La secta del gatillo alegre

[«La secta del gatillo alegre: el enigma de La Matanza», artículo escrito por Rodolfo Walsh para el Semanario de la CGT de los Argentino en el año 1969. A pesar de los años la nota goza de una actualidad pavorosa, bien pudo ser escrita ayer]

Por Rodolfo Walsh

El comisario Miguel Etchecolás es un hombre sensato, buen observador. Cuando se hizo cargo de la primera de Avellaneda, su mayor preocupación consistió en evaluar el personal con que contaba.

Del resultado final de esas cavilaciones dio cuenta La Nación del 23 de marzo de este año: «Un curso de alfabetización para su personal fue iniciado en la comisaría primera de esta ciudad. A la inauguración de las clases asistieron el intendente y el párroco de la Catedral».

Si el comisario de la primera de San Justo, Antonio Recaré, hubiera seguido el ejemplo de su colega, quizás habría evitado los episodios que ocurrieron en su jurisdicción el 1° de Mayo. Obviamente es difícil manejar un personal que necesita ser alfabetizado —por lo tanto analfabeto—, y él mismo tuvo una prueba cuando el jinete que tras derribar a una mujer perseguía fusta en alto al fotógrafo Zenteno Zegarra, le echó encima su caballo: qué comisario ni comisario.

Don Antonio Recaré podría alegar que ese jinete era del escuadrón Güemes —famoso desde que asesinó a los obreros Mussi, Retamar y Méndez—, que no está bajo su jurisdicción: grandes domadores reclutados en el interior, que más que un curso de alfabetización necesitan un reformatorio.

La palabra reformatorio no es bien vista en San Justo, desde que en agosto del año pasado se ahorcó allí un chico escapado del Agote. Se llamaba José Camilli y tenía 19 años. Como todo el mundo sabe, la melancolía que inspiran las altas paredes de una celda fomenta negras ideas en los jóvenes débiles de espíritu, los ebrios, los chilenos carteristas y, en general, la gente sin familia que pueda reclamar por ella. Otro factor deprimente que acaso contribuya a la ola de suicidios en tales calabozos son las inscripciones que dejan los torturados. San Justo, en ese sentido, es un lugar inconveniente cuya frondosa historia puede remontarse a 1957, con el picaneo de los gremialistas Mitjans, Ramos, Rodríguez y Amoroso.

En los tres primeros meses de 1968, la Policía bonaerense mató en tiroteo a diez delincuentes, o presuntos delincuentes, sufriendo por su parte una sola baja. Este rendimiento de diez a uno es único en el mundo, y aun en el país: en el mismo período la Policía Federal registró un modesto dos a uno: cuatro pistoleros y dos policías abatidos.

Ninguno de los expertos consultados puede dar una explicación satisfactoria a la eficiencia provinciana, pero se aventuran tres hipótesis: a) el uso de la metralleta en todos los procedimientos; b) la orden de fuego contra cualquier desconocido o sospechoso que huye; c) la simple ejecución de pistoleros capturados.

Si esta eficacia desconcierta un poco, la de San Justo anonada. De los diez presuntos malhechores muertos en el trimestre, cuatro cayeron allí, sin bajas policiales. Ahora bien, San Justo es cabeza del partido de La Matanza, con quinientos mil habitantes. Si en el resto de la provincia se hubieran alcanzado los mismos índices, la cifra de delincuentes muertos en los tres primeros meses sería superior a la que se registra en todo un año en los Estados Unidos.

Una policía que según vimos el 1° de Mayo trata a manifestantes como si fueran ladrones, es posible que trate a los ladrones como si fueran condenados a muerte. Quizá convendría que algún juez investigara las reales circunstancias en que han muerto este año en San Justo, Osvaldo Herrera, Juan Esteban Roldan, Roberto Pierce y Severo Alagastino.

Aunque más no fuera para volver a felicitar o ascender a los agentes Domínguez, Fernández, Ontibero, Takch, Wernert, al sargento Suárez, y a otros que tanto trabajo tuvieron este 1° de Mayo en la plaza.

Gatillo alegre

Si el manejo de la ametralladora resulta muy preciso por parte de los hombres de San Justo, deja bastante que desear en otros lugares de la provincia.

El 13 de septiembre de 1967, por ejemplo, al agente Serafín Borda de la primera de Lomas de Zamora se le escapaba una ráfaga que dio muerte a María Luisa Rodríguez de Wingandt, cuya única culpa fue pasar a su lado.

