Gaspar de la noche

ZONA LITERARIA | EL TEXTO SEMANAL

Por Marco Denevi

Cuando entró en la salita y vio al chico sufrió una desilusión. Se lo habia imaginado rubio, hermoso, un Pierino Gamba de doce años, pero rubio. En cambio era un niño raquítico, con una nariz de hombre, la boca trompuda y el pelo aindiado. Un niño feo, desagradable, que parecía un adulto encogido. Usaba traje de pantalón largo, camisa y corbata, una ropa limpia, nueva y humilde. Ya le crecía el bozo, y las patillas, cortadas desprolijamente, se prolongaban en un tenue vello sobre las débiles mandíbulas.
El chico lo miró desde el sillón, pero no se levantó.
—Así que vos sos el joven pianista que ayer me habló por teléfono.
—Sí, señor. Muchas gracias por recibirme.
Tenía la voz aguda y melodiosa (la voz que a él lo había engañado) pero sin matices, como si repitiera una fórmula que le acababan de enseñar. La nuez le subía y le bajaba por el tierno cogotito, le daba la apariencia de un pollo desplumado que bebe agua.
Koszwinski se volvió hacia el padre:
—Señor Paternó, tome asiento.
El chico no le quitaba los ojos de encima. Unos ojos cautelosos, tranquilos, alertados, precozmente sabios. No había temor ni admiración en esa mirada. «Como si lo hubiesen instruido: no dejés de mirarlo», pensó Koszwinski.
—No sabe cuánto le agradecemos, maisiro. Mi hijo tenía tantas ganas de que usted lo oyera… Es muy inteligente, ya va a ver. Y muy adelantado para su edad.
El padre era regordete, sanguíneo y velludo. A Koszwinski le hizo recordar a un organillero napolitano. ¿Qué tenía que ver ese músico ambulante de la Italia meridional con el chico de pelambre de indio? Quería mostrarse educado y desenvuelto, pero estaba tan nervioso que se movía sobre la silla, iadeaba y se reía sin motivo. Y en lugar de dirigirse a Koszwinski, le dedicaba al niño sus ademanes, sus risitas, una mirada de preocupación. «Es el empresario del hijo», pensó Koszwinski.
—Pero si lo hago con todo gusto. Por otra parte es mi deber. Quiero decir, estimular a los jóvenes.
Le parecía oír a Elsa: «Lo que quieren es usarte, todos ésos. Yo que vos no lo recibiría. Seguro que recién anda por el Hannon y ya pretenderá que lo hagas tocar en el Carnegie Hall».
El chico seguía escrutándolo, seguía estudiándolo con aquellos ojos de viejo que examina a un postulante y no se deja engañar por las apariencias. «Qué curioso, como si el postulante fuese yo». De golpe a Koszwinski se le ocurrió que el chico era un enano.
El padre, a su vez, no apartaba su mirada del niño. Una mirada pensativa y ligeramente estupefacta, como si el niño le resultase un enigma que no sabía descifrar y que en cualquier momento le revelaría alguna solución atroz o maravillosa. Y que hablase mirando siempre a su hijo lo convertía en una especie de domador que vigila los movimientos de un animal mañero.
—La idea fue de él. Voy a llamar al maestro Koszwinski y le voy a pedir que me oiga tocar el piano. Yo le dije: pero Pinuccio, el maestro Koszwinski es una persona muy importante, muy ocupada. No tendrá tiempo que perder con vos, que todavía sos un principiante.
«Hipócrita. Seguro que él lo obligó».
—Pero hubo que dejarlo hacer su voluntad. Porque si no es capaz de enfermarse. Es un chico muy delicado, muy sensible.
El niño, sin moverse, sin desviar la vista, dijo:
—Callate, papá.
El hombre se contorsionó, lanzó un resoplido por la nariz, contempló a su hijo con una expresión que combinaba tímidos reproches, pedidos de disculpa, dolor, cólera y vergüenza.
«Se creerá un genio. También los padres lo creerán. Y este monstruo los tendrá al trote». Lo detestaba, así, al minuto de conocerlo.
—¿Con quién estudiás?
Le había salido una voz áspera, como si lo interrogase sobre alguna travesura. Se sentía de mal humor. Se odiaba a sí mismo como siempre que se veía envuelto en los planes de los demás.
El chico, hundido en el sillón, mantuvo aquella gravedad, aquella horrible serenidad. «El desparpajo de un mocoso acostumbrado a que lo exhiban como a una imagen milagrosa».
—Antes estudiaba con la profesora Galli Nardelli.
