La tradición itinerante

De los atorrantes, los vagabundos alemanes, los tirabombas, la importancia del ferrocarril, las cosechas y el hombre de la bolsa

Por Osvaldo Baigorria

“¡Huelga general para toda la vida!”
(Gregor Gog, 1929)

—Yo creía que todos los crotos eran ladrones— mi madre, sentada a la cabecera de la mesa del comedor, se abanica con una revista. Parece tan sorprendida como yo de los relatos de mi padre.

—¿Ves por qué nunca le dije nada?— él me mira de costado—. Ella es muy sugestionable.

Pero mamá tenía su parte de razón. Las familias de inmigrantes con oficio —como la de mi abuelo materno, que era sastre— desconfiaban de los que no tenían ocupación fija. Los inmigrantes sin oficio constituían el 75 % del total de los recién llegados a Buenos Aires alrededor del 1900. Si no encontraban trabajo, o si tenían que esperar varios meses hasta la próxima cosecha, pasaban a engrosar las filas del submundo marginal, portuario y orillero, en crecimiento desde 1880 en adelante.

EL DEVENIR ATORRANTE

En esa época, la palabra atorrante comienza a aparecer en versos populares y crónicas periodísticas para referirse a los residentes de los grandes caños que yacían a lo largo de la ribera porteña, desde la barranca de la Recoleta hacia el sur. Según Fray Mocho, fue el escritor Eduardo Gutiérrez —autor de Juan Moreira— quien utilizó esa palabra por primera vez en el diario La Patria Argentina: la compañía que fabricaba esos caños, destinados a las obras sanitarias en construcción, era A. Torrant, nombre de marca que habría quedado grabado como un estigma para los squatters de la vieja Buenos Aires. No obstante, el epíteto puede tener otro origen, asociado con el verbo atorrar —dormir— que ya existía en el vocabulario argentino por lo menos desde 1870. Atorrante sería aquel que, como siempre duerme, nunca trabaja.

Sin embargo, los atorrantes tenían su dignidad: no eran mendigos, según admite Fray Mocho (bajo su otro seudónimo, Fabio Carrizo, en una Caras y Caretas de diciembre del 1900), “sino gentes que más por desabrimiento de la vida, por voluntad, abandonan los halagos y comodidades que pueden brindarle los recursos o sus familias y se retiran a un paraje solitario a llevar una existencia exenta de las molestias que puedan producir en su organismo las exigencias de la vida diaria”.

Otros relatos acerca de esta minoría han sido menos irónicos. José María Salaverria escribía en Tierra Argentina, Madrid, en 1910: “El nombre de atorrante lo expresa todo; equivale a holgazán, hambrún, vagabundo. Pero no se parece a ninguno de sus hermanos europeos. No es el pícaro español, ni el pordiosero italiano, ni el vagabundo francés; participa de ciertas cualidades de sus congéneres, sin ser igual a ellos. El cheminaux francés es quien más se le asemeja; pero este vagabundo de los caminos de Francia incurre con frecuencia en el robo o la rapiñería campestre, en tanto que el atorrante no roba ni perjudica a las huertas y gallineros. Tampoco pordioea. ¿De qué vive, en ese caso? Nadie lo sabe. Vive de milagro, de los residuos de la ciudad, de lo que llueve providencialmente, del aire, de nada. Pero el caso es que vive sin recurrir al daño”.

Entre la crítica y la alabanza, los cronistas de la época dibujan una imagen imprecisa de esa tribu urbana en la que podían contarse napolitanos que se ganaban la vida haciendo girar la manija de un organito, franceses que abandonaban la ribera para largarse a caminar por el campo y ex abogados alemanes que —mal que les pese a sus apologistas—, antes de morir de hambre o dedicarse a la mendicidad, preferían buscar comida en un gallinero ajeno.

