La guerra contra la pandemia
Por Jorge Alemán
Distintos dirigentes del mundo democrático metaforizan la pandemia mundial en términos bélicos. Parece ser una coincidencia espontánea —sin previo acuerdo— la que hace brotar una lógica derivada del término guerra puesto en boca por distintos dirigentes mundiales frente al «enemigo común de la pandemia». E insisto en que los distintos políticos no deben haber acordado entre ellos el dirigirse a la enfermedad bajo la nominación de «guerra». A mi modo de ver, la cuestión emerge de la misma lógica de la situación, porque la guerra siempre demanda unidad. Un conflicto bélico requiere, por una parte, un exterior constitutivo, el enemigo, y por otra de un «soberano» que decide sobre el estado de excepción. De ahí que esta «ficción bélica» engendra un primer problema al Estado, a saber, los primeros enemigos contra los que hay que combatir son los propios habitantes del país, al ser potenciales portadores del virus —el enemigo— y de su contagio. El segundo problema se refiere a las medidas que hay que tomar para combatirlo, pues la población se enfrenta a él de forma absolutamente desigual. De tal manera que durante la cuarentena hay quienes, por ejemplo, tienen refugios excelentes durante el confinamiento, pero una mayoría los tiene muy precarios, algunos sin casi protección, hasta llegar a los que habitan en la pura intemperie, miles de hombres y mujeres que carecen de inscripción simbólica como «ciudadanos» y sencillamente son vidas que transcurren en la mera supervivencia.
Al respecto, se pueden aportar algunos datos para dar un nuevo sentido, inquietante y oculto, al concepto de guerra que está en juego. Hay países que forman parte del sistema de dominación mundial y que no desean compartir ningún compromiso de solidaridad con los países más castigados por la pandemia. Basta ver la brecha que ya comienza a manifestarse, de forma intensa y tensa, entre la Europa latina (España, Italia o Grecia) y la Europa protestante (Alemania, Holanda o Suecia), y otro tanto en las distintas interpretaciones antagónicas de la pandemia entre los países de América Latina; por ejemplo, la posición de Bolsonaro en Brasil está poniendo en riesgo a la población, a diferencia del Gobierno argentino, que se ha tomado la pandemia muy en serio y ha adoptado todos los medios a su alcance para controlarla.
En ese sentido, parece que asistimos a la tercera guerra mundial, por capítulos, en los términos con los que se ha expresado el Papa Francisco para referirse al desastre de la pandemia. Y de alguna manera estoy muy de acuerdo en que sí es una tercera guerra mundial, pero una extraña guerra, pues en los tiempos históricos actuales no existe ninguna guerra que haya sido declarada. Es decir, estamos ante una supuesta guerra que no tiene ni principio ni final, no hay banderas blancas ni se firman más los tratados de paz. De ahí que el movimiento circular del capitalismo me parezca muy similar a esta pandemia, pues creo que no se va dar una solución explícita. Además, la pandemia tendrá sus capítulos posteriores y dependerá de qué países estén, por así decirlo, en la zona de la explotación mundial, sus distintas derivas pueden ser terribles y trágicas, es decir que en cierta forma, como insinúan algunas lecturas paranoicas (en la paranoia, sería importante aclararlo, todo hace signo y todo tiene sentido), los poderes mundiales se repartirán los beneficios suplementarios de la crisis de la pandemia.
Por mi parte, como dije anteriormente, no me parece que fuera una instancia o algo similar la que hubiera orientado de forma deliberada al capitalismo hacia la pandemia, pero sí creo que los efectos de la crisis van a ser reutilizados por los grandes bloques de poder para que la paguen los de «abajo», los que siempre pagan el pato, los más desfavorecidos social y económicamente. Por eso, si pienso que la denominada guerra continuará de distintas formas, será como una tercera guerra mundial por partes. El mismo conflicto histórico que se viene dando sucesivamente entre los ricos contra los pobres, aunque esta vez también será una guerra entre los mismos propietarios. Y estoy seguro de que va a ser muy difícil e incierto, pero cabe tal vez pensar, a los que nos interesa un proyecto emancipatorio, en cómo hacer para que no sean únicamente los pobres los que paguen los costos de esta crisis. Siempre que se padece un gran castigo aparecen los buenos propósitos, y esto puede ser una oportunidad política que se debe tener presente, ya que cuenta con grandes actores de la opinión pública mundial y una nueva sensibilidad social que se transmite en las distintas gramáticas populares.
Sin embargo, las voces que están llamando a un nuevo mundo solidario después del gran desastre de la pandemia, al referirse a que la humanidad debe aprender otra vida más justa en Común, lamentablemente, por ahora no encarnan una fuerza material transformadora. Y es que si no emerge una organización en cada lugar desde su derecho soberano, dispuesta a comprometerse con la justicia de su población, continuará la explotación, la desigualdad estructural, y el capitalismo demostrará que puede seguir con su engranaje, aunque sea en medio del caos, provocando que sean los más vulnerables los que paguen el precio más alto derivado de la pandemia mundial.
