Huérfanos

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Susana Silvestre

A los cincuenta años la señora Rony se estaba volviendo un poco aristocrática. Le iban aflorando unos sentimientos que no sabía que llevaba en el alma.

El descubrimiento de Rony había tenido lugar el año anterior, al recibir una invitación para un vino de festejo en honor del 80° aniversario de la fundación del Partido Comunista de la Argentina.

Cuando escuchó el llamado telefónico se quedó asombrada. No pudo saber quién le hablaba. La voz venía desde tan lejos. Probablemente desde los complicados años –por fortuna olvidados, pensó la señora Rony- en que ella era una muchacha delgada, rubia y sin gracia, sometida a todo tipo de emociones.

Se preguntó si al otro lado de la línea no estarían los Servicios. Después, durante varios días, cada vez que se benefició con un momento libre -la señora Rony era traductora de alemán- se dedicó a devanarse los sesos para tomar una decisión.

Finalmente resolvió asistir y ahí había empezado todo. La señora Rony no había vuelto a pisar el local del Comité Central del Partido Comunista desde el golpe militar del 76. Había andado por otros lugares comprometidos, pero no en el Comité Central, de modo que cuando llegó ese día le pareció que había vuelto a tener veinte años.

Las escaleras de mármol del viejo edificio neoclásico eran las mismas sólo que aún más desgastadas. En el rellano vio el conocido espejo convexo, amarillo, que reflejaba a los visitantes y a la vez permitía a los de custodia vigilar la calle. Pulsó el mismo timbre de portero eléctrico en el que había puesto el dedo en los años setenta. Los camaradas de guardia habían sido sustituidos por otros, pero pertenecían a idéntico tipo social, eran hombres morochos y corpulentos, sólo que le pareció que ya no debían llevar armas como entonces. La señora Rony saludó, esperó el consabido «compañera», que no llegó nunca, y le indicaron el salón donde se hacía la fiesta.

Con lo primero que se encontró antes de llegar al bullicio fue con un hall estrecho poblado de retratos. Se detuvo ante la foto de Héctor Agosti, que antes no estaba, y se acordó de la última vez en que lo vio vivo. Se había sentado junto a ella, en un banco largo, y habían hablado de literatura francesa. Frente a ellos había un cartel enorme que decía: El pueblo unido jamás será vencido.

La señora Rony estaba tan conmovida que tenía que hacer esfuerzos para no ponerse a llorar. A medida que caminaba por el salón en el que se servían papitas, chicitos, salamín y vino de damajuana fue reconociendo algunas caras. Muy pocas. Identificó a una señora que tenía la misma expresión de furia que cuando transitaba la dulce y feroz adolescencia. La acompañaban unos hombres que reconoció a pesar del tiempo transcurrido. Saludó pero no pudo quedarse ahí porque con esa mujer ella nunca se había llevado bien, y eso que habían compartido un tiempo en que a las dos las deslumbraban los piratas y celebraban que González Tuñón le cantara a los ladrones.

Siguió caminando hacia el fondo. Llevaba un vestido largo con florcitas y tenía la piel muy pálida a pesar de que el verano transcurría en su apogeo, su gloria y su bochorno. La señora Rony había estado demasiado ocupada como para ponerse al sol. En el fondo del salón distinguió a un pintor a quien había visto algunas veces durante esos últimos años, pero se sorprendió al encontrarlo ahí porque él no le había dicho que siguiera en el Partido. Tal vez hubiese recibido la voz, igual que ella. El pintor había sido una estrella ardiente en su juventud, cuando la naturaleza, que se deleita en sus obras, lo dejaba andar por ahí, con el pelo y los ojos negros, pintando obreros del puerto.

En aquellos tiempos él era miembro de la dirección universitaria y dueño de un discurso incendiario, por lo cual, durante las asambleas, todas las chicas encontraban una cuestión imperiosa que requería ser discutida a solas con él. El pintor la distinguió y le hizo señas para que se acercara. La señora Rony se abrió paso entre la gente, un poco aliviada, porque por lo menos tendría con quién hablar.

–Hola Rony –dijo Agustín, que así se llamaba el pintor-. ¿Conocés a los muchachos? -enseguida le presentó al grupo de hombres de cincuenta años que lo acompañaban.

