Los helechos arborescentes
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Francisco Umbral
Inmensos bosques de coníferas y helechos arborescentes cubrían los continentes, purificando la atmósfera de anhídrido carbónico, pero eso era en mi enciclopedia infantil Luis Vives, aunque al atardecer, en aquel barrio vallisoletano del año treinta y ocho, también la calle se poblaba, entre dos luces, de inmensos bosques de coníferas y helechos arborescentes, que purificaban la atmósfera de anhídrido carbónico, dándole al aire húmedo y neblinoso del río un frescor puro de zona nacional por la que cruzaban camiones de moros y regulares. Y era cuando aparecía el moro Muza, que a mí me daba tanto asco, con sus inmensas bragas marrones, arrugadas, caídas:
—Cagan mientras caminan y ahí llevan la mierda —decíamos los niños de derecha/izquierda infantil/republicana.
El moro se acercó a mí, porque yo era el niño solitario, soñador, poeta y atento que dice direcciones a los forasteros e incluso les acompaña un poco hasta la esquina:
—Oye, españolo, dime las casas de niñas.
Las niñas eran las putas.
—¿Usted es el moro Muza?
—El fusil me lo da Franco y con el fusil su palabra.
Aquel moro Muza hablaba como don Agustín de Foxá, conde de Foxá, en sus romances y leyendas del César Visionario, Enciclopedia Luis Vives, un poco antes o un poco después de los inmensos bosques de coníferas y los helechos arborescentes, porque la Historia de España saltaba entonces de los bosques y los helechos a la Santa Cruzada, haciendo apenas un alto en los Reyes Católicos, que para eso salían en los billetes de peseta y en los sellos de Correos.
—Las casas de niñas, españolo, y tengo perra para ti.
La perra era una perra gorda, una perrona, una de aquellas perras de cobre, una moneda de diez céntimos, que por un lado tenían un león y por el otro no me acuerdo. En seguida las quitaron de la circulación, porque el cobre, a lo mejor, valía para hacer balas y matar rojos y salvar España y al Corazón de Jesús, que a lo que habían venido aquellos moros a mi barrio, a mi mundo —inmenso bosque de coníferas y helechos arborescentes—, era sobre todo a tirarse putas y salvar la vida del Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.
—El fusil me lo da Franco y con el fusil su palabra.
Efectivamente, aquel moro era el moro Muza, y no se limitó a darme la perra gorda de diez céntimos (que luego sustituiría el Gobierno por unas perras de falsa plata blanda y barata, que las abrías y tenían dentro un redondel de cartón), sino que el moro Muza me llevó consigo, o le llevé yo a él, hasta la puerta de la Formalita, que era la casa de niñas más prestigiosa de cuando la guerra, la casa de putas donde habían muerto grandes dignatarios, grandes santos, grandes sabios, grandes estrategas, con todas sus medallas, mucetas, togas, borlas, cruces, libros, bandas, orlas, cosas, de amago o aviso de infarto, en brazos de la doña Nati, la Isabel o la propia Formalita. Joder con aquella casa.
Y de allí mismo habían partido los grandes entierros españoles de la Historia de España, con caballos nacionales, plumeros de los Austrias, banderas, niños de los hospicios, monjas llorando en la calle y todas las meretrices arracimadas en los tres balcones de la casa, balcones bajos que sólo se abrían para eso: los chicos nos estábamos en la acera, con la cabeza para arriba (el cogote pelado por el piojo verde), viendo el triple palco español, nacional, desnudo, peludo, de las putas en su balcón, unas con la bata morada, otras con los pechos flojos, casi todas con el pelo rubio y las raíces del pelo negras, alguna con el gesto y el cuerpo todavía recogidos, aldeanos, puros, recientes, duras de pechos y niñas de cara.
De ésa era de la que nos enamorábamos, o de la que me enamoraba yo. Aunque siempre dudé —sigo dudando— entre la doncella que lava su virginidad en el río, antes de que llegue Heráclito a tirársela (nadie se tira dos veces a la misma mujer en el mismo río, ni en otro), y la mujer hecha, derecha, rehecha y deshecha, la que se lo sabe todo y la que se las sabe todas, un suponer la doña Nati, con su pelo negro, espeso, duro, tirante, español, gitano, su cara de india zamorana y su cuerpo de cuadriga de Roma con los cuatro caballos estilizados en una carne oscura, esbelta, musculosa y pictórica.
—¿Cuál te gusta más de todas?
Porque parece que el moro Muza estaba como dispuesto a pagarme un polvo, que andaba en la retaguardia con permisos y dineros y hasta me regaló una insignia de Auxilio Social, una insignia que luego le pasé a mi tía, diciendo que me la había encontrado en la calle (mi tía no se la puso, porque era roja, pero la forró de morado, para hacerse un botón o broche), y una caja de cerillas con la bandera española y contrafuerte o guardainfante de metal, de modo que metías la caja en el estuche calado y lo que quedaba a la vista era la bandera triunfal, cosa que gustaba mucho a la hora de sacar los mixtos y dar lumbre a una madrina de guerra o enfermera de la Cruz Roja en el Salón Burdeos del Bar Cantábrico, que era el salón elegante de la ciudad, donde se reunía toda la gallofa dorada de la retaguardia a tomar vermús, curar las heridas, ligar, convalecer, prometerse en artículo mortis, jugar a la baraja, hablar mal de Azaña y cantar el Cara al Sol si entraba de pronto un caudillo agrario herido en el frente.