Este conglomerado de extranjeros también venía a sustituir a un personaje que el empedrado de las ciudades expulsaba hacia el campo: el mendigo de a caballo. A lo largo de todo el siglo XIX, la figura del jinete mendicante, que vivía en las orillas de la ciudad pero recorría las calles céntricas, representó a una especie de hijo bastardo del gaucho nómada que para escapar de la injusticia de la civilización había escogido vivir a la intemperie pampeana. Por contraste, ese mendigo de a caballo dependía de las dádivas de la ciudad. De todos modos, según cuenta Emilio Daireaux en Vida y costumbres del Plata (1888), “acaso por el mero hecho de ir a caballo, no era vulgar ni desdeñado, era una especie de gaucho hidalgo, poco a propósito para el trabajo y que no juzgándolo digno de él, se convirtió en brujo, adivino, decidor de la buena ventura, poseedor de remedios cabalísticos, algunas veces payaso, que fingía estar loco o tonto para excitar la compasión del pueblo y alegrar los barrios o cuadras”.

El atorrante, por su parte, fue el europeo sin trabajo que se instaló en las orillas, tratando de evitar con altivez el hábito de la limosna. Producto del cruce entre corrientes migratorias y un nuevo sistema de relaciones socioeconómicas en la Argentina, particularmente en el área urbana, el atorrante es un sujeto social que así como casi no existía antes de 1880 —según observa Leandro H. Gutiérrez—, tampoco es registrado después de 1930: “La palabra que lo designaba puede haber sobrevivido, pero no aquel sujeto específico a quien ella evocaba”.

No puede decirse lo mismo de los crotos: aquí, palabra y sujeto establecen puntos de contagio que reproducen estilo, costumbre, linaje de minoría dentro de una tradición subterránea en la historia de Occidente.

MONARCAS DEL CAMINO

En Alemania ya existía la tradición del wanderer, del errante o vagabundo, que Hermann Hess retrató en su novela Knulp. Éste fue el nombre del personaje que se las ingeniaba para no trabajar, que comía y dormía en la casa de numerosos amigos que envidiaban sus aventuras, y que sabía seducir a las chicas de todos los pueblos que atravesaban su camino. Pero Knulp un día envejece, enferma y se quiebra. Escapando de un hospital en el cual iban a internarlo, al final se encuentra solo, moribundo y cansado en medio de una tormenta de nieve y, entre añoranzas de una infancia feliz, se pregunta cómo fue que la vida lo llevó a ese lugar. Así llega a sostener un diálogo final con Dios, quien le muestra, si bien tardíamente, su vocación o llamado: Knulp tuvo que ser un vagabundo para llevarle a los sedentarios un poco de música, de alegría y de nostalgia por la libertad.

Otros wanderers no esperaron tanto para asumir esa misión y se largaron alegremente al camino. Una de las formas de esta tradición, sobre finales del siglo XIX, fue el movimiento llamado wandervogel (pájaros errantes): adolescentes alemanes de origen burgués que, inspirados tal vez en los antiguos goliardos, salían de mochileros, componían canciones y acampaban en los bosques, vestidos con pantalones cortos, sombreros tiroleses y capas de lana. Catorce mil de estos wandervogel sirvieron en la Primera Guerra Mundial, y una cuarta parte de ellos murieron en combate. Más tarde, muchos de los sobrevivientes se volvieron nazis.

La influencia de ideas socialistas libertarias y anarcoindividualistas en el movimiento obrero y estudiantil europeo pronto sería el detonante de otro tipo de vagabundo, más internacional que tirolés, más ateo que goliardo, más lumpen que burgués. En el período de entreguerras se produce un fenómeno de errancia masiva en dirección a los bosques y campos de Europa. Jóvenes alemanes, holandeses, suecos, noruegos, daneses, etc. salen cada primavera a andar con un atadito al hombro, durmiendo bajo las estrellas y trabajando en las cosechas de trigo, fruta o lúpulo para cerveza. Según Osvaldo Bayer, hacia fines de los años veinte —antes de que el crecimiento de las bandas de choque nazis barrieran con este fenómeno— se calculaba que sólo en Alemania deambulaban cincuenta mil vagabundos: toda una subcultura que había inventado una jerga propia con más de dos mil vocablos, y un lenguaje de signos y señales que dejaban talladas en las cortezas de los árboles, cerca de las carreteras, para avisar a otros, por ejemplo, si en la próxima aldea había policías, o perros bravos, o prostitutas. En su libro Landstreitcher, Knut Hamsun narró la vida de estos seres orgullosos, individualistas, enemigos de la autoridad.

