Horacio Verbitsky: «En el 55 todos los chicos éramos peronistas. El peronismo es mi infancia»

Capítulo 1 de Vida de perro: Balance político de un país intenso, del 55 a Macri.

Por Diego Sztulwark

La noche en que Macri venció a Scioli en la segunda vuelta de las presidenciales, Diego Sztulwark le escribió a Horacio Verbitsky para insistirle en que era el momento de encarar un libro de balances. No de inventario de lo mal hecho, no de pase de facturas o de revisión frívola del pasado. De balances políticos. Vida de perro es ese libro. Más de medio siglo de historia argentina desde la mirada de un personaje memorioso, selectivo, intolerante a la ambigüedad y a la estupidez, celoso de su trabajo. Un viajero político en el tiempo. De militante en las FAP a presidente del CELS. Crítico y autocrítico, pero no arrepentido ni nostálgico. Y es a la vez un libro de conversaciones entre personas de distintas generaciones y posiciones ideológicas. Diego Sztulwark, interesado en el pensamiento político y la tradición de las izquierdas, pregunta sin pelos en la lengua porque quiere entender cómo llegamos al gobierno de Cambiemos, porque quiere reemplazar el «misterio» Verbitsky por el «método» Verbitsky, aprovechar su mirada sistemática y documentada sobre el presente para relanzar la investigación y la lucha política sobre bases más vitales, menos engañosas. Juntos recorren los años en que Verbitsky fue militante en Montoneros, el tiempo de la clandestinidad, sus posiciones frente a la discusión sobre la violencia revolucionaria, frente a la corrupción kirchnerista, sus críticas a la izquierda trotskista, su lectura a contrapelo de tantos de Bergoglio, del peronismo y de Macri, su trayectoria periodística, desde la prensa militante en los setenta hasta Clarín, Página/12 y El Cohete a la Luna. En el cur so de una conversación honesta y sin desperdicio, que los habilita a discrepar y a hablar sin tabúes, fluyen las anécdotas que cruzan vida-política-oficio, la tensión constante entre pragmatismo y principismo. Un Verbitsky desconocido y sorprendente. Un libro central para los tiempos que vienen.

Fecha de publicación: Mayo 2018.

Capítulo 1: «En el 55 todos los chicos éramos peronistas. El peronismo es mi infancia«

Me encaminaba a nuestro primer encuentro. Marzo de 2016. En esa conversación me interesaba hacer la genealogía del método de investigación política de Horacio Verbitsky. Las preguntas que llevan a recuerdos biográficos son inevitables para suscitar una reflexión sobre esos inicios. Su familia, hijos del Yiddishland , pequeña burguesía intelectual de las afueras de la ciudad. Su infancia durante el primer peronismo. El secundario, en el tradicional Colegio Nacional de Buenos Aires, próximo a la Plaza de Mayo, desde la que presenció los bombardeos de 1955. Sus comienzos en el periodismo, en la lectura, en la escritura, en la conversación con amigos. Su paso fugaz por la carrera de Sociología de la UBA. Me gustaría pasar de sus años de formación al primer contacto con Rodolfo Walsh. Y una vez allí, preguntar cómo comenzó su militancia política.

Cómo era su modo de trabajo. Cómo era el de Walsh. Cómo se fueron organizando, entre ellos y con sus respectivos colectivos, en sucesivas tareas. Walsh venía de Cuba, era quince años mayor que él. ¿Qué aprendió de él? ¿Prensa Latina fue una inspiración importante? ¿Cómo circulaban entre ellos los nombres de John William Cooke, Jorge Masetti, el Che Guevara? ¿Cómo se trabajaba en el Semanario de la CGT de los Argentinos ? ¿Cómo vivió durante esos años la relación entre periodismo y política?

En esto intentaba ocupar mi cabeza, en medio del tumulto matinal de un vagón repleto del subterráneo línea B, rumbo a Leandro N. Alem, cuando vi en mi teléfono que la revista Playboy anunciaba un reportaje a Horacio Verbitsky. Imaginé que muchos lo estarían leyendo. La nota era eficaz: situaba al Perro en el poskirchnerismo. Me pregunté si sería el fin del gobierno de Cristina lo que lo había decidido a dar entrevistas. La foto de su oficina que ilustraba la nota no lograba captar la atmósfera de intimidad, de aislamiento y de trabajo en la que conversaríamos luego.

Llegué a la hora convenida, y Horacio unos minutos más tarde, mochila al hombro. «¿Se te hizo temprano?», saludó. Nos acomodamos –agua y café– y nos adentramos por dos horas en los comienzos.

Le hablo de mi interés por su método de trabajo. Pienso que ese método (o tal vez antimétodo, puesto que Verbitsky es completamente renuente a formalizar un «camino») responde a un ensamblado de procedimientos concretos provenientes de experiencias precisas. Sus fuentes más evidentes serían al menos tres: la tradición de la contrainformación antiimperialista, a propósito de la cual la fundación de Prensa Latina –con la participación de Rodolfo Walsh, Rogelio García Lupo y Jorge Masetti– es un momento clave, tanto por su vínculo con la Revolución Cubana como por el modo en que esa experiencia se prolonga en la inteligencia de las organizaciones revolucionarias; el periodismo de escuela, su oficio de toda la vida –de lo que dan testimonio su padre primero, y luego Timerman, Walsh, Noticias y más tarde Página/12 –; y finalmente, la experiencia de los organismos de derechos humanos, que ligan el uso del archivo con la búsqueda activa de una condena social, política y estatal del plan represivo de la última dictadura en todos sus niveles de responsabilidad: militar, empresario, político, eclesiástico, intelectual.

Diego Sztulwark: ¿Fuiste peronista desde niño? Tus padres en todo caso no lo eran. ¿Cómo fue eso?

Horacio Verbitsky: Mis padres no eran peronistas y vivían el imaginario de la clase media intelectual, con temor por los aspectos que ellos entendían como represivos del gobierno. Tampoco simpatizaron nunca con el antiperonismo gorila. Mi padre me contó que, en los comienzos del peronismo, él veía con mucha simpatía ese nuevo movimiento. Incluso llegó a escribirle una larga carta a Perón con una serie de ideas, carta de la cual no había guardado una copia, ni recibió respuesta.

En la década de 1950, mi padre escribía una serie de artículos sobre el Segundo Plan Quinquenal en el diario Noticias Gráficas, que yo coleccionaba y llevaba al colegio cuando se hacían «trabajos de extensión», como se diría hoy. Eran artículos sin firma, muy elogiosos. Mi padre tenía muchas contradicciones por entonces: no era peronista, tenía miedo, pero al mismo tiempo no dejaba de ver lo que ocurría. Yo estaba orgulloso de esos artículos que él escribía. Recuerdo anécdotas del colegio. Una vez, para el Día del Camino –siempre me acuerdo que es el 5 de octubre porque es el día del cumpleaños de mi abuelo–, con la clase dedicada al Plan Quinquenal y la construcción de caminos, en un momento a la maestra le dio un poco de pudor y dijo: «Quiero aclararles que antes de Perón había caminos en la Argentina».

Ese es el recuerdo de mi colegio primario, que era un colegio de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, donde existía la enseñanza religiosa, que el peronismo había reimplantado por ley en 1947. La alternativa para quienes no quisieran ir a las clases de religión por razones de conciencia eran las «clases de moral». Eran clases de religión pero sin Cristo, y en consecuencia la única alternativa real era salir del aula. Éramos tres judíos en mi grado, salíamos al patio, nos cagábamos de frío en esos inviernos, cuando existía el invierno, y teníamos sabañones. Cuando salían los de las clases de religión, invariablemente alguno decía: «Ustedes mataron a Cristo», y nos agarrábamos a trompadas «a primera sangre». Yo he vuelto varias veces a casa con sangre en el guardapolvo, de mi propia nariz o de alguna ajena. Siempre estábamos en minoría. Nosotros éramos tres, los otros eran más de veinte, y encima uno de los tres tenía unos anteojos «culo de botella» que lo descalificaban para cualquier combate, de modo que siempre la ligábamos. Supongo que esas cosas también influyeron en mi padre. Yo no tenía idea, no podía asociar esas cosas con el peronismo, pero mi padre sí. Esto lo estudié y lo descubrí de grande.

La diferencia generacional –Horacio nació en 1942– adquiere un peso específico a la hora de comprender la comodidad del hijo y la incomodidad del padre con el peronismo.