Elsa tenía razón. No debía haberlo recibido. Tendría que oír La plegaria de una virgen. Con un poco de suerte oiría Para Elisa o la Marcha Turca. En el peor de los casos asistiría al descuartizamiento de alguna polonesa de Chopin.
—¿Antes? ¿Por qué antes? ¿Y ahora?
—Ahora estudio solo.
—¿A tu edad? ¿No te parece que sos demasiado joven para estudiar solo?
Ya no disimulaba su fastidio. Quería hacerle bajar la vista a ese insolente.
El padre interpuso un brazo conciliador:
—No, perdone, maestro. Fue la propia profesora la que nos dijo que ella ya no podía enseñarle nada. Que se buscase otro.
¿Qué estaban insinuándole?
—Yo no doy lecciones, señor Paternó.
El hombre sacudió enérgicamente las manos como para que se le desprendieran de los brazos, gimió con vehemencia:
—No, no, maestro. Ha entendido mal. Nosotros no pretendemos… Lo que nosotros queremos es que usted lo oiga tocar y después diga si vale o no vale la pena que siga estudiando, que hagamos el sacrificio. Somos pobres. Pero si usted dice que vale la pena, no importan los sacrificios.
No le bastaba inclinarse sobre él, gesticular como un vendedor callejero, haber usado aquel tono gemebundo. Empujó, además, la silla hacia adelante (y a la alfombra se le hizo una joroba), pero sus dedos seguían apuntando al chico, siempre al chico, como a una mercadería de contrabando de cuya calidad el cliente dudaba.
«Si entra Elsa, lo primero que verá es el pliegue de la alfombra. Y después va a rezongarme: No sé cómo recibís a esa gentuza». Pero Elsa, últimamente, lo dejaba solo con las visitas indeseables.
—Si usted cree que Pinuccio tiene condiciones, santa palabra, maestro. No se habla más. Me empeño todo para que llegue a ser un gran pianista.
—Un gran pianista como usted —terció el chico, con esa especie de vigor desafiante.
«No voy a permitir que me extorsionen».
—¿Cuánto hace que estudiás?
—Siete años.
—¿Y estudias porque te gusta o porque te obligaron?
El padre volvió a contorsionarse sobre la silla, pero no habló. Miraba al chico, como esperando que éste no se equivocara en la contestación.
—Porque me gusta.
Y el padre suspiró, aliviado.
—¿Cuáles son tus autores preferidos?
Durante un minuto el niño, sin dejar de escrutarlo, permaneció en silencio. Koszwinski le sostuvo esa terquedad, ese denodado sosiego de los ojos. Entre tanto el padre hacía bailar una pierna, vigilaba a su hijo con aquella preocupación de domador que estrena un animal rebelde.
Al fin el chico dijo:
—No tengo autores preferidos. Hay obras que prefiero tocar y obras que prefiero no tocar.
La sensatez de la respuesta lo irritó. «Es antipático. Antipático y pedante. Aunque toque como Horowitz, lo voy a deshauciar. Lo odio».
—Está bien. Nombrame las obras que preferís tocar.
—Son muchas.
Y, por primera vez, se sonrió. La sonrisa —dulce, nostálgica, indulgente— de un enfermo incurable al que le preguntan por su salud, lo había embellecido.
Esa contestación, esa sonrisa, esa repentina belleza (hasta entonces oculta, adrede, como un truco) exasperaron a Koszwinski.
—Nombrame una.
Nuevamente el chico se quedó callado. Se oía el golpeteo de la pierna del padre contra la madera dé la silla.
«Quiere impresionarme. Está buscando un título para impresionarme. Cree que me va a impresionar con la Danza del fuego o la Rapsodia húngara».
—Gaspar de la Noche.
Los ojos de Koszwinski, como un aparato explorador, como un instrumento de astronomía se desplazaron del niño al hombre, del hombre al niño, repetidamente, en un vaivén cargado de tensión y de secretas amenazas. El chico, sin embargo, no se movió, ni siquiera parpadeó. Parecía esperar confiadamente, o resignadamente, el veredicto del maestro. Pero el padre resollaba, contraía todos los rasgos como si hiciese un esfuerzo para oír, se rascaba las manos.
«Sabe que es mi caballito de batalla. Debe de haber leído mi artículo en Ars. Y ahora tiene el coraje… ¿Y si fuese de veras un genio? ¿Si fuese un nuevo Mozart?». No se avergonzó de desear que no lo fuera. Se sentía cruel y envidioso.
—Andá al piano y tocá Gaspar de la Noche —le ordenó en un tono duro, como imponiéndole un castigo.