—Yo es que no sé cuál me gusta, señor moro.
Pero el moro estaba dispuesto a que yo me estrenase como gañán. Y hasta recordé lo que contaban los chicos en la escuela de estufa apagada: «Dicen los moros que español jovencito, mejor que mujera». A ver si este moranco, con ser el Muza y saberse versos de Foxá y de don Luis Vives, va a querer darme por el culo, me dije.
Salvadas las primeras precauciones, resultó que no, que el moro sólo quería beneficiarse, con arreglo a su categoría y condición, a las tres meretrices más famosas de la capital de la retaguardia, o sea: la Formalita, la Isabel y la doña Nati. De modo que caímos por allí otras tardes, y ya era cosa como habitual el que, estando yo en el bordillo de la acera, estudiando la lección de geografía, los afluentes del Ebro, que son tantos y tan bonitos, o vestido de monaguillo, esperando la hora de la novena para acudir a la parroquia al tañido de la primera campanada (las campanas las tocaban otros chicos menos vistosos para la ropilla religiosa), apareciera el moro Muza y sin más me llevara de la mano a casa de la Formalita, que tampoco estaba lejos, pero era de ver el paseo: un moro gigante, con las bragas caídas, llevando de la mano a un monaguillo de púrpura y encaje, pelado por el piojo verde, y detrás todos los perros del barrio y algunos chicos de la banda:
—Paquito, mierda, si no tienes picha tú para tirarte a la doña Nati.
Las beatas daban el cante:
—Jesús, Jesús, si esto es en la zona nacional y cristiana, qué desmanes no se verán en tierra de masones, como Valencia.
—Los moros están bautizados, señora.
—¿Y quién los ha bautizado?
—Gomá.
—Herrera Oria.
—Franco.
—Franco no tiene poder para bautizar.
—¿Que Franco no tiene poder para bautizar? ¡Roja!
Ya la calle era enlaberintada, en el barrio tranquilo de las putas, con olor a chapistería y orín de perro, y allí nos dejaban los otros y subíamos a nuestra lujuria, el moro y yo, él buscándose la oscura picha morcillona de vino entre las grandes bragas y yo tentándome la pichita de niño bajo el manteo puericantor.
Fuimos unas cuantas veces mientras Franco ganaba la guerra, tomaba Bilbao, rechazaba las ofertas de paz y entre Azaña y Alberti trataban de salvar el Museo del Prado. El moro Muza se tiró primero a la Formalita —mujer grande y esqueletual—, haciéndome asistir al polvo para que yo viera cómo un infiel bautizado a bordo del Canarias se beneficiaba a una alta dama vallisoletana de las genealogías de Quevedo. Resultó que le daba por retambufa a la Formalita.
Unos polvos trabajosos, minuciosos, sudorosos, no porque la Formalita, toda solriza y polvos de arroz, no tuviese aquella vía expedita, sino porque el Muza estaba siempre morcillón y acababa derramándose por sobre las enaguas finas y los lazos menudos de la señora/señorita:
—Me pone usted perdida, señor moro.
Pero la pagaba en condecoraciones o medallas o cruces o cosas de su país o del nuestro, todo oro, plata, platino, bronce platinado, cosas que la Formalita entendía con buen ojo y guardaba en la sofalda para llevarlo a empeñar, revender o regalar a las monjas clarisas, que tanto rezaban por ella, según decía. O quizá fuesen las pastorinas. Otro día el don Muza se pasó a la doña Nati.
—A mí de sodomizarme nada, señor moro, que soy cristiana vieja y lo hago como la Ley de Dios. Todo lo más me pongo encima, que le veo barrigón, y como es usted infiel supongo que de todos modos será pecado.
El moro barrigón se echaba boca arriba y la morenez desnuda de la gran doña Nati no era sino blancura de virgen vallisoletana sobre el cuerpo remoro del negrazo, al que hacía juegos de mano y lengua con la cosa morcillona, y por fin se le cabalgaba encima, jaqueando al tiempo que se clavaba horquillas en el hermoso moño endrino, para no perder la compostura. Yo, sentado junto al balcón, miraba el espectáculo hasta que me aburría y luego se perdían mis ojos en la tristeza de la calle, la soledad de Tablares, todo ladrillo y perros muertos, o la luz única del farol de la esquina, como un planeta borracho que había escapado a todos los planetarios, desde Copérnico hasta hoy.