Su relato pausado se desenvuelve en un espacio de suma concentración. No pierde el hilo. No importa la cantidad de senderos laterales que incluya en su recorrido, va siempre al punto de la pregunta. Casi todo lo que cuenta ha sido ya narrado por él otras tantas veces y, sin embargo, no responde mecánicamente. Busca en sus recuerdos, va y vuelve del pasado, elige con cuidado las palabras. Se diría que se autoedita. Para cada respuesta emplea una locución precisa; más que frialdad, es rigor lo que se advierte en el modo de evocar sus afectos. Amor intenso por su infancia y sus padres, rechazo profundo a los aspectos conservadores de lo católico con los que vivió siempre en conflicto: en la escuela, en la cultura, en los bombardeos de la Plaza de Mayo y en la historia política posterior.

HV: Todos los chicos éramos peronistas. Creo que se trata de una experiencia de la infancia que muchos años después pude reconocer. En 1987, fui a un congreso de periodistas en Venecia. Había gente extraordinaria de todo el mundo, como Uri Avneri, el periodista israelí que abrió los contactos con Arafat en la época de mayor cerrazón israelí, previa a la actual, que supera a todo lo anterior.

Salíamos a recorrer Venecia a la noche, después de las sesiones, a tomar vino y a conocer lugares asombrosos. En el grupo había dos periodistas españoles: uno vivía en España y había viajado especialmente para el congreso y la otra era corresponsal en Italia. Él era comunista y ella socialista.

Una noche, en la sobremesa, se pusieron a cantar «De cara al sol», abrazados y llorando. Me resultó tan raro que un comunista y una socialista cantaran el himno falangista, que les pregunté el porqué – tal vez yo tenía alguna copa menos que ellos y todavía podía preguntar–, y me dijeron: «Es nuestra infancia. Esto no es político, es nuestra infancia». El peronismo es mi infancia, y con esto no intento hacer un paralelo entre el falangismo y el peronismo, aunque hay muchos para hacer, y muy interesantes. Muy interesantes, porque si hubo un elemento formativo para los jóvenes peronistas, este ha sido la obra de José Antonio Primo de Rivera, no la acción de la Falange, sino su obra. José Antonio fue fusilado en el primer año de la guerra, de modo que todo lo que hizo la Falange después, como parte del oficialismo franquista, no se le puede achacar a José Antonio. Él era una derecha católica revolucionaria pero con muchos puntos de contacto con lo que después sería el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Desde el punto de vista de la concepción ideológica, de la práctica política, tiene que ver con una coyuntura histórica determinada y no se puede traspolar. Yo tengo por ahí las obras de José Antonio marcadas, llenas de anotaciones, y fueron una influencia fundamental en la formación del peronismo, primero, y de los jóvenes peronistas, después. Esto, por supuesto, no lo leí en mi infancia. Cuando digo «los chicos éramos peronistas» me refiero a la Fundación Eva Perón, al regalo de las pelotas de fútbol, al discurso de los «únicos privilegiados son los niños», a los Campeonatos Evita, a todo eso que muestra Favio de modo tan extraordinario en la película Perón. Sinfonía del sentimiento. Vos me preguntás por mi padre y yo recuerdo claramente el 31 de agosto de 1955. [1] Era un día frío pero soleado, yo estaba jugando a la pelota en el fondo de mi casa. Tenía un pequeño huerto, había unos árboles. Los postes de la parra delimitaban un arco. A dos metros estaba la pared del cuarto del fondo. Yo cabeceaba la pelota contra la pared, rebotaba y me tiraba para atajarla. Y jugaba, hacía campeonatos interminables con todos los equipos habidos y por haber. Y en todas las casas del barrio se escuchaba el discurso de Perón del «cinco por uno». Y yo, transpirado por el partido y con ese sol de fines del invierno, sentía mucha excitación. Cuando terminé de jugar, entré a la casa y mis padres estaban ensombrecidos. Es un recuerdo sobre las contradicciones de esa época.

DS: ¿Es cierto que tu padre bautizó los barrios pobres de migrantes con la expresión «villa miseria»?

HV: Mi padre hizo una serie de notas donde por primera vez usó las palabras «villa miseria».

Primero escribió esas notas en el diario y después publicó una novela que llamó Villa Miseria también es América.[2] Ese título es una paráfrasis de una poesía de Langston Hughes, [3] que es el gran poeta del Renacimiento de Harlem. Además, se trata de un recuerdo muy fuerte, imborrable, formativo: nosotros vivíamos en Ramos Mejía y tomábamos el Ferrocarril Sarmiento. Antes de llegar a Ciudadela, el tren corre sobre un terraplén de un metro y medio por encima del nivel de la calle.

Desde la ventanilla veíamos algo que nos impresionaba, un universo de casillas, totalmente distintas a las edificaciones, que nos llamaba mucho la atención. Un día mi viejo me dice: «Vamos a ver qué es eso». Teníamos como referencia una fábrica, una papelera que se llamaba Fumagalli, que siempre recuerdo porque tenía como logotipo un efecto óptico de una serie de cubos que según mirabas los veías o no los veías. Entonces caminamos varias cuadras, llegamos a Fumagalli y no veíamos nada, lo que habíamos divisado desde el tren no lo encontrábamos. Empezamos a caminar, a dar vueltas, hasta que nos metimos por una calle lateral y ahí abrimos una puerta mal cerrada. No era una típica puerta de una casa, era la puerta de acceso a la villa, y entramos. Estuvimos recorriendo, hablando con la gente. A partir de ahí, mi viejo fue todos los fines de semana para hablar con la gente y yo lo acompañaba. En esa villa recopiló el material e hizo la investigación para las notas y para el libro, que se publicó en 1957. Esa también es una historia que me marcó: había muchos paraguayos y además eran todos peronistas. Esas son, de alguna manera, las experiencias que yo recuerdo.

Bernardo Verbitsky fue un escritor prolífico, publicó veinte títulos. Villa Miseria también es América cuenta la historia de Villa Maldonado, uno de los nuevos barrios pobres poblados por migrantes del norte argentino y de países limítrofes, en su mayoría peronistas, que surgieron en torno al proceso de industrialización posterior a la década de 1930. Esa experiencia parece haberse grabado en Horacio Verbitsky de un modo profundo y haber desempeñado un papel determinante en la organización de una cierta coherencia adulta, en la que esas masas migrantes entrarán en una síntesis propia con la curiosidad política y literaria paterna.

DS: ¿Qué recuerdos tenés de la época de los bombardeos?

HV: Yo iba al colegio a dos cuadras de la Plaza de Mayo: tomaba el tren Sarmiento hasta Once, ahí combinaba con el subte, salía en la estación Perú, y a las tres cuadras estaba el colegio. El 16 de junio, en el momento en que salgo del subterráneo, empieza el bombardeo. Yo veo que caen las primeras bombas. No entendí qué era eso, si bien había un clima muy denso: en la semana previa se había realizado la procesión de Corpus Christi, y en el colegio había mucha discusión y mucha pelea por eso. Los que nos identificábamos con el peronismo éramos pocos y los que se identificaban con el antiperonismo eran todos los demás. Sin embargo, estaban muy divididos entre ellos, y los más activos eran los de la Acción Católica con el escudito y todo. Por entonces yo era compañero de división de Antonio Abal Medina, el mayor de los hermanos Abal Medina. Todos ellos participaban activamente de todas las movilizaciones en contra del peronismo, en las cuales la Iglesia Católica tenía el rol central, decisivo.

El golpe de 1955 es el golpe de la Iglesia Católica. Ellos lo organizaron, proveyeron las armas, dispusieron los lugares para la conspiración, pusieron en contacto a algunos conspiradores con otros, dieron el aporte de difusión a través de los panfletos, almacenaron armas en los conventos, organizaron los comandos civiles. No fue un golpe militar, fue un golpe eclesiástico, con un débil brazo militar. El general Eduardo Lonardi, cuya contraseña era «Dios es justo», estaba retirado desde hacía cuatro años, y se fue a Córdoba en ómnibus, con el uniforme y el sable en la valija, y no tenía ni plata para el pasaje de regreso.

Ahí empezó la tarea de sublevar, de persuadir, cuando las fuerzas militares eran todavía leales al peronismo, hasta que vieron que no había decisión de luchar por parte de Perón. Entre las fuerzas militares que no se plegaban al golpe no había un Alais[4] que no quisiera llegar. Llegaron, fueron, el que no quería era Perón. Se puede discutir largamente si hizo mal, si hizo bien, hay argumentos a favor y en contra. Cuando se estudia a fondo este tema, uno se da cuenta de que estuvimos a un paso de una guerra civil como la de España. En Córdoba, había sacerdotes que estaban en la trinchera con los fusiles. La «Marcha de la libertad», la marcha de la Revolución Libertadora, se grabó en el sótano de una iglesia e incluye algo más que una paráfrasis del himno falangista «De cara al sol».

