Garganta cósmica del sur

Por Diego Fischerman

Al fin y al cabo, un descendiente de vascos al que llamaron Polaco sólo podría ser porteño. Y sólo un cantante de tango podría haber nacido dos veces. Es posible que el propio Roberto Goyeneche no conociera la verdad exacta. Según algunos fue en Saavedra y según otros –aunque su familia jura que no– la madre debió interrumpir un viaje en tren y bajarse en Urdinarrain, en la provincia de Entre Ríos, para dar a luz. Lo cierto es que él fue, por lo menos, dos cantantes: el exacto y el que convirtió la inexactitud en estilo. Y si las polémicas acerca de su linaje no alcanzan estatura gardeliana (Urdinarrain no es Toulouse, en todo caso, y, por otra parte, él siempre reconoció a Saavedra como su patria), hay otras discusiones que resultan eternas. La cuestión acerca de cuál es el verdadero Polaco, si el que muestra un instrumento de una rara perfección en la grabación de “Alma de loca”, en 1952, con la orquesta de Horacio Salgán, o el que balbucea, duda y se estremece en su madurez, es, más allá de sus aspectos puramente musicales, espejo de otras controversias. Sus dos estilos, por llamarlos de algún modo, hablan también de dos personajes y de dos modelos sociales contrapuestos. Uno es el cantor perfecto, al que admiran los puristas. El otro es el impuro, el que vivió en el borde de casi todo, el que confesó, ya cerca de su muerte: “¿Cómo voy a cantar si peso cuarenta kilos mojado?”, el que idolatraron aquellos a quienes nunca había gustado el tango, el que los cultores de la “vida peligrosa” (o de su fantasía) convirtieron en emblema. Eventualmente, Goyeneche fue también el que supo cambiar de paradigma, o el que logró adaptarse a sus modificaciones. El que fue estrella, en las décadas de 1960 y 1970, de un género que había dejado de ser la música popular por antonomasia y que, para bien o para mal, se había convertido –y no sin víctimas– en objeto de escucha. Si entre los comienzos del siglo (la primera grabación comercial de un tango es de 1907) y su autoproclamada Edad de Oro, en los cuarenta y comienzos de los cincuenta, el baile, el disco y la radio habían conformado una especie de triángulo virtuoso para la circulación del tango, los dos últimos fueron definiendo, con el tiempo, un predominio y una funcionalidad “abstracta” más marcada. Y a ese mapa habría que agregar, en la época en que Goyeneche construyó su imagen y su trayectoria como solista, las “tanguerías”. Allí, un poco a la manera de los clubes de jazz, y en sintonía con una Buenos Aires con un vasto sector social que, alentado por revistas como Análisis, Primera Plana o Panorama, cultivaba la idea de la “distinción”, el tango se iba a es- cuchar. Podría afirmarse, como lo hace el musicólogo Simon Frith, que el baile es un modo de escucha, pero en esta ciudad y en esos tiempos –lo que se proyectaría al primer rock y a los públicos de Almendra, Manal, Arco Iris, Aquelarre, Pescado Rabioso, Vox Dei y Sui Generis–, uno y otra aparecían como opuestos. Los que escuchaban despreciaban a los que bailaban, y estos a los primeros; Piazzolla afirmaba que para hacer música había tenido que “olvidar a los bailarines”, y Manolo Juárez, de una manera bastante similar, establecía la genealogía de las nuevas músicas de tradición folklórica surgidas en los 60 –músicas “de escucha”, sin duda– en el abandono “de las formas rígidas que planteaban las coreografías”. En todo caso, y aun cuando el repertorio mirara frecuente- mente al pasado, no debería pasar inadvertido el sonido de época –y los gustos y hábitos culturales– de esos años modernistas en que floreció la carrera solista de Goyeneche. Un lugar en particular, Caño 14, se erigía como una suerte de Faro de Alejandría en ese nuevo territorio. En ese club de la calle Talcahuano tocaban Troilo y el Sexteto Tango, actuaban las nuevas figuras de las músicas de tradición popular –allí iba a estar, en sus comienzos, Rubén Juárez, y allí estuvo, cantando folklore, Amelita Baltar–, se presentaba Atilio Stampone, uno de sus dueños, y la estrella indiscutida, en el final de la noche, era el Polaco.

