Los mil días
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Daniel Moyano
El baúl traído de Italia, con protecciones metálicas y una gruesa traba para el candado, yacía como un pacífico animal en un rincón del comedor. El único que podía abrirlo era el abuelo y, a veces, la abuela.
A no ser por los bigotes curvados hacia arriba y la imposibilidad de pronunciar la jota o alguna letra de sutiles matices, nadie hubiera dicho que el abuelo fuese italiano. No se sabía a ciencia cierta lo que el viejo guardaba en ese baúl, pero los ojos indiscretos del niño habían advertido desde los primeros días que en él se guardaba el dinero, un cofre, alguna ropa, cartas, la escritura de la casa, postales viejas y estampas de santos. Tiempo después advirtió —porque el abuelo la sacó para limpiarla— una escopeta de dos caños, desarmada.
Él no conocía al abuelo, pero aprendió a quererlo en poco tiempo. Le encendía la pipa, le ayudaba a regar la huerta y a veces le tiraba de los bigotes. Pero el abuelo era inflexible y tenaz en todo. Gritaba mucho y las causas de sus gritos eran siempre el trabajo y el dinero. Fue echando paulatinamente de la casa a todos los hijos que no querían trabajar y se quedó con uno solo, que estaba haciendo el servicio militar en otra provincia. Había tenido en total cinco hijos y cuatro hijas, tres de las cuales vivían en las piezas construidas en la parte posterior de la casa, cada una con un hijo de padre innominado. A medida que las hijas iban teniendo sus hijos, el abuelo construía más piezas detrás de la casa, y para ello utilizaba los materiales más inverosímiles, que poseía en gran cantidad en un galpón construido para ese fin. De otro modo quizás nunca hubiera ampliado la casa que ahora, valorizada con esas mejoras y otro poco por la inflación (que entonces era una novedad), «valía sus buenos pesos», según una expresión que siempre utilizaba al referirse a su propiedad. «Menos bocas», solía decir el viejo cuando echaba algún hijo porque se negara a trabajar; pero he aquí que las hijas invalidaban este acto con sus inesperados sustitutos. Era curioso observar que todas, que se llevaban dos años de diferencia, habían tenido su respectivo crío a la misma edad: dieciocho años.
Cuando llevaron al niño, llamado Juan —único hijo de la única hija casada, muerta hacía poco tiempo—, de sus tres tías solamente dos habían sido fecundadas. La otra, menor, estaba sin duda en trance, aunque Juan no lo hubiera creído si lo hubiera asociado con los relatos de princesas, donde siempre la menor era la única virtuosa. Y todos lo creyeron así en la casa y con esta certeza se vivía. Para ella era todo lo mejor y era la única a quien el viejo no respondía con un gruñido en las raras ocasiones en que le hablaban. Ella también tenía esta certeza y le gustaba ser la hija buena y de confianza. Lo dejaba ver en su voz y en sus modales amables. Las otras en cambio eran díscolas e intratables. Sólo ella participaba de las conversaciones secretas entre el abuelo y la abuela, que siempre terminaban con los gritos desaforados de éste. Pero llegó el tiempo justo y un día, llorando, anunció que ella también estaba encinta. Y finalmente el hijo nació, sano y robusto como los otros.
Cuando el viejo vino de Italia, alrededor de 1902, tenía una considerable cantidad de dinero. Estuvo algún tiempo en Buenos Aires, luego pasó a la provincia, donde ganó algún dinero en calidad de colono y finalmente se radicó en las cercanías de la ciudad de Córdoba. Cuando él se instaló allí, consideraba que ya tenía una fortuna y su propósito era descansar. Corría ya el año treinta y había comenzado un proceso de crisis en el país. Compró por pocos pesos un campo chico cerca de un lugar llamado Argüello, donde construyó una casa con sus propias manos y se dedicó a cultivar hortalizas y frutas para su autoabastecimiento. Con el dinero que tenía entonces hubiera podido comprar unas quinientas hectáreas. Pero eso significaba trabajar y no era ése su propósito. Años después se arrepintió y quiso comprar un campo grande, pero ya estaban muy caros. Alguien le sugirió que prestara el dinero que poseía, pero él respondió que no era un usurero. Desde entonces comenzó a controlar bien sus gastos.