A la señora Rony le pareció que todos lucían un poco asombrados de estar ahí. La mayoría de ellos había criado barriga y canas, pero contaban con un pasado digno de ser conocido; habían sido cuadros de la Juventud y habían hecho su viaje a la Unión Soviética. La señora Rony, que siempre se había desempeñado como militante de base, con lo cual había pintado muchas paredes de Buenos Aires, recordaba haber participado de las reuniones en que alguien que volvía del campo socialista brindaba una conferencia y eso siempre le traía problemas. Cuando la señora Rony se afilió al Partido Comunista conocía buena parte de la historia de Rusia, especialmente la época de los zares, y lógicamente la Revolución de Octubre, pero se desentendía del resto. Era la solución que había encontrado para no tener que pasársela discutiendo con los demás grupos marxistas, con quienes, por otra parte, compartía los gustos en cine. De modo que algunas veces había ido a esas reuniones pero lo que decían le entraba por una oreja y le salía por la otra. La señora Rony, en aquella época, se aferraba a la consabida fórmula: en los países socialistas la gente tiene casa, trabajo, educación y asistencia social. Y ahí se quedaba, terca como una mula. De no haber hecho eso, se la habría pasado cambiando de partido, dentro de la rica gama que entonces ofrecía la izquierda. La señora Rony entraba a la facultad, con su montón de carpetas y libros que amenazaban quebrarle el talle, y antes de llegar al aula se cruzaba con un amigo trotstkysta que la volvía loca enumerando las atrocidades del PCUS. Cuando por fin conseguía entrar a clase, ya bastante perturbarda, se sentaba junto a ella un militante del PCR y le preguntaba si había sintonizado, tal como se lo había pedido, la onda corta de Radio Pekin para escuchar el discurso de Mao. Como la señora Rony no había cumplido la orden él se lo contaba. Finalmente la señora Rony decidió que cada uno tenía un poco de razón y de ser por ella los hubiera juntado a todos, que además le parecían excelentes personas, pero como eso no era posible decidió hacer oídos sordos a las críticas y se quedó donde estaba.

El salón del reencuentro se había ido poblando. Junto a la señora Rony, varios de los ex cuadros de la Federación Juvenil Comunista tomaban vino y hacían racontos veloces de lo que les había sucedido en esos años. Entonces, de repente, la señora Rony se acordó de algo. En la tarde del 23 de marzo de 1976, cuando ella salía de una clase, le indicaron que fuera al aula 202 porque se convocaba a una reunión urgente. Cuando la señora Rony llegó vio que no eran muchos los que se habían congregado, fenómeno que no resultaba extraño. El nuevo rector era un nazi confeso que había llenado los bancos universitarios de policías disfrazados de estudiantes y la mayoría de las organizaciones habían vuelto a funcionar en la clandestinidad. El secretario del círculo estaba desmesuradamente serio. No hubo introducción, ni saludo ni nada, simplemente, con la mejor voz que brotó de su garganta informó que el golpe de Estado tendría lugar esa noche. Se conocían los nombres de los generales que derrocarían a Isabel Perón. Había que salir a resistirlo con todo el pueblo en la calle. En los círculos comunistas de otras facultades y en las células de los barrios se verificaban reuniones similares, según le informaron. Todos deberían encontrarse tres horas más tarde en Corrientes y Cerrito. Con eso se dio por terminada la reunión. El secretario llevó hacia arriba el puño izquierdo y los demás hicieron lo mismo al tiempo que musitaban: ¡No pasarán!.

La señora Rony se había vuelto a su casa para avisarle a su marido. A él ya se lo habían dicho en el Conservatorio y estaba esperándola. Había llegado, también, una pareja de amigos. Por esta vez, y dada la gravedad de las circunstancias, les pareció que era conveniente contar con el amor para lo que se avecinaba y en consecuencia irían juntos, en lugar de integrar, como era habitual, las filas que a cada uno le correspondían.
Antes de salir tomaron unos mates, después fueron en busca del subte y a las ocho en punto llegaron al Obelisco. El tránsito estaba cortado, por lo cual los automovilistas habituales de la zona deberían andar por otras calles. Ni la señora Rony, ni su marido, ni la pareja de amigos pudieron distinguir en ningún lado a los compañeros. Había, sí, muchos autos sin patente circulando con lentitud deliberada o estacionados junto a las veredas, y policías de civil en todas las esquinas. Ni los motorizados ni los de a pie hacían el menor esfuerzo por ocultarse.