Bayer observa que, denominándose a sí mismos “monarcas”, se juntaban sobre todo en isla de Fehmarn, en el mar Báltico, donde después de trabajar en las cosechas se gastaban su dinero en las tabernas y prostíbulos, realizaban desfiles y festivales, y se enfrentaban con la policía, a quien ridiculizaban en versos y canciones. Había entre ellos personajes como Pitz, de quien se decía que había sido compañero de caminatas de Máximo Gorki. Eric Muhsam, quien en contra de la idea marxista del marginal como “lumpenproletario”, siguió las ideas de Bakunin y fundó un grupo llamado Vagabundos. Gregor Gog, quien organizó el primer congreso internacional de vagabundos en Stuttgart en 1929, en donde se proclamó la “huelga general para toda la vida”. Y Jost Pompold, cuya consigna era “el día que todas las mujeres del mundo ejerzan la prostitución comenzará el verdadero clima revolucionario”.

CONTRA LA ESCLAVITUD DEL SALARIO

Uno de esos personajes fue Kurt Gustav Wilckens, el vengador de los fusilamientos de la Patagonia, que mató de un bombazo al teniente coronel Héctor B. Varela en 1921. Wilckens, que era de una familia de la alta burguesía, no llegó a ser trashumante en su Alemania natal sino en Estados Unidos, a partir de 1910. Allí recorrió el país con un atado de ropa al hombro, trabajando en las cosechas, en fábricas de envases de conservas y pescados en escabeche, en minas de carbón, participando en asambleas y organizando luchas sindicales. Varias veces terminó despedido de sus trabajos y encarcelado; finalmente, fue expulsado. Pero en vez de quedarse en Alemania, volvió a cruzar el Atlántico, esta vez en dirección al sur: la Argentina sería el destino donde alcanzaría la estatura de héroe.

Aquí también Wilckens vivió como un linyera y trabajó ocasionalmente en las quintas de frutales, en los huertos y en los puertos de la Patagonia. Cuando estalla la rebelión patagónica de fines de 1920, Wilckens ya vive en Buenos Aires, donde la policía lo tiene fichado por sus vinculaciones con grupos anarquistas porteños. Aunque es un anarcopacifista, un antimilitarista influido por las ideas de Tolstoi, también respeta —y conoce personalmente— a grupos de “expropiadores” (partidarios de la acción armada). Al enterarse de la represión militar que termina con la vida de unos 1.500 peones rurales desarmados (según cifras de los anarquistas), su conmoción es tal que decide tomar la decisión que cambiaría para siempre su derrotero: atentar contra la vida del jefe militar responsable de los fusilamientos.

La historia es conocida y ha sido narrada de un modo magnífico por Osvaldo Bayer: Wilckens arroja una bomba de mano al paso de Varela en la calle Fitz Roy, es herido por varias esquirlas, no puede huir muy lejos, termina en la cárcel. Allí será ejecutado con un tiro en el pecho por un nacionalista de la Liga Patriótica Argentina llamado Pérez Millán. Y a partir de ese momento será inmortalizado por decenas de versos y alabanzas.

Así, Miguel Ángel Roscigna, en un artículo que aparece en el periódico Anarchia, de Severino Di Giovanni, llega a elogiar la figura de los vagabundos que “al estilo de ese gran linyera que fue Kurt Wilckens, con su mono al hombro, insometibles, inadaptables a la esclavitud del salario… recorren el mundo de punta a punta, atacando y desgarrando en mil formas el falso principio que somete a los pueblos: la autoridad”.