Ese grupo de Acción Católica quemó ejemplares del libro de Eva Perón, La razón de mi vida, en el baño del colegio, donde se armó una trompeadura. Los aviones que bombardeaban la plaza tenían el «Cristo vence» pintado en las alas, al igual que los tanques que consiguió Lonardi en Córdoba. Ese proceso es interesantísimo por todo lo que viene después. Entre los que participaron de eso estaban el pelado Angelelli, Jaime de Nevares, Carlos Mugica, Miguel Mascialino. Esta gente tuvo un rol fundamental en las décadas siguientes, tanto en la formación de los curas obreros como en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Muy rápido entendieron lo que la caída de Perón había significado para el pueblo. Hay un documento firmado por trescientos sacerdotes cordobeses en el que piden que dejen de insultarlos por las calles, porque ellos estaban a favor del pueblo y no en contra.

Su padre había sido comprensivo con ciertas políticas modernizantes del peronismo, pero no había adherido a la figura de Perón, como sí lo hacían las masas migrantes con las que estaba en contacto y que poblaban sus novelas. Verbitsky elabora su propia posición con relación a la singularidad histórica de Perón en esta coyuntura precisa de mediados de los años cincuenta, a partir de esta decisión de no responder con una acción bélica a la provocación de las fuerzas conservadoras comandadas por la Iglesia, y evitar así una guerra cruenta. John William Cooke, entonces joven diputado del bloque justicialista y partidario de la resistencia armada al golpe, escribió luego que el peronismo no podía resistir sin armar a los obreros y dotar, por tanto, al enfrentamiento de un carácter revolucionario y socialista, pero que, al mismo tiempo, si triunfaba no habría sido posible pedir a los obreros que se desarmaran y volvieran a producir plusvalía para sus patrones. Cooke siempre creyó que este primer peronismo en el poder había consumado las posibilidades de lo que el marxismo llamaba la «revolución democrática burguesa». Desde entonces, la lucha antiimperialista y socialista se unificaba en manos de la clase trabajadora.

Nacía así el «peronismo revolucionario», más tarde llamado «de izquierda», al cual se sumarían luego muchos de los jóvenes católicos que habían apoyado el golpe a Perón. Para el joven Verbitsky, Perón, más que un líder revolucionario, aparecía como un político en extremo avanzado para su contexto, que daba fuerza a las masas obreras sin llevarlas al combate y hacía todo por evitar que el país cayera en una guerra fratricida. Ese modo de pensar a Perón, cargado de afecto y admiración, perdurará intensamente en su conciencia posterior.

DS: Para no irnos aún de tu infancia, ¿qué peso tenía la cuestión judía para tu padre, tu madre y para vos?

HV: Para mi padre era importante pero contradictorio: él no era sionista y no estaba de acuerdo con la política del gobierno de Israel en relación con los países árabes. En ese entonces no se hablaba tanto de los «palestinos» sino de los «refugiados» y de los «países árabes». Las primeras guerras fueron con Egipto, con Jordania. Él estaba en contra de esa política que llamaba «proimperialista».

Al mismo tiempo, se identificaba como judío, fue el creador de la revista cultural de la Sociedad Hebraica, Davar. Incluso escribió, en un diario de izquierda que dirigía Leónidas Barletta, un artículo donde calificaba de «nefasto» a David Ben-Gurión, cuando este era el máximo prócer, cuestión que le costó muchísimas peleas en la colectividad judía. Uno de sus hermanos era sionista, trabajaba en la embajada de Israel y durante años viajó por América Central, con un pasaporte israelí, con el objetivo de persuadir a los gobiernos centroamericanos de que votaran a favor de Israel en las Naciones Unidas. Tuvo tan buen resultado en esas gestiones, que le ofrecieron instalarse en ese país. Se radicó ahí y fue un alto funcionario de la cancillería israelí para América Latina. Las discusiones que tenían mi padre y él eran feroces. Se cruzaban las cosas, porque mi padre defendía una solución pacífica, negociada con los palestinos, sostenía la idea de los dos Estados. Nunca lo vi tan mal a mi padre como en esas discusiones con su hermano. Se le hinchaba la vena, se ponía colorado y todos temíamos que se desplomara. Gritaban. No se agredían en lo personal, pero los argumentos eran tremendos. Al mismo tiempo, mi padre no podía ignorar, y su hermano menos, que el gobierno de Perón había sido uno de los que apoyaron la creación del Estado de Israel, estableció las relaciones diplomáticas y envió el primer embajador.

DS: ¿Él era hijo de argentinos?

HV: No, él es el primer argentino. La familia emigra desde Ucrania después de la fallida Revolución Rusa de 1905, cuando cuelgan a un tío abuelo de él. Este tío abuelo había participado de la revolución y lo colgaron por orden del Zar. Luego la familia emigró. Mi padre no hablaba yiddish ni hebreo, pero sí hablaba ruso e incluso tradujo algunas obras literarias del ruso. En sus últimos días de vida, cuando ya estaba agonizando, tuvo una alucinación y empezó a hablar en ruso, que, claro, era la lengua de su madre, ¿no? Nunca entendimos lo que decía porque nadie más que él sabía el idioma.

Es decir, para él, el tema judío era importante y contradictorio. En uno de sus libros, Un hombre de papel, [5] da cuenta de eso.

Para mi madre… bueno… los dos tenían que cargar con mi abuelo, el padre de mi madre, que era un hombre insoportable. Era maestro de hebreo, pero maltrataba a mi abuela, la insultaba. Mi abuela era inculta, yo le enseñé a leer y a escribir, pero era una persona exquisita, deliciosa, sutil. Mi abuelo, en cambio, era ilustrado, pero tonto y malo. Mi madre estaba sometida a eso, mi padre se resistía pero tenía que hacer equilibrios y conciliaciones, porque era el padre de su mujer. Por ejemplo, aceptaron la decisión de mi abuelo de que me circuncidaran cuando nací. Mi abuelo había comenzado con mi preparación para el bar mitzvah cuando yo estaba por cumplir 13 años, y me negué. Dije que no me interesaba, que no iba a hacer eso. Cuando tuve la edad necesaria, me rebelé.

Fue una tragedia familiar pero yo me mantuve firme y mi padre no hizo nada para torcer mi decisión.

No hubiera podido tampoco, porque esas cosas contra tu voluntad no te las pueden imponer. Me acuerdo que entre 1956 y 1957, cuando fue la invasión al canal de Suez, uno de los compañeros judíos que tenía en el Colegio Nacional sacó un mapa, marcó ahí y me dijo: «Nuestra». Lo mandé a la puta que lo parió, y me peleé para siempre con él.

Vos me preguntás por el judaísmo de mi padre: en los años de varios atentados antisemitas, en la década de 1960, cuando mataron a Raúl Alterman y secuestraron a la chica Graciela Sirota y le tatuaron una esvástica, mi padre quería que yo me fuera del país, estaba muy asustado. Ocurrió lo mismo durante la dictadura, quería que me fuera. Mi madre, en cambio, ante estas cosas repetía: «¿En qué época y lugar del mundo no hubo problemas y peligros? Y si en vez de vivir en la Argentina viviéramos en», y nombraba el lugar del mundo donde peores cosas estuvieran ocurriendo en ese momento. Lo tomaba con mucha más filosofía que mi padre, que sufría mucho, era hipersensible.

Hemisferio derecho es el libro que mejor muestra la personalidad de Verbitsky. Editado por primera vez en 1998, reúne una serie de artículos que se remontan a fines de los años ochenta (y algunos incluso mucho más atrás). En su prólogo, Juan Gelman escribe que «como la de Walsh, esta escritura no tiene un ápice de grasa. Es hueso, músculo, sangre, cuerpo, astucia», la «lúcida denuncia del poder» con una «ternura implacable». «Ya libre soy» es una crónica conmovedora sobre la vida y la muerte de un cuentapropista de 12 años en la Argentina del ajuste: Ricardo, que vivía en Lanús y murió atropellado por un camión y un taxi, mientras volvía de una jornada extenuante de trabajo como vendedor de vasos y jarras a domicilio. Sus padres, que lo buscaban, se enteraron de lo sucedido leyendo el diario Crónica. Fechada el 24 de noviembre de 1991, la nota narra la historia completa, e incluye una conversación con los padres y los hermanos de Ricardo y anticipa largamente la historia de los millones que fueron despojados de sus derechos laborales. Esa pobreza, esa miseria, iría creciendo, alimentando el estallido que diez años después intentaría poner límites al saqueo y la humillación. «Una película insoportable» cuenta la historia del comodoro ingeniero Héctor Ruiz, interventor en la Universidad Nacional de Cuyo, a cargo de la «depuración de elementos subversivos perturbadores e ideológicos marxistas». Ruiz enviaba patéticas cartas a sus superiores, en las que rogaba protección legal a la tarea cumplida.