Dos días más tarde el agente caminero Gernetti persiguiendo por la ruta 2 a un automóvil que marchaba a velocidad excesiva, hizo un disparo de «advertencia». La advertencia entró por la espalda del ingeniero Luis Augusto Galli, profesor universitario.

Por la misma fecha los cabos Páez y Blas, de Lomas del Mirador, metralleta en mano, obligaban a arrodillarse en la vereda a dos peatones. Cuando la madre de uno de ellos, Rosa Grande de Dante, quiso intervenir, se «escapó» una ráfaga que la hirió de gravedad. «Un episodio que no resiste al análisis desde ningún punto de vista», editorializó La Nación.

El 29 de enero de este año un forcejeo entre el agente Ayala, de Olivos, y un presunto delincuente juvenil motivó que se «escapara» otra ráfaga, que hirió al transeúnte Carlos Romero, de 16 años.

De «penoso» calificaron los diarios el hecho en que el oficial Gardelín, que al parecer buscaba un delincuente, ametralló de noche una casa de Lomas de Zamora. Detrás de la puerta recibió la ráfaga una mujer embarazada: María Elena Dama.

Otro disparo de «advertencia» efectuado por el vigilante Díaz Berastegui al intervenir en una riña familiar en González Chávez puso fin, el 25 de abril, a la vida de Felipe Belén.

Para entonces ya se había producido el hecho cumbre en esta cadena de episodios: el ametrallamiento en Florida de los menores Seijo y Rodríguez Fontán, por una patrulla que encabezaba el oficial Araujo, ya procesado por su intervención en el asesinato de Felipe Valiese.

A primera vista, un torpe accidente más. ¿Lo es realmente?

Milongas clásicas

Así como hay apenas media docena de chistes básicos que admiten infinitas variaciones, la crónica policial bonaerense registra media docena de historias que pueden tomarse de modelo. Una de ellas es la siguiente: «En horas de la noche de ayer, una comisión de la comisaría primera de tal lugar observó a varias personas en actitud sospechosa. Al acercarse a interrogarlos, fueron recibidos por una descarga cerrada, generalizándose un tiroteo a cuyo término encontraron heridos de muerte a N. N., con antecedentes por robo, y X. X., cuya identidad se procura establecer. Junto al cadáver de uno de los malhechores se halló un revólver 38 con dos cápsulas servidas».

Si admitimos que los antecedentes los pone la policía, y el revólver también, esta historia cotidianamente admitida por todo el mundo es la misma historia de los menores Seijo y Rodríguez Fontán. Con la sola diferencia —que los matadores ignoraban en el momento de apretar el gatillo— de la edad y la condición social de las víctimas. Pero es un hecho que la comisaría de Florida inventó delincuentes a posteriori, y «encontró» un revólver.

Parece que la consigna fuera tirar primero y averiguar después. Quizás eso explique el diez a uno.

«Hablar con René»

La misma falta de cuidado que la Policía bonaerense pone en el uso de la ametralladora, se observa en el manejo que hace de la picana eléctrica. Como se sabe, es un instrumento delicado que requiere en el operador cierta calma para no incurrir en lamentables abusos frente al preso que no quiere confesar.

Sin duda esto es lo que ocurrió en el caso de Miguel Ángel Palacios, de 18 años. Detenido el 24 de febrero de 1967 por el subcomisario Riviello, fue llevado a la subcomisaría de El Palomar con sus amigos Miguel D’Andría y Alfredo Rojo. Estos dos fueron picaneados, pero de Palacios sólo se encontró, meses después, el cadáver.

Más suerte tuvo Luis Francisco Rudaz, fugazmente apodado «El Sátiro». Acusado de agredir mujeres en Avellaneda, en la brigada de investigaciones lo hicieron «hablar con René»: conversar con la picana. Por supuesto confesó todo, y el 4 de julio de 1967 el jefe de la Policía provincial felicitaba alegremente por el «esclarecimiento» del caso al personal que había intervenido: comisario Simón, inspector Verhaz, subinspector Saracho, sargento Alaniz, cabos Becerra, Cortez y Rocha, agentes Zalazar, Lubo, Pastorini y Gómez.

Lástima que el 16 de julio Rudaz probaba su inocencia y era excarcelado por el juez. Los hombres de Avellaneda no se inmutaron: al día siguiente descubrieron «otro» Sátiro. Es probable que nueve meses más tarde el jefe de policía haya vuelto a felicitar a cinco de esos hombres —Alaniz, Cortez, Rocha, Pastorini y Gómez—, integrantes del equipo Diez a Uno, que mataron sin bajas propias a los delincuentes Humberto Moya y José Moro.