Juan no lo conoció bien al abuelo hasta que la menor de las hijas anunció el embarazo. El viejo gritó un día entero, desde la mañana hasta la noche, y al día siguiente enmudeció por mucho tiempo y jamás en su vida volvió a tocar el tema.
Juan, que tenía siete años y hacía dos que estaba con el abuelo, se levantó tarde ese día pues nadie lo despertó; pero al oír al abuelo advirtió que ya en sueños lo había estado oyendo y que gritaba por lo menos desde las cinco de la mañana. La confesión de la hija había tenido lugar la noche anterior, pero el viejo esperó el día siguiente, como si hubiese necesitado del sol para hablar. Despertó a la hija y comenzó el sermón de fuego. Y en ningún momento se dirigió a ella directamente. Les hablaba a todos, a sus inalcanzables yernos, a sus nietos gratuitos, a los hijos expulsados y al país entero. El país fue justamente el leit motiv de su discurso. Él no había venido aquí a enriquecerse sino a dejar dinero. Lo único que había buscado era la paz y ésta le había sido negada. Hablaba de Buenos Aires y maldijo el barco y el Río de la Plata. Este era un país de negros, vividores que no querían trabajar.
Juan, mientras tanto, iba y venía por la huerta. Arrancó unas hojas secas de algunas hortalizas, enderezó unas cañas del gallinero. Estas tareas solía hacerlas con el abuelo, y con el hecho de realizarlas él solo, quería significarle que lo apoyaba, que estaba de su parte. En efecto, el abuelo era un ídolo para el niño. Todo lo que el viejo decía se convertía en algo que ya no podía variar más. Adquirió sus mismos hábitos, la forma de caminar, de ponerse el sombrero. En las siestas solía sacarle la pipa con cuidado mientras dormía, y fumaba a hurtadillas bajo un árbol. Al principio le daba náuseas, pero luego se acostumbró. Un día el abuelo lo descubrió fumando y le quitó la pipa sin reprenderlo, pero enojado, como se enojaría otro niño por una cosa así. Pocos días después, mientras descansaba a la sombra, el viejo encendió la pipa y le ofreció una pitada.
Hacia el mediodía el chico ya no sabía qué hacer. No había ya ninguna caña torcida, ninguna hoja por arrancar, y todavía no era la hora del riego. Había realizado estas tareas lentamente, calculándolas una por una, con la esperanza de que esta morosidad permitiera al viejo callarse de una buena vez y volver a sus tareas habituales. Pero éste seguía gritando y ni siquiera variaba el tema. Hasta lo mencionó a él en un momento dado y Juan se oyó nombrar junto a «pobre criatura», y esto lo regocijó íntimamente.
Después de la corta siesta empezaron a discutir con la abuela, quien salió en defensa de las hijas. El abuelo hablaba un castellano casi correcto, pero a ella no se le entendía nada. Lo único que Juan distinguía y entendía era poverella, sei tu il diavolo, que la abuela repitió durante casi toda la tarde. Al fin ella enmudeció como si jamás hubiera hablado y volvió a tronar solamente la voz del viejo, que se suavizaba a veces cuando se le ofrecía algo o cuando respondía a alguna cosa rutinaria que la propia hija o algún vecino aventurado le preguntaba.
Cuando el abuelo calló al fin, ya era hora de acostarse y Juan, en su cama, sentía que los oídos le zumbaban con el eco de la voz del viejo. Y antes de dormirse oyó que el abuelo les gritaba a todos desde el baúl y que levantaba los puños amenazantes señalándolos a todos sin excluirlo a él. Pero abrió los ojos y vio que el abuelo, en la pieza contigua, acostado, se estaba frotando las piernas con alcohol.