 

 

CARRERA SOLISTA

Fueron los años de ese estilo camarístico que cultivó el Sexteto Tango, y, por supuesto, de los grandes discos conceptuales que Stampone grabó a comienzos de los 70, Concepto (1972), Imágenes (1973) y Jaque mate (1975). Fueron los años en que Goyeneche editó sus álbumes Sentimiento tanguero (1972), Goyeneche 73 (1973) y Personalidad y tango (1974), todos ellos, precisamente, con arreglos y dirección musical de Stampone. Y, también, de una pequeña y extraordinaria acuarela que, junto con Homero Expósito, los tuvo como protagonistas y artífices. “Afiches”, compuesta por Stampone y Expósito y grabada por Goyeneche el 3 de octubre de 1972, quedaría fijada como la interpretación de referencia de una de las pocas incorporaciones tardías a un canon (el de las obras maestras del tango) que, con pocas variantes, había quedado fijado muchos años antes. Si algo distinguió a Goyeneche a lo largo de su carrera fue la manera en que se apropió de algunas canciones. La forma en que sus interpretaciones quedaron para siempre como el único modelo posible. Todo lo que cantó lo hizo suyo. Pero en algunos casos esa pertenencia (o esa simbiosis) fue exclusiva. Es imposible pensar en “La última curda” o “Garúa” sin remitirse a sus registros de 1962 y 1963 con la orquesta de Aníbal Troilo. O a la grabación de “Sur”, con esa misma orquesta, en abril de 1971. O a “María” o “Milonga triste” junto con la orquesta de Ernesto Baffa y Osvaldo Berlingieri, en 1968. O a los nuevos clásicos de esos años con Stampone: el mencionado “Maquillaje” o “Naranjo en flor”, una canción que con esa versión volvió a nacer. De hecho, si estos tangos son infaltables en el repertorio de los artistas surgidos en las últimas tres décadas es, justamente, porque los cantó el Polaco. Y a veinticinco años de su muerte, ocurrida el 27 de agosto de 1994, su legado junto con sus grabaciones –casi nunca tratadas como se merecen, por otra parte– y el recuerdo de quienes lo escucharon en vivo son esa manera de señalar un camino, una manera de interpretar, desde ya, pero también un repertorio y una determinada poética. Esas elecciones del artista que se inició como amateur con la orquesta de Raúl Kaplún, en 1944, y que, de manera intuitiva, manejó la paleta más grande de recursos de emisión y fraseo que puedan imaginarse se manifiestan no sólo en los temas que decidía cantar sino en el orden que les daba dentro de sus discos. La alternancia entre tangos antiguos y más recientes, entre los más dramáticos y los más líricos, entre las pinturas picarescas y los románticos, era todo un arte que dice muchísimo acerca de cómo se concebía a los discos como un relato y que, lamentablemente, una decisión incomprensible de la compañía discográfica en la que Goyeneche desarrolló el grueso de su carrera solista borró de un plumazo. Por un lado, RCA fue la compañía que reeditó de una manera más consistente el material con el que contaba: ni más ni menos que todos sus discos solistas entre 1968 y 1985, sumados a sus participaciones, en los años inmediatamente anteriores, en los discos de Baffa-Berlingieri, tanto como trío (junto con el notable Fernando Cabarcos en contrabajo) como con orquesta, parte de lo grabado con Troilo (sus registros de 1962 y 1963) y parte de las grabaciones realizadas con Salgán en los 50. La colección “Goyeneche en RCA Victor”, publicada en 2004, incluyó 19 CD, recuperó fotos históricas y cuidó la inclusión de datos acerca de las fechas de grabación y de las orquestas y arregladores participantes. Y se respetó el contenido de los discos originales, salvo en los primeros volúmenes, que agrupan material fragmentario –ediciones originales en discos de 78 rpm, con sólo dos temas, y los temas cantados en los álbumes de Baffa-Berlingieri–, incluyendo además canciones adicionales sólo publicadas en singles o EP. Por eso es que resulta absurdo que a cada uno de esos discos se les haya cambiado el título y el orden de los temas. Como ejemplo podría bastar lo sucedido con el disco Barrio de tango, con dirección musical de Armando Pontier y editado en 1969. A cuento de nada, la edición en CD lo titula Uno.

De manera intuitiva manejó la paleta más grande de recursos de emisión y fraseo que puedan imaginarse. Sus elecciones se manifiestan no sólo en los temas que decidía cantar, sino también en el orden que les daba dentro de sus discos.

