Enrique Martín

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Roberto Bolaño

Para Enrique Vila-Matas

Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.

Conocí a Enrique Martín pocos meses después de llegar a Barcelona. Tenía mi edad, había nacido en 1953 y era poeta. Escribía en castellano y catalán con resultados esencialmente idénticos aunque formalmente disímiles. Su poesía en castellano era voluntariosa y afectada y en no pocas ocasiones torpe, carente de cualquier atisbo de originalidad. Su poeta preferido (en esta lengua) era Miguel Hernández, un buen poeta que ignoro por qué razón gusta tanto a los malos poetas (arriesgo una respuesta que me temo incompleta: Hernández habla de y desde el dolor, y los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud). En catalán, en cambio, su poesía hablaba de cosas reales y cotidianas, y únicamente la conocíamos sus amigos (lo que en realidad es un eufemismo: su poesía en castellano probablemente también la leíamos sólo los amigos, la única diferencia, al menos en cuanto a lectores se refiere, era que la poesía en castellano la publicaba en revistas de tiraje ínfimo que sospecho sólo nosotros examinábamos y en ocasiones ni siquiera nosotros, y las escritas en catalán nos las leía en los bares o cuando visitaba nuestras casas). Pero el catalán de Enrique era malo —¿cómo podían los poemas ser buenos sin dominar el poeta la lengua en que los escribía?; supongo que eso entra en el apartado de los misterios de la juventud—. El caso es que Enrique no tenía ni idea de los rudimentos de la gramática catalana y la verdad es que escribía mal, ya fuera en castellano o catalán, pero yo aún recuerdo algunos de sus poemas con cierta emoción a la que no es ajena el recuerdo de mi propia juventud. Enrique quería ser poeta y en ese empeño ponía toda la fuerza y toda la voluntad de las que era capaz. Su tenacidad (una tenacidad ciega y acrítica, como la de los malos pistoleros de las películas, aquellos que caen como moscas bajo las balas del héroe y que sin embargo perseveran de forma suicida en su empeño) a la postre lo hacía simpático, aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar.

En aquella época yo tenía veinticinco años y pensaba que ya lo había hecho todo. Enrique, por el contrario, quería hacerlo todo y se preparaba a su manera para comerse el mundo. Su primer paso fue sacar una revista o un fanzine de literatura que costeó con sus propios ahorros, pues tenía dinero ahorrado y un trabajo desde los quince años en no sé qué oscura oficina cercana al puerto. A última hora los amigos de Enrique (e incluso algún amigo mío) decidieron no incluir mis poemas en el primer número y eso, aunque me pese reconocerlo, enturbió durante algún tiempo nuestra amistad. Según Enrique, la culpa fue de otro chileno, un tipo al que conocía desde hacía mucho, que sugirió que dos chilenos eran demasiados chilenos para un primer número de un fanzine de literatura española. Por aquellos días yo estaba en Portugal y cuando volví opté por lavarme las manos. Ni la revista tenía nada que ver conmigo ni yo tenía nada que ver con la revista. No acepté las explicaciones de Enrique, en parte por comodidad, en parte para satisfacer mi orgullo herido, y me desentendí de la empresa.

Durante un tiempo dejamos de vernos. Por gente que ambos conocíamos y a la que solía encontrar en los bares del casco antiguo, nunca dejé de enterarme, de una forma sucinta y casual, de sus últimas andanzas. Así supe que de la revista (se llamaba Soga Blanca, un título profético, aunque me consta que no fue a él al que se le ocurrió) sólo salió un número, que intentó montar una obra de teatro en un ateneo de Nou Barris y que lo corrieron a gorrazos después de la primera representación, que planeaba sacar otra revista.

