La cruz de la tarde

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Luis Gusmán

Entro en la casa. Me sorprende que la abuela esté sentada en el patio. Sus ojos se pierden en la corona de Cristo. Me ha esperado, porque antes de morirse hay una promesa que quiere confiarme. Un secreto que no se quiere llevar a la tumba.

No se da cuenta de mi presencia. La tortuga está cerca de sus pies. Se inclina y la toma en sus manos. La aproxima muy cerca de su cara, como si quisiera olerla. La vuelve a poner en el suelo con las patas para arriba. Es necesario darle vuelta lo antes posible, me parece que el animal comienza a agonizar. Trato de adivinar cuáles son sus pensamientos, por qué habrá cometido semejante acto.

Mira hacia el cielo buscando el sol para medir el tiempo. Vuelve a inclinarse, y de manera piadosa da vuelta al animal. La caparazón comienza a brillar. Cierta pintura le da esta vez un extraño color acerado. Con los años, la tortuga se ha ido transformando: los colores del club, la leyenda del partido, el nombre de su líder. Hasta llegó a llevar el nombre de Dios. La abuela lo mandó borrar, le pareció profano. Cómo podía llevar escrito el nombre de Dios esa bestia lúbrica que buscaba ciegamente las uñas pintadas y los trapos de las mujeres para saciar sus impulsos.

La historia de la familia está en esa caparazón. Durante treinta años nos acompañó de casa en casa, de mudanza en mudanza. En la caparazón rústica uno de mis hermanos solía ejercitar su navaja sin que le temblara el pulso. Conversaba con ella, hasta que un día la arrojó viva a una cacerola de agua hirviendo. Hubo que sacarla y el animal estuvo un tiempo sin aparecer. Cuando la rescató había perdido un ojo. Durante un tiempo, mirábamos la sopa y nadie quería encontrarse con el ojo. Ahora esa tortuga tuerta está ahí, esperando la muerte de la abuela, sabiendo cosas que ignoro y que ella le ha confiado en las secretas siestas de la tarde.

La cabeza de la abuela se derrite bajo el sol. Cierro los ojos y cuando los vuelvo a abrir, todavía está ahí su cabellera blanca. El pelo le ha crecido. Con una coquetería que no abandona con la edad, lentamente lo recoge y se hace un rodete. La recuerdo entonces disfrazada de india. Una foto descolorida en la que, con los años, se ha perdido el paisaje. ¿De quién era esa casa? ¿Por qué vivíamos en ese lugar?

Es preferible que desaparezca cualquier cosa antes que la cabeza de la abuela. Recuerdo esos gritos que eran el motivo de mis rezos nocturnos: bola de nieve. En el barrio, por su pelo le gritaban bola de nieve. Entonces imploraba: Que el sol desapareciera de la tierra, que la cabeza de la abuela no se disolviera lentamente, que su pelo de nieve no se derritiese. Veía sus cabellos envueltos en llamas por un sol caliente e implacable. Rogaba entonces que el cielo se cubriese de nubes, que la lluvia, precedida por el relámpago y el trueno, descendiera sobre ese color rojizo que amenazaba extenderse por el resto de su cuerpo. Me producía un alivio cuando para ir a la iglesia se cubría devotamente la cabeza con un pañuelo negro. Pero un día cambió de culto y el pañuelo desapareció.

Ella aparta los ojos de la caparazón y comienza a hablarme con cierta premura, como si estuviese urgida por algo, como si a la vez quisiera anticiparse a la muerte y a la tormenta que viene del sur y que adivina en la forma de las nubes. Busco en la geometría calcárea, alguna señal de lo que va a venir, de lo que ella pueda llegar a decirme. La caparazón se retira discretamente detrás de unas plantas, nos deja a solas confiriéndole a la conversación un carácter secreto. La voz de la abuela interrumpe la tarde con una resignación y una dulzura que nunca había escuchado antes.