La señora Rony, su marido y la pareja de amigos decidieron que no los iban a amedrentar así nomás. El pueblo se estaría organizando. Todo lo que había que hacer era esperar que llegara.

Decidieron ir a hacer tiempo a un café pera despertar menos sospechas, pero apenas empezaron a caminar, una sola mirada desde las vidrieras reveló que en todos los bares de la zona había policías vestidos con ropa de calle. Tomaron por Cerrito hacia Rivadavia y al llegar a Cangallo vieron mesas libres en la vereda del aristocrático Jockey Club, lugar al que no entraban militantes de ninguna índole, a no ser de la Sociedad Rural. La policía no había considerado necesario hacerse presente ahí. El precio del café superaba sus posibilidades económicas pero igual lo pidieron, mientras se preguntaban en voz baja qué podía haber sucedido con los compañeros. La señora Rony había sido la última en recibir la orden y se inclinó a pensar que tal vez ellos se habían apurado. Seguramente en otras facultades se habrían ido enterando de a poco y estarían reuniéndose en algún lugar. Lo mismo debería suceder con las demás organizaciones y en los barrios. Recordó que algo similar había sucedido cuando fueron a presionar a la cárcel de Devoto por la liberación de los presos políticos. Las columnas principales del PRT y Montoneros habían llegado de noche, cuando ya los prisioneros desde sus celdas y ellos en la calle, habían hecho cundir fogatas y estaban roncos de gritar. El pueblo estaría reuniéndose, tenían que esperar, dijo la señora Rony. Cambio de órdenes no podía haber porque era evidente que algo grave estaba sucediendo. Esas calles, siempre abundantes, parecían abandonadas de la mano de Dios. En la plazoleta, las flores de los palos borrachos, que caían con intermitencias, parecían aumentar la soledad.

Siguieron en la mesa, con los pocillos vacíos, esperando oír el sonido de los bombos. Finalmente decidieron que ya había pasado el tiempo suficiente, tenían que volver al lugar de la cita. Si la habían cambiado encontrarían a alguien que les informara. Antes, por si los detenían, acordaron la coartada: dirían que venían de tomar un café en el Jockey Club y el objetivo era volver a la casa de la señora Rony y de su marido para disfrutar de una pizza. Después de combinar algo tan parecido a la realidad se sintieron más tranquilos y desandaron el camino en silencio.

Cuando llegaron al lugar de partida todo seguía sin novedades. En la esquina no había un alma y en cambio seguían los mismos demonios que una hora atrás. La señora Rony dijo que hicieran la última tentativa en el hall del cine Arte y de paso miraban qué estaban por estrenar. Cruzaron Corrientes y mientras avanzaban por la cortada descubrieron que ahí había más demonios. Contra la pared montaban guardia dos hombres, sólo distantes de un Falcon detenido en la calle, que albergaba a otros cuatro, por unas pocas hileras de baldosas; no había manera de retroceder, estaban prácticamente encima de ellos. Entonces la señora Rony sacó de la cartera un cigarrillo con el tiempo justo para ponérselo en la boca en el instante en que pasaban delante de los hombres.

–¿Me da fuego? – le dijo a uno de ellos la señora Rony.

Hasta hoy no podía explicarse por qué había hecho eso. Los dos hombres de la vereda y los cuatro del Falcon se abalanzaron sobre ellos. Los separaron, los pusieron a unos contra la pared y a otros volcados sobre el capó y el baúl del auto, mientras les revolvían la ropa buscando armas. Después los interrogaron minuciosamente, preguntándole a cada uno el nombre, el domicilio, la ocupación y luego repitiendo las mismas preguntas respecto de los otros. La señora Rony, su marido y la pareja con la que habían salido a resistir el golpe de Estado, tenían la costumbre de pasar todo el tiempo que tenían libre juntos, de modo que no fue nada difícil responder el cuestionario. Después de un rato los dejaron irse, no sin recomendarles que se hicieran humo.