La hija mayor, madre de Juan, murió poco tiempo después de casarse. El marido apareció un día con Juan de la mano y lo dejó con los abuelos. Prometió volver y pasar una mensualidad. De manera que casadas o no sus madres, los nietos por un conducto u otro iban a parar a la casa del abuelo. El padre de Juan no volvió más, aunque de vez en cuando escribía desde distintas provincias diciendo que «ya se arreglaría todo». El abuelo lo censuraba a veces, pero sólo cuando se refería a los otros yernos, a los que nunca conoció.
Juan era el mayor de los nietos; y a los ojos del viejo, el único, ya que a los otros ni los miraba siquiera. Las hijas, diariamente, tenían que oír una especie de sermón sobre sus pecados, pero estaban tan acostumbradas que jamás le contestaban nada. El estilo de esos sermones era, por lo general, un juego muy sutil e incisivo de alusiones que terminaban con una frase directa e hiriente, sobre todo en el acto de levantarse de la mesa al terminar el almuerzo. A veces las hijas, cuando él llegaba a ciertos límites, solían responder con voz ausente y muy suave: «bueno, papá», y seguían calladas como antes, inmutables e indiferenciadas. Los sermones ocurrían siempre a la hora de las comidas porque el tema de los mismos era siempre la alimentación de ellas y de los niños, que a él no le correspondía pagar. Debían trabajar o buscar a los maridos desconocidos para que lo hicieran. Al abuelo lo desesperaba no poder saber de dónde sacaban dinero sus hijas para ir tanto al cine, y pese a las minuciosas revisiones del baúl y recuento de dinero, jamás había faltado un centavo. A Juan le parecía imposible que ellas siguiesen comiendo allí después de lo que el viejo les decía, pero éstas, fecundadas, habían entrado en un orden de indiferencia y parecían vivir en un mundo hermético y ausente, inspirado y regido por esa fecundación. Criaban pacientemente a sus hijos, hacían ellas mismas la ropa en la máquina Singer de siete cajones, lavaban ropa casi a diario y las más de las horas del día yacían en sus lechos leyendo revistas que tenían en cantidades. A la hora de la novela radial se las veía juntas, inclinadas las tres sobre la radio, ubicada en la galería, y luego desaparecían misteriosamente, se iban hacia lo más profundo de sus piezas. El viejo odiaba a los tres niños y solía pegarles en las piernas con una varilla de mimbre, lo que ocasionaba nuevos disgustos y a veces peleas descomunales. Pero esto se solucionó gracias a los niños, que eludían hábilmente la presencia del abuelo o desaparecían cuando éste se acercaba. Eran rapidísimos y merced a este ejercicio habían adquirido en poco tiempo gran elasticidad en las piernas.
La amenaza constante del abuelo era que cuando se terminara el dinero se morirían todos de hambre. Juan oía esto y, aunque temía, puesto que lo que el viejo afirmaba era para él una verdad, siempre quedaba una esperanza: porque el viejo decía que todos se morirían de hambre, pero en ningún momento se refería a sí mismo; y como el abuelo a él lo quería, sin duda le daría participación en sus raciones cuando los otros murieran.
Ese invierno el viejo empezó a cambiar en cuanto al chico. Sus gritos eran cada vez más obcecados, más alarmantes. Comenzó a ignorarlo, a no responder a sus preguntas. Hubo una carta del Brasil donde tenía un hermano, que se leyó en voz alta ante toda la familia. Lo único que Juan percibió de ella fue la frase niente di soldi, que el abuelo, al leer, arrojó como una semilla desde la boca. Juan seguía acompañándolo en sus tareas, pero casi no se hablaban. A veces, mientras arrodillados ambos sobre un cantero arrancaban hierbas, el viejo solía murmurar largamente palabras ininteligibles. De vez en cuando levantaba la voz, cambiaba al parecer de tema, para hacer alguna observación lejana sobre la tarea que estaban realizando, y acto seguido maldecía al país, al barco que lo había traído y al Río de la Plata. Otras veces —y sólo cuando acababan las tareas del día—, el abuelo solía sacarle el sombrero y pasarle la mano por el pelo. Y con esto el niño se alegraba, sentía que quería al abuelo más que antes y que sin duda algo muy grave estaría ocurriéndole.