La guerra también puede ser el nombre del derrumbe civilizatorio que virtualmente, por ahora, como un espectro recorre el mundo. Saqueos, enfrentamientos civiles, ocupaciones militares, destrucción del aparato productivo, pánico social y deterioro de la autoridad simbólica del Estado. Y, como en todo derrumbe civilizatorio, la emergencia más determinante afecta a la interpretación de la condición humana, a quiénes somos; es decir, para saber cómo está hecha la existencia hablante, sexuada y mortal, que está en juego y que se manifiesta de forma radical en esta situación. Pero como es probable que estemos en los comienzos de una civilización que se derrumba, la gran incógnita pasa por averiguar si el sujeto, tanto en su singularidad más radical como en su ser con los otros, lo que denomino Soledad:Común aún dispone de recursos para asumir un destino distinto y separado del sujeto vinculado por la pulsión de muerte a la civilización, derivada del capitalismo (que ya nació y murió muchas veces).
En mis términos, lo Común tiene su sede en lalengua, el lugar donde las distintas singularidades ni se borran ni se cancelan, y depositan allí sus marcas, huellas y trazos donde los significantes y las pulsiones delimitan su borde, su litoral. Lo más singular de cada uno, su respuesta sintomática a la ausencia de relación sexual, encuentra su mayor facticidad en la experiencia de lo Común. Por fáctico, entiendo la condición irrepetible, insustituible e incomparable, a la que cada uno es arrojado y que cada uno tiene que asumir. Por ello lo Común no tiene nada que ver con las llamadas redes sociales. Las redes ya son una elucubración técnica de lo Común.
Así como fue la enseñanza de Lacan la que hizo posible la construcción de mi propuesta teórica sobre Soledad:Común, otro de los modos en que se introdujo en mi experiencia la interpretación de lo Común fue paradójicamente Heidegger. Desde el comienzo leí Ser y Tiempo como una subversión del sujeto cartesiano, donde el «ser ahí» era radicalmente igualitario, sus estructuras eran antijerárquicas, y donde su atención antifundamentalista con respecto a la lengua apartaba a Heidegger de los «expertos» y de las «maquinaciones» de la técnica y su orden de dominación capitalista.
Hay líderes políticos que no conciben otra vida que la ofrecida hasta ahora por el capitalismo, y hay otros que no desean sacrificar sus pueblos a las exigencias del capital, aun cuando tendrían dificultades en reconocerse en la aventura posmarxista del siglo xxi, la única que podría colaborar con el retorno de lo político en medio del desastre. Para estos últimos, y ya que he apelado a la metáfora bélica, la que reclama siempre un estado de movilización general, no basta con la inevitable cuarentena. Se impone una nueva relación entre los movimientos sociales, las organizaciones militantes, las fuerzas armadas y de seguridad, coordinadas desde el Estado en un nuevo proyecto de soberanía popular de izquierda. Obviamente, por la experiencia argentina, hablo de aquellas fuerzas armadas que hayan pasado el examen y la criba de los distintos organismos relacionados con la defensa de los Derechos Humanos y de todos los movimientos sociales articulados a los imperativos de Memoria, Verdad y Justicia. No existirá control de la pandemia en los lugares donde no se puede cumplir con la cuarentena sin unas fuerzas armadas integradas en un gobierno popular. A su vez, es casi seguro que habrá un nuevo reordenamiento mundial entre los países que eligen la Comunidad frente a los imperativos del Mercado. Pero esto sólo será posible si los Estados recuperan su autoridad simbólica, que evidentemente no es lo mismo que la captura neofascista que los movimientos de ultraderecha se proponen obtener a partir del caos ocasionado por la pandemia mundial.
Se debería imponer como horizonte histórico un Estado soberano, democrático, con el suficiente poder decisorio que muestre definitivamente que las fuerzas del orden no pertenecen a las derechas oligárquicas, tal como ha sido históricamente en muchos lugares del mundo. Si en medio del caos que puede acontecer no surgen Estados populares capaces de generar disciplinas no represivas y creadores de una nueva conexión sensible con los movimientos populares, la situación se pondrá muy difícil. En este aspecto también resulta crucial iniciar por parte de las izquierdas un dialogo con las religiones basadas en el libro sagrado (judaísmo, cristianismo e islam), que mantienen en su propia configuración histórica distintos rasgos emancipatorios. Al respecto, la iglesia católica —y ésta es una conjetura que procede de un ateísmo practicante, sólo interrumpido por mi quehacer poético—, dada su hegemonía cultural en Occidente, podría propiciar un lugar donde experimentar nuevas formas de comunidad: una patria sin xenofobia ni racismo, unas fuerzas armadas atravesadas por la lógica femenina del «No-Todo», una práctica religiosa sin Inquisición sobre las diferentes maneras de manifestar el goce. Y es que el cambio de civilización exige radicales transformaciones.
(De Pandemónium. Notas sobre el desastre, Ned, 2020)