Comentando lo que les había pasado, que de todos modos entraba dentro de la normalidad de los últimos años, habían tomado un colectivo de regreso. Apenas entraron en la casa de la señora Rony el marido abrió la tapa del piano y tocó el Allegro de la Pastoral. Cuando él terminó estaban todos más tranquilos y pudieron recurrir a unos pedazos de queso que guardaba la heladera y a un termo con café. Enseguida intentaron sintonizar Radio Colonia, pero la onda no llegaba. Dejaron el dial en Radio Nacional y para hacer tiempo, cada uno sacó de la biblioteca, al azar, un tomo de las obras completas de Lenin. Lo leían para sí mismos y si alguien encontraba algo que los ayudara en esas circunstancias lo decía en voz alta, para todos. Finalmente Radio Nacional entró en cadena, se escucharon los acordes de una marcha militar y enseguida la voz de un locutor informó que en vista de la gravedad de la situación, una Junta Militar, compuesta por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti se habían hecho cargo del gobierno.

Huir, esconder libros, quemar diarios y revistas, romper agendas había sido una tarea tan vertiginosa que pasadas las primeras horas de incomunicación, cuando la señora Rony pudo juntarse con algunos compañeros, lo que menos se le ocurrió fue preguntarle por qué no habían ido a la cita.

En el salón del reencuentro se seguía festejando el 80° aniversario y se sucedían los oradores. La señora Rony estaba tomando naranjada junto al grupo de ex-cuadros de la Fede. El recuerdo había surgido de pronto y le pareció que estaba ante las personas adecuadas para formular la pregunta que se había guardado durante veinte años.

–A ver si alguno de ustedes me puede informar –dijo la señora Rony-. El 23 de marzo de 1976 a mí me dieron orden de salir a resistir el golpe de estado.

–Sí, señor –contestó de inmediato y con voz estentórea uno de los que formaban el grupo.

Era un «muchacho» de cincuenta años, ingeniero agrónomo, mediría un metro noventa. Los brazos, los hombros, el cuello y el abdomen correspondían a su altura montañosa. Había conservado todo su pelo de un castaño claro pero lo llevaba muy cortito, su cara lucía rosada y saludable y en ella había unos ojos color caramelo, grandes y soñadores.

–La movilización fue decidida en la Fede, pero después empezaron a llegar contraórdenes y finalmente no se hizo -completó Ezequiel, que así se llamaba.

–Ah –dijo la señora Rony-, porque yo fui.

El último orador agradeció la presencia de todos, pero especialmente la de aquellos que habían vuelto a acercarse después de tantos años. El ambiente empezó a ralearse.

Los que no se habían ido parecían tristes. Como si no tuvieran adónde regresar. El peor era el grandote de Ezequiel que andaba por las mesas recolectando el vino que había quedado y lo traía a la rueda. Agustín se lo agradecía palmeándole el hombro.

–Y a vos qué te pasa que estás tan delgada –le dijo Agustín a la señora Rony.

–No sé, será que no como.

Agustín la estudió un poco y después, como si estuviera en otra parte, dijo:

–Se te ve desmejorada, la última vez que nos encontramos estabas divina, te habías puesto un traje rojo, parecías una reina, no me diste ni cinco de pelota, ni siquiera me presentante a la gente que te acompañaba. Vos ahora andás por las altas esferas. En cambio yo… Mejor me callo.

En caso de seguir hablando, y la señora Rony una vez se lo había dicho, Agustín empezaba un larga letanía enumerando los fulgores de los que había gozado y que se habían diluido como los charcos bajo el sol de un mediodía de verano. La señora Rony pensaba que el viento se lleva los médanos que uno fijó mentalmente en un lugar de la playa y los devuelve, más o menos acogedores, en otros sitios; los barcos que esperan en la rada de los puertos se pierden en alta mar pero finalmente arriban a alguna parte donde hay otros que los ven llegar, las formas fantásticas que dibujan las nubes no duran más que unos segundos, pero si uno espera, el cielo se cubre de dibujos nuevos. Lo que se fue no regresa. Ni los médanos, ni los barcos ni las nubes son los mismos. Ella no era más Rony sino la señora Rony, esto tenía cosas mejores y peores, era cuestión de quedarse con los tesoros, pero eso de que estaba desmejorada la preocupó. En ese momento a Agustín lo llamaron desde algún lado, con lo cual la señora Rony ni siquiera pudo devolverle la grosería.

–Qué horrible –le dijo al corpulento-, ¿en qué me verá desmejorada?

–A mí me parece que estás muy bien.

–Pero vos no tenés manera de comparar.

–Por qué no vamos a comer.

La señora Rony se dejó llevar. Subieron a una camioneta destartalada y durante buena parte del camino se estuvo quejando de que Agustín le hubiera arruinado la noche haciéndola pensar que estaba deteriorada.