–Tengo que contarte algo –me dice–. Cuando era joven, aunque no inocente porque ya esperaba mi primera hija, tu abuelo desertó del Servicio Militar. Tiempos difíciles, sin casa, sin trabajo. La tentación siempre golpeando la puerta. Todas las tardes pasaba un turco que compraba y vendía de todo. Toallas, manteles, ropa de invierno y de verano. También alhajitas, copas, relicarios. Nunca quería quedarme a solas con él, me turbaba. Me parecía que era un hombre que no estaba en paz con Dios, me miraba de manera demasiado insistente por ser una mujer que estaba en la turgencia de la maternidad. Se detenía en mis venas azules y parecía deleitarse con las estrías de mi carne. Yo se lo ocultaba a tu abuelo para no condenarlo definitivamente al destierro. El turco pasaba temprano, en la siesta, y daba tres golpes en la puerta, como el diablo. Cuando abría, me encontraba con su barba rojiza, su cara colorada. Siempre desconfié de los hombres que tienen el pelo del color del fuego, vienen del infierno. Él insistía en regalarme chucherías. Como era ladino, tenía la habilidad de saber lo que una necesitaba. El encaje, la batista. Debía andarme con cuidado con él, sólo un engendro puede querer tocar una mujer embarazada de otro hombre. Doble pecado, contra el hombre y contra Dios. Además, yo no estaba en paz conmigo misma, alguna señal había querido mandarme el Señor cuando me quitó a mi primera hija. Esta vez no tenía nada que comprar, pero necesitaba un préstamo para el alquiler. El turco también daba préstamos que una pagaba en cuotas. Por eso me demoré en la puerta más que de costumbre, quería que me mirara a gusto. No porque a mí me interesase la mirada de los hombres, con esas hijas y con las que vendrían después yo me había retirado del mundo, pero necesitaba ese dinero. Y él siempre se detenía en mi pelo. Con la excusa de probar una hebilla, una peineta o una cinta, siempre decía: «Seda negra, lana roja, una buena combinación». Esa vez también lo dijo, pero como notó mi turbación, agregó: «Yo puedo esperar». Esperar a que pariera, pensé, pero con él nunca se podía saber. Como otras veces, dejó entre mi pelo una hebilla olvidada. Fue entonces que le pedí el préstamo. «Tiempos duros», dijo, pesimista, dejando sin embargo, atisbar una esperanza: «Pero tal vez lleguemos a un arreglo que resulte conveniente para los dos». Se volvía atrevido, ganaba terreno, después de decir esas palabras, me pasó una mano por el pelo. Me sentí entonces como una esclava turca, como una yegua a la que le soban las crines. «¿Qué arreglo?», pregunté, sabiendo que Jesús me amparaba para retroceder a tiempo. Se me acercó aún más y volvió a decir: «Tiempos duros, y su pelo, es valioso. Además de ser muy bonito».

¿Qué tenía que ver mi pelo con el préstamo? Enseguida me enteré, las palabras del turco parecían en ese momento provenir de algún lugar del infierno: «Si usted quiere, puede vender su pelo». Lo miré con desconfianza, había leído que el pelo se usaba para la magia, blanca y negra, también sabía que había hombres que usaban el pelo de las mujeres para sus porquerías. Todo del lado del diablo. «¿Qué está pensando?…». Hay casas de muñecas, peluquerías que lo compran para hacer postizos y pelucas de cabello natural. Por la manera en que lo miré, él supo que al otro día podía pasar a buscar lo que quería.

«Esa noche pensé muchas cosas. Por ejemplo, sacarme una fotografía antes de cortarme el pelo, pero por entonces las fotografías eran muy caras. Pensé en mi prima Nora, caminando de novicia bajo el sol. La cabeza rapada, era la primera vez que veía una mujer con la cabeza desnuda. En la cruz de la tarde iba hacia el piletón del conventillo, era la hora de la siesta en el patio de los cuchillos, donde los hombres provocaban la muerte. Cuando me vio, se llevó las manos a la cabeza y se me quedó mirando, paralizada. Esas imágenes se me cruzaron, esa noche, mientras me miraba al espejo. Antes de hacerlo, me tomé una copita de caña y con un cuchillito me corté un mechón, para la primogénita. Después, incliné la cabeza entre las rodillas y comencé a cortar, los pelos caían sobre un toallón que le había comprado al turco y me pareció que había olor a rosas en el aire. También le temía al viento, al viento que echase a volar ese cabello por el cielo. Pensé, lo único que tengo es este pelo y ahora ya no lo tengo más. Vi el montoncito de pelo en el suelo. Mi único tesoro a los pies del turco. Lo envolví con cuidado en el toallón. Después me cubrí la cabeza con un pañuelo. Hice la promesa de que nadie me vería rapada, ni siquiera un espejo. La hice y la cumplí. Por primera vez en la vida, el turco estuvo generoso. La suma alcanzaba para pagar el alquiler y unos gastos. En silencio, me dio el dinero y ocultó el atadito entre otros cachivaches. Un trato casi bestial, había conseguido lo que le interesaba de mí.

»Estuvo algunos días sin aparecer. Mis sospechas de que era un ser del infierno, se confirmaban.

Nunca imaginé cuál podría ser el lugar al que había ido a parar mi pelo. Me lo confesó después de mucha insistencia, para que me quedara tranquila. Fue un día, después de muchos, en que una y otra vez le preguntaba: ¿Dónde está mi pelo? ¿Dónde está mi pelo?