En un primer momento no entendió qué sucedía: el chico no se levantaba del sillón, el padre se ponía de pie, se doblaba sobre su hijo, el hijo le echaba los brazos al cuello. Cuando vio que el padre alzaba al niño y lo llevaba hasta el piano, lo sentaba en la butaca, le colocaba los pies sobre los pedales, entonces comprendió.
«Esa estúpida de sirvienta por qué no me avisó. ¿Y ahora? Aunque toque desastrosamente, ¿cómo le voy a decir la verdad? Pero tampoco tengo derecho a engañar a ese pobre hombre que habla de sacrificios. Elsa tenía razón. Elsa siempre tiene razón. Soy un débil. Yo mismo me las busco».
Apenas el padre lo dejó solo frente al piano (apenas el padre retrocedió y se ubicó lejos, en un rincón, como para no arruinar con su presencia la gloria del hijo), el chiquilín volvió a mirar a Koszwinski.
«Quiere saber qué impresión me causó su desgracia. Especula con la parálisis como lo haría una mujer con un lindo cuerpo. Pero no voy a dejarme extorsionar. Dios, ojalá que toque medianamente bien. No digo la técnica, pero me conformo con…». ¿Con qué se conformaría, tratándose de Gaspard de la Nuit?
—Pinuccio.
—Sí, maestro.
—¿No será mejor que empieces con algo menos difícil?
—Pero si no es difícil.
—Digo, para calentarte los dedos.
—No hace falta.
—Hasta a mí me costaría empezar con Gaspar de la Noche.
—A mí no, maestro. A mí no me cuesta.
—¿La estudiaste con la profesora?
—No, solo.
—¿Y por qué te gusta tanto?
—Porque es la obra en la que culmina el pianismo de la era tonal.
Dios, Dios. Repetía una de las frases del artículo. Probablemente la repetía como un loro, sin saber qué significaba. Se la devolvía así, con inocente (o con cínica) audacia, como un reto.
—No, Pinuccio. Olvídate de Gaspar de la Noche. Todavía no es una obra para vos.
«¿Y si fuese un genio?».
El chico, erguido en la butaca, apoyó una mano en el teclado (y le arrancó un grito de protesta), hizo girar violentamente el cuerpo, miró al padre. Los ojos le brillaban, estaba pálido.
—¡Déjelo, maestro! ¡Déjelo a él! —imploró el hombre con las manos juntas—. Porque si no se enferma, le agarra la fiebre.
Koszwinski apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, clavó los ojos en el cielo raso.
—Está bien. Tocá Gaspar de la Noche.
Ya no tendría escrúpulos. El arte tolera la vanidad pero no tolera el fraude ni la conmiseración. Y después de todo era preferible Gaspard de la Nuit. Una prueba de fuego, rápida y definitiva, por sí o por no.
Cuando sonaron las primeras notas de Ondina, ese profundo, verdoso, espejado gorgoteo del agua, Koszwinski entornó los párpados hasta que la habitación, entre las pestañas, cobró una luz de acuario. Después los cerró. Durante los veinte minutos que duró la ejecución de la obra no volvió a abrirlos. Se aferraba a los brazos del sillón como si el sillón hubiese tomado altura y lo transportase por el aire. Respiraba con dificultad, ruidosamente. Sentía sobre su rostro un extraño calor. Adivinó que el hombre no le quitaba la vista de encima. Tenía miedo. Miedo de no poder aguantar. De levantarse y bajar la tapa del Steinway sobre aquellas manos, cortarlas como cabezas de víboras. Miedo de que la música hubiese quedado destrozada para siempre. El patíbulo no terminaba nunca. En Scarbo lo asaltaron unos furiosos deseos de reír. De golpe le parecía que todo era una broma. Ahora le veía el lado cómico a la escena. En seguida lo invadió una ira vesánica.
«Soy un débil, un estúpido. No debí permitirlo». La plegaria de una virgen habría sido un acto de candor humilde. Pero Gaspard de la Nuit, esa siniestra parodia de Gaspard de la Nuit era un sacrilegio, una injuria no contra la música sino contra él. Como si lo obligasen a tocar, en un cafetín, para un público de borrachos y de prostitutas. Y él lo había consentido. «La culpa es mía. Soy un débil. Elsa tiene razón».