Una noche apareció por mi casa. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de poemas y quería que los leyera. Fuimos a cenar a un restaurante de la calle Costa y después, mientras tomaba café, leí algunos. Enrique esperaba mi opinión con una mezcla de autosatisfacción y miedo. Comprendí que si le decía que eran malos nunca más lo volvería a ver, además de arriesgarme a una discusión que se podía prolongar hasta altas horas de la noche. Dije que me parecían bien escritos. No mostré excesivo entusiasmo, pero me cuidé de deslizar la más mínima crítica. Incluso le dije que uno de ellos me parecía muy bueno, uno a la manera de León Felipe, un poema en donde añoraba las tierras de Extremadura en donde él nunca había vivido. No sé si me creyó. Sabía que entonces yo leía a Sanguineti y que seguía (si bien eclécticamente) las enseñanzas sobre poesía moderna del italiano y que por lo tanto no me podían gustar sus versos sobre Extremadura. Pero hizo como que me creía, hizo como que se alegraba de que los hubiera leído y después, sintomáticamente, se puso a hablar sobre su revista muerta en el número 1 y ahí fue donde yo me di cuenta de que no me creía pero que se lo callaba.

Eso fue todo. Estuvimos hablando un rato más, sobre Sanguineti y Frank O’Hara (Frank O’Hara aún me gusta, a Sanguineti hace mucho que no lo leo), sobre la nueva revista que pensaba sacar y para la que no me pidió poemas y luego nos despedimos en la calle, cerca de mi casa. Pasaron uno o dos años hasta que lo volví a ver.

Por entonces yo vivía con una mexicana y nuestra relación amenazaba con acabar con ella, conmigo, con los vecinos, a veces incluso con la gente que se atrevía a visitarnos. Estos últimos, advertidos, dejaron de venir a nuestra casa y por aquellos días casi no veíamos a nadie; éramos pobres (la mexicana, pese a pertenecer a una familia acomodada del DF, se negaba terminantemente a recibir ayuda económica de ésta), nuestras peleas eran homéricas, una nube amenazante parecía cernirse permanentemente sobre nosotros.

Así estaban las cosas cuando Enrique Martín volvió a aparecer. Al traspasar el umbral con una botella de vino y un paté francés, tuve la impresión de que no quería perderse el último acto de una de mis peores crisis vitales (aunque en realidad yo me sentía bien, la que se sentía mal era mi amiga), pero luego, cuando nos invitó por primera vez a cenar a su casa, cuando quiso que conociéramos a su compañera, me di cuenta de que en el peor de los casos Enrique no había venido a contemplar sino a ser contemplado, y que en el mejor de los casos aún parecía sentir una cierta estima por mí. Y sé que no aprecié ese gesto en lo que valía, sé que al principio contemplé su irrupción con desagrado, y que mi manera de recibirlo fue o quiso ser irónica, cínica, probablemente sólo aburrida. La verdad es que por aquellos días yo no era una buena compañía para nadie. Esto lo sabía todo el mundo y todo el mundo me evitaba o me rehuía. Pero Enrique sí quería verme y a la mexicana, vaya uno a saber por qué oscuros motivos, Enrique, su compañera, le cayeron bien y las visitas, las cenas se sucedieron hasta un total de cinco, no más.

Por supuesto, para cuando reanudamos la amistad, aunque la palabra es excesiva, pocas eran las cosas en que no disentíamos. Mi primera sorpresa fue conocer su casa (cuando lo dejé de ver aún vivía con sus padres y después supe que compartió un piso con otros tres, un piso al que por una u otra razón yo nunca fui). Ahora vivía en un ático del barrio de Gracia, lleno de libros, discos, cuadros, una vivienda amplia, tal vez un poco oscura, que su compañera había decorado con gusto camaleónico, pero en el que no faltaban ciertos detalles curiosos, objetos traídos de sus últimos viajes (Bulgaria, Turquía, Israel, Egipto) que a veces trascendían el recuerdo de turista, la imitación. Mi segunda sorpresa fue cuando me dijo que ya no escribía poesía. Lo dijo en la sobremesa, delante de la mexicana y de su compañera, aunque en realidad la confesión iba dirigida a mí (yo jugaba con una daga árabe, enorme, con la hoja labrada por ambas caras, supongo que de difícil uso práctico), y cuando lo miré su rostro exhibía una sonrisa que quería decir soy adulto, he comprendido que para disfrutar del arte no hace falta hacer el ridículo, no hace falta escribir ni arrastrarse.