Verbitsky concluye que «es necesario desterrar la idea romántica de que los malos tienen alguna grandiosidad. Son seres pequeños y poco interesantes, cuyo único camino para sobresalir es la perversión, en la Alemania nazi o en la Argentina de los generales». Particularmente cómico es «El duelo», crónica publicada en el diario La Opinión , en 1971, sobre el enfrentamiento de honor con pistolas entre el escritor Arturo Jauretche y el general (RE) Oscar Juan Héctor Colombo, unos veinte años más joven. El duelo se dio en el criadero agrícola «La Tacuarita» y el Perro asistió a los hechos escondido en un gallinero, entre pollitos.

Vale la pena reparar en un artículo en particular, «Una cita con la muerte», publicado el 26 de noviembre de 1987, escrito una semana después de que su padre hubiera cumplido 80 años. «Ya es tiempo de que me permita hablar de él», dice Horacio, y apunta: «Como periodista conoció la Villa Maldonado; éramos pobres, pero ellos eran miserables». Bernardo los consideraba sus hermanos y pensaba que las diferencias de clase que los separaban eran «tan crueles e injustas como los alambres de púa de un campo de concentración». Horacio cree que su padre le impartió las lecciones más importantes de su vida sin habérselo propuesto. Una de ellas es que «todo hombre debe saber quién es y para qué está en el mundo». El hecho de que «un judío hijo de inmigrantes escribiera un libro sobre los ‘cabecitas negras’ y lo titulara con la ayuda de un poeta afroamericano me parece en ese sentido un símbolo admirable, con la fuerza de un mandato». El orgullo por la obra de su padre, por ese amor a la gente de diferentes orígenes que delineaba la vida cotidiana de Buenos Aires, lo sostuvo en la época más oscura. Si en la dictadura, cuando no podía ejercer su profesión, no se rajó ni se dedicó a mejor vida, reflexiona Horacio, no fue por falta de imaginación, sino porque «gracias a mi padre supe que no debíamos regalar este país al que los judíos errantes llegamos para quedarnos, que era nuestro y de los tanos y de los gallegos y de los cabecitas negras, y no de los Martínez de Hoz».

En su atención por los detalles se juegan cosas importantes. La captura de momentos significativos en la existencia de alguien que quedarán en suspenso para ser narrados a su debido tiempo, para que nada se olvide. Una nota de Horacio, «El ojo mágico», publicada el 19 de febrero de 2006, en Página/12 , y agregada en la última edición del libro, dice: «Mi madre murió esta semana mientras dormía, a los 93 años, después de una vida tan larga como plena. Pocos días antes de perder la lucidez dijo que había sido muy afortunada. También repitió varias veces que le faltaban cosas por aprender. Esa fue siempre su actitud vital». Amante sutil de la música, «fue una de las primeras ingenieras recibidas en la Argentina, lo cual no era poco para una familia con un padre maestro y una madre portera de conventillo». A su lado, Horacio quiso ser cantor de tangos: «Nunca conseguí que mamá tocara las partituras en el tono correspondiente a mi registro de los 15 años, de modo que nos divertíamos un rato persiguiendo graves y agudos hasta que cada uno volvía a su realidad». Se llamaba Jana Altschuler y fue sepultada bajo el rayo del sol en una tarde de cuarenta grados «en la misma tumba en la que mi padre la esperaba desde 1979. Una de las últimas frases que pronunció con claridad antes de caer en el sueño definitivo fue: ‘Ya voy’. En la tradición cultural judía, que no reverencia a los muertos sino a la vida, después de la muerte se sirve una comida con alimentos de forma circular, que simbolizan el recomenzar del ciclo de las generaciones, y se hace un brindis por la vida, que en hebreo se dice lejaim . Están invitados a acompañarnos, en sus respectivas mesas. Lejaim por ella y lejaim por los que llegan para tomar el relevo».

DS: ¿Cómo te hiciste periodista? Me resulta impactante esta situación de tu padre llevándote a ver algo que desde el tren no se veía, que desde la ciudad no se veía, que desde la fábrica misma no se veía. Cuando empezaste con el periodismo ¿qué lugar tenía para vos la literatura, la curiosidad, la investigación?

HV: En realidad, soy «heredo-periodista». Mi padre, sus dos hermanos y varios de sus sobrinos eran periodistas: había un camino bastante determinado. Hice varias entrevistas para una revista que hacíamos en el Colegio Nacional, de la cual no tengo ejemplares. Recuerdo que hice una con Jorge D’Urbano, que era un crítico de música de la época, y una con Astor Piazzolla. Cuando terminé el Colegio Nacional, no tenía muy claro qué hacer, no había nada que me atrajera demasiado, pero mi mejor amigo del colegio tenía vocación por la medicina, y por seguirlo a él me anoté. Cuando estaban por empezar las clases, pasé un día por el diario donde trabajaba mi padre, Noticias Gráficas, para pedirle plata porque tenía que comprar los cuatro tomos del Tratado de anatomía humana de Testut. Mi viejo no estaba, había salido, y me barajó un compañero de redacción de él, muy buen tipo, Orlando Daniello, y me preguntó qué necesitaba. Le dije:

–Quiero ver si viene mi papá, porque tengo que pedirle plata para comprar un libro.

Y me dijo:

–¿No le da vergüenza, tan grande, pedirle plata a su papá?

–Pero tengo que comprar los libros.

–¿Y por qué no trabaja?

–¿De qué?

–Venga mañana a las tres.

Al día siguiente a las tres fui y empecé a trabajar. Durante meses lo único que hacía era la actualización del pronóstico del tiempo para la sexta edición del diario. Hoy toda esa información parece que te asalta de modo permanente, que tenés que defenderte para que no te abrume. En aquella época había que llamar por un teléfono de línea al Servicio Meteorológico Nacional, insistir para que alguien atendiera, porque no era fácil, con papel y lápiz tomar nota, pasarlo a máquina y mandarlo al taller, así se cambiaba el pronóstico de la versión anterior.

Durante meses sólo hice eso, hasta que un día suena el teléfono, yo lo levanto y del otro lado dicen:

«Señor, le hablamos de Paseo Colón e Independencia. Ha caído una piedra gigantesca que está obstruyendo la avenida. La gente está empujando para tratar de sacarla, pero no la pueden mover».

«Bueno –dije yo–, ¿me repite la dirección?» Anoté la dirección, colgué el teléfono, abrí un libro y me quedé leyendo en la redacción. Levanto la vista y había diez pares de ojos mirándome, a ver si yo salía corriendo hacia el Monumento al Trabajo. No salí. Entendí que era una joda.

Era muy frustrante no hacer otra cosa que el pronóstico del tiempo. Hasta que un día –el diario era un desastre, estaba por cerrar, no pagaban la quincena– me mandan a cubrir una nota sobre un desalojo en Flores. Esa típica situación de un tipo que alquila un petit hotel y después subalquila las habitaciones para gente que no tiene vivienda. Había cobrado los alquileres, se había mandado a mudar y venía el desalojo a los ocupantes del hotel. Fui a cubrir eso, hice esa nota, hablé con el cana, con el oficial de justicia, que, por supuesto, «cumplían órdenes», ese leitmotiv de la infamia argentina. Esa fue la primera nota que escribí en el diario. Era bastante sentimental, yo estaba muy conmovido por la situación, la gente con todos sus trastos en la calle. En la redacción no me daban otras cosas y, como había muy poca gente en el diario, me pidieron de la sección cine.

Había dos periodistas, grandes los dos, que no tenían ganas de tragarse todos los estrenos. Me encargaba, por un lado, de armar la página con los anuncios, las gacetillas, los estrenos y, por otro, de ir a ver los bodrios. Me gustaba mucho y empecé a escribir para algunas revistas de cine. Esto produjo una experiencia fundamental para mi vida: conocí a Fernando Birri, quien fue mi primer maestro. Birri había dirigido una película, Los inundados, que había ganado el primer premio a la mejor ópera prima en el Festival de Venecia. Era muy atacado, muy cuestionado por quienes sostenían otra política cultural y estética. Digamos que era la confrontación entre el realismo y el «torrenilsismo», una confrontación tonta, pero era lo que había en ese momento. Fernando fue un hombre maravilloso, yo me pegué mucho a él, y en 1962, cuando tenía 20 años, publiqué en la revista Tiempo de Cine una larga nota donde vinculaba la película, su estreno, sus repercusiones, con la coyuntura política nacional e internacional. Era una nota llena de citas y notas al pie, con fuentes y cosas por el estilo. En eso Fernando me marcó mucho, me enseñó. Él no era periodista, pero las mejores lecciones las recibí de él.