Cuando se hizo otra vez silencio, Koszwinski mantuvo los ojos cerrados. Entonces oyó la voz de Elsa. De modo que su mujer estaba ahí. La mucama le habría dicho: —Pobre, es paralítico de las piernas. Después habría oído el desastre. Y ahora había venido con la cara de cómplice que ponía en presencia de los enfermos y los baldados. Se haría la piadosa, la magnánima, se pasaría al otro extremo, empezaría a distribuir elogios idiotas como quien reparte gratuitamente comida, basta simularía una vulgaridad y una falta de discreción que ella creía obligaciones suyas con las personas desdichadas. Pero él sabía. Sabía que toda esa comedia tenía un único fin: hacerlo bajar a él de las nubes.
—¿Usted es el padre?
—Sí, señora.
—Lo felicito. Atreverse con una obra que Carl dice que es dificilísima, la más defícil de todo el repertorio para piano. Más que Islamey.
—A mi hijo le gusta con locura.
—A mi marido también.
—Se pasó tres meses, día y noche, dale que dale con el piano, hasta aprenderla. Yo le decía: Pero Pinuccio, vas a enfermarte. Pero él no me hacía caso. Tres meses sin parar, tocando todas esas notas, porque usted vio, hay notas para regalar. Mi señora ya tenía la cabeza así. Imagínese, todo el santo día, dale que dale. Pero al fin la aprendió.
—Es asombroso. Lo felicito.
—Claro que todavía no la toca del todo bien.
—Pero para su edad… Una pregunta. ¿Puede apretar los pedales?
—No, señora. Los pedales no.
—Me parecía. Bueno, no tiene importancia. El piano se toca con las manos, no con los pies.
—Sí, pero la profesora que antes tenía Pinuccio, la Galli Nardelli, no sé si la oyó nombrar…
—Una gran profesora.
—Una gran profesora, es cierto. Bueno, nos aconsejó… Para que si el día de mañana se cura… o puede aguantar los aparatos…
—… se vaya acostumbrando. Y así es. Mi marido dice que el uso del pedal es una cosa casi mecánica en los pianistas. No, si se ve que su hijo llegará lejos. ¿Lo piensa mandar al Conservatorio?
—No, señora. A ningún conservatorio. Es un chico muy delicado, muy sensible. Cada vez que sale de casa vuelve con un poco de temperatura, con eso le digo todo.
—¿Y entonces?
—Algún profesor particular. Pero que sea bueno, famoso. Que lo prepare para dar conciertos, para ganarse la vida. Porque somos pobres. Y la Nardelli, pobrecita, ella misma confesó, ya no tenía nada que enseñarle. Por eso vinimos aquí. Para que el maestro, si cree que Pinuccio tiene condiciones, nos recomiende a alguno.
—Lástima que mi marido no se dedique a la enseñanza.
—Lo sé, lo sé. Pero una recomendación suya… Eso sí, que sea un profesor de buen carácter. No de esos que gritan, que se enojan… Porque Pinuccio es muy delicado, muy sensible.
—¿Carl? ¡Carl! ¿Oís lo que dice aquí el señor?
Koszwinski abrió los ojos. Los dos lo miraban con la misma angustia, con la misma ansiosa inquietud. Pero mientras la fisonomía del hombre estaba como moldeada en cera y semejaba la faz de un santo patético que asiste a los preparativos de su martirio, la máscara estucada de Elsa parecía a punto de cambiar de expresión, como si ya no pudiese sostener la que ahora la desfiguraba y que era sólo la mueca artificiosa de una actriz. Koszwinski desvió la vista.
El chico, inmóvil frente al piano, miraba hacia adelante, hacia la pared. Se hubiese creído que esperaba que los demás se callasen para recomenzar. Tenía la cara sudada y la piel, un rato antes amarillenta, había tomado un tinte oscuro. Desde su sillón, Koszwinki vio que el frágil cuerpecito se dilataba y se contraía rítmicamente, y que ese latido le curvaba la espalda como si iniciase una reverencia y en seguida, como nadie aplaudía, se arrepintiese.
Koszwinski se levantó, caminó hasta el piano, se colocó junto al chico. El chico no se movió. Pero él lo oyó respirar. Entonces le puso una mano sobre el hombro, sintió que el hombro vibraba eléctricamente.
—Pinuccio.
El chico alzó el rostro y lo miró. Una gota de sudor le corría por el pómulo como una lágrima. Pero sus ojos se mantuvieron tranquilos, cautelosos, alertados, precozmente sabios.
—Sí, maestro.
Koszwinski le sonrió.
—¿Te gustaría estudiar conmigo?
El chico no contestó. Seguía mirándolo con aquellos ojos.
Pero de golpe gritó:
—¡Papá! ¡Papá!
Y después, tumbándose sobre el teclado, empezó a sollozar salvajemente.

(De: Hierba del cielo, 1973)