Por fin parece que le tocó a la Isabel. La Isabel era como una casada joven, como una señora bien, como una treintañona que tuviese el marido en el frente (y quizá lo tenía), defendiendo a Dios, a Franco, a la Cruzada, al cardenal Gomá, al otro cardenal, a todos los cardenales. La Isabel se comportaba con mesura, con decencia, cuidando su pelo de Estrellita Castro, su boca pintada de rojo vivo, su ropa interior de buena calidad, pero no provocativa ni profesional. Al moro Muza parecía que no le gustaba mucho esta señora, pero a mí era la que más me gustaba, por el aspecto de decente que tenía, porque hubiera sido como beneficiarse a la mamá de uno de mis compañeros de la banda, de la calle, y ya se sabe que en eso de las madres de los amigos, cuando se es niño, el edipazo funciona mucho.
—¿Y qué hace ahí esa mierda de crío mirándonos todo el rato?
La Isabel fue la única que reparó en mí:
—A lo mejor es que también te lo tiras cuando estás cansado de mejillones, morazo. O le haces manitas al rubito. Ay, estos triunfadores, que vais a ganar la guerra de los treinta años.
—Nada de eso, mi señora —decía el moro—, que el españolo es el mi muy pequeño amigo y viene a aprender, que me gusta de traerle y un día le voy a pagar un polvo, para que conozca los deleites de Alá, que el pobre ha nacido cristiano.
Desde entonces, desde que lo dijo el moro, he contado entre mis desgracias el haber nacido cristiano, pero hasta el momento no había reparado, e incluso me gustaban mis ropas de monaguillo de lujo, tan renacentistas, como digo ahora y no hubiera sabido decir entonces. Con ellas estaba revestido, todo de puntillas y hopalandas, huido de la novena y la parroquia, que eran mi deber, cuando se me acercó a la silla del pasillo Carmen la Galilea:
—Pero, coño, ¿y qué hace un monaguillo en esta puta casa?
Carmen la Galilea era ancha, clara, fuerte, rubia, bella, noble, limpia, dura, hermosa. Yo la conocía como a todas, pero nunca había hablado con ella ni con ella había tenido tratos morcillones el moro de las Españas.
—Es que vengo acompañando al moro Muza, que está ahí dentro con doña Isabel y a doña Isabel no le gusta que haya niños en la sala.
—Y qué bien hablas, rubito. Dime cómo te llamas. Mira que amigo del moro. ¿No te meterá a ti mano?
—Galilea, coño, deja al niño tranquilo, no lo vayas a malear —dijo la voz huera de la encargada, desde el fondo del pasillo, quizá desde la cocina.
—Anda, ven conmigo.
Yo le había dicho mi nombre a Carmen la Galilea y luego le había dicho «tú eres Carmen la Galilea». Anda, si me conoce y todo, el mierda este. Y así fue cómo me llevó a su habitación, subiendo un tramo de escalera en el que había una Virgen y un demonio, y su cuarto me pareció un poco más pobre que el de las otras, pero también más limpio, más pueblerino, como si me fuera yo a acostar con la criada de no sé qué pueblo o mesón. La verdad es que lo hizo todo Carmen la Galilea.
Primero se desnudó y la vi entera en un espejo, en el armario de luna, orlado de postales de artistas e imágenes del Museo de Escultura Policromada de la ciudad, Juan de Juní, Gregorio Fernández y todo eso. Ella, ya puestos a hacer cultura, era como un berruguete en grande, como una Eva de Berruguete, redonda sin morcillez, fuerte sin hombría, mitológica sin mitología. Se puso una bata de china y me desnudó, y yo la tenía encogida, a ver, del trance, y me lavó entero en una palangana, como mi tía tiempo atrás, y luego me llevó ante el armario de luna y me hizo verme, y yo ya la tenía tiesa, o sea dura, o sea empalmada, la picha:
—¿Ves?, ya eres un hombre.
Por el suelo habían quedado mis ropones, hopalandas, gregüescos y mis calzoncillos de lienzo moreno. La cama de la Galilea era un inmenso bosque de coníferas y helechos arborescentes.
Me puso encima de ella, en la cama, y me movió como un muñeco. He tardado muchos años en saber que hay mujeres que tienen toda la sensibilidad por la parte de fuera, que les duele el fondo de la vagina, o les molesta, y que se corren mejor con la cosa superficial. Algo así debía pasarle a Carmen la Galilea. Veía a una mujer tan mujerona disfrutando debajo de mí, con los ojos cerrados y mordiéndose los labios de mulata blanca, y no podía creérmelo. Cuando cuente yo esto en la calle, pensaba.
—No te puedo pagar, Galilea, yo no tengo dinero. A lo mejor el moro tiene y…
Rió fuerte, todavía debajo de mí.
—El moro Muza me había prometido pagarme un polvo.
Me atrajo hacia ella, tranquila ya de orgasmo, y me besó y acarició con una ternura de madre, me parecía a mí entonces, pero que luego he comprendido que era la ternura eterna de la mujer con el hombre. Eso que la Iglesia de Franco y mi confesor de San Benito llamaban precisamente concupiscencia y pecado mortal. Franco, por cierto, seguía ganando batallas.
Al moro Muza no lo volví a ver. A lo mejor se lo llevaron al frente. O al Desfile de la Victoria, que don Muza tenía presencia.
(De: Treinta cuentos y una balada)