Gente decente
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Enrique Medina
Y es que al decir dominar, no quiero decir como el tigre. También domina el zorro por la astucia, y la liebre huyendo, y la víbora por su veneno, y el mosquito por su pequeñez, y el calamar por su tinta, con que oscurece el ámbito y huye. Y nadie se escandalice de esto, pues el mismo Padre de todos, que dio fiereza, garras y fauces al tigre, dio astucia al zorro, patas veloces a la liebre, veneno a la víbora, pequeñez al mosquito y tinta al calamar. Y no consiste la nobleza o la innobleza en las armas de que se use, pues cada especie, y hasta cada individuo, tiene las suyas, sino en cómo se las use y, sobre todo, en el fin para que uno la esgrima.
Miguel de Unamuno – Del sentimiento trágico de la vida
La verdad es que no sé cómo empezó la cosa. Supongo que fue aquella vez que me acordé que tenía que hacer una llamada. Ella se quedó en la cola y yo la observé desde el teléfono público. Hacía mucho que no la estudiaba de lejos. Me parecía que estaba mirando a otra mujer. Objetivamente la veía hermosa. Muy hermosa. Me atraía tanto que deseaba tocarla. Como si acaso me fuera imposible tocarla. El deseo era el mismo que se tiene con las mujeres que uno ve caminar por la calle y que nunca más vuelve a verlas.
En los comienzos buscaba oportunidades para observarla sin que ella se diera cuenta. Me alejaba para comprar el diario o la mandaba a comprar cigarrillos al kiosco, el asunto era mantener la distancia y quedarme estupefacto al verla caminar. Cuando íbamos a una confitería buscaba ubicación lejos del baño y en medio de las mesas que forman el caminito para facilitar mi visión en caso necesario.
Cada vez más mi mente volaba y volaba imaginando nuevas formas para ir descubriéndola más, totalmente, tal cual era ella; estaba convencido que ni ella sabía todo lo que podía dar.
Una tarde estábamos tomando té en un bar y me propuse jugarme. Le dije que fuera a comprar el diario. Tendría que cruzar la calle. Se quedó interrogante.
—¡Qué caballero que es mi marido!… ¿No podés ir vos?…
—Sí. Pero quiero verte caminar.
Se lo largué de golpe. Me miró asombrada, medio ofendida. Yo tranquilo, como si no hubiera dicho nada de otro mundo. Su rostro se tornó dudoso. Al fin terminó sonriendo a lo Mona Lisa.
—Hum… Así que…
Se quedó en los puntos suspensivos. Supongo que insinuó que yo era un degenerado, un pervertido o algo así. No me importaba gran cosa. Cuando creí que había fracasado vi cómo se levantaba, cómo sus manos alisaron la falda marcando bien las columnas y luego de mirarme en forma un tanto extraña, mejor dicho muy distinta a lo habitual, se alejó para buscar el diario.
Esa vez no pude deleitarme mucho viéndola, estaba medio trastornado por el nuevo mundo que vislumbraba: ella entraba en el juego.
Al llegar del trabajo un estado de nervios se apoderaba de mí. Me sentaba frente al televisor y mi mente vagaba por mundos imposibles ya de abandonar. Ella algo notaba. También estaba inquieta. Había que enfrentar las circunstancias y hablar. Conversar.
Al principio se negó, pero cuando pude hacerle entender que no se vive eternamente y que es un crimen imperdonable reprimir los pocos años que a uno le restan de vida, aceptó. Después reconocería que no era mucho lo que yo le solicitaba.
Mientras se vestía me puse a limpiarle los zapatos con una franela muy suave. El olor de la pomada se mezclaba con el que despedía el interior del zapato. Nos costó mucho acostumbrarnos a vivir con los olores. Los del baño. Los de la cocina. De acuerdo con la hora, el departamento tenía su olorcito. A la mañana era más aceptable. Hasta que a uno de los dos se le ocurría evacuar la comida de la noche anterior. Era trágico. Por más que se mantuviera bien cerrada la puerta, el olorcito se filtraba. Habíamos puesto una alfombra para evitar el paso por debajo de la puerta. Pero no hubo caso. Hasta pusimos un burlete en todo el marco. El olorcito siempre ganaba. Evacuábamos con el dedo apoyado en el botón. Cosa que a medida que uno va despidiendo los elementos, éstos puedan seguir de largo sin estacionarse ayudados por el empujón de las aguas. Bajaban como por un tobogán. Incluso no llegaba a mancharse el fondo del inodoro. La operación la cumplíamos perfectamente bien, pero la naturaleza siempre nos ganaba. Es necesario que aclare que el bañito, donde apenas podíamos estar uno por vez, debido a que el borde de la piletita quedaba justo debajo del cuello del que estuviera sentado realizando sus necesidades, apenas si tenía un respiraderito muy chiquitito en un rincón del techo. Nosotros siempre metíamos palos y plumeritos con las sanas intenciones de mantenerlo bien limpito para que se fuera el olorcito o por lo menos entrara alguna ráfaga de aire. Mas todo era inútil. Por supuesto tuvimos que acostumbrarnos. En épocas de calor se abría las ventanas y nos salvábamos. La verdad es que era solamente una ventana, con dos hojas. En el dormitorio no había ventana. Tampoco había noción del tiempo. Para saber si había sol o llovía teníamos que sacar la cabeza por la ventana y mirar hacia arriba. Divisábamos un agujero en lo alto que dejaba ver el color del cielo. A veces pasaban nubecitas.