»Mi pelo había ido a parar a la santería de una iglesia. Lo usan, me dijo, para restaurar los cuerpos religiosos. Le rogué que me dijese el nombre de la iglesia. Le rogué de una manera violenta, para que se diese cuenta de que si no me lo decía estaba dispuesta a denunciarlo. Finalmente, lo dijo: la iglesia del Carmen. Fue por eso que a una de mis hijas le di ese nombre. Entonces mi cabello era negro, y no blanco como tus ojos lo vieron. A partir de ese día me hice devota de la virgen del Carmen. Viajaba hasta la iglesia que quedaba lejos y me sentaba a contemplar los santos y las vírgenes. No se las podía tocar porque están en vitrinas de cristal, lejos de las manos de los fieles. Para tocarla había que esperar la procesión. Mi inquietud y mi curiosidad, esto sí que ya era pecado, me llevaron a tratar de adivinar en qué cabeza estaba mi pelo. Fue después de mucho tiempo que lo descubrí. Mi pelo negro tenía ciertos reflejos dorados, tal vez por el agua del río Uruguay. Me di cuenta por los reflejos, estaba en la misma cabeza de la Virgen. De la virgen del Carmen.

»Nos hicimos amigas. Le prendía velas y le ponía flores. Siempre me pareció que ella quería decirme algo con los ojos. Que algún día me lo diría antes de que me alcanzara la muerte. Anoche soñé con ella. Fue por eso que te llamé. Me habló en sus sueños y me dijo: “Te espero para que vengas a buscar tu pelo”. Creo que me lo tengo que llevar conmigo a la tumba».

–¿Para eso me llamaste?

–Sí, te pido que vayas a buscarlo.

–¿A la iglesia?

–Adonde esté. Me lo tengo que llevar conmigo. Tu amigo, el peluquero, te ayudará. Es del oficio y sabrá cómo hacerlo. Si es pecado, te aseguro que te quedará suficiente tiempo en la Tierra para pagarlo. Yo, en cambio, me apago».

Esa misma noche busqué a Francisco. No era un hombre que se pudiese extrañar por mi relato. En su vida de todos los días estaba rodeado de adivinos, astrólogos, tiradoras de Tarot, mujeres que habían armado su vida en torno a una fase del I Ching. Sin embargo, ese mundo mágico de Francisco, no dejaba de estar regido por cierta lógica, por cierta sabiduría que lindaba entre lo esotérico y el esnobismo. Por eso, el pedido, el sueño y la promesa de mi abuela, le parecían una verdadera herejía, no entraba dentro de ninguna de sus posibles creencias. Sólo por amistad, estuvo dispuesto a acompañarme.

Al día siguiente visitamos juntos la iglesia. Nos detuvimos ante cada imagen. La abuela no había sido engañada. Sobre el altar, la virgen del Carmen estaba cubierta de un manto celeste con una orla gris. El pelo sobre los hombros, ligeramente grisáceo. Sobre la cabeza, un globo de oro con las palomas del Espíritu Santo dispuesto a ir a comer sus migas sobre el nido de pelo que empezaba a cubrirse de agujeros porque se estaba apolillando. Todo coincidía con el relato de la abuela, sólo que no estaba encerrado dentro de ninguna vitrina de cristal.

Esperamos hasta que la iglesia estuviera desierta. Entonces Francisco se acercó a la Virgen. Le tocó la cabeza, el cabello. Le pregunté si era posible hacerlo. No se podía. El pelo estaba como pegado a la cabeza, solidificado. Como si hubiese sido su pelo natural, como si siempre le hubiera pertenecido. No era posible sacarlo sin destruirla demasiado; tal vez, dijo, se pueda cortar un mechón. Recuerdo sus palabras precisas: «Ese pelo no es más de tu abuela, ahora es de ella». Supe que iba a seguir adelante solo, aunque no sabía de qué manera iba a hacerlo. Sólo una cosa sabía con certeza: no podía volver con las manos vacías.

Fue como el fin del mundo, como si el fuego del cielo bajara para incendiar la Tierra, para derretir el pelo de la abuela, y apareció otra vez ante mis ojos esa fría bola de nieve, quemando mis manos ardientes. Pero volví. Volví por mi cabeza. Entré como una ladrón por la noche. No fue fácil, pero tenía mis relaciones. Entré en la oscuridad porque las velas no arden durante la noche entera, y las lámparas no estaban encendidas. Me persigné cuando crucé delante del altar, para que todo saliera bien. Llevaba una alfombra y una sábana, una de las dos iba a usar, según pensara llevarme el cuerpo entero o la cabeza. También llevaba una linterna. Me inquieté cuando los pies se me enredaron con cintas de novia, la noche anterior se había celebrado una boda. Era como una baba invisible que estuviese puesta allí por el destino para detener mis manos e impedirme cometer un acto impío. Comprobé que llevarla entera era imposible. Llevaba un martillo para poder romperla. Desgarré un pedazo de sábana y lo envolví para atenuar el ruido de los golpes.