Y, lo más importante, altera una secuencia de temas impecable- mente imaginada. El lado A ofrecía, en ese orden, “Olvido”, de Amadori y Rubinstein; “Soledad”, de Gardel y Le Pera; “Qué fácil es decir”, de Sciammarella y Fernández de Olivera; “Viejo baldío”, de Grela y Lamanna; “Uno”, de Mores y Discépolo, y “Zurdo”, de Pontier y Silva (la misma dupla a la que Goyeneche y Troilo habían dedicado por entero su disco Nuestro Buenos Aires, del año anterior). En el CD, en cambio, los seis primeros temas son “Uno”, “Barrio de tango”, “El pescante”, “Soledad” y “Olvido”. El cambio no obedece a lógica alguna, pero sus consecuencias no podrían ser más dañinas con el concepto original.

 

 

GRABACIONES EMBLEMÁTICAS

El resto de la discografía del Polaco es difícil de hallar –aunque no imposible– pero arduamente identificable si no se cuenta con información adicional, que ninguna de las ediciones existentes, y mucho menos sus versiones virtuales, en iTunes o Spotify, consignan. Las grabaciones con Salgán, además de las realizadas para RCA, incluyen registros realizados entre 1953 y 1956 para el sello TK: “Pan”, “Margarita Gauthier”, “Por el camino”, “Sus ojos se cerraron” y dos dúos con Ángel Díaz, “Alma, corazón y vida” y “Un cielo para los dos”. Para ese mismo sello grabó en 1956 junto con Troilo: “Bandoneón arrabalero”, “Calla”, “Cantor de mi barrio” y “Milonga que peina canas”. Y nuevamente con Troilo grabó para Odeon entre 1957 y 1959: “Lo que vos te merecés” y, en dúo con Ángel Cárdenas, “La flor de la canela”, “Pa’ lo que te va a durar” y “Aguantate, Casimiro”, “Barrio pobre”, “El metejón”, “La calesita” y “Malón de ausencia” (ambos con Cárdenas), “Un boliche” y “San Pedro y San Pablo”. En 1961, Goyeneche registró el que bien podría considerarse su primer disco solista, junto con el Trío Los Modernos (Alberto García en bandoneón, Osvaldo Berlingieri en piano y Eugenio Pro en contrabajo). El disco, editado por TK, se llamaba sucintamente Roberto Goyeneche y el Trío Los Modernos e incluía siete te- mas, “Torbellino”, “Yo te perdono”, “Lejana tierra mía”, “Plegaria”, “Cuesta abajo”, “Contramarca” y “Tamar” (todas esas grabaciones, menos “Plegaria”, aparecen en un CD carente de cualquier infor- mación y llamado Colección de oro). Una edición uruguaya, Lo mejor en tango de 1963, presenta a Goyeneche junto con el trío de Luis Stazo, Armando Cupo y Mario Monteleone (se consigue en iTunes con el título La máxima expresión del tango y sin un tema, “Tu lágrima de amor”, reemplazado por “Ya vuelvo”, una grabación de 1966 junto con la orquesta de Roberto Pansera, incluida originalmente en Romántico, un disco inédito). El sello Melopea, por su par- te, realizó una serie de publicaciones (reeditadas en su momento por Página/12) con el material grabado después del período en RCA. Hay un “mito Goyeneche”, desde ya. Y allí entran desde su fidelidad a Platense, al bar La Sirena y al Cinzano con Pineral (aunque en los últimos tiempos lo hubiera reemplazado con Hesperidina ) hasta su trabajo como colectivero o el concurso para voces nuevas que ganó a los 18 años, antes de empezar a cantar con Kaplún. Como suele suceder, su nombre equivale a su obra y muchas veces la desplaza. Lo antecede la fama, aunque se desconozca aquello que la inició. Conviene volver a las fuentes. Escucharlo. Reparar, en su fundante “Alma de loca”, en cómo adelgaza o da cuerpo a su voz a elección, y a veces palabra por palabra, bordeando y construyendo el significado de cada una de ellas pero sin perder la fluidez y la naturalidad. Y en cómo, aun en ese período aparentemente “formalista”, cada recurso es un vehículo expresivo. En todo caso, ya allí hay pequeñas pausas capaces de reforzar el sentido de una frase o, como cuando dice “muñequita”, de dotar a la melodía de una ternura in- finita. La manera en que cuenta las historias en algunos hitos gardelianos como “Lejana tierra mía”, “Siga el corso”, “Volvió una noche” o “Pompas de jabón”, la forma en que dibuja “Malena” o la dimensión del drama que alcanza en “La última curda” son lecciones de interpretación y trascienden, incluso, los códigos del tango. “Yo siempre canté los sentimientos a flor de piel. Sin sentimientos no hay nada importante, no hay vida”, había dicho en una entrevista. Y allí también explicaba: “Uno casi nunca está seguro; uno duda, tartamudea, no dice las cosas tan directamente. Poco a poco fui incorporando eso a mi manera de cantar, diciendo las cosas como se dicen en la vida, de a poco. Uno a veces empieza a contar lo que le pasa sin darse cuenta de lo que está contando. Uno se va percatando a medida que cuenta, y yo quise que eso estuviera en la interpretación. El desafío era hacerlo sin que se perdiera la melodía. Porque en el tango hay melodías maravillosas y yo quería respetarlas”.