–Pero yo te veo muy linda –dijo Ezequiel.

–Bueno –dijo la señora Rony- me voy a olvidar.

Cenando descubrieron que los dos transcurrían desde un buen tiempo atrás sin amor, eran buena gente, coincidían en que había que hacer algo para que el país volviera a ser un país y tenían ganas de enamorarse de nuevo. Respecto del amor Ezequiel se mostró partidario de empezar a intentarlo esa misma noche. Como a la señora Rony le dio miedo dijo que antes tenía que terminar una traducción complicadísima en alemán antiguo.

–Alt Deutsche. «Gespräche mit Goethe» –dijo la señora Rony para que sonara más verosímil.

Cuando él la llevó a su casa por poco se olvida de darle el número de teléfono.

Finalmente, unos días después, habían arreglado que ella pasaría a buscarlo por el negocio de plantas que él le había dicho que tenía y que quedaba tan sólo a quince cuadras de la casa de la señora Rony. Decidió ir caminando para disfrutar el anochecer de verano.

Cuando llegó a la esquina de Guatemala descubrió el negocio. Ezequiel le había dicho que no estaba pasando por un buen momento y ahí estaba la confirmación. No era que ella esperara encontrarse con un vivero grandioso, de esos profundos, largos, altos en los que los espacios de luz y sombra cobijan una multitud de especies, desde la vulgar hasta la exótica, pero tampoco con tanta miseria. La casa de plantas de Ezequiel exhibía unas diminutas macetas con alegrías del hogar, prímulas, malvones y kalandras. Todas a un peso. Ocupaban apenas un metro de la vereda. En la vidriera pelada reinaba la joya del lugar, increíblemente ofrecida a cuatro pesos, un helecho gigante, lozano, que extendía audazmente sus hojas aserradas. La señora Rony entró y vio a Ezequiel detrás del mostrador, leyendo muy concentradamente. Alrededor había una montaña de diarios viejos y en unos estantes sobre la pared descascarada había libros más viejos aún, todos carentes de lomo, por lo cual la señora Rony no pudo saber qué cosas leía habitualmente. El local estaba adornado con posters del Che, de Ho Chi Minh, de Eva Perón, de Marx. También se había hecho presente Einstein, con esa mirada que delata que fabricó la bomba atómica. En el rincón más polvoriento colgaba el diploma que lo acreditaba como ingeniero agrónomo. Ezequiel iba vestido con una bermuda negra, descosida en la raya del culo y que él mismo había arreglado con unos hilvanes en hilo blanco. La acompañaba con una remera manchada de lavandina y con innumerables agujeros. La señora Rony se había vestido con un solero del mismo modelo que el de florcitas, con botones pequeños desde el nacimiento del pecho hasta los pies, pero que ella dejaba sin abrochar un poco más arriba de las rodillas. La señora Rony no usaba corpiño, por otra parte nunca le había hecho falta. Se había estrenado unas sandalias muy elegantes que le habían salido carísimas y se olía discretamente su perfume. Se sentó en una silla, pero de inmediato tuvo que levantarse porque el asiento se hundió.

Ezequiel se acercó enérgicamente, revoleó la silla hacia un depósito que había en el fondo y buscó otra, de madera maciza que tenía una pata más corta que las otras tres.

La golpeó varias veces contra el piso para asegurarse de que estuviera firme; después se inclinó en una reverencia y dijo:

-Madame… –y se la ofreció.

Mientras tanto él se dedicó a cerrar el negocio, tarea que le llevó muy poco tiempo. Con el trasero marcado por los hilvanes fue agarrando con sus manazas de vellos rubios las aterrorizadas plantitas de la vereda, que cargaba en manojo y arrojaba después en la parte interior de la vidriera. A continuación juntó los diarios y apagó la luz.

Esa noche, mientras cenaban en una cantina barata, hablaron mucho de política. La señora Rony observó que aunque él ya no estaba en el PC, a cada rato decía la palabra pueblo. Y no la decía de cualquier modo. La señora Rony, que a esta altura de la vida decía «la gente», veía venir la vieja y amada palabra porque el brazo de él se alzaba imprevistamente y la pronunciaba dando un puñetazo que hacía temblar la mesa.

La señora Rony sentía un rechazo visceral por el populismo y Ezequiel se la pasaba citando versos viejos de Armando Tejada Gómez.

