Francisco Urondo, la poesía puede más que la muerte
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
I. Los escritores que la dictadura se llevó
¿Dónde está aquel libro que decía todo el agua del océano será poca para lavar una sola mancha de sangre intelectual? ¿De qué biblioteca allanada en perversa oscuridad por el odio o el miedo, de qué casa de infancias y recuerdos que ya no serán sepias ni olerán a jazmín, de qué despedida breve, de qué naufragio sin costas, de qué huida a los tumbos, de qué cuerpo que se destierra pero no se va, de qué valija por el suelo en un puerto de ultramar y sin respuestas, de qué abrigo mal abierto en una cárcel del sur o en una comisaría para extranjeros en el norte, de qué mano temblorosa que se despide, de qué ojos cerrados porque el dolor es mucho, de qué ultraje, de qué aullido, de qué sueño celeste o pesadilla negra y tumefacta, de qué vida que se hizo muerte fue quitado sin piedad ni regocijo aquel libro que decía toda el agua del océano será poca para lavar una sola mancha de sangre intelectual? ¿O nunca existió ese libro y esas palabras para aferrarse en plena tormenta y desvarío? ¿O no fue de tantos y por años esa mancha que no lavarán las aguas ni secará el viento del este ni el sol rojizo del desierto? ¿O ya no se ve esa mancha áspera, quejida, esa mancha en las calles, en los muros, en la conciencia?
¿Cómo escribirás, Francisco Urondo, en la noche sin resquicios? ¿Necesitás una luz de amor?
¿Cómo escribirás en la noche sin finuras? ¿Necesitás una luz de belleza?
¿Cómo escribirás en la noche sin término? ¿Necesitás una luz de esperanza?
¿Cómo escribirás en la noche callada? ¿Necesitás una luz de alegría?
¿Cómo escribirás en la noche vacía? ¿Necesitás una luz humana?
¿Cómo escribirán Paco y todos ustedes, mis queridos amigos, caídos en la noche sin olvidos ni socorro, mis compañeros en la ardua tarea de cazar palabras, ahora que la antigua piel de Dios está cubierta de sangre?
II. Alguien nos espera al final del camino
Me golpeó fuerte, en la nuca, lo de Paco. Estaba en la redacción de Crisis, un compañero lo dijo, me quedé mirándolo. Anocheció pronto, no se vieron los pájaros del presagio ni la caída de una estrella fugaz. Sólo el frío metiéndose en los huesos; era junio en Buenos Aires y la turba de asesinos, ya de uniforme, se alzaba contra la vida.
Caminé mucho, hubo paradas cortas para el ritual alcohol; no encontré a los que buscaba, nadie para ahuyentar la noticia o compartir el duelo. Recalé en el Bajo, aunque por entonces no era seguro, y me puse a borronear unas palabras. Dos años después, yo sobrevivía en un pueblito de Catalunya, lo borroneado se convirtió en un poema que probablemente no cambiará ninguna historia. Pero Paco sí, había cambiado la historia de muchos. Paco ahora, que se nos quedaba silencioso, había alcanzado la hondura de humanizar las palabras. Ya no se podía volver atrás y todo lo nuevo que se creara, hoy o mañana, se quisiera o no, lo tendría de referencia. Eso lo tuve claro aquella noche de invierno en Buenos Aires, en un café desierto del Bajo.
En esos tiempos no nos veíamos mucho con Paco. Tampoco me arrogaré haber sido su gran amigo, como lo fueron Juan o Roqué, a quien tanto respetaba. Pero el cariño se notaba cuando nos encontrábamos, y estaba el haber compartido historias, por ejemplo la Universidad, cuando fue director y yo profesor en Filosofía y Letras, el trabajo periodístico, asuntos de la poesía y hasta las visitas que le hice en la cárcel, mientras estuvo preso en el 72.
Compartíamos, además, el gusto por la ginebra y las charlas de madrugada y una misma fascinación por el teatro y las actrices. Y la política, claro. En los años 60 una generación comenzó, sin saberlo bien, aunque sin timideces, a soñar un gran sueño. Estábamos marcados a fuego por la Revolución Cubana, mejores o peores discípulos del Che y de su ética, de Camilo Torres y su pasión concreta; además, enamorados fieles de Evita, teníamos a los sacerdotes tercermundistas por amigos, Marx y Ho Chi Minh en la cabeza, la resistencia peronista en el corazón y el tango nos había dado el culto de la amistad y la melancolía.