Después también me influyó Enriqueta Muñiz. En esa época los diarios en los que yo trabajaba eran muy inestables: cerraban, no pagaban, siempre había que andar buscando algún laburo extra y yo conseguí un trabajo en la oficina de prensa del Festival de Cine de Mar del Plata, que arrancaba a trabajar varios meses antes, y ahí conocí a Enriqueta Muñiz. Por entonces yo no sabía de su relación con Walsh. No asocié que era la persona a la que Walsh le había dedicado Operación Masacre.

Nunca me habló ella de Rodolfo…

DS: ¿… a quien ya conocías de haberlo leído?

HV: Sí, pero seguramente una lectura superficial. Enriqueta me enseñaba a escribir, me corregía la puntuación, me transmitió todas las cuestiones técnicas de la redacción gráfica. Éramos muy amigos.

Era una persona adorable, menuda, flaquita, una pila de energía. Nunca hablé de Rodolfo con ella ni de ella con Rodolfo. Fueron historias paralelas. Ella se fue a España a cuidar a sus padres y cuando volvió ya no nos vimos.

Después está toda la época de la resistencia, de la clandestinidad. Yo tenía que cubrir para el diario El Siglo el regreso de Perón en 1964. Tomé contacto con mucha gente, y entre ellos con Saúl Hecker y con José Miguel Buzeta. Hecker venía del trotskismo, Buzeta fue quien me hizo conocer la obra de José Antonio. Era un tipo muy inteligente, autodidacta, leía muchísimo, marcaba todo lo que leía. Tenía un grupo de jóvenes que lo seguían, que lo escuchaban, él pontificaba siempre. Eso conformaba un núcleo fundamental de la juventud peronista de la resistencia. Yo me conecté con ese grupo, hice la crónica para el diario, y además quedé personal y políticamente enganchado con ese grupo.

DS: ¿Qué hacían en ese grupo?

HV: En su extraordinario libro Cartas peligrosas. La apasionada discusión entre Juan Domingo Perón y el padre Hernán Benítez sobre la violencia política, Marta Cichero señala que la resistencia consistía en hablar y escribir, y en algunas escaramuzas, algunas trompeaduras. Eran muchas reuniones, mucha charla. Algunos de ellos, como Osvaldo Agosto, se afanaron el sable de San Martín del Museo Histórico Nacional.

En ese grupo estaban también Horacio Eichelbaum, Pedro Leopoldo Barraza y Osvaldo Lamborghini, el menor de los hermanos. En 1963, Barraza hizo una investigación muy a fondo sobre la desaparición y asesinato de Felipe Vallese, y participamos en la campaña por el regreso de Perón, en 1964. Por un lado, yo trabajaba como periodista en diarios de mala muerte, con posiciones reaccionarias, y, por otro, tenía este grupo de referencia. Escribía en los pasquines de la resistencia peronista con Eichelbaum, con Barraza, y sentía muy agudamente la contradicción con el trabajo periodístico profesional, un conflicto que recién pude resolver en El Periodista y en Página/12.

Tenés un trabajo profesional que al mismo tiempo coincide con lo que vos pensás y no son dos mundos excluyentes. Hay además un antecedente previo, distinto pero con puntos de contacto: el Semanario CGT (organizado por la CGT de los Argentinos), que si bien era ad honorem, nadie cobraba nada, nos propusimos que fuera un diario militante pero con calidad profesional. Algo que no ocurría en las publicaciones anteriores, que estaban hechas a la bartola, eran puramente agitativas.

DS: Llegás al Semanario CGT a través de Rodolfo Walsh, ¿pero cómo lo conociste?

HV: Lo conocí cuando él volvió de Cuba, luego de la Operación Verdad y de la fundación de Prensa Latina. La editorial y librería de Jorge Álvarez era un lugar de reunión; ahí trabajaban Pirí Lugones y el propio Jorge Álvarez. Era un lugar de encuentro, y Rodolfo, Arturo Jauretche, David Viñas y otros eran concurrentes habituales. Se armaban tertulias, discusiones. Fue Jauretche el que me llevó por primera vez a la librería de Jorge Álvarez. Yo visitaba a Jauretche en su casa de Esmeralda y Paraguay, o en el café de la esquina donde él solía atender. A Rodolfo lo veía en la librería con cierta frecuencia, pero sin tener una mayor relación. Por esa época, se aproximaban los diez años del derrocamiento de Perón y los once de los fusilamientos, y Jorge Álvarez quería hacer un libro sobre Rodolfo y Operación Masacre. Rodolfo le sugirió que lo hiciera yo. No sé por qué no lo hicimos nunca, ni tampoco por qué Rodolfo proponía que fuera yo quien lo hiciera. Un día nos encontramos en la casa de Torre Nilsson y Beatriz Guido. Cada vez que estrenaban una película hacían una gran fiesta. Tenían un departamento a una cuadra de Plaza San Martín, sobre la avenida Santa Fe, entre Maipú y Esmeralda, invitaban a muchísimas personas y había sobre todo charlas. Era un lugar de encuentro con gente interesante del mundo de la cultura. Rodolfo había publicado el cuento sobre Eva Perón, «Esa mujer». (Comentario aparte, según una encuesta entre escritores que realizó Sergio Olguín, «Esa mujer» es el mejor cuento de la historia de la literatura argentina, por encima de los de Borges y Cortázar.) Estábamos en un círculo de gente entre la que había dos intelectuales argentinos muy conocidos, que editaban una revista cultural. Conversaban con Rodolfo y se referían al cuento con mucho elogio, le decían que era muy bueno, pero le sugerían que introdujera algunos cambios porque tal como estaba no se iba a poder traducir al francés. Rodolfo los miró y les dijo: «Yo no sé si me interesa que se traduzca al francés», y me guiñó un ojo. Bueno, se deshizo el círculo ese y Rodolfo me dijo: «¿Por qué no nos rajamos de acá?», y nos fuimos a comer un bife. Esto fue en 1964 o 1965, y ahí empieza una etapa más intensa y próxima de relación.

Él se había recluido en el Tigre, en esa época salía con Pirí. Los fines de semana Pirí iba y le llevaba sábanas, ropa limpia y comida. Y cada vez con más frecuencia, yo empecé a ir los fines de semana. Hacíamos torneos de pesca, que varias veces ganaba mi esposa de ese entonces, Laura Yusem, que era una persona muy poco dada a esas actividades, le ponían la caña y los peces iban hacia allí. Rodolfo se ponía verde de bronca. Eran encuentros de mucha conversación política.

Luego, se separó de Pirí y empezó a salir con Lilia. Y Pirí le consiguió un trabajo a Lilia en Jorge Álvarez, para mantenerla vigilada de cerca. En 1968, Rodolfo me llama y me dice que va a hacer el diario de la CGT.

La investigación de Rodolfo Walsh, Operación Masacre , reveló el fundamento represor y antiobrero de la llamada Revolución Libertadora. Además de la Iglesia y la Acción Católica, buena parte de las elites políticas e intelectuales apoyaron el golpe que derrocó a Perón y que llevó a la presidencia al general Lonardi y luego al general Aramburu. Walsh mismo no la condenó en un principio. Su hermano Carlos fue uno de los aviadores navales que intervinieron en el bombardeo.

Operación Masacre transformó la vida y la escritura de Walsh, que jugaba al ajedrez la noche que estalló la revuelta peronista y fue testigo de los tiroteos en la ciudad de La Plata. Al llegar a su casa, relata Walsh en el libro, «oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ‘Viva la patria’ sino que dijo: ‘No me dejen solo, hijos de puta’».

El episodio lo impacta pero no lo arrastra: «Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?».

La situación se transforma unos seis meses después: «Una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice: ‘Hay un fusilado que vive’. No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga». Y entonces sí, sufrirá una mutación intensa. Él mismo lo cuenta: «Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver».

Esa transformación será literaria y también política. La investigación conduce a un desengaño con lo que alguna vez fue su oficio de escritor, y a una desilusión con las instituciones que dicen impartir justicia así como con el sistema político que se autodenomina democrático. Su mutación política será gradual y lo acercará al peronismo al mismo tiempo que irá definiendo su actitud revolucionaria.

