Humberto Costantini: sus cuestiones con la vida
El 7 de junio de 1987 muere Humberto «Cacho» Costantini. Hijo único de inmigrantes judíos, nació en Buenos Aires el 8 de abril de 1924 y residió en el barrio porteño de Villa Pueyrredón. Fue veterinario, pero ejerció diversos oficios para llevar adelante el que más le interesó: la literatura. Publicó entre otras obras De dioses, hombrecitos y policías (Premio Casa de las Américas), Cuestiones con la vida (poemas), Una vieja historia de caminantes (cuentos), Hábleme de Funes (tres novelas breves), Libro de Trelew (narración épica) y Bandeo (cuentos).
Integró el Partido Comunista, del que se alejó por diferencias políticas y luego militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores junto a Haroldo Conti y Roberto Santoro. Poco antes de morir, el 7 de junio de 1987, a los 63 años, dejó inconclusa la obra de teatro Rapsodia de Raquel Liberman, sobre la trata de mujeres de la red internacional Zwi Migdal.
Siete años, siete meses y siete días duró su exilio en México a partir de 1976. El destierro lo compartió con escritores, periodistas y amigos como Pedro Orgambide, Jorge Boccanera y Luis Bruschtein.
Fue traducido al alemán, checo, polaco, inglés, hebreo, sueco y ruso. Por iniciativa de sus hijas, en la plaza de Habana y Argerich, en el barrio porteño de Villa Pueyrredón, se instaló una placa que recuerda su vida y su amor por los libros.
Humberto Costantini: sus cuestiones con la vida
Por Pedro Perucca
(Publicado en Marcha el 23 de marzo de 2013)
En torno a cada 24 de marzo solemos escribir y leer sobre escritores como Haroldo Conti, Rodolfo Walsh o Paco Urondo. Pero este año desde Marcha queríamos revisitar a otro gran escritor compañero que, misteriosa e injustificadamente, suele quedar más relegado de la memoria.
Humberto, o Cacho, como le decían sus amigos, no quería irse. No había caso. A pesar de que hacía unos pocos días casi había caído, igual no quería irse. Aquella noche, como buen ex veterinario, se había comprometido a llevarle a Haroldo un colirio para su perra, que no paraba de lagrimear. Pero una de sus hijas le avisó que estaba llegando al aeropuerto después de un extenso viaje latinoamericano y decide ir a recibirla y dejar la visita veterinaria, y el cine comprometido con Haroldo, para el día siguiente. Esa misma noche la familia Costantini se entera de que Conti cayó, de que los milicos se lo llevaron para siempre un 5 de mayo de 1976. Pero igual Cacho se resistía, no quería irse.
Hacía poco que había terminado de escribir, escondido, en la clandestinidad, con la máquina de escribir siempre apoyada sobre una frazada para que no hiciera ruidos delatores que los vecinos pudieran asociar con el subversivo oficio del periodismo o la literatura, una gran novela llamada “De dioses, hombrecitos y policías”. Siempre laburando, “atornillado a la silla”, como le gustaba decir, aún en los momentos más difíciles, cuando ya habían quedado atrás las épocas relativamente apacibles en las que diera a la luz sus primeros cuentos, agrupados en “De por aquí nomás”, escribiendo siempre, aún cuando a su alrededor iban cayendo compañeros del ERP. Hace unos meses ya que hacía copias quintuplicadas de cada una de sus páginas y las repartía entre sus allegados, como para garantizar que alguna copia sobreviviera si caía, si caía su familia, si caían sus amigos. Lo importante era que alguna página escapara al fervor culturicida de los milicos. Ya habían pasado un par de meses desde el golpe y Cacho no se iba. Fueron meses terribles en los que el infausto Proceso de Reorganización Nacional desfogó toda su furia, todo su odio de clase, contra cualquiera que pudiera ser considerado subversivo, es decir, contra todo aquél que manifestara un poco de ética, un poco de coraje, un poco de inteligencia. Y Cacho tenía de todo eso en abundancia, así que claramente estaba en peligro. Pero, así y todo, no quería irse.