El otro olorcito era el de la cocina. A pesar de que ahí el respiradero era más grande el problema era el mismo. Todo el vapor, el aceite frito, el puchero, las sopas, las milanesas con papas, los huevos, todos los olores acariciaban las paredes del living, que era donde comíamos porque en la cocina apenas si pudimos meter la heladera tamaño chico y apenas si uno podía girar un poco entre la cocina y la piletita, donde tenía que abrir la canilla con cuidado, con poca potencia, porque si no el agua salía violentamente y salpicaba todo. Por más burletes que le pusimos a la puerta de la cocina, nuestro esfuerzo resultó vano. Nos acostumbramos. Lo grave era el dormitorio. Parecía que los olores, el del baño y el de la cocina, se juntaran en ese lugar con la intención de quedarse ahí, estacionados. Y era muy feo cuando yo, estando acostados, todo enamorado hundía mi rostro en la cabellera de ella y en vez de entibiarme con su suavidad y perfume, me sentía desmayar con el olorcito a ají relleno que despedía su cabeza. Sí, se ponía un pañuelo; grueso. De todos modos no había nada que hacer.
En invierno la cosa era dramática. Teníamos que tener cerrada la ventana porque si no nos convertíamos en cubitos. Y entonces el olorcito no encontraba salida, la única salida que en verano algo nos salvaba, en invierno nos mataba.
Por supuesto que utilizábamos muchos perfumes. Un poco se disimulaba. Pero luego, a medida que nos íbamos acostumbrando, teníamos que agregar dobles cantidades de perfume hasta que llegó a ser grave el presupuesto. También se agregaba la circunstancia de que cuando teníamos alguna visita, siempre se tenía que ir rápido con el pañuelo en la boca y medio descompuesto. Parecía que lo hiciéramos a propósito. Quedaba bastante feo.
—¿Querés que me ponga la blusa blanca o la amarilla?
—La amarilla. Me gusta como resaltan las mangas en el vestido negro.
Ahora por lo menos me hablaba algo. Antes, cuando le pedía por favor que saliéramos era un infierno como se ponía. Yo me la pasaba rogándole y rogándole, apelaba a su amor por mí, a mi amor por ella, a que en un departamento de dos miserables ambientes y para colmo sin lavadero, una pareja no se puede apreciar de verdad, es decir, no se pueden apreciar totalmente enteros, no se pueden ver, VER, los dos están siempre encimados, siempre uno mira fragmentos del cuerpo del otro, una pierna, el hombro, unas nalgas, una cara, un vestido, todo separado.
Cuando ella me preguntaba si le quedaba bien el vestido nuevo, yo tenía que retroceder y siempre terminaba chocando con la pared de la ventana, corría la mesa y las sillas, me colocaba en el pasillito de salida y de ahí más o menos le podía dar mi parecer, a pesar que se interponía la punta del televisor, que se le incrustaba justo en la cintura como una lanza. No se puede vivir con pedazos de un cuerpo, desparramados, teniendo que armarlos mentalmente, la imaginación se cansa, uno nunca termina de integrar las partes y completar el conjunto para poder gozar realmente. Además uno, los dos, se asfixian.
Lo mismo pasa con los ruidos. La caída de un tenedor puede llegar a perturbar la tranquilidad lograda con un hermoso programa de televisión que nos enseña una buena receta de cocina. Los ruidos del ascensor en su ascender y descender a los santos infiernos, con su ulular penetrante y con los latigazos de sus puertas al abrirse y cerrarse por el resto de los animales que ocupan el edificio. Los ruidos de los pasos sobre nuestras cabezas. Los ruidos de los timbres destemplados. Los ruidos al amanecer de los amantes peleados, de los que preparan la mamadera para sus críos, de los placards al cerrarse, los berridos de los que gozan, o pretenden gozar, las sirenas de la policía, de las ambulancias, los ruidos de nuestro desajuste mental.
