José María Escudero y su evocación del 17 de octubre en su poema lunfardo «Descamisado»

Memorias e historias del mundo del tango

Por Bruno Passarelli

(Rescata y devuelve vida a un personaje, el tío y a la vez padrino, que tuvo un papel relevante tanto en su adolescencia como en la de quien esto escribe.)

Hay una figura en la historiografía tanguera, y más concretamente en el lunfardo, que aparece poco pese a que en aquellos tiempos, cuando el barrio era el pequeño mundo donde le poníamos levadura a nuestros sueños y a nuestras inquietudes, era una figura omnipresente y adorada por nosotros, que éramos pibes traviesos y vivíamos pendientes de sus labios, cuando nos contaba sus anécdotas, sus historias, sus andanzas, sus aventuras.

Hablo del TÍO, que por lo general era a la vez el padrino de turno de alguno de la barra. Personaje que se encuentra cabalmente reflejado en el protagonista central de «PADRINO PELAO», aquel tango de Enrique Delfino que, tras cantarlo con las orquestas de Armando Pontier y de Leopoldo Federico, Julio Sosa transformó en un resonante suceso. Habla del «tío-padrino» que controla el ingreso al casorio y que, tras descubrir a uno que quiere violar el cerrojo, le grita en buen cocoliche:

Aquí, in questa casa,
osté non me entra,
me son dato cuenta
¡que osté es un colao!

Padrino pelao – Julio Sosa con la orquesta de Leopoldo Federico

El personaje al que Julio Sosa imita con su vozarrón y su histrionismo televisivo bien podría ser identificado, pero sin su itálica sanata, con el TÍO CACHO a quien JOSÉ MARÍA ESCUDERO, poeta lunfardo de alta clase, dedicó un poema que tituló «DESCAMISADO» y que en este artículo quiero reflotar.

De Escudero sé poco. Lo conoci en una cena en «Il Vero Arturito», en pleno barrio del Abasto, en ocasión de un aniversario del sito «Todotango» cuyos aportes a la historia de nuestra música ciudadana son invalorables. Recuerdo las presencias de Oscar Casco, Ben Molar, Claudio Amitrano, Antonio Pisano y otros, además de varios representantes de la plana mayor del sito, como Ricardo García Blaya y Néstor Pinsón. De Escudero recuerdo que había llegado expresamente desde Madrid para asistir como invitado al acontecimiento. Después, lo perdí de vista.

Pero supe de su clase, de su talento, de su vena poética, a través de varios poemas en cuya intimidad pude instalarme. Por ejemplo, «AUTOESTIMA», la simple y conmovedora historia de una bolita cachuza archivada en el fondo de un jonca misterioso. Y «EL RETIRO», que es la exaltación de una mina feliz tras haber archivado su dudoso pasado y ahora «recorre el barrio, los vecinos la saludan y ella vuelve a casa, retozona, para lavarle y plancharle a su varón» y agradecerle la nueva vida. O «HACÉLÁ FÁCIL», en el que le imparte lección de vida a uno que filosofa exageradamente sobre qué le podría suceder cuando le llegue el momento, no lejano, de entregar el rosquete.

Pero el que más tocó mi fibra íntima fue «DESCAMISADO». Probablemente porque yo también tuve un tío-padrino que ejerció sobre mí una influencia decisiva. Hablo de mi TÍO FRANCISCO, que llenó de lecciones y de enseñanzas mi vida de pibe y de adolescente, hasta volverse para mí un personaje «camba y atorra en su aristocracia», como alguna vez en «LA MUSA MISTONGA» escribiera Julián Centeya. A quien se lo presenté un día, cuando cenamos los tres unos platos de fideos con pesto que eran una locura .

En italiano, el diminutivo de Francisco es TÍO CICCIO, que, por una flagrante y abyecta traducción al cocoliche macarrónico e híbrido que hablaban los italianos acriollados, en Argentina resultaba «CHICHO». Uno que con su nombre había experimentado un itinerario parecido era también Centeya, de apellido Vergiati y de nombre italiano Amleto. Que en español se traduce como Hamlet. ¿Se lo imaginan a Julián con nombre y apellido transformado en Hamlet Vergiati? Para matarse de risa.

Pero volvamos a la historia de mi tío Francisco que camina, tomada de la mano, al mismo paso y en la misma dirección, que la del tío Cacho. Ése que Escudero recuerda en su poema lunfa:

Yugó toda la vida, en ese brete
la fue de lumpen y capanga.
La pasó mal, jamás tiró la manga,
se ilusionó con el Pocho el 17.

Al final, jamás en el banquete
se sentó y… ni las migas,
después de laburar como una hormiga,
se llevó y echó barraca en el tapete.

Y yo que fui burro en esa noria
de luchas y de engaños… ¡la gran siete!
no tengo ni un lugar en esta historia.
Recuerda aquellos años y se mete
en el túnel del tiempo y la memoria
lo lleva otra vez… ¡al 17!

La Plaza de Mayo repleta el 17 de Octubre de 1945 mientras habla el apenas liberado coronel Perón

Es para no creerlo, pero las vidas de los tíos Cacho y Ciccio son paralelas. El mío fue un tano al que le bastaron pocos años en el país para tomar la ciudadanía argentino y meterse en el entrevero, como si fuese un nativo de raza. También él estuvo aquel 17 en Plaza de Mayo, cinchando entre la multitud para que lo dejasen en libertad a aquel coronel guapo y ganador que, mejor que él, hablaba un italiano fluido y elegante.