La mexicana (que era pura dinamita) se condolió de su renuncia, lo obligó a contar la historia de la revista en donde no fui publicado, finalmente encontró plausibles y sensatas las razones que Enrique esgrimió en defensa de su renuncia y le predijo un no muy tardío regreso a la literatura con las fuerzas renovadas. La compañera de Enrique estuvo de acuerdo en un noventainueve por ciento. Las dos mujeres (aunque por razones obvias mucho más la compañera de Enrique) parecían encontrar decididamente más poético el que éste se dedicara a su trabajo —lo habían ascendido, el ascenso lo llevaba a veces a visitar Cartagena y Málaga por razones que no quise averiguar—, a su colección de discos, a su casa y a su coche, que a malgastar las horas imitando a León Felipe o en el mejor de los casos (es un decir) a Sanguineti. Yo no expresé ninguna opinión y cuando Enrique me preguntó directamente qué pensaba (Dios mío, como si fuera una pérdida irreparable para la lírica española o catalana), le contesté que cualquier cosa que él hiciera estaría bien. No me creyó.

La conversación, aquella noche o una de las cuatro que aún nos restaban, giró hacia los hijos. Lógico: poesía-hijos. Y recuerdo (y esto sí lo recuerdo con total claridad) que Enrique admitió que le gustaría tener un hijo, la experiencia del hijo fueron sus palabras textuales, no su mujer sino él, es decir, tenerlo nueve meses dentro de su barriga y parirlo. Recuerdo que cuando lo dijo yo me quedé helado, la mexicana y su compañera lo miraron con ternura, y a mí me pareció ver, y eso fue lo que me dejó helado, lo que años después, pero desgraciadamente no muchos años después, sucedería. Cuando la sensación pasó, fue breve, apenas un chispazo, la afirmación de Enrique me pareció una boutade que ni siquiera merecía contestación. Por descontado, ellos querían tener hijos, yo, para variar, no, al final de los cuatro de aquella cena el único que tiene un hijo soy yo, la vida no sólo es vulgar sino también inexplicable.

Fue durante la última cena, cuando mi relación con la mexicana ya estaba en los segundos de descuento, cuando Enrique nos habló de una revista en la que colaboraba. Ya está, pensé. Acto seguido se corrigió: en la que colaboraban. El plural tuvo la virtud de ponerme en guardia, pero pronto comprendí: él y su compañera. Por una vez (por última vez) la mexicana y yo estuvimos de acuerdo en algo y exigimos en el acto ver la revista en cuestión. Resultó ser una de las tantas que por entonces se vendían en los quioscos de periódicos y cuyos temas iban desde los ovnis hasta los fantasmas, pasando por las apariciones marianas, las culturas precolombinas desconocidas, los sucesos paranormales. Se llamaba Preguntas & Respuestas y creo que aún se vende. Pregunté, preguntamos, en qué consistía exactamente lo que ellos hacían. Enrique (su compañera casi no habló durante la última cena) nos lo explicó: iban, los fines de semana, a lugares donde se producían avistamientos (de platillos volantes), entrevistaban a las personas que los habían visto, examinaban la zona, buscaban cuevas (esa noche Enrique afirmó que muchas montañas de Cataluña y del resto de España estaban huecas), pasaban la noche en vela metidos en sacos de dormir y con la cámara fotográfica al lado, a veces iban ellos dos solos, las más iban en grupo, cuatro, seis personas, noches agradables al aire libre, cuando todo concluía preparaban un informe y parte de él (¿a quién le mandaban el informe completo?) lo publicaban, junto con las fotos, en Preguntas & Respuestas.

Esa noche, durante la sobremesa, leí un par de los artículos que firmaban Enrique y su compañera. Estaban mal redactados, eran torpes, pretendidamente científicos, al menos la palabra ciencia aparecía varias veces, eran inaguantablemente arrogantes. Quiso saber qué opinaba de ellos. Me di cuenta de que mi opinión, por primera vez, le importaba un pepino y por primera vez fui franco y sincero. Le sugerí cambios, le dije que debía aprender a escribir, le pregunté si en la revista tenían un corrector de estilo.
Al salir de su casa la mexicana y yo no paramos de reírnos. Esa misma semana, creo, nos separamos. Ella se fue a Roma. Yo aún permanecí un año más en Barcelona.