MAS CROTO QUE LINYERA

La palabra linyera (al principio con “gh” en lugar de “y”) era usada en la Argentina para designar a quien llevaba al hombro ese atadito de ropa que los italianos denominaban —quizá irónicamente— lingera (del neologismo lingeria: lencería o ropa interior). “Todo parece indicar que los primeros linyeras fueron italianos”, dice Alicia Maguid, la hija de Jacobo Maguid, dirigente histórico de la Federación Libertaria Argentina (FLA). En un ensayo titulado “Los crotos: la militancia trashumante”, publicado en 1970, Alicia señala que durante la primera década del siglo XX ya era popular una copla en jerga criollo-genovesa: “De Tucumán in Salta/ de Salta in Santa Fe/ la pobre linghera/ marcha sempre a pie/ ¿Per qué?/ Per que no güe diñe…”. No güe diñe, expresión asociada probablemente con el italiano “non guadagna”, no gana (dinero).

Los linyeras eran, en su mayoría, trabajadores golondrinas que, como las aves migratorias, venían cada primavera en vapores de tercera clase, viajando a veces en la proa o entre los puentes, se quedaban tres o cuatro meses para las cosechas, y volvían a Europa alrededor de mayo a gastarse el dinero que habían juntado. Sostiene Julio Mafud en La vida obrera en la Argentina que en la primera década del siglo XX entraban al país unos 100.000 trabajadores golondrinas por año. El atado de ropa que llevaban a cuestas, con el tiempo, pasó a llamarse “el mono”, tal vez —sugiere Hugo Nario— por la semejanza con la costumbre de los gitanos de andar por los pueblos con un monito al hombro. El mono se armaba con una bolsa de arpillera con las costuras abiertas para guardar la ropa, y se anudaba en dos puntas para que el brazo pasase entre las ataduras, pudiendo así llevarse cómodamente al hombro.

Más tarde, la descripción de “golondrina” dejó de aplicarse a la mano de obra europea que venía a trabajar temporalmente al país para designar a todos los que iban y volvían de las cosechas a sus hogares distantes, en su mayoría criollos. Y el término linyera comenzó a ser sustituido por el de croto. Palabra de consonantes fuertes, breve, agresiva, útil para señalar con un dedo a ese recor- te criollo de una larga deriva.

—Yo te voy a decir cuál es la diferencia entre croto y linyera —interviene mi padre, con cierto aire de suficiencia, cortándose un pedazo de budín de pan que cocinó mamá para acompañar el mate—. Se les decía linyeras, al principio, a los cosecheros; o sea, a los que iban a trabajar a las juntadas de maíz o trigo y después se volvían a sus casas. En cambio, croto se llamaba a aquél que andaba siempre en la vía, a veces en las cosechas y otras sin trabajo. ¿Porque era bravo, eh? No era una vida para cualquiera. Yo te diría que un croto no se hace; nace.

Por supuesto que no estuve de acuerdo con esta última afirmación —me pareció retórica—, aunque opté por callarme. Con el tiempo aprendí que era exacta.

EL HOMBRE DE LA BOLSA

Si la deriva de las bohemias urbanas consistió en deambular por ambientes variados dentro de una misma ciudad “según las solicitaciones del terreno y los reencuentros que a él corresponden” (Debord), el movimiento de la bohemia rural fue, por el contrario, en dirección a los espacios abiertos y poco habitados.