Walsh tenía 30 años cuando escribía párrafos como estos:

«Más que nada temo el momento en que humillados y ofendidos empiecen a tener razón. […] Y ese momento está próximo y llegará fatalmente, si se insiste en la desatinada política de revancha que se ha dirigido sobre todo contra los sectores obreros. La represión del peronismo, tal como ha sido encarada, no hace más que justificarlo a posteriori. Y esto no sólo es lamentable: es idiota.

Si se me pregunta por qué hablo ahora, habiendo callado como periodista cuando otros no lo hicieron –si bien jamás escribí una sola palabra firmada o anónima en elogio del peronismo, ni por otra parte me encontré con un caso de atrocidad comparable a este–, diré con toda honradez: he aprendido la lección. Pero ahora son mis maestros los que callan. Durante varios meses he presenciado el silencio voluntario de toda la ‘prensa seria’ en torno a esta execrable matanza, y he sentido vergüenza.

Se dirá también que el fusilamiento de José León Suárez fue un episodio aislado, de importancia más bien anecdótica. Creo lo contrario. Fue la perfecta culminación de un sistema. Fue un caso entre otros; el más evidente, no el más salvaje.»

DS: ¿Recordás tus primeras lecturas de Operación Masacre? ¿Podés reconocer alguna influencia en particular, alguna marca en particular de esas lecturas?

HV: Hay una marca fuerte que es una investigación sobre una dictadura, sobre los crímenes de una dictadura con todo el establishment en contra, que además coincide con un personaje de una novela de mi padre, Un noviazgo. El personaje de la novela es un periodista, Quirós, que investiga la denuncia de Lisandro de la Torre sobre los frigoríficos y distintos casos de corrupción de la década infame. Ese es el protagonista de la novela de mi padre e imagino que son cosas que me fueron moldeando. Son conjeturas que me formulo retrospectivamente. En ese momento, lo que yo sentía era que quería trabajar de periodista y no quería estudiar medicina. Hice unos años de Sociología, pero tampoco me apasionaba y también dejé. Me sirvió mucho. Ahí conocí la obra de Aldo Ferrer, La economía argentina, que me parece un libro fundamental. Aldo me parece un personaje admirable, que hasta pocos días antes de la muerte siguió con una lucidez, una tenacidad implacable. Birri ha sido un maestro inmediato, Aldo es remoto, Rodolfo es inmediato, como Basualdo muchos años después. Son los grandes ejemplos.

DS: Estábamos con tu lectura de Operación Masacre…

HV: Operación Masacre es dos o tres libros. Rodolfo descarta rápidamente un libro, el capítulo 27, que es el capítulo del basural, de una falsa poética, literaria en el mal sentido de la palabra. Después está la investigación, que es rigurosa, minuciosa, brillante, que él ajusta y depura en cada una de las distintas ediciones, con un trabajo permanente de escritura y de reescritura. Y, por último, la lectura política, que está en la introducción y en las conclusiones que van cambiando en las diferentes ediciones. La investigación es un modelo admirable, con las historias de vida de cada protagonista, con la reconstrucción de lo sucedido, los horarios, con documentos, con pruebas, con consulta de expedientes judiciales. Eso es un arquetipo de investigación. El aspecto literario lo podemos olvidar porque él se lo olvidó. Me refiero a ese capítulo rimbombante sobre el basural. Entendámonos, Operación Masacre es la gran obra de la literatura argentina del siglo XX, nuestro Facundo, como escribí en 1985 en respuesta a una pregunta de Piglia. Pero todo el libro, no aquel capítulo, que en la segunda edición ya no estaba, porque era un injerto y Rodolfo se dio cuenta. Y en el tercer aspecto hay un desplazamiento entre lo político y lo literario. Por ejemplo, en la primera edición el libro comienza con un epígrafe que es un poema de T. S. Eliot: «Una lluvia de sangre ha cegado mis ojos.

¿Cómo, cómo podría volver alguna vez a las suaves, tranquilas estaciones?». Pero después lo reemplaza por una frase del comisario a cargo de los fusilamientos: «Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía». Yo creo que ese libro es una de las obras cumbres de la literatura argentina del siglo XX y lo es en tanto y en cuanto Rodolfo va amputando sus aspectos convencionalmente literarios. Lo va haciendo cada vez más escueto, más esencial. Hay algo allí que tiene que ver con mi relación con Rodolfo. Lilia ha dicho y escrito que a Rodolfo le impresionaba cómo yo trabajaba, y sobre todo cómo yo tachaba y cortaba. En mi caso, sin la menor intención literaria, sino de eficacia expresiva. Cuando algo está complicado, cuando algo está confuso, no hay que agregar, hay que quitar. Y me parece que ese era un punto de encuentro entre nosotros, como técnica de trabajo. Lo central es esta cosa del tipo que, armado de sus convicciones y de su indignación moral, enfrenta todo un sistema. Eso es Rodolfo en Operación Masacre.

DS: Me impacta la parte inicial, en la que cuenta que lo que él quería era escribir una novela, jugar al ajedrez, y de alguna manera las balas, todo eso de la revolución, no eran lo suyo…

HV: Como que lo molestan. Sí, claro.

DS: Hasta que escucha, mucho después, que hay un «fusilado que vive», ahí no había un tema para él. Y sin embargo, cuando se lo apropia se mete hasta el fondo: consigue un arma, cambia su identidad, se va a vivir a un rancho, pasa frío. Siempre me impresionó cómo cuenta esta autotransformación.

HV: Eso me ocurre también.

DS: Exacto, y cuando ocurre, ocurre.

HV: Es la frase de Eliot, que estaba bien elegida.

DS: ¿A vos te pasa también que la situación que vas a investigar se te impone, te elige ella a vos?

HV: ¡Sí, por ejemplo con Scilingo! Yo ya había publicado Robo para la corona y Hacer la corte.

Robo para la corona había sido un best seller descomunal. Y de golpe me encuentro en el subterráneo con este tipo que me dice: «Yo estuve en la ESMA». Lo confundo y pienso que es un sobreviviente. Paré todo lo que estaba haciendo y me puse a trabajar en eso. Me pasa lo mismo. Por supuesto, es otra época, no tuve que pasar a la clandestinidad, pero es una cosa que también me marca.

Hay una intervención del azar muy fuerte siempre. El Match Point de Woody Allen está presente.

Por ejemplo, cuando publico Robo para la corona, el gobierno de Menem decide que va a hacer todo lo posible para meterme preso o forzarme al exilio. Un cabeza hueca como el fiscal Romero Victorica lo confiesa públicamente en un reportaje. Una serie de indicios que están narrados en mi libro Un mundo sin periodistas me revela que eso viene muy fuerte y decido preparar una defensa acorde, y una de las cosas que hago es la denuncia ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Gracias a esa intervención, consigo que se modifique el Código Penal, que se elimine la figura del desacato, que se anule la condena que yo tenía en una causa que me había iniciado el juez Augusto Belluscio. Mis abogados defensores en esa causa son los de Human Rights Watch (HRW).

Mis abogados en la Argentina ante el sistema eran por un lado Alicia Oliveira, y tuve amicus curiae de gente muy diversa, desde Raúl Eugenio Zaffaroni hasta Jorge Vanossi. Ese es el primer caso en que a raíz de una intervención del Sistema Interamericano se modifica la legislación de uno de los países miembro. A consecuencia de esto, HRW me ofrece integrarme a su Comisión Directiva. Se me cruzó en el camino por azar, como el propio Scilingo y su confesión.

El surgimiento de HIJOS es una consecuencia directa de la confesión de Scilingo. Estos pibes que estaban escondidos, avergonzados de la historia todavía por el imperio del miedo y por la estigmatización que había instalado con éxito la dictadura, se autoconvocan a partir de la confesión de Scilingo. Hasta ese momento había dos versiones incompatibles de la historia: la que contaban las víctimas y la que contaban los represores. Lo que contaban los represores era bastante complejo, porque negaban responsabilidad alguna en concreto y lo justificaban en abstracto. Desde que aparece Scilingo, que cuenta la misma historia que las víctimas, hay una sola versión, no se discute más sobre la verdad de los hechos. Eso fue un alivio para los pibes, tan enorme, que es entonces cuando se congregan, forman la organización, salen a la luz y empiezan a reivindicar la militancia de sus padres. Uno puede discutir muchas cosas, pero es un fenómeno nuevo, es la primera organización de descendientes de las víctimas, es un hecho fundamental de la política contemporánea de nuestro país.