Luis Bruchstein, que compartió exilio con él en México, lo recuerda como: “un tipo de una autenticidad total, dedicado a vivir cien por ciento como escritor, y de una generosidad absoluta. No especulaba con lo que actuaba ni con lo que decía ni con lo que hacía. Y de eso sale un buen escritor, de esa forma de vivir, de esa forma de sentir. Eso también era compromiso en él. Un tipo que vivía consubstanciado de la sociedad de la que formaba parte. Y esa intensidad con la que él vivía lo llevaba a un compromiso político”.
Efectivamente, esa coherencia se había manifestado en Cacho desde su juventud, por lo que luego de algunas experiencias de organización estudiantiles, decide comenzar a militar en un Partido Comunista argentino que a poco de andar manifestará su absoluta obsecuencia stalinista aceptando para América latina sólo el rol de proveedor de materias primas para la URSS, política que acaba de convencer a Costantini de la necesidad de irse inmediatamente. Así va a encontrarse con el Partido Revolucionario de los Trabajadores, que luego de la separación del sector “morenista” de la organización y ya bautizado como “El combatiente”, desde 1968 había optado decididamente por el camino de la lucha armada.
Finalmente, según cuenta Víctor, su hijo, también militante del PRT, como no quería irse lo metieron “a patadas en el culo en el avión” y así, sin quererlo, Cacho aterrizó en México. Su cuerpo arribó a tierra azteca pero el corazón se le quedó en Buenos Aires, esa ciudad que amó tanto como al tango y a Estudiantes de La Plata (uno de sus grandes dolores del exilio tenía que ver con el temor de estar olvidándose de alguna calle, de que la ciudad se le fuera borrando de la memoria). Su obra es mucho más que la etiqueta de “costumbrista” que cierta crítica suele endilgarle fácilmente porque, claro, ahí están el café, los amigotes, el barrio, el fútbol, las mujeres, los recuerdos de una infancia callejera, soleada y suburbana. Pero en Costantini la nostalgia nunca desplaza a una elección política, clasista, no extraña a la Argentina toda, indiferenciada, no confunde “morriña” con “indulgencia”. Así lo atestiguan, entre tantos otros, los versos de “Adversativa”: “El tipo / convidaba Imparciales, / solía escuchar a Troilo con unción, / y cantaba ‘La loca de amor’ / bajo la ducha. / No obstante / era un hijo de puta. // Moraleja: / ser porteño cien por cien / no es ninguna garantía; / hay quien cuelga la foto de Gardel / en el Ford Falcon”.
Desde esa comprensión clasista de la argentinidad es que se atreve a retrucarle a las lujosas milongas borgeanas con su famosa “Milonga de la constestación”, que comienza: “Desvergüenza ha de tener / esta guitarra modesta / que a una milonga lujosa / se atreve a darle respuesta”. Y luego de convocar al genio borgeano a cantarle a Ernesto Guevara en vez de a “las turbias compadradas / de Chiclana o de Muraña”, y de pasar lista por otros “varones de vista y menta / que en lejanos andurriales / entregan sus osamentas”, se despide con la apelación directa: “Ya ve Borges ahí están, / y ahí están sus corazones, / y aún hay valientes que mueren / en otras revoluciones”. A pesar de su polémica, y como no podía ser de otra manera, admiraba al Borges escritor y se cuenta que se sentía muy orgulloso de que una vez el viejo le dijera que le hubiera gustado ser el autor de su cuento “Háblenme de Fúnes”.
Ya en México, Cacho no dejó de escribir y de militar contra la dictadura ni un solo día. Allí hace radio, edita algo de su teatro (“Una pipa larga, larga, con cabeza de jabalí”), una nueva versión del poemario “Cuestiones con la vida” y comienza a dar forma a la novela “La larga noche de Francisco Sanctis” y a algunos de los cuentos de su imprescindible “En la noche”, que contiene algunos de los mejores relatos que se han escrito sobre la dictadura, comenzando por el estrecedor “Cacería sangrienta o la daga de Pat Sullivan”.
Hasta que al fin, después de 7 años, 7 meses y 7 días de ausencia, Cacho vuelve y puede caminar por las callecitas de su barrio, dejándose abrazar por Gardel y por Pichuco, ir a ver a Estudiantes y reencontrarse emocionado con su gente querida y con lo que había quedado del país tras la larga noche dictatorial. Y mientras tanto sigue escribiendo, sin pausa, sin pretensiones, sin macanear.