Durante mucho tiempo no supe nada de Enrique. De hecho, creo que me olvidé de él. Por entonces yo vivía en las afueras de un pueblo de Girona con la única compañía de una perra y de cinco gatos, casi no veía a nadie de mis antiguos conocidos aunque de vez en cuando alguno se dejaba caer por mi casa, en ningún caso más de dos días y una noche, y con esa persona, la que fuera, solía hablar de los amigos de Barcelona, de los amigos de México, y en ninguna ocasión que yo recuerde nadie me mencionó a Enrique Martín. Al pueblo bajaba sólo una vez al día, acompañado por mi perra, a comprar comida y a hurgar en mi apartado de correos, en donde solía encontrar cartas de mi hermana que me escribía desde un México DF que ya no podía reconocer. Las demás cartas, muy espaciadas, eran de poetas sudamericanos perdidos en Sudamérica con quienes mantenía una correspondencia irregular, entre abrupta y dolorosa, fiel reflejo de nosotros mismos que comenzábamos a dejar de ser jóvenes, a aceptar el fin de los sueños.

Un día, sin embargo, recibí una carta distinta. En realidad, no era propiamente una carta. En dos hojas de cartulina, sendas invitaciones para una especie de cóctel que una editorial de Barcelona ofreció durante la presentación de mi primera novela, cóctel al que yo no asistí, alguien había dibujado unos planos más bien rudimentarios y junto a éstos había escrito las siguientes cifras:

3860 + 429777 — 469993? + 51179 —

— 588904 + 966 — 39146 + 498207856

La carta, por descontado, no llevaba firma. Evidentemente, mi anónimo corresponsal sí había asistido a la presentación de mi libro. Por supuesto, no intenté descifrar las cifras: estaba claro que era una frase de ocho palabras, seguramente su autor era uno de mis amigos. El asunto no revestía mayor misterio, excepto, tal vez, por los dibujos. Éstos representaban un camino ondulado, una casa con un árbol, un río que se bifurcaba, un puente, una montaña o una colina, una cueva. A un lado, una primitiva rosa de los vientos indicaba el norte y el sur. Junto al camino, en dirección contraria a la montaña (decidí finalmente que debía ser una montaña) y a la cueva, una flecha indicaba el nombre de un pueblo del Ampurdán.

Esa noche, ya en mi casa, mientras preparaba la comida, de pronto supe sin ninguna duda que la carta era de Enrique Martín. Lo imaginé en el cóctel de la editorial, hablando con algunos de mis amigos (uno de éstos debió de darle el número de mi apartado de correos), criticando acerbamente mi libro, yendo de un lado para otro con un vaso de vino en la mano, saludando a todo el mundo, preguntando en voz alta si yo iba a aparecer o no iba a aparecer. Creo que sentí algo parecido al desprecio. Creo que recordé mi ya lejana exclusión de Soga Blanca.

Una semana más tarde volví a recibir otro anónimo. Nuevamente la cartulina utilizada era una invitación para la presentación de mi libro (debió de hacerse con varias durante el cóctel), aunque esta vez descubrí algunas variantes. Bajo mi nombre había transcrito un verso de Miguel Hernández, uno que habla de la felicidad y del trabajo. En el dorso, junto con las mismas cifras de la primera, el mapa experimentaba un cambio radical. Al principio pensé que no quería decir nada, las líneas eran confusas, en ocasiones un mero entrecruzarse de rayas y puntos suspensivos, signos de exclamación, dibujos borroneados o superpuestos. Después, tras observarlo por enésima vez y compararlo con la entrega anterior, comprendí lo que era obvio: el nuevo mapa era la prolongación del antiguo mapa, el nuevo mapa era el mapa de la cueva.

Recuerdo que pensé que ya no teníamos edad para estas bromas, una tarde estuve hojeando en el quiosco, sin llegar a comprarla, la revista Preguntas & Respuestas. No vi el nombre de Enrique entre los colaboradores. A los pocos días volví a olvidarme de él y de sus cartas.

