Esquirlas de Atamisky

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Eduardo Berti

Dos barcos esperaban en el puerto, las negras siluetas de sus cascos temblando en el agua. Uno orientaría su proa rumbo a Nueva York; el otro hacia Sudamérica. Al abuelo Ernesto, entonces sin nada de abuelo, le tocó el segundo en un sorteo hecho allí mismo en la dársena, y aunque planeaba desembarcar en Río de Janeiro, a bordo cambió de planes y siguió hasta Buenos Aires. Semejantes azares fundaron nuestra familia, más los azares de mis otros tres abuelos, pero ninguno como Ernesto, quien sólo en sus últimos años, siendo yo testigo, trabajó como jardinero y empleado textil, como rematador y sereno. Dudo de la existencia de otro hombre que haya desempeñado tantas profesiones.

Aunque había zarpado del puerto de Burdeos, el Argyle navegaba bajo bandera británica y pertenecía a la compañía escocesa de Thomas Law. Se trataba en realidad de un navío mercante de doce mil toneladas, en el que además cabían cuatrocientos pasajeros, incluidos doscientos en primera clase. El capitán del Argyle, de apellido impronunciable para la boca de mi abuelo, llevaba un gorro azul hundido hasta las cejas y solía pasearse por el castillo de proa junto con el contramaestre. Tanto el capitán como el contramaestre eran hombres extraños que hablaban dos idiomas a la vez, mezclándolos de una manera casi ecuánime. Del inglés pronunciaban sólo aquellas palabras que callaban en francés, y a la inversa. Era como si se hubiesen evitado la molestia de aprender íntegramente dos idiomas; sin embargo, desplegaban en sus charlas un vocabulario tan estrecho que parecían haberse reservado palabras nunca dichas para otros idiomas aún por conocer.

Salvo al bordear el golfo de Vizcaya, donde un viento feroz meció el casco del Argyle de modo inclemente, no hubo otros percances en la travesía. Pasados los primeros días de altamareo, abuelo Ernesto tropezó en el pasillo que unía los camarotes con un polaco, Atamisky de apellido. No se hicieron amigos de inmediato. Primero averiguaron que ambos balbuceaban una pizca de francés. En el barco viajaban varios ingleses, italianos y franceses, pero muy pocos que hablasen español. El polaco se alegró de conocer al abuelo, y le pidió que le enseñara algunas palabras de su idioma. Abuelo Ernesto no supo negarse. Argumentó que hablaba mucho mejor gallego que castellano y que por esa razón prefería Brasil como destino. Dijo que el idioma portugués le parecía un gallego refinado y musical. Pero Atamisky ignoró sus excusas.

A los once días de zarpar de Burdeos, el Argyle llegó a Río de Janeiro, donde fue amarrado por una noche. Abuelo y Atamisky recorrieron la ciudad con propósitos distintos: para el polaco se trataba de un mero paseo, mientras que abuelo Ernesto dudaba entre desembarcar allí o continuar hasta el Río de la Plata. Luego de tantas semanas a bordo, la sensación de andar en tierra firme era exultante. Pese al calor que abrasaba las calles de Río, muchos brasileños andaban con la frente transpirada, empecinados en calzar zapatos duros y vestir trajes europeos. Abuelo quedó azorado al ver hombres negros de dentadura resplandeciente hablar el mismo idioma que en su infancia él había oído entre los portugueses, cada vez que con sus padres cruzaba la frontera. Caminaron dos horas hasta detenerse frente a un puesto de frutas. Una mulata con un turbante rojo y amplias faldas color té los convidó con una fruta amarillenta y alargada, exótica para Atamisky. El polaco mordía su octava banana cuando insinuó al abuelo que lo acompañara hasta Buenos Aires. No le costó mucho persuadirlo y envidio a quien haya visto ambas siluetas pisando por primera vez el puerto argentino.

Abuelo y Atamisky se vieron en Buenos Aires apenas tres veces. La última de ellas, en un bar de la Avenida de Mayo, Atamisky comunicó que partía hacia Montevideo «por dos o tres días», dijo, en busca de una tal Irina. Superado el desconcierto, durante un año abuelo Ernesto pasó regularmente por la pensión de Montserrat donde se había alojado el polaco. Siempre el dueño respondía que no tenía noticias de Atamisky. Pronto ocurrió lo previsible: abuelo también dejó la ciudad y los amigos se perdieron.