En su “Declaración jurada” supo preguntarse: “¿Qué pretendo yo con mi poesía? Bueno, es tan fácil macanear en este tipo de declaraciones ¿no? O esquematizar. O decir una cosa por otra. O desembuchar las ideas que uno tiene sobre estética, o sobre política, o sobre la filosofía del arte en general…Pero me parece que sin querer se me escapó algo que es cierto. La poesía sirve para no macanear. Eso es. La poesía y el cuento me sirven a mí para no macanear. De eso estoy seguro. Para ser auténtico, humildemente, trabajosamente auténtico. Contar como veo, como siento algunas cosas, tratar de que alguien las vea y las sienta igual que yo. Sin pretender enseñar, ni adoctrinar, ni contrabandear ideas. Y para eso tengo simplemente que hablar con mi propia voz. Cosa bastante difícil como lo sabe cualquiera que ande metido en este asunto”. En el interminable gris del exilio ya había tenido que despedirse de otros dos amigos “metidos en el asunto”, de Rodolfo Walsh y del poeta Roberto Santoro.
Pero Humberto estaba de vuelta en Buenos Aires y los milicos se habían ido con el rabo entre las patas. Entonces ¿qué había que hacer? Escribir, seguir construyendo memoria, luchando contra la tristeza y contra el olvido. Así que concluyó los cuentos y novelas iniciados en México, completó la obra teatral “Chau, Pericles” y reeditó “Cuestiones con la vida” y “De dioses, hombrecitos y policías”. Cuando finalmente el cáncer lo venció, el 7 de junio de 1987, estaba trabajando en “La rapsodia de Raquel Liberman” (una novela en tres partes, de las que pudo concluir dos, aún inéditas, sobre la historia de la “polaquita” que pudo derribar a la poderosa organización de trata de blancas Zwi Migdal).
Pero ahí está Cacho, aún sin querer irse. Por suerte. Todavía por aquí, cuestionando, emocionándose, puteando, combatiendo.
Yanquis hijos de puta
Por Humberto Costantini
En realidad
sólo quería decir
eso.
En realidad, la vida
es,
pongamos por ejemplo,
una manzana.
Entonces,
uno la mira, la toca,
le hace fiestas,
la besa, le habla,
tal vez
hasta dibuja manzanitas
imitándola.
La quiere así, manzana,
rica, pulposa, viva,
indescifrable,
sabia.
Si la quieren romper,
si viene
un bicho, por ejemplo,
un yanqui hijo de puta,
para ser más precisos,
a matarla,
ya no se puede hablar
así nomás de la manzana.
Hay que matar al bicho,
es necesario
odiarlo,
destruirlo.
Es casi obligatorio
decirle hijo de puta,
decirle yanqui hijo de puta
todos los días, religiosamente
y encontrar la manera
de acabarlo.
Por amor a la vida,
simplemente.
En realidad
tal vez
no me he explicado bien.
Si uno tiene,
pongamos por ejemplo,
un amor, una cosa
que le anda por la piel
por todas partes.
Digamos
Buenos Aires.
Digamos
un octubre, un poema, una muchacha.
O digamos la esquina
de Nazca y Tequendama
los domingos, a las seis de la tarde.
(Estoy casi seguro
que había una esquina así en Santo Domingo
que había un viejo,
una silla,
un cielo inverosímil,
muchachos que volvían del fútbol,
señoras apuradas,
bocinas, qué sé yo
y tal vez
hasta un tipo solitario
como yo
me miraba)
Si uno tiene un amor entonces,
eso que le camina por la piel,
decíamos,
y pasa algo,
ocurre
que viene el mal, la peste, una desgracia,
o para no ir más lejos
vienen
los marines
idiotas,
los cretinos mascadores de chicle,
odiadores de todo lo que crece,
y desembarcan.
Entonces
ya no se puede hablar así nomás,
hay que matar la muerte de algún modo,
hay que pelear con rabia,
destruirlos,
salirles al encuentro como sea
y además
decir, decir hijos de puta,
decir marine yanqui hijo de puta,
decirlo y masticarlo
y enseñarlo a los chicos
como a un rezo.
Por amor a la vida,
simplemente,
me parece.
Fuente: http://www.marcha.org.ar