Creo que transcurrieron varios meses, tal vez tres, tal vez cuatro. Una noche escuché el ruido de un coche que se detenía junto a mi casa. Pensé que seguramente se trataba de alguien que se había extraviado. Salí con la perra a ver quién era. El coche estaba detenido junto a unos zarzales, con el motor en marcha y las luces encendidas. Durante un rato no pasó nada. Desde donde yo estaba no podía ver cuántos ocupantes había en el coche, pero no tuve miedo, con mi perra al lado casi nunca tenía miedo. La perra, por su parte, gruñía, ansiosa por abalanzarse sobre los desconocidos. Entonces las luces se apagaron, se apagó el motor y el único ocupante del coche abrió la puerta y me saludó con palabras cariñosas. Era Enrique Martín. Me temo que mi saludo fue más bien frío. Lo primero que me preguntó fue si había recibido sus cartas. Dije que sí. ¿Nadie manipuló los sobres? ¿Los sobres estaban bien cerrados? Contesté afirmativamente y le pregunté qué pasaba. Problemas, dijo mientras miraba las luces del pueblo a sus espaldas y la curva detrás de la cual estaba la cantera de piedra. Entremos en casa, le dije, pero no se movió de donde estaba. ¿Qué es aquello?, dijo indicando las luces y los ruidos de la cantera. Le dije lo que era y le expliqué que al menos una vez al año, ignoro por qué razón, trabajaban hasta pasada la medianoche. Es raro, dijo Enrique. Volví a insistir en que entráramos, pero no me oyó o se hizo el desentendido. No quiero molestarte, dijo tras ser olisqueado por la perra. Entra, vamos a tomarnos algo, dije. No bebo alcohol, dijo Enrique. Estuve en la presentación de tu novela, añadió, creí que irías. No, no fui, dije. Pensé que ahora Enrique se pondría a criticar mi libro. Quería que me guardaras algo, dijo. Sólo entonces me di cuenta de que en la mano derecha llevaba un paquete, hojas de tamaño folio, su regreso a la poesía, pensé. Pareció adivinarme el pensamiento. No son poemas, dijo con una sonrisa desvalida y al mismo tiempo valiente, una sonrisa que ciertamente no veía desde hacía muchos años, no en su cara, al menos. ¿Qué es?, le pregunté. Nada, cosas mías, no quiero que las leas, sólo quiero que las guardes. De acuerdo, entremos, dije. No, no quiero molestarte, además no tengo tiempo, he de irme de inmediato. ¿Cómo supiste dónde vivía?, dije. Enrique pronunció el nombre de un amigo común, el chileno que había decidido que dos chilenos eran muchos chilenos para el primer número de Soga Blanca. Cómo se atreve ese cabrón a dar mi dirección a nadie, dije. ¿Ya no sois amigos?, dijo Enrique. Supongo que sí, dije, pero no nos vemos mucho. Pues a mí me alegra que me la haya dado, me ha gustado mucho verte, dijo Enrique. Debí decir: a mí también, pero no dije nada. Bueno, me voy, dijo Enrique. En ese momento comenzaron a sonar unos ruidos muy fuertes, como de explosiones, provenientes de la cantera que lo pusieron nervioso. Lo tranquilicé, no es nada, dije, pero en realidad era la primera vez que oía las explosiones a esas horas de la noche. Bueno, me voy, dijo. Cuídate, dije yo. ¿Puedo darte un abrazo?, dijo. Claro que sí, dije yo. ¿No me morderá el perro? Es una perra, dije yo, no te morderá.

