La aparición de la novia
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Fabián Casas
Es increíble la cantidad de plata que puede llegar a gastar una familia en la fiesta de casamiento. Así como existen géneros literarios como, por ejemplo, el policial, ya se podría decir que determinados ritos nupciales son un género en sí mismo, sobre todo por la repetición. Los pobres, las clases populares, suelen ser más espontáneos. Un asado, una comilona, baile en patios improvisados y mucho alcohol y canciones hasta la madrugada. Las clases medias y altas, en cambio, se fueron perfeccionando en los esquemas festivos hasta sacarle a la fiesta absolutamente toda posibilidad de riesgo y repentinización. Es decir, que la fiesta, la celebración de lo espontáneo, es algo que no sólo no existe más, sino que se combate. La fiesta ya no está en ningún lado.
Tomemos esta fiesta, por ejemplo. Los jóvenes que acaban de celebrar su unión en la iglesia se conocieron hace dos años en el trabajo. El joven es periodista y la joven es agente de prensa. Hicieron cosas juntos, notas, colaboraciones, campañas, y terminaron acostados un par de veces. Con el tiempo, fueron conociendo a sus amistades, compartiéndolas y concluyeron juntándolas en este salón inmenso, con jardines y pileta, con carpas armadas con calefacción para combatir el frío y con una multitud de mozos que se esparcen entre las mesas siguiendo el guión estipulado por el lugar, una casa de fiestas antigua, que fue en otro tiempo una curtiembre, en el barrio de Núñez: todo acá está reciclado, dejando ver el antiguo esplendor. Los padres de la novia y los del novio se conocieron en la reunión donde cada uno aportó el capital líquido para motorizar la celebración. La iglesia estuvo abarrotada de gente, con muchos niños en los primeros asientos, un coro que cantó canciones en inglés –especie de villanpsychos– y un cura bastante lacónico y entrado en años.
En la mesa número nueve está sentado el grupo íntimo de los amigos del novio. Todos periodistas, compañeros del diario donde éste se desempeña escribiendo unas notas breves, con mucha grasa, y que se olvidan pronto. El novio, al que todos llaman el Sereno, no es reconocido precisamente por su pluma. Casting de la mesa nueve: Andrés Stella –joven, de unos treinta años, redactor nuevo en el diario y en franco ascenso–, el Flaco Pantera –de casi treinta y cinco años y a pesar de la edad ya todo un veterano de las redacciones–, su mujer, Susi, de treinta y seis –diseñadora en una revista semanal del mismo grupo mediático– y la Garza, treinta y ocho –editor especializado en todo– y su mujer, Laura, treinta y cinco –no docente en filosofía y letras, embarazada–. Como la vida humana es breve, las cosas suceden muy pronto: en un año y medio la Garza va a tener un hijo con Laura, el padrino va a ser Andrés, la Garza se va a enfermar y morir. El Flaco y Susi se van a separar para siempre después de quince años. Y el Sereno va a descubrir que es estéril. Pero ahora Matilde, la novísima señora del Sereno, se acerca a la mesa, no para saludar sino para pedir un lugar para una amiga rezagada que llegó de Rosario y que escapó a las redes de la organización del evento. Una amiga de la infancia, abogada, muy mona, dice, que no tiene pareja.Y como Andrés tampoco está en pareja –no tiene, pero hay una chica en su cabeza, una chica que conoció en las incursiones acuáticas con el Sereno– le puede hacer un lugar. Todos se corren sin problema, y una joven muy delgada y bonita, que usa minifalda y tiene ojos verdes, se sienta, tímida, al lado de Andrés, a la par que saluda en general. Si en la mesa estuviera un animal depredador que identifica a sus víctimas al reconocer las emociones que éstas emanan, esta chica ya estaría muerta. Porque tiene la cara roja de vergüenza. Los mozos ponen rápidamente un plato frío. Antipasto y algo enrollado con gusto a cartón y pescado. Sirven vino y agua.