Y al promediar noviembre, una tarde, mientras cavaban un foso para plantar un árbol, oyeron que desde la cocina la abuela gritaba venite, Ninno é ritornatto a casa. Era el hijo menor, que volvía del servicio militar. El viejo estaba en ese momento agachado, con las rodillas apoyadas en el suelo, sacando tierra del foso con un tarro del tamaño de una taza, porque debido a la profundidad que tenía era imposible sacar más tierra con la pala. Cuando se incorporó, Ninno ya estaba allí parado frente a ellos, sonriendo con sus ojos verdísimos bien abiertos. Entonces el abuelo se paró y lo abrazó fuertemente, un largo rato. Luego volvió a tomar el tarro que había quedado sobre el montón de tierra y se inclinó sobre el foso. Juan lo miró y vio que estaba llorando.
El niño, por entonces, cobraba tardía conciencia de los hechos. No se adaptaba a la rapidez con que éstos se producían y los demoraba en su mente mucho tiempo. De esta manera, durante el invierno siguiente, pudo percatarse realmente de que Ninno había partido quince días después de su llegada para volver a Mendoza, donde había encontrado trabajo. Y ese invierno fue cuando él también empezó a cambiar, a sentirse cambiado, a evadirse mentalmente de todo y a permanecer mucho tiempo solo. Ahora se discutía más que nunca en la casa y una noche el abuelo dijo que se iba a matar. El niño, que oyó esto desde la cama, se imaginó inmediatamente el baúl, que sin embargo estaba viendo, y la escopeta sustituyendo con su estampido los gritos del abuelo. Y advirtió que siempre en la casa, ante una situación extrema o solemne, se recurría a ese baúl. Por eso le tenía miedo a la escopeta y a la muerte que el abuelo pudiera darse con ella. Y desde entonces el baúl significó para él una cosa mágica desde donde salía todo el poder y toda la dicha del mundo.
Una tarde muy fría salieron todos y en la casa sólo quedaron el abuelo y el niño. Éste, aburrido, se había sentado en la cama y recortaba papeles de diario con una tijera. El viejo, en la habitación contigua, revolvía muebles y objetos. En eso abrió el baúl y Juan oyó el ruido de la tapa y tuvo miedo. El baúl significaba el rito previo a un acto solemne. Se acordó de la amenaza del viejo y pensó en la escopeta. Quedó inmóvil y sintió que la tijera le pesaba en la mano. De pronto el abuelo lo llamó para que le ayudara a limpiar el baúl. El viejo estaba sentado en una banqueta y hurgaba con las manos. Él se puso en cuclillas a su lado para recibir los objetos que éste le pasara, de manera que no podía mirar dentro del baúl y el conocimiento que pudiera llegar a tener del mismo sería progresivo, a medida que el abuelo le fuera alcanzando los diversos objetos. Lo primero que le dio fue un hatillo de diarios doblados, atados con un hilo de pita; varias prendas de vestir muy viejas y rotas, entre ellas una camisa verde llena de agujeros. El niño la abrió y preguntó de qué se trataba, y el abuelo, sin mirarlo, le dijo: «De mi hermano; está muerto», con una voz indiferente, monocorde. El niño lo miró y vio un rostro solemne, preocupado, grave. A la camisa siguió una botella, tapada con un corcho, casi llena de un líquido blanquecino. Después un cofre no muy grande, de madera, con cerradura. Al entregárselo lo miró fijamente y el niño dedujo por esta mirada que allí estaba el dinero, todo el