 

 

CON TROILO Y PIAZZOLLA

“En este país se puede cambiar todo; lo único que no se puede cambiar es el tango”, decía Piazzolla hablando, justamente, de sus grabaciones con Goyeneche en 1969. Tal vez por eso muchas de las rupturas del género (o de las historias que se cuentan sobre sus rupturas) tienen que ver con el permiso de “los padres” o con su falta. Se cuenta que el Octeto que Piazzolla formó en 1955 tocó para Pugliese y esperó ansioso su aprobación. Y dos narraciones dan cuenta, de manera casi exacta, de comienzos independientes aprobados, y hasta estimulados, por esos padres. Uno es el de la formación del Sexteto Tango, supuestamente bendecido por el propio Pugliese, que con esa escisión sufrió la pérdida de varios de sus mejores músicos, no sólo como instrumentistas sino como compositores y arregladores. La historia real no fue tan idílica como la cuentan pero lo interesante es que sea necesario contarla de esa manera. Que para los protocolos del tango una carrera solista sea una traición a menos que el padre la apruebe. No otra cosa es lo que se supone que Troilo le dijo a Goyeneche para convencerlo de que iniciara una carrera por fuera de su orquesta. Como el ave que con cariño empuja a su cría fuera del nido, el bandoneonista le dijo (o eso es lo que se dice): “Si no se va, lo echo”. “Fue él mismo quien me dijo un día, al cabo de ocho años de estar juntos: ‘Bueno, Polaco, vamos a tener que dejar…’, y yo le pregunté: ‘¿Por qué, Gordo, las cosas andan tan mal?’. ‘No es eso, es que ahora usted está llamado a conquistar popularidad y dinero que no le voy a poder pagar. Pero no se preocupe, ya vamos a volver a juntarnos un día’.” Goyeneche definía a Troilo como su “guía”, su “corrector”, su “ángel de la guar- da”. En una entrevista publicada por Tiempo Argentino en 1986, decía: “Juro que cuando estoy cantando, todavía escucho detrás de mí el ronquido, ese rumor que lo caracterizó siempre”. Lo consideraba su maestro. Pero, sobre todo, hablaba de una magia, de una química especial. “En una orquesta, el director es el que elige, el que dice acá va forte y acá va piano. Pero Troilo me conocía, sabía lo que me gustaba y me pedía las cosas que a mí más me gustaba hacer. Y lo mismo con la elección del repertorio; lo conversábamos mucho, jamás había una imposición.” Con los años fue reinventándose a sí mismo. Aquello que había sido lo que lo distinguía de otros, la cuota de personalidad a partir de un material exquisito, su propia voz, empezó a convertirse en lo único. Algunos hablaron de que Goyeneche había forjado una caricatura de sí mismo. Él no se ocultaba la verdad. Decía, en la intimidad: “Justo ahora que estoy fundido me llueve el trabajo”. Los golpes en el piso, cierto expresionismo (o ciertas exageraciones) en su fraseo, una posible retórica del goyenechismo, eran lo que, todavía, tenía para ofrecer. No era un hombre anciano. Murió a los 68 años pero parecía mayor desde hacía mucho. En 1982, cuando Piazzolla, que era cinco años mayor que él, lo convocó para actuar con su quinteto en el teatro Regina, tenía apenas 56 años. El bandoneonista, sin embargo, hablaba de él con reverencia. Como de un viejo maestro. Y le aceptaba que no hubiera podido aprender- se los temas nuevos que él esperaba poder hacer (“Los pájaros perdidos”, entre ellos). “El Polaquito no puede”, decía. En esos últimos tiempos, una nueva camada de admiradores descubrió al Polaco. Y no eran sus virtudes pasadas lo que la seducían. Al contrario, era la forma en que exponía –y aprovechaba con una enorme sabiduría– sus nuevos defectos. Y es que en realidad, Goyeneche, a pesar de todas las apariencias, como en el tango de Rivero y Felice que había grabado en 1952, era el mismo. Los recursos eran otros pero, como siempre, lo que importaba eran las palabras. Y, claro, su ritmo, sus pausas, sus matices. La música.

Caras y Caretas