¿Quién de nosotros, lectores de Lautréamont y Artaud, Maiakovski y González Tuñón, Cortázar y Marechal y el más cercano Walsh, y que visitábamos a Juan L. Ortiz en su casita frente al Paraná con espíritu asombrado, no había soñado convertirse en un poeta de la revolución?
Despreciábamos, dentro de la jungla literaria, tanto a los que se amparaban en el arte por el arte, en los juegos de palabras, en la pura reflexión o en la sensibilidad pasiva, como a los que pretendían escribir para el pueblo desde una distancia impoluta, sin riesgos vitales, bajo la protección de las momias de un partido y casi siempre apelando a la más grosera desvirtuación del realismo socialista.
Lo nuestro quería ser distinto. Buscábamos combinar la mejor poesía –sin privarnos de ninguna posibilidad creativa, sin atarnos a comisarios culturales ni a la sacrosanta estética– con una experiencia concreta, cotidiana, que nos mojara el cuerpo y nos hirviera el alma como si fuéramos los fogoneros del tren a las estrellas. La cosa era: entregarse sin retaceos, sin clemencias ni usuras al cambio de la vida y la sociedad.
Había que ganarse el derecho a ser poeta, y a guardar un espacio para la poesía, en el mismo foco de la revolución. Posible o no, contradictorio o coherente, era un profundo desafío que nos movilizaba. Y de pronto la realidad era Paco, perseguido por las calles de Mendoza, queriendo la libertad a tiros, tomándose una pastilla de cianuro, rematado, aún vivo, indefenso y con los ojos abiertos, por unos malandras que le metieron dos balazos en la cabeza, después que él, Paco, cubriera la retirada de una compañera y de su mujer que se llevó a la pequeña Ángela, la hija nueva del viejo Paco, quien se quedó adentro del coche con un revólver sin balas en las manos y que también había escrito varios de los mejores poemas de nuestra época.
La muerte de Paco. El primer poeta que caía en combate frente al enemigo de siempre. Y la revolución lejos, más lejos que nunca todavía. Era el invierno del 76, crecían la derrota, la muerte, los desaparecidos, la cárcel, el destierro. Paco se había convertido en un descarnado anuncio.
Recuerdo que me fui de aquel café del Bajo con la ginebra y la tristeza a paso lento hasta mi casa. Y me entregué como un ángel o una bestia –ya no sé y quizás tampoco importa la diferencia– a la mujer hermosa y distante que me esperaba. Siempre sucedía así. Se perdía un compañero y uno se aferraba al amor, si lo tenía, o a la aventura breve que se creía eterna –y acaso lo fuera– para poder sentir que estábamos vivos, que seguíamos siendo jóvenes y fuertes y bellos, capaces de mirar al mundo con los ojos del sueño. Lo cierto era que la flecha del destino se había lanzado y los dioses pasaban a mostrarnos su rostro amargo.
Han pasado los años. ¿Qué de nosotros y del gran sueño? La poesía de Paco que avivaba aquel sueño no ha perdido su frescura. Mantiene esa honda música que anuncia la mañana. De la revolución se dirá, y acaso con razón, con la razón que se sustenta en el horror padecido, que nuestra generación, por pecar de romántica y aventurera, por terribles errores de concepción y de método, la hizo retroceder en el tiempo y en la conciencia social. La historia sanciona sin pudor ni piedad a los que pierden, y el proyecto de nuestra generación fue destruido. Acepto las críticas de los otros y mis propias pesadillas. Pero tampoco renuncio al orgullo de decir que en la época en que fue posible soñar a lo grande, fuimos tremendos soñadores, y quienes no soñaron entonces –y ahora hablan y miran desde la soberbia del culo sentado que nunca se equivoca porque no mueve el culo– es porque vinieron a esta tierra para arrastrarse y no soñar. O quizás, simplemente, porque más allá del discurso, sus intereses y real ideología se confunden con los que han sido y serán nuestros enemigos de clase. Esos que han hecho del país una tierra baldía y de la vida una dura tristeza que se renueva. Sí, pienso en lo que escribió, en lo que hizo y hasta la forma en que Paco eligió la muerte, y siento por él, y por tantos otros de nuestra generación, emoción y orgullo. Así de simple.
Desde que volví al país me encontré varias veces con Javier, el hijo de Paco. Noches pasadas me contó cosas que yo no sabía o quizás había olvidado. La compañera que estaba en el coche con Paco logró salvarse. La mujer de Paco fue detenida y está desaparecida. Ángela, la nenita, ha sido recuperada y ahora vive en La Pampa con los abuelos maternos. La hija mayor de Paco, y también su marido, fueron secuestrados a los pocos meses y tampoco se tiene de ellos la menor noticia. En cuanto a Paco, está enterrado como NN en la bóveda familiar, en Merlo, y las autoridades no han dejado siquiera poner una placa con su nombre. Antes de morir, meses antes, hizo un testamento. Reconoció a su hija pequeña, a quien no pudo darle su nombre por ser un perseguido, y dejó, como única herencia, los libros que había escrito.