La Garza es un hombre alto y rubio, con pelo de bebé y un andar y vestir desaliñado. Aun en el casamiento, con riguroso traje, parece un mendigo. Es el primero que se mete algo en la boca. Está bueno, dice. Y ya está pensando en fumar. Come rápido. El Flaco Pantera también dice que la comida está bien. Antes de sentarse a la mesa, había estado disertando sobre lo feliz que lo ponía venir a un casamiento. Hay que relajarse, dice. La Garza se para y dice que va a salir a fumar. ¿Vas a estar fumando toda la noche?, dice Laura. No te amotinés, dice la Garza y le agarra, con dos dedos, el cachete derecho. Los dos sonríen. Después la Garza deja la servilleta sobre la mesa y esquivando a mozos e invitados, sale por el corredor alfombrado hacia el jardín. Saca un cigarrillo rubio y se pone en la pose típica suya que le dio el sobrenombre. La pierna derecha flexionada con la planta del pie apoyándose contra la pared, la pierna izquierda extendida, en tensión, como una garza sobre el pantano. Adentro, en la mesa nueve, la nueva inquilina, delgada, come meticulosamente, como un insecto. Andrés, a su lado, empieza a sentir esa sensación de asfixia en el pecho que le viene dando un pesto bárbaro desde hace meses. Es ahogo, sudor en las manos. Se para. En dirección opuesta a donde la Garza fuma, él entra al baño.
Saca la caja de tranquilizantes y ayudado por el grifo de la pileta, mojándose un poco la corbata, se toma dos pastillas: 16 miligramos. Los tranquilizantes tienen mala prensa. Pero qué sería del mundo sin ellos. Cuántos penales errados sin ellos, cuánto dolor fuera de control sin ellos. Alguien tendría que escribirles un poema a los tranquilizantes. Te tranquilizás, te tranquilizás, viene repitiéndose en la cabeza Andrés cuando vuelve a sentarse a la mesa donde ya está sentado de nuevo la Garza, y el Flaco Pantera pondera la potencia y el cuerpo del vino que están tomando. Plato caliente. Carnaval carioca. El Sereno pasando de mesa en mesa, animando a la gente, la novia haciendo lo mismo con sus amigos. Baile. Vals. El Sereno llevado en andas por un grupo de rugbiers primos de la novia, con la corbata a modo de vincha en la cabeza. La novia llevada en andas por su grupo de amigas, y ambos grupos chocando y riendo de manera histérica, como en un scrum. Una pantalla en un extremo del salón donde los acribillan con una muestra coreográfica de fotos de ambos, en diferentes momentos de su vida. Fotos solos, con perros y gatos, con los padres, de excursión, de nenitos, en una playa, en un tren. En una pieza familiar. El Sereno con lentes negros bajando de un micro, la novia riendo con sus amigas en un boliche. Los tranquilizantes que empiezan a actuar, que oxigenan el mundo, lo ordenan, lo puntúan. El alcohol en el hígado semigraso del Flaco Pantera, repercutiendo en su cabeza.
Hasta que la mente nos separe, hasta que la mente nos separe. El trencito de la alegría, comandado por un tío gordo y borracho del Sereno, pasando, puntualmente, por todas las mesas. Y Rosario, que empieza a lagrimear y le pide a Andrés que le sirva un poco de champagne. Andrés lo hace mientras observa si el Flaco y Susi están notando que la chica se está derrumbando en pedazos. Pero no, ellos hablan entre sí, miran a la gente que baila y canta con Queen. Sí, nosotros te conmoveremos. Andrés se acuerda de una noche ya vieja, en el estadio de Vélez, con varios de sus amigos, hipnotizados por las parrillas de luces de la banda inglesa, por la guitarra de Brian May. Hace una semana me dejó mi novio, dice Rosario, mirando fijo a un cuchillo brilloso como si fuera un crucifijo. Veo esas fotos que pasaron y no puedo dejar de pensar en las cosas que se dejó en casa. Toma un poco de champagne. Hay un puff donde se sentaba a ver la tele que me resulta especialmente insoportable. Duele, se siente decir Andrés, pero después pasa. El DJ mezcla a «Somos los campeones» y la gente pega un grito al unísono y satura la pista de baile. La Garza baila mal, muy mal, pero trata de hacerlo, le pone garra. Laura, su mujer, se ríe y lo ayuda. ¿Por qué las mujeres parecen haber nacido con el don innato del baile? El Sereno está absolutamente enloquecido. Hay algo de su alegría que a Andrés le parece artificial, como el suero. Andrés piensa en invitar a bailar a Rosario, pero desiste.