De la colección de profesiones que abrazó mi abuelo, algunas lo llevaron a poblados de la provincia de Buenos Aires. Fueron cinco años en Pergamino, Rojas, Saladillo y General Belgrano; él era por entonces un treintañero, sin renguera y ansioso por reunir buenos ahorros. Un año pasó trabajando en la estación Pergamino, a cargo de bultos y encomiendas. A veces, cuando el movimiento mermaba, solía aprovechar la ocasión y treparse al primer tren para recorrer pueblos vecinos, pero tantas veces lo descubrían los guardas y jefes de otras estaciones, que a varias multas y castigos sobrevino el despido. Pocos días después el abuelo se cruzó con un carro que iba muy despacio y portaba grandes anuncios de distintas vacantes de trabajo. «Se necesita lavacopas para salón comedor», decía uno de los carteles. Un hombre lo invitó a subir al carro y lo llevó hasta una taberna también conocida como parador de viajeros. El abuelo debía lavar platos y copas; le presentaron al cocinero y a su ayudante quien, por increíble que parezca, era el polaco Atamisky, algo más desgarbado pero siempre con aquella barba color tabaco y su precario castellano.

Dos ristras de ajo pendían del techo de la cocina, adornadas con moños rojos. Atamisky pelaba cebollas para cortarlas en cuatro luego de aplacarlas con agua hirviendo. Abuelo hundía sus brazos arremangados en un balde de agua espesa, cuya superficie reflejaba estelas de jabón. El tercer hombre, encargado de preparar las comidas, solía burlarse de Atamisky tras haber descubierto que el polaco acostumbraba llevar un trabuco antiguo enfundado en la cintura. Cuando Atamisky se distraía u ocupaba ambas manos, el cocinero le arrebataba el arma y luego, con gestos cómicos, la usaba para amasar o pisar carne. Al ver a su amigo enfurecido e insultando en polaco, abuelo Ernesto apenas disimulaba la risa.

Una noche apareció una rata entre los hornos. El cocinero alzó el trabuco a la altura de los ojos y descerrajó un disparo que sonó como el chasquido de un arma de juguete. La bala no dio de lleno. La rata quedó semicubierta de sangre, inmóvil pero todavía viva. Ni abuelo ni el cocinero osaron darle un golpe de gracia para evitarle el sufrimiento. La rata gemía de dolor y el polaco decidió decapitarla con una cuchilla y arrojarla entre los restos de comida. Con la cuchilla aún en vilo, le gritó al cocinero que nunca más le arrebatase el arma. Luego los tres aguardaron toda la noche a que la dueña de la taberna irrumpiera en la cocina, inquieta por el eco del disparo, pero el bullicio del salón al parecer lo había sepultado.

Al terminar las jornadas, abuelo y el polaco debían compartir un dormitorio con dos camas desvencijadas, la de Atamisky bajo la otra. La primera noche abuelo descubrió que el polaco se quejaba al dormir, eran alaridos ahogados. Nunca había escuchado unos gritos de dolor así, y se preguntaba no sólo cuál era la causa sino si Atamisky, de día tan saludable y vigoroso, era capaz de recordar esos rezongos al despertar. Muchas personas que abuelo Ernesto había oído roncar o hablar en sueños nada recordaban a la mañana siguiente; no así el polaco, quien supo explicar los gemidos una vez que abuelo osó mencionárselos.

—Llevo la guerra adentro —sentenció Atamisky. Y nada más.

Abuelo Ernesto halló en esa la frase acertada para el temblor de mantas y sábanas que cada noche ocurría en la cama de abajo, donde dos ejércitos parecían pugnar en torno del magro cuerpo. ¿Quién peleaba contra quién? ¿Y por qué? Desde el colchón de arriba, abuelo observaba las convulsiones de Atamisky y juraba oír detonaciones y disparos, voces de soldados y órdenes de mando, aviones en sobrevuelo y repiqueteos de metralla, aunque todo fuese pura imaginación: el polaco llevaba la guerra en su cuerpo debido a un lluvia de esquirlas caída en pleno combate, a fines de 1916.

Las legiones polacas, súbditas del ejército alemán, guerreaban en 1916 al mando de von Hindenburg. El batallón que integraba Atamisky llevaba dos semanas en Lodz, a la espera de que el general Ludendorff impartiera precisas instrucciones. Pero los emperadores de Austria y de Alemania proclamaron en Lublin el reino independiente de Polonia y una muchedumbre se aglomeró en Varsovia, frente a la plaza del Palacio, para vivar la noticia: de ahora en más, los furiosos ataques enemigos serían repelidos por un ejército polaco, con su estado mayor propio, que asimismo haría las veces de tapón entre ambos bandos en conflicto. Pronto Atamisky supo cómo era un frente de batalla, y a la semana creyó que moría de cuclillas, tras acusar el frío impacto de una granada enemiga.