Durante dos años, el tiempo que me restaba por vivir en aquella casa de las afueras, mantuve el paquete de papeles intacto, tal como Enrique me lo había confiado, atado con cordel y cinta adhesiva, entre las revistas viejas y entre mis propios papeles que, no está de más decirlo, crecieron desaforadamente durante ese tiempo. Las únicas noticias que tuve sobre Enrique me las proporcionó el chileno de la Soga Blanca, con el que una vez hablamos sobre la revista y sobre aquellos años, aclarando de paso el papel jugado por él en la exclusión de mis poemas, ninguno, fue lo que me afirmó, fue lo que saqué en claro, aunque a esas alturas ya no importaba. Por él supe que Enrique tenía una librería en el barrio de Gracia, cerca de aquel piso que años atrás, en compañía de la mexicana, yo había visitado cinco veces. Por él supe que estaba separado, que ya no colaboraba en Preguntas & Respuestas, que su exmujer trabajaba con él en la librería. Pero ya no vivían juntos, me dijo, eran amigos, Enrique le daba ese trabajo porque la tía estaba en el paro. ¿Y le va bien con la librería?, pregunté. Muy bien, dijo el chileno, al parecer había dejado la empresa en la que trabajaba desde adolescente y la indemnización fue cuantiosa. Vive allí mismo, dijo. En el fondo de la librería, en dos habitaciones no muy grandes. Las habitaciones, lo supe después, daban a un patio de luz en donde Enrique cultivaba geranios, ficus, nomeolvides, azucenas. Las dos únicas puertas eran las de la librería, sobre la que cada noche bajaba una cortina metálica que cerraba con llave, y una puerta pequeña que daba al pasillo del edificio. No le quise preguntar la dirección. Tampoco le pregunté si Enrique escribía o no escribía. Poco después recibí una larga carta de éste, firmada, en donde me decía que había estado en Madrid (creo que la carta la escribió desde Madrid, ya no estoy seguro) en el famoso Congreso Mundial de Escritores de Ciencia-Ficción. No, él no escribía ciencia-ficción (creo que empleó el término s-f), sino que estaba allí como enviado de Preguntas & Respuestas. El resto de la carta era confuso. Hablaba de un escritor francés cuyo nombre no me sonaba de nada que afirmaba que los extraterrestres éramos todos, es decir, todos los seres vivientes del planeta Tierra, unos exiliados, decía Enrique, o unos desterrados. Después hablaba del camino seguido por el escritor francés para llegar a tan descabellada conclusión. Esta parte era ininteligible. Mencionaba a la policía de la mente, hacía conjeturas acerca de túneles dimensionales, se enredaba como si estuviera, otra vez, escribiendo un poema. La carta terminaba con una frase enigmática: todos los que saben se salvan. Después venían los saludos y recuerdos de rigor. Fue la última vez que me escribió.

La siguiente noticia que tuve de él me la proporcionó nuestro común amigo chileno, de manera casual, quiero decir sin estridencias, en uno de mis cada vez más frecuentes desplazamientos a Barcelona, mientras comíamos juntos.

Enrique llevaba dos semanas muerto, las cosas ocurrieron más o menos así: una mañana llegó su excompañera y ahora dependienta a la librería y la encontró cerrada. El hecho la extrañó, pero no demasiado pues a veces Enrique solía quedarse dormido. Para tales contingencias ella tenía una llave propia y con ésta procedió a abrir la cortina metálica primero y la puerta de cristal de la librería después. Acto seguido se encaminó al fondo, hacia las habitaciones, y allí encontró a Enrique, colgando de la viga de su dormitorio. La dependienta y excompañera casi sufrió un ataque al corazón de la impresión que tuvo, pero se sobrepuso, llamó por teléfono a la policía y luego cerró la librería y esperó sentada en la acera, llorando, supongo, hasta que llegó el primer coche patrulla. Cuando volvió a entrar, contra lo que esperaba, Enrique aún colgaba de la viga, los policías le hicieron preguntas, notó entonces que las paredes de la habitación estaban llenas de números, grandes y pequeños, pintados con rotulador algunos y con aerosol otros. Los policías, lo recordaba, fotografiaron los números (659983 + 779511 — 336922, cosas de ese tipo, incomprensibles) y el cadáver de Enrique que los miraba desde arriba sin ninguna consideración. La dependienta y excompañera creyó que las cifras eran deudas acumuladas. Sí, Enrique estaba endeudado, no demasiado, no como para que alguien lo quisiera matar, pero existían deudas. Los policías le preguntaron si los números ya estaban en las paredes la tarde anterior. Ella dijo que no. Luego dijo que no lo sabía. No lo creía. No entraba desde hacía tiempo en aquella habitación.