A raíz de eso, Emilio Mignone presenta el pedido de esclarecimiento de lo que pasó con su hija. Él dice: «El Estado está obligado a informarme qué pasó con mi hija, a pesar de la Ley de Obediencia Debida», y ese es el comienzo de los Juicios por la Verdad, que a su vez es el comienzo de la reapertura futura de las causas, y es el origen de mi inclusión en el CELS. Las cosas se han ido encadenando con una dosis de azar muy grande. Soy muy consciente de eso.

DS: ¿Cómo fue eso? ¿Podemos recordar las fechas?

HV: El libro es de 1995; en 1996, Emilio plantea este tema y se abren los Juicios por la Verdad; en diciembre de 1998, Emilio muere; en 1999, me invitan a integrar la Comisión Directiva del CELS, y después de seis meses en los cuales me estuvieron relojeando y viendo si servía, me ofrecieron la presidencia. Está muy vinculada una cosa con la otra. Yo tenía una relación distante pero intensa con Mignone. Nos juntábamos de tanto en tanto y me ofreció acceso irrestricto a todos los archivos del CELS. Claramente compartíamos una visión de las cosas. Laura Conte, que es la vicepresidenta del CELS, siempre me dice que hay una continuidad absoluta, que la visión de Emilio era muy parecida a la mía y que tenía los mismos problemas que he tenido yo con los organismos y con otros sectores de la sociedad. Ese es el regalo más hermoso que me han hecho en mi vida. El CELS, yo no sé si me lo merezco, pero que lo gozo, lo gozo.

DS: Volviendo a Walsh, ¿cuánto te importaba a vos Cuba, su paso por Prensa Latina?

HV: Me importaba de una manera distinta a la que predominaba en la izquierda. Siempre me acuerdo de un editorial que publicó la revista Che, donde lo invitaban a Guevara a venir a la Argentina: «Lo esperamos, comandante. Estamos a las órdenes». Esa nunca fue mi visión, yo siempre tuve claro que en la Argentina el eje era el peronismo y no el cubanismo. Al mismo tiempo, una gesta admirable, impresionante, absolutamente única, pero justamente por su carácter único, nunca pensé que se pudiera replicar acá. No digo que Rodolfo sí pensara que se podía replicar acá, creo que él tampoco pensaba eso, pero él tenía una formación marxista y yo no. Él leía, estudiaba. Por ejemplo, cuando se armó el Semanario CGT, él estaba leyendo un libro de Lenin sobre la prensa y decía todo el tiempo:

«La prensa es el partido». Por esas cosas lo llamábamos «Capitán Delirio». Él cuestionaba la transposición mecánica de experiencias. En uno de sus documentos críticos, dijo que la izquierda aquí sabe cómo se tomó el Palacio de Invierno pero no sabe cómo se toma el poder en la Argentina.

Estudian los episodios, la historia rusa, pero del «día de los tres gobernadores de 1820», en que una crisis política desnuda que el poder estaba en el aire, no saben nada. Los dos leíamos la Historia Argentina, de José Luis Busaniche, a los dos nos interesaba mucho la historia argentina. Y en el medio está ahí toda la historia de Cooke.

DS: ¿Lo conociste?

HV: Sí, lo conocí. Sobre el final.

DS: ¿Te interesaba Cooke?

HV: Sí, mucho. Toda mi militancia en el peronismo estaba muy vinculada no con la organización de Cooke, pero sí con una cierta idea de Cooke. El regreso de 1964 es también una pugna interna en la burocracia sindical del peronismo, es Framini versus Vandor, y yo estaba en el grupo de Framini.

Andrés Framini le enviaba una serie de cartas a Perón, y parte de esas cartas las redactábamos Barraza y yo en la Asociación Obrera Textil, el sindicato de Framini, sobre líneas que marcaban Buzeta y el propio Framini. Era la idea de la vertebración del gigante. Se intentaba eso. Por supuesto, ese regreso de Perón fracasa no porque Perón no tuviera voluntad, la tuvo y puso el cuerpo, sino porque no había una organización acá que lo sostuviera. Es lo que de algún modo intentamos suplir desde Montoneros y la Juventud Peronista una década después, en el regreso definitivo. Sin éxito, pero en todo caso cometiendo errores nuevos y no repitiendo los viejos.

«Frente a nosotros estuvo el régimen y el imperialismo norteamericano con todos sus aliados y ramificaciones. Los enemigos del 45 fueron los enemigos del 55 y son los enemigos del 65.» Con estas palabras se dirigía a Perón Amado Olmos, dirigente obrero antivandorista del gremio de sanidad, y partidario de conformar una organización política obrera para enfrentar a las dictaduras de turno desde 1955. Nacido en 1918, varias veces preso y fugazmente diputado, Olmos pedía a Perón que se pusiera al frente de un programa revolucionario y que trasladara la sede de su exilio de la España franquista a la Cuba de Fidel Castro.

Tras la caída de Perón, comienza una «sorda resistencia inorgánica» [6] que combinaba la fábrica y el barrio: boicot a la producción, huelgas no oficiales y trabajo de propaganda clandestina con base en los sindicatos. Para los años en que Olmos y Cooke intentan convencer a Perón de ponerse al frente de un giro a la izquierda, Augusto Vandor y la burocracia sindical se han constituido como un actor de peso en la ecuación de poderes nacionales. El enfrentamiento entre las dos alas del movimiento obrero peronista y su significado quedaron registrados en una investigación que Rodolfo Walsh realizó sobre los asesinatos de Domingo Blajaquis, a manos del grupo de Vandor, y de Rosendo García, rival interno de Vandor, en su propio entorno. La investigación fue publicada por entregas en el diario de la CGT de los Argentinos, luego reunidas en su libro ¿Quién mató a Rosendo?

DS: ¿Qué leías de Cooke?

HV: El peronismo y el golpe de Estado. Informe a las bases del Movimiento, en 1966, y más adelante, la Correspondencia Perón-Cooke, pero si no me equivoco eso está publicado recién en la década de 1970.

DS: Y Rodolfo también lo leía…

HV: Sí, era una persona que estaba permanentemente en nuestra reflexión. Rodolfo tenía más contacto con él. Pero por razones generacionales y por los sectores de los cuales proveníamos, no participamos en toda esa relación que Cooke tuvo con los cubanos y con el grupo fundador de Montoneros, con Abal Medina, con Joe Baxter, aunque Joe Baxter era muy amigo de Barraza. Era una época en la cual había una cantidad de gente que interactuaba. Personas que formaban parte de una generación, de una época, aunque no todas se conocieran, de alguna manera estaban relacionadas entre sí. Yo era amigo de Barraza y él, Baxter el irlandés, también era amigo de Barraza. Estábamos también en contacto con Héctor Villalón, un personaje enigmático. Villalón había sido uno de los intermediarios de Perón con Cooke. Todo este grupo de Buzeta giraba en la órbita de Villalón, si bien yo conocí a Villalón muchos años después. Lo conocí en Madrid cuando viajé con Perón en 1972.

Tengo una historia deliciosa con él.

Yo viajo con Perón de Buenos Aires a Asunción, de Asunción a Lima. En Lima, Perón se encuentra con que no tenía pasaje para volver a Madrid, porque viene la Navidad y está todo vendido. Empieza a desesperarse porque se da cuenta de que no tiene un mango más, se gastó todo lo que tenía y no sabe cuándo va a poder volver a su casa. Un amigo mío peruano, Alberto Fernández Maldonado, era gerente de KLM en Lima, y a través de él conseguimos pasajes en un vuelo de Iberia. Un vuelo insoportable: Lima-Guayaquil, Guayaquil-Bogotá, Bogotá-Caracas, Caracas-Madrid. Pero era lo único que había. Perón estaba muy agradecido por eso. Yo le iba a hacer un reportaje. En el vuelo me dice: «Deme un par de días para reponerme de esta baqueta, me llama y se viene a casa y charlamos». Llegamos a Madrid, pasan los dos días, empiezo a llamar y me dicen: «No, el general no está, está en la sierra, no sé cuándo va a volver». Llamo un día, otro día, y digo, bueno, voy a esperar que aparezca, y me dediqué a recorrer el peronismo en Madrid para juntar elementos. Hablé con Emilio Abras, con Jorge Antonio, con Villalón. Y Villalón me invita a un restaurante en la Sierra Nevada, hermoso. «Ah, usted no sabe el favor que me ha hecho», me dice cuando le cuento la historia de Lima.

–¿Por qué?