Arranqué la cabeza y, por un instante, me pareció que sangraba. Quizás se tratara de mi propia sangre.

La oculté entre mis ropas y las transformé en ropas manchadas. Me marché dando la espalda al altar, nunca lo había hecho antes. Cuando llegué al auto estacionado en la oscuridad, coloqué la alfombra y la sábana en el asiento trasero. Llevaba guantes. Cuando más tarde los arrojé al fuego, me di cuenta de que se trataba de mi sangre.

Conmigo viajaba esa cabeza. Le hablaba con palabras dulces y comprensivas. Esa noche la pasó conmigo. La puse en el baño porque aún goteaba sangre. A la mañana siguiente, la coloqué en una caja de sombreros de mujer. A la luz del día, mi pecado me pareció más grave.

Cuando vuelvo a la casa de la abuela, parece estar esperándome en la misma postura en que la había dejado al partir, mirando la corona de Cristo. Pongo ante sus ojos la caja de sombreros, la abre sin premura. La cabeza queda al descubierto. Mira esa imagen destrozada y comienza a pasarle la mano por el pelo, mientras musita algunas palabras que no alcanzo a entender. Lo acaricia como si hubiese estado mucho tiempo esperando para hacerlo. Después de algunos minutos en esa intimidad y ese silencio, buscando el caparazón, buscando quizás en el patio de la tortuga, los cuchillos, comienza a hablarme dulcemente:

–Me equivoqué. Ayer la Virgen volvió a visitarme. Yo debería haber ido hasta ella, y no al revés.

Debo volver a pagar por segunda vez en mi vida y ya no me queda tiempo.

Ante mi asombro, vuelve a aparecer, en el patio de la tortuga, el cuchillito, ahora oculto entre las flores del batón. Comienza a cortarse el pelo, que ahora es blanco. Veo cómo la bola de nieve se derrite ante mis ojos sin que pueda detenerla. Sin embargo, esta vez no llega a raparse, sino que hace un montoncito que guarda en un pañuelo. Aquel viejo pañuelo envuelto por el viento, arrastrado por el río.

Después, abre el pañuelo y deja caer el contenido sobre la cabeza de la Virgen. El pelo al mezclarse con el blanco, me parece horroroso. Se moja las manos con saliva, como si quisiera volver a pegarlos.

–Entonces, tenés que volver.

–¿Volver adónde? –le pregunto–.

–Volver a llevarla a la iglesia. Así quedamos en paz.

–¿No habría que esperar? ¿Y si vuelve a visitarte?

–No hay tiempo para esperar. En sueños vi todo lo que sucedía. Te vi entrar a la iglesia, te vi dudar, te vi dar el golpe. Vi el círculo de sangre. Me estremecí al tomar contacto con las cintas. Ella me lo había anticipado: lo verás todo, como si tú misma lo estuvieras haciendo. Después, volvió a aparecer. Sólo vi un campo blanco, muy blanco, y encima la noche oscura. Entonces comprendí. El día y la noche deben volver a encontrarse. Ella estaría ahí, esperando por segunda vez mi cabello. Esta vez no sería por dinero. Pensé en mortificar mi carne. Ella quería el pelo en su cabeza.

Nos despedimos. Volví otra vez con la envoltura santa. Por unos días, la dejé en un armario, no podía retornar a la iglesia. Pensé en dejarla abandonada en la puerta, pero no era eso lo que había prometido.

Alguna de esas noches, volví a la iglesia. Salté el tapial, pero la sábana se rompió y la cabeza cayó al suelo. Otra vez la combinación me pareció horrorosa. Pensé que era una señal y regresé. Quizás no era la manera de devolver la cabeza. Sin levantar sospechas, hice averiguaciones sobre la virgen del Carmen. Después de la profanación, la habían llevado a restaurar a una santería.

Los días pasaban sin que pudiera decidir sobre lo que tenía que hacer. Finalmente, una tarde fui a la iglesia. Habían restaurado la cabeza. Otro pelo, también natural, quizás más claro, otra cabeza casi igual a la anterior, más parecida a la imagen de la estampa. Entonces pensé que lo mejor era dejar la envoltura santa a los pies de la Virgen. Fue lo que hice. Era la única manera en que podía hacerlo. Como un ladrón arrepentido, deposité mi atadito. Había cumplido mi promesa.

Mi abuela me esperaba para morirse. Quería saber qué era lo que había sucedido. Le conté la verdad. Mis dificultades, el tiempo transcurrido. Al despedirnos, me preguntó cómo era, cómo tenía el pelo. Más claro, le dije, un poco más claro. Entonces, me dijo:

–Creo que deberíamos ir.

–¿Ir adónde?

–A la iglesia, a visitar a la Virgen.

–¿Por qué?

–Por curiosidad.

(De: Revista Casa de las Américas Nº 245, octubre-diciembre 2005)