Las formas. Las formas que se agrandan como en un sueño. Dos personas hacen una y una no hace nada. Y de repente esas formas que estamos acostumbrados a ver en el departamentito cobran otra dimensión cuando las vemos en un espacio distinto.
Cuando salíamos no nos hablábamos nada. Yo buscaba las calles más anchas donde hubiera una confitería o un bar con una mesa en la vereda o pegada a la ventana. O también utilizábamos las plazas, pero no mucho ya que el clima existente no era de nuestro agrado.
Me sentaba y ella iba a lo suyo. Primero caminaba hasta el kiosco de diarios y hojeaba algunas revistas; me encantaba cuando descansaba el cuerpo primero sobre una pierna y luego en la otra, era muy, pero muy lento, y lo hacía sin mover la cintura, tal como le había enseñado, solamente movía las nalgas. De esta manera es que pude ir dándome cuenta de las líneas de su cuerpo, de las curvas de sus piernas, de las redondeces de sus pechos, de la majestuosidad de su mentón, de la belleza de su cabeza, de la delicadeza de sus manos cuyas formas yo desconocía y trataba de adivinar mientras me acariciaban.
Luego de comprar una revista caminaba aceleradamente hasta la esquina y pasaba delante de mí sin mirarme; mis manos se aferraban con fuerza al borde de la mesa. Se paraba y se mordía una uña como si estuviera resolviendo mentalmente algo de suma gravedad. Volvía sobre sus pasos y entre los palos de colectivos buscaba su número. Yo podía observar todo su continente, todo su cuerpo en pleno accionar, desde sus zapatos hasta sus cabellos, la pollera adherida que frenaba las tremendas ganas de respirar que tenían las nalgas, la blusa ajustada de amplio escote apretando los pechos, ahogándolos. Todo esto era maravilloso. Yo podía apreciarla en su inmensidad. A cada fragmento de su cuerpo le encontraba sentido, unidad con el resto de las formas; por fin podía percibir la voluptuosidad deslumbrante de su hermosura. En estos momentos era cuando yo más codiciaba la riqueza de su ser.
Una señora la miró muy feo.
De vuelta en el departamentito me convertía en un lobo hambriento que saciaba todos sus deseos. ¡Oh dios, ayúdame a gozar de esta gloria! Gracias por hacerme comprender que el que no tiene imaginación ni fantasía no sirve para nada. Hasta donde podíamos tratábamos de prolongar la dicha lograda. Tanto ella como yo sabíamos que el tiempo sería corto y que nuevamente los olores y los ruidos nos invadirían sin ningún tipo de consideraciones. Era muy poco el espacio que se nos daba para celebrarnos.
Ella estaba firme, bien plantada, escrutando el programa detrás del vidrio. Apoyó un dedo, con seguridad, para controlar el horario. Levantó la punta del pie y el taco fino giró a izquierda y derecha. Colocó una mano en la cintura y se dirigió a las fotos pegadas una en cada puerta de vidrio. Al llegar al otro extremo levantó la cabeza con energía para mirar el afiche del próximo estreno. Sacudió su lujuriosa cabellera y todo su cuerpo vibró, incluso hasta las pulseras y cadenas que adornaban su muñeca, el tintineo llamó la atención de un langa picaflor que se quedó con la mitad del piropo flotando en el aire. Siguió caminando por la vereda haciendo resaltar el vaivén de sus caderas. El langa, como furgón de cola, decidido a hundirse en los mismísimos infiernos desplegó toda su capacidad de levante emprendiendo la aventura más fascinante de su vida. Ella, indiferente, observaba unos maniquíes que lucían conjuntos de ropa interior femenina. Él, totalmente concentrado, no dejaba de hablarle al oído. Volvió a sacudir su cabellera, este movimiento repentino asustó al langa picaflor que retrocedió un paso. Al fin, ante tanta insensibilidad, optó por tomárselas en su vivo dolor.
¿Te acordás de aquella vez que a tu lado una colegiala hermosísima se quitó el guardapolvo y que abstraída de los demás comenzó a arreglarse… y que dejaste de ser el centro de las miradas?… ¡Cómo lloraste! Me sorprendió que fueras tan susceptible a la competencia. Pero más me emocionó ver cuánto respetabas mi necesidad. ¡Cómo luchaste con vos misma! Desde entonces tus actuaciones se fueron mejorando poco a poco.
Comíamos prendidos al televisor con la esperanza de cambiar el aire. Recorrer otros paisajes que no fueran las cuatro paredes que nos cercaban. Esa pequeña pantallita era nuestro espacio anhelado. Nuestras mentes y corazones contaban las horas, los minutos, los segundos para poder vivir plenamente.