dinero que poseían. Lo puso con cuidado, aparte. Luego vino una especie de valija redonda, de forma cilíndrica y de cuero, con un cierre hermético. Era pesadísima. Al caer sobre el montón de cosas y luego al suelo hizo un ruido metálico. Estaba llena de monedas. Cayó una por una hendija imprevista y él la tomó. El abuelo le dijo entonces que podía quedarse con ella si así lo deseaba. Era de veinte y estaba polvorienta, como rociada de talco. Después vino la escopeta. La puso con cuidado sobre la camisa verde y tomó las tres cajas de cartuchos. Eran rojos, perfectamente alineados. El abuelo sacó un retrato y se lo dio. «Tu madre», le dijo, y siguió hurgando. Nunca había visto esa foto. Estaba ajada, amarillenta. La madre tendría entonces unos dieciocho años. Sonreía. En la mano tenía una ramita, posiblemente de laurel. Frente a la madre, que estaba sentada en una silla en medio del patio, se veía una sombra larga, la del fotógrafo. «¿Ves esa sombra? Es tu padre.» El niño no contestó nada. Miraba la fotografía perplejo y no podía saber que lo que sentía era una especie de terror incomunicable, arcaico, genésico, no tanto por la foto sino por todo, por esos documentos del tiempo que había en el baúl, inevitablemente envejecidos. Era como si la muerte, que él temía, saliera del interior del mismo. Después el abuelo volcó el resto del contenido en el piso. Juan no pudo ver esto porque fue a buscar un plumero. Recorrió las piezas vacías y tuvo miedo. Detrás de una puerta había una escoba nueva. Volteó algunos objetos y se lastimó un dedo en el clavo en el que finalmente halló el plumero colgado. Miró hacia el techo y vio a una araña cruzar rápidamente. Y sintió que toda la casa era un enorme baúl lleno de agujeros.
Después vinieron meses sombríos. Las discusiones crecían como un oleaje. Juan advirtió que las tías ya no venían a comer a la hora acostumbrada y que lo hacían en sus propias piezas, mientras el abuelo dormía. Habían engordado mucho en los últimos tiempos y los vestidos se rompían en los costados. Era la inercia total en que vivían, que se adosaba a sus cuerpos. Pasaban el día en sus piezas y a veces cruzaban la galería arrastrándose penosamente hacia el cuarto de baño, ubicado en un extremo.
Una mañana, como aquella vez que descubrieron el embarazo de la más chica, Juan se despertó muy tarde, mejor dicho lo despertaron. Estaban gritando desde muy temprano y esta vez participaban todos. El viejo acababa de anunciar que no tenía más dinero y que se morirían de hambre. Parecía cierto porque el abuelo en un momento dado lloró. Y dijo entre otras cosas que un pobre viejo como él había venido aquí lleno de ilusiones, para tener que morirse de hambre algún día sin un solo centavo en el bolsillo. Sacó aparatosamente hacia afuera los bolsillos de los pantalones. De uno cayó un diente de ajo y del otro extrajo él mismo un billete de un peso. Era todo lo que quedaba. Lo llamó a él y se lo entregó solemnemente para que fuera a comprar carne. Salió corriendo sin lavarse la cara. Pensó que esta vez a él también le tocaba porque el abuelo no se había excluido a sí mismo de la mortandad que vendría sin duda. Pero no se asustó. En cierto modo le gustaba ser partícipe de hechos tan importantes para todos. Cuando volvió con la carne y entregó el vuelto, el viejo ya había salido.