En estos nuevos y confusos días parece que un derrotado que viene del exilio, y que además no cree mucho en una democracia con presos políticos, con asesinos y torturadores sueltos por las calles, tiene muy poco para decir sin que lo muerdan los perros. Aún así me animo a sostener que Paco Urondo fue un real poeta de la revolución.
Estoy seguro de que habrá un tiempo en que su poesía y el gran sueño, por lo que vivió y murió, andarán armoniosamente de la mano.
Alguien nos espera al final del camino.
Post Scriptum: Escribí este texto, recién vuelto del exilio a la Argentina. ¿Qué hay de nuevo sobre Paco? Poco a poco se han ido publicando sus poemas, aparecieron libros de investigación sobre su vida y un documental que se anima con su historia. También hemos organizado un concurso de poesía –que a él le hubiera gustado–, que lleva su nombre, para los presos de las cárceles de la provincia de Buenos Aires. Algunas aulas escolares lo recuerdan, igual que la placa que un muy pequeño grupo de amigos pusimos sobre su tumba una tarde de invierno en que, por supuesto, llovía.
III. El poeta y la poesía
Todo gran poeta nos instala en el secreto corazón de la poesía. Así sucede con Francisco Urondo. Sus poemas trascienden las meras formalidades del canon literario, la prisión discursiva del espíritu humano homologada como letra pura (esa extensión posmoderna de una ley más antigua, confusa y al final ni idealista ni pragmática, sino perversa, resumida en una de sus especies como el arte por el arte).
La poesía de Francisco Urondo llega a ser la voz del eterno desgarro de la criatura humana que se obstina en rescatar la belleza en los escondrijos más profundos de la verdad.
Dicho en otras palabras: aun en los tiempos de la muerte, o como en su momento dijera Rimbaud, «el tiempo de los asesinos» (hablo de una reproducción material de la existencia basada en la antropofagia y su filosofía del crimen de la pobreza), hay un bien, hay un amor y hay una necesidad de justicia que se corporizan desde la mirada del otro, del mí que yace en ti y que desemboca en sentir como propio el dolor ajeno (ese otro sufriente que, como escribió Rodolfo Walsh, al hablar de él habla también de nosotros, se socorre en nosotros…) y que necesita del deseo para convertir la mortificación en devenir dichoso.
Hay un deseo que anuncia la mañana del mañana y corporiza la poesía. Esa poesía que brilla –al igual que las utopías, los delirios y los secretos del alma– en los poemas de Paco Urondo, a través de su registro del «espacio de amistad» y del «espacio de amor». Esa poesía que acompañó su hermosa vida, marcada por las prédicas éticas y políticas de Ernesto Guevara (no se olvide lo que Urondo escribió sobre el Che y su militancia original en las Fuerzas Armadas Revolucionarias); esa poesía que finalmente dio sentido a su hermosa muerte.
Entiéndase: no digo que la muerte sea hermosa (la muerte no es más que una topía de muerte y es impensable desde la vida), digo que Francisco Urondo murió hermoso, resguardando hasta el final a las mujeres que amaba, a los compañeros con quienes luchaba y a los sueños que soñó y que siempre supo eran más que una ilusión, eran plena materialidad social que no deja de construirse, aunque sean agónicos los retrocesos y se tiña el horizonte de sangre.
Otra vez la poesía, a la que también acudimos en la hora del consuelo (¿o acaso no hay pena cuando traspasamos el umbral de los recuerdos…?).
Vemos a Francisco Urondo, instalado en un espacio paradojal: hay una materialidad extrema de lo público, urdida por una conciencia crítica que arde y lo quema, y a la par una subjetividad acrecida desde los vínculos amorosos, como un río del deshielo que recorre las mejores pasiones de la vida. Hay un viaje. Nace una aventura, que no se desmadra, contenida desde una ética de la responsabilidad.
De allí que los poemas y demás escrituras de Francisco Urondo –sus novelas, su teatro, sus guiones– tengan una generosa y a la par armónica capacidad de símbolo, y como muy pocos artistas en la América Latina llega a representar la épica de toda una época y la praxis liberadora de una apasionada generación que nunca dejó de buscar los cielos en la tierra, por más dura que fuera la porfía.
Buenos Aires, septiembre de 2006