Cuando cruzó la calle, un poco apurada porque ya estaba la luz amarilla, vi con alegría otro detalle que nunca había notado: sus pasos eran largos. Con atención seguí su andar por la vereda para verificar el hallazgo. Sí, efectivamente sus pasos eran largos. ¿Por qué me llamaban la atención sus pasos largos? ¿Qué era lo que me atraía? Quizás descubrir unos nuevos muslos, quizás el pliegue de la pollera que se pone tenso abrazando su carne. Si no hubiéramos tomado distancia nunca me hubiese dado cuenta. Como ahora que tomaba conciencia de que esos dos hermosos senos existían y se pegaban a mi cuerpo.
Ella elegía un tipo cualquiera que estuviera en la cola. Le preguntaba el recorrido del colectivo, si la dejaba bien en tal lugar, y el tipo se deshacía para complacerla; era entonces cuando ella daba comienzo al espectáculo. Se movía como si algo le picara en el cuerpo, se acariciaba la pollera de un costado y así marcaba bien sus curvas, se sacudía la cabeza tirando hacia atrás esa cabellera insolente que a toda costa quería caérsele sobre los ojos, ojos grandes que un buen maquillaje hacían resaltar aún más. Mis rodillas repiqueteaban fervorosamente contra las patas de la mesa.
En el subterráneo preferíamos las horas en que viajaba más gente. Sabía encender el ardor de los cuerpos que tocaba, transformar los rostros de quienes la miraban. Mi deseo, aumentaba. El sudor le formaba en la frente una serie de puntitos brillantes. El de saco gris no le quitaba los ojos de encima. Algunos cabellos se adherían humedecidos a la frente amplia, rosada y lisa, de mi amor. Me costaba terminar de convencerme de que esa era la primera vez, realmente, que veía esa hermosa frente, esas cejas bien arqueadas, esas pestañas negrísimas por el rimmel, esos pómulos bien marcados. Seguramente el de saco gris también estaba extasiado ante esa boca grande de labios carnosos. Terminaba la mandíbula ancha, dibujando un mentón bello, agresivo. El cuello, el de un cisne, qué más da…
Mi cabeza giraba constantemente alrededor de mis ideas. De mis ideas que buscaban salidas. De las salidas que adquirían distintos colores, por lo general siempre rutilantes, vibrantes.
Al buscar la puerta de salida tuvo que pasar por entre varias personas, el de saco gris no intentó evitar refregársele. Ella fue hasta la escalera mecánica. Uno de azul se paró en el escalón siguiente. Me ubiqué dos más abajo. Ella se iba hacia arriba y yo la seguía fielmente. Apreciarla verdaderamente en sus secretos, esto sí que era decente. Poder valorar la perfección de la línea en los tobillos, naciendo desde los tacos altos y finos de los zapatos puntiagudos; en los muslos blancos y fuertes, en la oscuridad tentadora que hipnotizaba al pibe que tenía de compañero en la escalera.
Cuando apoyábamos nuestros sueños en la misma almohada, intensificábamos nuestras ansias del deseo preparándonos para la próxima etapa.
Mi cabeza parecía un colectivo lleno de pasajeros que arrancaba y frenaba de golpe. Silbidos profundos y ruidos de bosques atormentados.
El tipo se dio cuenta de nuestro juego. Vio que ella se quitaba un pelito de la lengua y la mostraba como flecha, roja y relucientemente húmeda. Vio cuando yo la llamé y le indiqué que caminara delante mío. Nos siguió varias cuadras. Cuando se animó me agarró del brazo. Sus ojos estaban acuosos.
—Necesito ver eso por todo lo que perdí. Por todo lo que no tuve. Por todo eso que no puedo volver a vivir. Por todos los cuerpos, los rostros, los ojos, los cabellos, las manos, los labios que veo a mi paso y que nunca podré tener.
Me adormecía y transpiraba. Nos sentamos pegados a la vidriera del bar para poder verla. Ella se paseaba entre la gente que subía a los colectivos. Yo explicaba: Hoy anda sin nada debajo del vestido, por eso sus nalgas forman dos lomas nerviosas que nunca terminan de llegar, que van y vuelven; por eso sus dos senos es lo más alegre que existe en esta tarde.
—¿Sabe usted —me dice el tipo dejando el pocillo de café— que hoy las mujeres debido al uso de pantalones han perdido la femineidad al sentarse?… ¿Sabe que siempre estuve atento a cada revista, a cada película, a cada calle, a cada teatro, a cada publicidad, a cada programa de televisión, a cada?… ¿Sabe usted, que yo amé mucho?…
Y así fue, sencilla y humanamente, como desde ese momento logramos, entre otras cosas, un departamento de cinco ambientes, bien amplio, luminoso y aireado, como corresponde a gente decente…
(De: Las hienas, Milton Editores 1986)