Cuando la guerra terminó y Josef Pilsudski tomó plenos poderes, Atamisky aún curaba sus heridas en un hospital varsoviano. Los heridos como él se contaban por miles, y como las camas estaban todas ocupadas debieron dejarlo yaciente en algún catre. Una enfermera, Irina, le prodigó atenciones. No bien mejoró lo enviaron a casa de unos parientes en Cracovia, donde vivían el hermano de su madre, su esposa y dos hijas de poca edad; se trataba de un hogar destrozado, ya que los dos primeros varones de Atamisky habían muerto en un mismo combate.

Cuatro meses después Atamisky reapareció en el hospital, con aspecto saludable y en busca de Irina. Nadie pudo decirle su paradero, excepto otra enfermera. Irina, explicó la enfermera, había renunciado de modo imprevisto al recibir su padre —un coronel en retiro— el puesto de embajador en Uruguay.

Abuelo supo esa historia aquella noche, en el bar de la avenida de Mayo; y al reencontrar años después al polaco, como asistente de cocina, no se atrevió a preguntarle por Irina, acaso porque intuía un triste fin en esos ojos siempre húmedos. Pero la mirada triste de Atamisky podía adjudicarse también a la presencia de la guerra entre sus huesos. Pese a las curas en Varsovia, ningún médico había logrado extirparle el dolor. Cargaba decenas de esquirlas hundidas en la carne. Y por un motivo extraño, que atrapaba al abuelo, sólo entraban en batalla cuando el polaco dormía. Las quejas del compañero de habitación y los rumores de guerra que exudaba su cama lo desvelaban, pero más lo desvelaba el temor a que Atamisky explotase, precisamente, como una granada —¿no se desarrollaba una guerra bajo la piel del polaco?— y que entonces en su cuerpo se incrustaran no las esquirlas de un arma sino las de un hombre, las de Atamisky.

Una noche en la que abuelo apenas dormitaba, la guerra dentro del polaco cambió de temperamento, como anunciando la vecindad del fin. Clarines y vítores precedieron una sorda explosión. Atamisky tuvo lo que cualquier médico habría llamado epilepsia; pero abuelo Ernesto, contándome esta historia una tarde de otoño, cuarenta y seis años después, bautizó ese ataque de epilepsia como «la batalla final», como el Día D de la campaña a la cama del polaco. El puño de la explosión dejó en el aire un amargo olor a pólvora que traspasó las paredes del dormitorio; pronto ingresaban allí la dueña del salón y sus dos hijos.

—¡El balde de arena! —gritaron.

Las sábanas de la cama inferior ardían y el cuerpo del polaco yacía quemado y malherido, boca abajo en el suelo. La espalda desnuda revelaba una colección de profundas cicatrices; eso encarnizado allí era la guerra de la que el abuelo había escapado, atravesando el mar. Nadie de los cuatro en torno al cuerpo aceptaba la idea de tocar aquella piel. Pero así como la repulsión hacia el cadáver de Atamisky era la misma en la dueña y en sus hijos que en abuelo, otra cosa los separaba. Abuelo advertía en ellos una mirada acusatoria. En la noche había detonado algo así como un disparo, le faltaba una bala al trabuco que Atamisky dejaba sobre la mesa de luz cuando dormía, y todas las sospechas conducían a Ernesto. Nadie creería la historia de una rata fusilada por un cocinero, y menos la de un hombre capaz de explotar.

Enfrentado a las acusaciones de la dueña y de sus hijos, abuelo Ernesto saltó de la cama alta y aterrizó descalzo a un paso del cuerpo de Atamisky. Tomó el trabuco y amenazó con abrir fuego si le impedían escapar, pero algo punzante y metálico ya había astillado la planta de su pie derecho. Era una esquirla. Con la explosión, el polaco había esparcido varias en el suelo. Por los poros que antes las habían albergado goteaba ahora una sangra oscura, espesa, y esa sangre indicaba que la guerra terminaba; tras un redoble, Atamisky se rendía con un ronco quejido.

*

(Abuelo Ernesto se descalzó una tarde, poco antes de su muerte, y por única vez me enseñó las cicatrices en la planta de su pie. Había atravesado mi infancia esperando ese momento, y no porque dudara de la anécdota de abuelo y el polaco. «Esto es estar en pie de guerra», comentó él, e inclinando mi cabeza hasta tocar el suelo alcancé a oír un leve rumor de salvas: el grave ronroneo de un combate en miniatura).

(De: Los pájaros, 2003)