Fuera de eso era una persona increíble. Al mirar la expresión infantil de sus ojos color caramelo la señora Rony no podía dejar de pensar que debía ser el hombre más bueno y candoroso de la tierra. También descubrió que cuando Ezequiel contaba cosas más bien complicadas de su vida, como, por ejemplo, que le habían cortado el teléfono de su casa por falta de pago, que debía un año de alquiler y estaban por desalojarlo, que algo similar ocurría con el negocio de plantas, que su hija, que había vivido con él hasta un mes atrás, lo había abandonado, agradeciendo en una carta que la hubiera educado en la libertad, pero explicando que ella no podía vivir en el caos y en consecuencia se iba con la madre. Cuando contaba cosas como ésas, agregando que también le estaban por sacar la camioneta, Ezequiel se reía. Pero se reía destempladamente, y sólo se detenía para decir: «la puta que lo parió, qué increíble».

La señora Rony había empezado a salir con él con intermitencias. En algunos casos habían pasado unas noches magníficas, cuando él, después de haberse pasado todo el día escribiendo sobre los años setenta, merced a que nadie había entrado a pedirle ni la más mísera planta en su negocio, con lo cual tenía los bolsillos vacíos pero el alma llena de gracia y el sexo alborotado, se encontraban y se iban a la cama de él, mientras sonaba la trompeta de Louis Amstrong y los dos se olvidaban de las miserias de este mundo.

A la mañana él se levantaba antes para bañarse, la señora Rony prefería hacerlo en su casa, que estaba más limpia, así que seguía durmiendo un rato, hasta que él aparecía desnudo para ofrecerle un mate, y mientras ella lo tomaba veía que él se calzaba la bermuda negra, que a esa altura ya había perdido varios de los hilvanes y mostraba lisa y llanamente el culo, porque Ezequiel no usaba calzoncillos. La señora Rony calculaba que el despojo se debería a la intención de ahorrar en ropa interior. Por suerte la remera era larga, pero igual la señora Rony pensaba que cómo iba a andar así por la vida y le daban ganas de decirle que se comprara un pantalón en Once que valían diez pesos, pero el sólo pensamiento la hacía sentir burguesa y además cruel, y se negaba a que él la acompañara hasta la casa, así fuera escondido en la camioneta.

Por dos o tres días dejaba que él soltara mensajes en el contestador y no se los devolvía, hasta que en algún momento, cuando ella pensaba que él ya habría desistido, y en consecuencia había vuelto a atender el teléfono normalmente, escuchaba la voz que la invitaba a escuchar tango o folclore, o a una reunión política en La Plata, o a cenar junto al río.

Respecto de cenar junto al río la señora Rony ya había hecho la experiencia. Habían ordenado una porción de asado y se la comieron entre los dos. El pidió un litro de vino de la casa, que tomó casi solo. A ella las dos costillas de asado la habían satisfecho, pero él, que era grandote, estaba muerto de hambre, de modo que cuando ya habían retirado los platos y ellos rechazado la oferta de postre, el pidió una segunda botella de vino y pan.

–¿Pan? –preguntó asombrada la moza.

–Sí, pan, por qué –había contestado él con la cabeza bien alta-, ¿hay algún problema?

La moza contestó que por supuesto que no pero le trajo uno solo. El le arrancaba pedazos que se metía en la boca, apuraba el vino y golpeaba la mesa porque estaba hablando del pueblo.

Respecto del tango y del folclore la señora Rony estaba pasando por un período en el que sólo escuchaba música clásica de modo que la propuesta no le atraía.

Una noche Ezequiel le había dicho:

–¿Sabés una cosa? Vos no es que te volviste aristocrática, lo que sos es una amarga.
La señora Rony se había ofendido muchísimo.

Respecto de las reuniones políticas la señora Rony había ido a una donde por segunda vez tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo. Ella estaba sentada junto a Ezequiel, que le pasaba un brazo por la cintura, mientras, del otro lado de la mesa, un hombre bajito y de expresión simpática, que había militado en las avanzadas guerrilleras como médico, contaba la mañana en que había conocido al Che Guevara.

Después de eso llegó Perón. Su cara redonda, su sonrisa gardeliana y su traje blanco se adueñaron por completo de la reunión. Ezequiel soltó la cintura de la señora Rony porque necesitaba las dos manos, ya fuera para golpear sobre la mesa, ya fuera para lanzarlas en dirección a sus contrincantes. En algo coincidían todos: en la ceguera de la izquierda al no haber entendido el peronismo.