Sin duda, el ferrocarril constituyó, como dice Alicia Maguid, el “decorado indispensable para la puesta en escena de nuestros crotos”. Se había extendido a lo largo del país según la estrategia que más convenía al capital inglés, que incentivaba el desarrollo de ciertas regiones agroexportadoras, como la pampa y el litoral, en detrimento de otras. Con fletes reducidos para los productos manufacturados que venían del exterior —principalmente textiles fabricados en Gran Bretaña— e incrementos para las artesanías que venían del interior, el trazado de las vías se concentró en un 90 por ciento en Buenos Aires y en las provincias del litoral: la meta era abaratar los costos de extracción y transporte de materias primas para que éstas pudieran desembocar rápidamente en las zonas portuarias y conquistar mercados para los productos importados.

El itinerario de la deriva crota en aquellos años siguió, por lo tanto, las líneas férreas que conectaban las zonas cosecheras. Trigo, lino, cebada, alpiste y granos eran juntados en los primeros meses del verano en Santiago del Estero, Santa Fe, Buenos Aires, La Pampa y el sur de Córdoba. La cosecha de maíz —una de las más solicitadas de mano de obra— comenzaba en febrero en el norte de Santa Fe y después continuaba en la provincia de Buenos Aires. También había cosecha de papa y batata en Buenos Aires, algodón en el Chaco, yerbatales en Misiones, obrajes madereros en Santiago del Estero, Santa Fe y Chaco, azúcar y tabaco en Salta, Tucumán y Jujuy, y recolección de fruta en Río Negro.

Así comenzó a dibujarse esa caricatura del hombre de la bolsa que, con la barba crecida, las ropas desechas y la bolsita a cuestas, merodea las casas del imaginario colectivo. Sólo en los últimos años del siglo XX —y, en particular, gracias a las investigaciones de Hugo Nario— se empezó a rescatar del pasado la figura del croto que deambulaba de cosecha en cosecha. Pero así como siempre ha sido equívoco colgarle esa etiqueta a todo aquel que vive abandonado en la calle, también lo es creer que el crotaje de la primera época era sólo un mundo de braceros rurales en busca de trabajo.

Había crotos fugitivos de la ley, la familia o el sistema salarial. Había peones rurales pero también delincuentes, desde rateros hasta asaltantes a mano armada. Crotos que vendían artesanías, baratijas, biyutería de la época. Crotos que cuando envejecían se compraban un carrito y un caballo para realizar ese reciclaje primitivo que fue el cirujeo. Crotos que cazaban nutrias, zorros y vizcachas. Crotos militantes, con la bolsita cargada de libros, volantes o periódicos anarquistas (básicamente La Protesta y La Antorcha) que llevaban a los rincones más alejados del país. Crotos que se instalaban como maestros de pueblo —sin título— para alfabetizar a los habitantes rurales.

Crotos que ayudaban a fundar bibliotecas populares, sindicatos agrarios, conjuntos de teatro, grupos de lectura y estudio. Y crotos filósofos que añadían a las lecturas de Malatesta, Kropotkin, Bakunin, Faure, Fabbri, Reclus y Ferrer, los libros de José Ingenieros, Gorki, Tolstoi, Stirner, Nietzsche o Schopenhauer, además del casi olvidado Mikhail de Panait Istrati.

Monarcas de los caminos del ferrocarril, los crotos de aquellos años fueron una especie de elite de los márgenes, una contracultura itinerante que quería sentirse libre, fluida e inasible frente al poder, el patrón y la policía. Sus vidas fueron la propaganda en actos, la puesta en escena de lo que otros escribirían, como señaló el dramaturgo Rodolfo González Pacheco en los años 20: “Es el bohemio de la ciudad trasladado al campo. El mismo tipo romancesco y belicoso. El mismo hombre, libertario por esencia, de pie al margen de las vías, como el otro de pie al margen de las sanciones burguesas”.

“Dejen lo seguro por lo inseguro”, llamaba André Breton, desde París, en la misma década. “Dejen, en caso necesario, una vida cómoda, lo que se les ofrece para el porvenir. Partan por los caminos”. Los crotos no necesitaban siquiera enterarse de que existían esas consignas. Ya habían escuchado su propio llamado.

(De: Anarquismo trashumante. Crónicas de crotos y linyeras)