–Porque cuando se queda sin plata, López Rega no puede impedirme el ingreso a la casa. Cuando están bien me bloquea, cuando necesitan no pueden bloquearme. Yo le voy a retribuir este dato que para mí es muy importante con otro que a usted le va a servir. No llame por teléfono a la residencia, porque eso lo controla López Rega. Mándele un télex.

–¿Y eso no lo controla López Rega?

–No puede, porque Perón ordena poner un rollo con carbónico, entonces a medida que llegan los mensajes van cortando y se los acercan. Pero al terminar el día exige que le acerquen el rollo y controla que no haya ningún corte entre el primero y el último.

Fui al correo, mandé un télex y, a la media hora, suena el teléfono en el departamento. [Imitando la voz de López Rega] «Hola querido, dónde te habías metido, el general estaba preguntando por vos.»

Y entonces pude ir a Puerta de Hierro a hacerle la entrevista.

Villalón había sido uno de los intermediarios de Perón con Cooke.

Siempre tuve simpatía y admiración por la Revolución Cubana, pero al mismo tiempo conciencia de que era una situación intransferible a la Argentina.

DS: ¿Vos sentís que Rodolfo, con la experiencia de Prensa Latina, venía con un método de trabajo que en parte se hubiera modificado ahí, o él seguía con su propio método y aquello había sido una experiencia militante valorable pero no tan transformadora?

HV: Él seguía con su propio método de trabajo. Incluso lo que hizo allí fue por las suyas, no como método aprendido de ellos. Además, a él le tocó la peor época. Empieza la Operación Verdad, pero después viene el período gris, cuando el PC toma la batuta, e incluso limpian los archivos, eliminan los materiales. Rodolfo nunca quiso hablar públicamente de eso pero lo sentía mucho.

DS: ¿Él había llegado a tener un vínculo más estrecho con Masetti?

HV: Él trabajó con Masetti y prologó la edición del libro de Masetti, Los que luchan y los que lloran. Yo traté de acercar dos mundos, lo presenté a Rodolfo con Buzeta. Quisiera haber tomado notas y tener capacidad literaria para transcribir eso, porque fue el choque entre un puro y un pragmático. Mi simpatía y mi afecto están con Rodolfo, pero me parece que hay cierto purismo que en la política es autoderrotista. Buzeta encarnaba más bien la picardía de las frases de Perón «conducir al conjunto porque con muy poquitos no se llega» o «para construir un rancho además de barro también hay que usar bosta». Frases que me parecen legítimas, aunque el problema está en la proporción. Eran dos mundos incompatibles, era la época en la cual Perón le estaba restando apoyo a Raimundo Ongaro para la CGT de los Argentinos. Es un tema que se repite una y otra vez en la política. Cómo hacés para conducir, o para ir con muchos sin contaminarte. Qué grado de contaminación es admisible a los efectos de avanzar con un proyecto político popular y qué grado es incompatible. Esas son preguntas eternas, aquí y en cualquier otro lugar del mundo. El que resuelva esa ecuación va a tener una fórmula imbatible.

DS: Sobre tu amistad con Rodolfo, ¿cómo empiezan a trabajar juntos? ¿Con el Semanario CGT?

HV: Antes de eso estábamos trabajando en una investigación sobre la policía bonaerense y las torturas, que él después usó en el Semanario CGT. Yo trabajaba con él, con su hija Vicky, y con un periodista uruguayo que era el compañero de Vicky, Andrés Alsina. Una de las fuentes de información que teníamos era un juez bonaerense, Omar Ozafrain, que le pasaba a Rodolfo expedientes de casos de torturas, y en su juzgado trabajaba Hugo Cañón, que llegaría a ser fiscal. Ahí empezó su carrera.

Rodolfo tenía, por un lado, carpetas con recortes y, por otro lado, fichas que remitían a los recortes de esas carpetas. Y Lilia recortaba.

DS: Fichas que tienen que ver con los textos de los recortes.

HV: Sí, y sobre otras cosas. Sobre esas carpetas hacía fichas para después poder buscar por tema o por personas para poder saber dónde estaba cada cosa.

DS: Muchas horas de trabajo, ¿no?

HV: Muchísimas. Es que la cantidad de información que hay en las fuentes públicas es enorme, es dificilísimo procesar, destilar eso, extraer la sustancia y desechar lo que no sirve: eso lo aprendí con Rodolfo. Por supuesto, a partir de una idea previa, que es una hipótesis a demostrar: la policía es corrupta, la policía es violenta, el que tortura también roba. Son hipótesis previas que surgen de la observación superficial de la realidad. Después hay que demostrarlo y, sobre todo, hay que tener elementos ante los que no tienen esa observación.

«Se construyen renombres y se tejen olvidos», escribió Rodolfo Walsh a propósito de su amigo Jorge Ricardo Masetti, periodista y guerrillero en Cuba y también en la Argentina. Un «rebelde integral». Sin haber disparado nunca un tiro, este reportero de radio El Mundo se propuso entrevistar a Fidel Castro, en Sierra Maestra, en 1958. A esta aventura, un capítulo único en la comunicación clandestina y tema de su libro Los que luchan y los que lloran (1969), debemos el primer archivo de voz del Che Guevara en Cuba. Walsh escribió en su prólogo: «Este reportaje es, en mi opinión, la mayor hazaña individual del periodismo argentino». La relevancia de esta combinación de periodismo y revolución no hará más que crecer de modo vertiginoso. Prensa Latina fue, según Walsh, la primera agencia de noticias latinoamericana «que consiguió inquietar a los monopolios informativos yanquis», y la revolución triunfante le confiere a Masetti, a comienzos de1959, la tarea de dirigirla.

Mientras en Cuba la revolución giraba hacia la izquierda y funcionaban tribunales revolucionarios contra militares batistianos, la prensa norteamericana difundía basura informativa como parte de la preparación de la invasión a Playa Girón. El escritor norteamericano John Lee Anderson afirma que Prensa Latina surgió de una conversación que mantuvieron Masetti, el periodista uruguayo Carlos María Gutiérrez y el Che, en La Habana, sobre la necesidad de crear un órgano independiente de prensa, tomando como modelo Agencia Latina –un intento frustrado organizado por Perón–, en la que el Che había trabajado en México.

Cuenta Walsh que todos los periodistas que trabajaron en Prensa Latina eran latinoamericanos:

«Plinio Mendoza y Gabriel García Márquez en Colombia, Mario Gil en México, Díaz Rangel en Venezuela, Teddy Córdova en Bolivia, Aroldo Wall en Brasil, García Lupo en Ecuador y Chile, Onetti en Uruguay, Tríveri en Estados Unidos, Ángel Boan en cualquier parte». «Donde quiera que hubo que pelear por la noticia en igualdad de condiciones, llegaron antes y escribieron mejor» que sus rivales norteamericanos. El propio Walsh debe ser agregado a la lista.

En Prensa Latina se vivía al «pie del teletipo», en una atmósfera feliz, influida por el humor porteño de Masetti y la frecuente presencia de su amigo, el Che.

Masetti renunció a Prensa Latina en 1961, durante la época del «sectarismo» comunista en Cuba, y luego de Playa Girón partió rumbo a Argelia, paso intermedio en la realización de su última empresa: la guerrilla del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), en Salta. No sobrevivió a su derrota.


[1] El 31 de agosto de 1955, Perón pronunció su último discurso –antes del golpe de septiembre– como presidente desde el balcón de la Casa Rosada.
[2] Primera edición: Buenos Aires, Kraft, 1957. Hay otras ediciones disponibles, entre ellas la de Sudamericana (Buenos Aires, 2003).
[3] Langston Hughes (Joplin, 1902-Nueva York, 1967), «Yo también»: «Yo también canto América. / Soy el hermano oscuro. / Me hacen comer en la cocina / Cuando llegan visitas. / Pero me río, / Y como bien, / Y me pongo fuerte. / Mañana / Me sentaré a la mesa / Cuando lleguen visitas. / Nadie se animará / A decirme / ‘Vete a la cocina’ / Entonces. / Además, verán lo hermoso que soy / Y tendrán vergüenza, / Yo, también, soy América» (versión de Jorge Luis Borges, revista Sur, otoño de 1931, año I, Buenos Aires).
[4] El general Ernesto Arturo Alais nunca cumplió con la orden del presidente Alfonsín de reprimir el alzamiento militar «carapintada» de 1987 .
[5] Un hombre de papel, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1966.
[6] Roberto Baschetti utiliza la expresión en Documentos de la resistencia peronista 1955-1970 (Buenos Aires, Puntosur, 1998).