina fané del cabaret,
la que mangaba «caldito de gallina»,
anoche le dio un mango de propina
y atrás de aquel gomina se le fue…
(…)
– Los años con su marca de vitriolo
gritaron la verdad de aquel espejo.
Junaba su perfil y estaba viejo,
miraba alrededor y estaba solo.
– ¡Telón burlón del último cafiolo!
¡Sentía desangrar su corazón!
«¡Servíme, che cartón!», gritó un pipiolo
y él le rompió un Nebiolo en el melón!
FUE SU TESTAMENTO
Por ahí anda en la Red una indicación de que lo habría grabado al frente de una orquesta el pianista Héctor Stamponi, alias «Chupita». Pero no hay rastro alguno que lo confirme. Y es muy triste porque, con esta indiferencia, sigue en la sombra, desconocida, la obra postrera de Cátulo.
En mi caso, no puedo aportar ninguna información personal pues no rozó el tema cuando lo conocí en 1966 y estuvo en mi casa de mi Bahía Blanca natal dónde había llegado para presentar su libro «Buenos Aires, Tiempo Gardel». Almorzó con unos estupendos ravioles que hacía mi Vieja, quien le cosió los botones de su camisa, varios de los cuáles se le habían saltado, en un dato referencial de lo poco y nada de importancia que le daba a su vestimenta.

Me quedó una fotografía de ambos y un largo mensaje fraterno que luce, bien encuadrado, en una de las paredes de mi estudio. En él me da noticia de la existencia, años atrás, de un compadre de mi apellido «que fuera un pedazo de la calle de Homero Manzi». Yo no lo sabía.
Se murió, seguro que de tristeza, el 19 de octubre de 1975, o sea cuando se estaba agotando un bienio que fue una tragedia para quienes habíamos creído que, con la vuelta de Perón y su tercera reelección, el país se pondría otra vez de pie. En 1974 habían fallecido Arturo Jauretche (el 25 de mayo), el mismo Perón (el 1 de julio) y Julián Centeya (el 26 de julio). Y en aquel 1975 se había ido Troilo (el 18 de mayo).
El reloj vigila para que los destinos se cumplan. En las fechas que él ha prefijado. Parece que es así nomás.
Fuente: Fútbol, fierros y tango