Pero si el Sátiro no era el Sátiro, ¿éstos serían delincuentes?

Patoteros sentimentales

La pena de siete años de prisión que un juez de Bahía Blanca solicitaba en julio del año pasado para el célebre comisario Polo y cuatro policías más, no detuvo el burocrático funcionamiento de la «patota», como se llama en cada comisaría y unidad regional al grupo de especialistas en picana.

En agosto el comisario Jacinto Canosa, de la cuarta de Mar del Plata, anunciaba la detención en Batán del secretario del gremio minero y alrededor de treinta personas más, acusadas de «comunistas». Diez días después el juez Viñas los dejaba en libertad e iniciaba un sumario por apremios ilegales.

El 28 de setiembre el guardatrén Nemesio Quilici fue detenido en San Vicente y llevado a la Segunda de Lanús, donde lo picanearon.

Una nueva condena de año y medio de prisión a dos torturadores de Bahía Blanca, dictada en octubre, no impidió que el mismo mes y en la misma ciudad se radicara una denuncia contra el oficial Vásquez y los cabos Balbuena y Ríos, que en Copetonas habían golpeado a sie¬te vecinos, entre ellos un menor de trece años.

En marzo de este año la policía de Berisso detuvo y picaneó al obrero de la carne Marcelino Santillán. Como la patota es sentimental, quiso quedarse con un recuerdo suyo y le sacó un reloj de oro. En abril le pasó lo mismo a Ovidio Moreno, pero en vez de un reloj le robaron 15.000 pesos después de la sesión. Ocurrió, nuevamente, en la Segunda de Lanús.

Entretanto, la patota de Lobería mataba a golpes al obrero José Cardóse.

Suma Y Sigue

La vocación de violencia de los policías bonaerenses no se agota en estos episodios. Sus conflictos personales y aun sus pequeños incidentes cotidianos suelen resolverse por la vía del «arma reglamentaria».

En agosto del año pasado los agentes Zuloaga y Rojas, de Avellaneda, quisieron tomar un auto de remise conducido por Rubén Juárez, quien se negó a llevarlos porque estaban ebrios. Rojas sacó la pistola y lo mató de un tiro en la cabeza.

Un mes más tarde los agentes Zalazar y Medina, de la brigada de Avellaneda, fueron comisionados por un particular para que cobraran una deuda. Como el presunto deudor, Faustino Ibarbals, se negara a pagarles, Zalazar lo mató de un tiro.

En noviembre el agente Juan Boria, chofer del comisario de la cuarta de La Plata, asesinó a palos al marido de una mujer con la que tenía relaciones. Para ello debió secuestrarlo con la complicidad de otro policía, el agente Eusebio Raingo.

Gente peligrosa

Un total de ocho funcionarios policiales bonaerenses fueron abatidos por la delincuencia en 1967. Las bajas producidas por el estado de ánimo que reina en la misma repartición fueron mayores: diez vigilantes se suicidaron entre el 26 de julio y el 31 de diciembre.

Es probable que en el momento de la decisión pesaran sobre dios no sólo los sueldos de hambre que ganan, sino las tareas que les obligan a realizar. Es sabido por los psicólogos que el represor y el torturador no sólo destruyen a su enemigo, sino que terminan destruyéndose a sí mismos, moral y hasta físicamente.

Nadie está seguro cerca de estos hombres. En junio de 1967 el juez condenaba a once años de cárcel al policía Carlos Leguizamón, matador de su amigo Nicolás Alegre. El mismo mes el agente Derico de La Plata mataba a su amiga Florinda Ibáñez. En julio Luis Ángel Pérez hería grave con el arma de la repartición a su suegro, en Tolosa. En agosto el agente Santillán de Bahía Blanca mataba a su amigo Sanferreite, al limpiar el arma. En marzo de ese año, Salinas, de Olivos, mataba a su hermano y hería grave a su esposa.

Hombres violentos suelen tener parientes violentos. En el mes de enero el agente Contini desenfundaba la pistola en Mar del Plata para atacar a su suegra. La señora no se intimidó: con un pequeño revólver calibre 22 tuvo mejor puntería y lo mató de cuatro tiros.

Dijimos al referimos a Tucumán que la violencia policial va siempre acompañada de corrupción. La secta del gatillo alegre es también la logia de los dedos en la lata. Pero esto será motivo de otra nota, siempre que no tropecemos en el camino con algún disparo de «prevención».