Los tranquilizantes ya tomaron control de su cuerpo, se siente feliz, relajado. Se apoya en la mesa y deja de escuchar el monólogo de Rosario, que sigue, como si estuviera en el consultorio de Jacques Lacan. Andrés mira al Sereno. Era un buen amigo. Lo había conocido cuando éste escribía en el suplemento de turismo del diario. Se encontraron en torno al carrito que pasaba por la redacción vendiendo café y sándwiches. El Sereno, sin conocerlo, le dijo que tuviera cuidado con el vendedor del carrito, porque, le explicó, bajo su proverbial don de gentes latía un botón demoledor que llevaba y traía información entre los jefes y, todavía peor, tenía correo directo con Bermúdez, el capo de administración que rigoreaba con sanciones a los periodistas. Eso se decía. No lo podía afirmar. Se cayeron bien. El Sereno tenía un tatuaje de Kiss en el brazo derecho, se lo vería mucho después, cuando empezaron a ir a las piletas. Durante la adolescencia se había fanatizado con ese grupo. Por eso a nadie le llamó la atención que llegara a la fiesta de casamiento del brazo de su novia, pero maquillado como Ace Frehley. Qué capo el Sereno. Le habían puesto ese apodo porque no pegaba un ojo desde la secundaria. Una noche, en un cierre larguísimo del diario, en el baño, el Sereno se abrió la camisa y le mostró una pequeña quemadura que tenía sobre la tetilla izquierda. Le explicó que durante una operación de apéndice, cuando estaba en segundo año, se le paró el corazón, de manera inexplicable, y le aplicaron electricidad para sacarlo del paro. Desde entonces le costaba dormir. Y si lo hacía, lo era a la manera de los animales gigantes que sólo duermen microsegundos por temor a caer en las garras de los depredadores más ágiles y fuertes. En el micro de egresados que unió Buenos Aires con Bariloche, el Sereno se la pasó yendo de una punta a la otra mientras todos sus compañeros dormían la mona. De las jugueras del fondo a los asientos de los choferes. Con los walkman puestos en Kiss Alive Dos y unos lentes oscuros que le habían traído de Miami y cuyos marcos se volvían fosforescentes; en esa noche negrísima que recién cedió a la altura de Piedra del Águila, cuando el micro paró para que todos bajaran a los baños y caminaran un poco antes del tramo final; en ese paraje desolado y hostil, ventoso, fue donde sus compañeros le pusieron el Sereno. Simplemente dormía poco. Una tarde en el diario, Andrés le mostró al Sereno unos versos del poeta Rodolfo Lamadrid: partir es morir un poco, morir es dormir un toco. Se rió. El Sereno cabeceaba unos pocos minutos a lo largo del día. Lo vio cabecear en una conferencia de prensa que tuvieron que cubrir y también frente a su PC en el diario, en pleno cierre, y hasta flotando en la inmensa pileta del DJ Cousteau.
Uno hace amistades y las amistades mutan, van cambiando. A veces hasta desaparecer. Como la letra de una canción que nos parecía increíble y que ya no recordamos.