Y estuvo porque también a él los años 30 -los de la Década Infame– lo habían pateado duro, frustrándolo en todas sus iniciativas laborales, que había comenzado como lavacopas para seguir de boxeador, mozo de fonda, sereno, bagayero entre Bahía Blanca y Zapala, trepado siempre en los asientos de madera de la tercera clase, hasta concretar su sueño: volverse dueño de algún hotel. Tuvo tres y se fundieron los tres: uno en Alta Gracia, otro en Bahía Blanca y un tercero en El Bolsón. Los había comprado con la buena guita que había ganado, cinchando a la grande, pero firmando una pila de pagarés. Los tres tuvo que regalarlos, en los pliegues de aquélla que fue la terrible crisis de los años 30.

En tranvía hacia la Plaza de Mayo para exigir la libertad del coronel Perón

Por eso, cuando el Pocho se instaló en la Casa Rosada, para él llegó la hora de la resurrección. Renació de las cenizas. Pero no porque alguien le regalara algo. Por las suyas. Resulta que sabía hablar perfectamente inglés y, con esa sola arma, se presentó a un concurso para elegir al «maitre top» responsable del lujoso comedor de la motonave «RÍO JACHAL». Lo ganó por afano. Y se convirtió en la autoridad «número tres» de aquella nave supermoderna que en los años 50 formaba parte, con otras cinco, de la llamada «FLOTA MERCANTE DEL ESTADO», que era la flor en el ojal con la que la Argentina peronista se presentaba al mundo.

La «Río Jachal» hacía, ida y vuelta, la ruta Buenos Aires-Nueva York y eran de novela sus fiestas, en especial cuando la motonave atravesaba en el Atlántico los trópicos de Capricornio y de Cáncer y el mismo Ecuador. Chicho era el tío, el padre, el gomía, el hermano mayor para los simples tripulantes. Siempre elegante, con su pinta que mataba: saco blanco lustroso, moñito al cuello, pelo canoso de ganador veterano. Tanto, que de él se enamoró perdidamente una aristocrática señora italiana, la Condesa de Benevento, quien se había refugiado en la Argentina por su oposición a Benito Mussolini.

La lujosa y deslumbrante motonave «Río Jachal», una de las joyas de la Flota Mercante del Estado

Pero, como bien dice el tango de Celedonio Flores «todo llega a su término en la vida/ donde nada es duradero/ ni la dicha ni el pesar». Tío Francisco echó barraca en el tapete. Igual que tío Cacho. Fue en septiembre de 1955, cuando llegó la llamada «Revolución Libertadora» que arrasó con todo lo bueno hecho en la Argentina en la década anterior. Bajo la piqueta cayó también la Flota Mercante del Estado, cuyos barcos de lujo fueron vendidos míseramente como chatarra vieja. Y mi tío volvió a quedarse en la vía. Sin laburo y con los años que empezaban a pesarle.

No vaciló. Cazó de nuevo la bandeja y la servilleta y consiguió un puesto de mozo en el restaurante «PEPITO» de calle Montevideo. Me acuerdo hasta la dirección (número 383) porque lo fui a visitar varias veces. Había vuelto a comenzar de cero. Se compró un derpa modesto pero acogedor en el número 2372 de la Avenida Corrientes, tras sacárselo con los dientes a los Todres, bancarroteros de gran fama. Tenía amigos con los que se iba a tomar su cafecito «a la italiana» en un bar de la calle Lavalle. ¿Minas? Todas las que quería. Y, como todavía algún resto le quedaba, se mandaba sus «temporadas» veraniegas yugándola en hoteles de Villa Gessel o Bariloche, de dónde lo reclamaban para armar la fiesta.

Cuando los años le empezaron a hacer sentir su rigor, tuvo el apoyo y la asistencia de su sobrino Rolando, cuya esposa fallecida, llamada Soledad, era una persona dulcísima, como lo podría ser un angel con polleras. Pero Francisco no bajó jamás la guardia. Cuando tenía que tomar el colectivo que lo debía llevar a Olivos, dónde vivía un hermano menor, lo paraba levantando su bastón a la altura del parabrisas. Ayudaba con sus mejores recursos a una nieta que tenía en Italia. Sabía ser siempre amigo, de mano abierta y bolsillo accesible.

Así hasta que los años lo vencieron. Se fue un 28 de octubre de 1998. Y nos dejó de seña.

La pinta impecable de mi tío Francisco en el Río Jachal

TÍO CACHO Y TÍO FRANCISCO. Los dos laburantes, luchadores, respetuosos, fratelos. Sin llevarse para ellos, jamás, ni las migas. Ni asumir nunca, cuando les tocó ser trompas, el rol de capangas. Seguro que, en la nube en la que están, se habrán reconocido y dado un fuerte abrazo, evocando aquella tarde de sol de octubre de 1945 en Plaza de Mayo, cuando estuvieron rodeados de tipos que gritaban, cantaban y reclamaban el mismo apellido. Pidiendo que lo largasen para que saliese al balcón.

Y se habrán puesto a charlar del número sagrado que allá arriba, en la nube en la que están, los sigue hermanando.

Claro que sí. El 17…

Fuente: Blog Fútbol, fierros y tango

Marzo 2022.