La señora Rony tenía la incómoda impresión de que no estaba de acuerdo con nada de lo que ahí se decía, y para colmo, el nombre de Perón había acarreado con una fuerza de cuatro caballos enjaezados la palabra pueblo, y ya todos, cebados, no podían pronunciar una frase sin nombrar al majestuoso depositario de la soberanía. El pueblo estaba ahí, esperando. El pueblo estaba a la vuelta de la esquina y ellos tenían que salir a buscarlo.

Entonces la señora Rony se enojó:

–¿Sabés lo que estaba haciendo anoche el pueblo? –le dijo a un ex militante de Montoneros- Estaba mirando por televisión en vivo un asalto con toma de rehenes.

Todos lo miraron a Ezequiel como preguntándole por qué andaba en tan mala compañía.
Ezequiel, aunque muy borracho, acusó el golpe. No la llamó por una semana. Después se le pasó y simplemente dejó de invitarla a reuniones políticas.

Pero, como se sabe, todo puede ser peor, al menos para alguien como la señora Rony.

Una tarde, mientras estaba trabajando en su casa, sonó el portero eléctrico. Era Ezequiel. Traía en la boca una gran sonrisa y sus manazas estaban llenas de tierra, porque venía de decorar un balcón.

–Estaba trabajando –dijo la señora Rony, para quien las horas de trabajo eran sagradas.

El no la dejó ni terminar, la señora Rony estaba en shorts, sin pintura, y como siempre sin corpiño. El la alzó en brazos y se la llevó al dormitorio, mi propio dormitorio, pensó la señora Rony, que sólo una vez lo había dejado ir a su casa y únicamente para que la conociera. Le había mostrado todo, le había dado un café y después lo había invitado a que se fuera. La señora Rony tenía pánico de que si aceptaba a un hombre en sus dominios después se quedara toda la vida.

Esta vez Ezequiel le sacó la poca ropa que llevaba puesta y empezó a acariciarla con las manos llenas de tierra. Enseguida se arrancó las bermudas, que ostentaban puntadas urgentes, y le ofreció su pito esplendoroso. Una vez terminado todo, se vistió y le dijo:

–Me tengo que ir a hacer otro balcón.

La señora Rony se había quedado de una pieza.

Y bueno, y las cosas habían seguido más o menos igual. De repente no se veían durante meses hasta que, unas noches atrás, la señora Rony había aceptado ir a cenar vacío al horno cocinado por él. Iba a conocer el departamento que había alquilado después de que lo desalojaran del anterior. Ahora vivía en un ambiente con una ventana de cincuenta por cincuenta. La camioneta también se la habían sacado.

Era invierno y ella iba muy abrigada. Lo encontró con la misma remera manchada de lavandina y las mismas bermudas. Apenas empezaron a cenar ella tuvo la certeza de que no podría quedarse a dormir con él. El se reía y se reía, y, ya sin que mediara la palabra pueblo, de vez en cuando se le escapaba un puñetazo sobre la mesa que hacía saltar la biografía de Mario Roberto Santucho que había estado leyendo antes de que ella llegara.

La señora Rony tragó el vacío al horno con una sensación de angustia que creía sepultada. El ya se había dado cuenta de que ella no se iba a quedar y sacaba todo tipo de conversaciones: la película que había visto por TV la noche anterior, los balcones de señoras ricas que había llenado de flores, la última vez que había hablado con su hija.

–No te vayas –dijo de pronto.

La señora Rony se quedó donde estaba.

–¿Te acordás aquella vez que cuando llegamos a mi otro departamento vos me preguntaste por qué dejaba la radio y la luz encendida y yo te contesté que era para que el gato no se aburriera? Bueno, no era por el gato, porque ahora no lo tengo.

–La soledad –murmuró la señora Rony- Yo también la conozco.

–¿Y cómo hacés?

La señora Rony se encogió de hombros.

–La soledad y este país que se come a sus hijos –dijo él- Aunque sea por esta noche no te vayas.

La señora Rony se levantó de la silla y a pesar de que él era tan grandote lo acunó en sus brazos un rato largo.

Después, cuando él estuvo más tranquilo, se puso el tapado y se fue.

(«Huérfanos» es uno de los relatos, publicados por Simurg en 2002, en su libro de cuentos «Todos amamos el lenguaje del pueblo».)