Revisaron las puertas. La que daba al pasillo del edificio estaba cerrada con llave por dentro. No encontraron ninguna señal que indicara que alguna de las puertas hubiera sido forzada. El único juego de llaves que había, aparte del de la dependienta y excompañera, lo encontraron junto a la caja registradora. Cuando llegó el juez descolgaron el cuerpo de Enrique y se lo llevaron de allí. La autopsia fue concluyente, la muerte había sido casi en el acto, un suicidio más de los muchos que ocurren en Barcelona.
Durante muchas noches, en la soledad de mi casa del Ampurdán que pronto abandonaría, estuve pensando en el suicidio de Enrique. Me costaba creer que el hombre que quería tener un hijo, que quería parir él mismo un hijo, tuviera la indelicadeza de permitir que su dependienta y excompañera descubriera su cuerpo ahorcado, ¿desnudo?, ¿vestido?, ¿en pijama?, acaso aún balanceándose en medio de la habitación. Lo de los números ya me parecía más probable. No me costaba trabajo imaginar a Enrique realizando sus criptografías toda la noche, desde las ocho en que cerró la librería, hasta las cuatro de la mañana, buena hora para morir. Levanté, por supuesto, algunas hipótesis que acaso explicaban de alguna manera su muerte. La primera tenía relación directa con su última carta, el suicidio como el billete de regreso al planeta natal. La segunda contemplaba en dos versiones el asesinato. Pero ambas eran excesivas, desmesuradas. Recordé nuestro último encuentro frente a mi casa, sus nervios, la sensación de que alguien lo perseguía, la sensación de que Enrique creía que alguien lo perseguía.

En los siguientes desplazamientos a Barcelona cotejé mis informaciones con otros amigos de Enrique, nadie había notado ningún cambio significativo en él, a nadie había entregado ni planos hechos a mano ni paquetes cerrados, el único punto donde advertí contradicciones y lagunas era en el de su actividad en Preguntas & Respuestas. Según algunos hacía mucho que ya no tenía relación alguna con la revista. Según otros, seguía colaborando de manera regular.

Una tarde que no tenía nada que hacer, después de resolver algunos asuntos en Barcelona, fui a la redacción de Preguntas & Respuestas. Me atendió el director. Si esperaba encontrar a alguien tenebroso, me llevé una desilusión, el director parecía un vendedor de seguros, más o menos como todos los directores de revistas. Le dije que Enrique Martín había muerto. No lo sabía, pronunció algunas palabras de pesar, esperó. Le pregunté si Enrique colaboraba regularmente en la revista y tal como esperaba obtuve una respuesta negativa. Le recordé el Congreso Mundial de Escritores de Ciencia-Ficción celebrado no hacía mucho en Madrid. Respondió que su revista no había enviado a nadie a cubrir el evento, ellos, me explicó, no hacían ficción sino periodismo de investigación. Aunque a él, añadió, la ciencia-ficción le gustaba mucho. Entonces Enrique fue por su cuenta, pensé en voz alta. Así debió de ser, dijo el director, al menos para esta casa no trabajaba.

Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su excompañera, exdependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano, fui a tu casa cinco veces, vivía por entonces con una mexicana. Ah, sí, dijo. Luego permaneció callada y pensé que algo le ocurría al teléfono. Pero ella seguía allí. Te llamaba para decirte que siento mucho lo que ha sucedido, dije. Enrique fue a la presentación de tu libro, dijo ella. Lo sé, lo sé, dije. Quería verte, dijo ella. Nos vimos, dije. No sé por qué quería verte, dijo ella. A mí también me gustaría saberlo, dije. Bueno, ya es demasiado tarde, ¿no?, dijo ella. Así parece, dije.
Aún permanecimos un rato más hablando, creo que de sus nervios destrozados, luego se me acabaron las monedas (llamaba desde Girona) y la comunicación se cortó.

Meses después me marché de casa. La perra se vino conmigo. Los gatos se quedaron con unos vecinos. La noche anterior a mi partida abrí el paquete que me confió Enrique. Esperaba encontrar números y mapas, tal vez la señal que aclarara su muerte. Eran unas cincuenta hojas tamaño folio, debidamente encuadernadas. Y en ninguna encontré planos ni mensajes cifrados, sólo poemas escritos a la manera de Miguel Hernández, algunos a la manera de León Felipe, a la manera de Blas de Otero y de Gabriel Celaya. Aquella noche no pude dormir. Ahora era a mí al que le tocaba huir.

1996

(De: Cuentos Completos, Alfaguara)