Siete años tardó el Sereno en tener un hijo con un tratamiento de fertilidad. Cuando lo consiguió, trajo al mundo una nena hermosa a la que bautizó, increíblemente, con el nombre de Serena. Mientras los mozos ponían las mesas largas de postres y en las cocinas, mecánicamente, los cocineros horneaban las pizzas de la resaca, afuera empezaba a amanecer. Era la hora en que al travesti le crece la barba. El maquillaje de la cara del Sereno se derretía por la transpiración y el cansancio mientras Laura, la mujer de la Garza, rapeaba, borracha, sin parar, saltando de un tema a otro sin dirección, dale que dale. La pequeña Rosario se había quedado dormida sobre uno de los sillones de la recepción donde se habían servido los platos de entrada, los aperitivos. Los jóvenes hermosos, los tíos rezagados, los rugbiers gordos, estaban en el guardarropa esperando sus abrigos con los pies hinchados. La novia, en cambio, seguía bailando sola en la pista un tema italiano que el DJ había elegido para el éxodo. Entonces el Flaco Pantera, mirándola, tomando su décimo whisky, inmutable a pesar de eso, sin dar muestras de la mínima borrachera, empezó a contarles algo que le había pasado. Los que quedaban en la mesa nueve lo escuchaban. Tendríamos diecisiete años. Nos habíamos juntado en la rotonda de Alpargatas para hacer dedo.
Nos paró un camionero que nos dejó en una estación de servicio después de un tramo corto. Ahí comimos algo, nos lavamos y decidimos –no sé por qué, ahora no lo recuerdo– empezar a caminar por el costado de la ruta. Lo más lógico hubiera sido quedarse en la estación, hasta que otro mionca nos levantara. Pero a esa edad uno hace lo que quiere. Al principio íbamos contentos, pero después nos agarró la noche en la ruta y nadie nos paraba. Encima se largó una llovizna finita y tuvimos que abrir las mochilas y ponernos los impermeables. A mí me gusta la lluvia, me da paz. De manera que seguimos caminando a paso regular. Creo que la idea era encontrar otra estación de servicio o una arboleda donde pasar la noche a resguardo. Pero no aparecía nada. Ni autos para llevarnos ni árboles para guarecernos. Todo era extensión de campo y oscuridad. De golpe dejó de llover. Tampoco había viento. Hay que estar atentos. Hay momentos clave de nuestro destino que están precedidos por el silencio total. Sólo se escuchaban los pasos de nuestras zapatillas hundiéndose en el pasto del costado de la ruta. Íbamos en fila, mi amigo Rino, compañero del secundario, musculoso y buen tipo, adelante, después yo y atrás caminaba Locuratto, un amigo del barrio que tenía un inmenso melón afro y que solía llegar al colegio en taxi, demorado, cosa que nos parecía increíble. Estoy seguro de que yo iba en el medio. Seguro de que no había un alma y seguro de que sentíamos que algo iba a pasar. Y pasó. Del otro lado de la ruta, viniendo hacia nosotros, es decir, separados por el asfalto y en dirección contraria, ¿se entiende?, venía una novia que caminaba de manera errática. ¿De dónde carajo salió? ¿Dónde, en medio de esa noche, estaba la iglesia, el novio? Creo que nadie la quiso mirar fijo y seguimos caminando. Rápidamente estuvo a nuestras espaldas. Nadie se dio vuelta ni habló por un tramo largo. A veces, en mis sueños, la novia aparece en nuestra fila, marchando con nosotros, a mi espalda, entre Locuratto y yo… El terror no viene del espacio exterior, el terror está construido con la materia de nuestra carne, está hecho de nosotros. Así que caminamos, caminamos, caminamos. Al rato un camionero nos paró para que le cebáramos mate y no se durmiera en la ruta. Dio con la gente justa: estábamos electrificados por la novia y ninguno iba a pegar un ojo hasta el otro día.
(De: Titanes del coco, Random House, 2015)