Durante los primeros momentos hubo temores pero luego fue fácil averiguar el paradero del abuelo. Bastaba correrse hasta el tejido de alambre del costado sur y divisarlo en el patio de la finca lindera, sentado en un banco de troncos. Su vecino era un hombre criollo de unos cuarenta y cinco años y durante mucho tiempo el único contacto con el abuelo había sido el saludo de práctica. El viejo detestaba ir de visita a ningún lado y sorprendía verlo ahora en aquella casa, de cuyos moradores hablaba siempre mal. Comió con ellos y por la tarde estaba nuevamente sentado en el banco de troncos hablando fragmentariamente con los huidizos miembros de la familia, que iban o venían de sus tareas deparándole sólo una atención súbita y breve, en cuyos contados segundos el abuelo relataba algo intrascendente, tratando sin duda de justificar su inaudita presencia en la casa.
Juan, por su parte, se puso a caminar sin sentido por la huerta y desde allí veía discutir a las mujeres acaloradamente. Estaba ausente, perplejo, absorto por las palabras del abuelo. Todos morirían sin remedio, aunque los más fuertes durarían más. Moriría uno cada día y al fin quedarían sembrados a lo largo de la huerta. El abuelo aquí, cerca del pozo de agua; él más allá, la abuela al fondo, las tres tías en el galpón, los niños en la puerta de calle. Después vendrían a llevarlos a todos en un camión y al abuelo lo enterrarían en el baúl. Con estos pensamientos pasó la mañana hasta que lo llamaron a comer. Por la tarde siguió fluctuando en los senderos de la huerta con las mismas imágenes de la mañana en la cabeza. Creía verdaderamente en lo que había dicho el abuelo, pero pensaba en la valijita cilíndrica con monedas. Se dijo que quizás ya las había gastado. Se dio a la tarea de calcular cuántos pesos se podrían reunir contando las monedas. Veinte, treinta, a lo sumo cincuenta pesos, que alcanzarían para prolongar la vida un poco más.
Antes del anochecer el abuelo volvió. Tenía un aspecto derrotado, inútil, y en la frente le había crecido un resplandor, como una larga memoria de las batallas. Así lo vio Juan. Su abuelo se había transfigurado. Al entrar en la casa las mujeres lo acosaron. La abuela, decididamente de parte de las hijas, se paró detrás de ellas como una pieza posterior de batalla, como un testigo insobornable del pasado del abuelo, que iba a ser puesto en juego aquella noche. Juan estaba desvistiéndose para acostarse. Hubo un rápido cruce de palabras. Eran frases sintéticas, llenas de definiciones y alusiones. Los bandos habían ajustado bien sus líneas. El niño tuvo la sensación, a los primeros choques, de que el abuelo era invencible. La imagen de los muertos diseminados en la huerta se fijó sin variaciones en su memoria. Sin duda el abuelo vencería. Pero del viejo, que era la fuerza y el poder, saldría la salvación de todos. En un momento dado, con aire de suprema violencia y a la vez de solemnidad, sacó una gruesa llave del bolsillo y se dirigió hacia el baúl. Las mujeres lo seguían en silencio. Juan vio desde la cama el pelo lacio y blanco de la abuela cerrando la fila, y luego al abuelo, quien sacando el cofre del interior del baúl lo abría a la vista de todos. Adentro había un billete de mil pesos, nuevo, brillante. Tomándolo en alto, el abuelo pronunció la sentencia. Habló sin calor, sin violencia, y después lloró. La verdad era evidente y sólo se trataba de enunciar un hecho. A un peso por día alcanzaba para vivir mil días y hasta entonces él garantizaba la vida de todos. Nadie habló sobre lo que sobrevendría después de esos mil días. Nadie, además, comentó la situación, y todos se fueron a sus lechos respectivos. A poco apagaron las luces, Juan, tapándose y poniéndose de costado para dormirse, pensó que todo había salido bien; y aunque el problema no se solucionaba en su totalidad, por lo menos le quedaban mil días más de vida.
Desde entonces, a través de toda su larga vida, siempre tuvo que vivir situaciones extremas, en los límites del mundo. Pero aquella vez, como una bendición de la infancia, vio de pronto abrirse ante sí un mundo, si no encantado, por lo menos lleno de dichosas posibilidades.
(De: El rescate y otros cuentos, Interzona, 2005)