Los monstruos
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Eduardo Berti
Papá llegó con la chaqueta al hombro, colgando del pulgar. Venía del restaurante que había puesto en Caracas bajo el nombre de «Parrilla las pampas» y preguntó si estábamos listos para pasar la noche de Año Nuevo; nos había reservado una mesa en su propio restaurante, una gran mesa, la mejor, al lado del ventanal. ¿Listo?, pensé. No, yo no tenía forma de estarlo. Nunca me gustaron las fiestas. Odio profundamente el Año Nuevo. Me recuerda a cuando mis padres se separaron.
Tendría once años cuando el divorcio o, por decirlo de modo delicado, cuando mi madre y yo abandonamos a papá, a fin de instalarnos en el departamento de la calle Estados Unidos. Era el último día de 1982 y todos nuestros flamantes vecinos habían huido de sus escuetos hogares para recibir 1983 en la casa más amplia de algún pariente o amigo, de modo que todo el edificio había quedado desierto. Recuerdo que pasamos esa tarde ordenando el armario —vestidos, jeans, camisetas y zapatillas—, mientras nos preguntábamos cómo llegar despiertos a la medianoche. Para esa hora habíamos pactado un brindis.
A pesar de mi corta edad, yo advertía el alboroto en mi familia. Los meses previos habían sido agitados: cuando mamá proclamó que se iba de casa y que me llevaba consigo, papá se marchó a Venezuela, calculo que avergonzado ante el hallazgo. Adela me explicó, no obstante, que había viajado por razones de trabajo. ¿Quién era Adela? Era la cocinera y el ama de llaves; la niñera y también la planchadora y la lavandera. Mamá nunca hacía las tareas de la casa. Antes de partir a Caracas papá debió despedirla. Luego vendió la casa de Palermo y nos dejó aquel departamento en el que pronto empezamos a recibir llamadas de hombres preguntando por una cierta Vilma. Respondí en una ocasión «con qué número desea hablar» y un vozarrón pronunció el número correcto. ¿Quién era Vilma? Recién pude saberlo tiempo después.
El día anterior a la mudanza había escuchado, por accidente, cómo mamá conversaba con tía Sara por teléfono y hacía mención al juicio por primera vez.
Ahora entiendo por qué nunca hablaba mucho de eso, dijo mamá.
Mamá dijo sí.
Claro, dijo mamá, sí.
Hablé con el abogado, dijo.
Sí, lo mismo que opinabas vos, dijo mamá.
Un engaño, dijo mamá, una estafa, dijo.
Mis compañeros de colegio me llamaban el monstruo Lucas debido a mi nariz ganchuda, culpa del gigantesco sobrehueso. Me perseguían en los recreos para acorralarme y desempolvar espejos que enarbolaban como crucifijos ante mi rostro. «Miráte, monstruo, no tengas miedo». Mamá me escuchaba contar estas historias de la escuela entre lágrimas, pero nunca dijo que exageraban mis compañeros o que yo no era tan feo.
Después de ordenar el armario comprobé, recorriendo cada piso, que el edificio estaba todo desierto. Qué placer insensato llamar con furia a las puertas de madera y oír el retumbar de los golpes en los departamentos momentáneamente abandonados; cada uno devolvía un eco distinto. Luego, en el último piso, un extraño rumor me asustó y me alejé corriendo, sin llamar. Cuando volví, mamá había encendido la tevé y un locutor presentaba a dos mujeres que parecían mellizas. Nunca había visto algo así. Abrían sus bocas en un gesto de casi besarse; una volcaba un grito contra el paladar de la otra, empleando las entrañas de su socia como caja de resonancia, acallándola, imponiéndole una voz ajena. Era semejante al viento que abre de improviso una ventana para lanzar sobre las cosas un quejido que es suyo pero que resuena en ellas.
En silencio frente al televisor, pregunté al fin: «Mamá, ¿qué es eso del juicio?». Ella se sacudió el pelo y no contestó nada. «Tu padre cometió un engaño con ella», me había dicho, toda compungida, Adela. Así supe lo de la cirugía plástica. «Su verdadera nariz era como la tuya. ¿Entendés, Lucas?» A Adela le costaba explicarse sin ofender mi nariz y mi fealdad, pero sostenía que al ocultar su operación papá había estafado a mamá. Un defecto ominoso, el del abuelo cuyas fotos nadie había visto jamás, el mío, el defecto de papá antes de operarse, el sobrehueso de una familia de monstruos era la condena que pagaba mi madre por no haber descubierto el secreto a tiempo; esto fue lo último que me dijo Adela antes de marcharse de casa para siempre.
Muchas veces insistió mamá en los años que siguieron para que yo visitase a papá. Pensé que ella buscaba, a lo mejor, ponerme frente a él con el propósito de que mi nariz le recordase el linaje de familia, la operación, la infamia cometida.
Acepté viajar a poco de cumplir los dieciséis. En el aeropuerto de Caracas hacía un calor agobiante. Papá fue a recogerme a bordo de un gran automóvil blanco y me llevó a su casa en la ciudad, una verdadera mansión, donde fui presentado a una mujer y un niño gordito de cuatro o cinco años. Comprendí que mamá me había ocultado muchos datos sobre la nueva vida de mi padre. «Ella es Vilma», dijo él y tuve que saludar a la mujer. «Y él es Cristian, tu hermano. Vamos, chicos, dénse un beso». Miré a Cristian con recelo y con mayor perplejidad. Me sorprendía saber que tenía un medio hermano pero aún más que su nariz era pequeña y respingada, igual a la nariz de Vilma. Lo consideré en el acto como una especie de hijo de segunda, en cuya cara no se había labrado el sello de familia, y así le dije a papá esa misma noche. «¿De qué hablás, ¿Lucas?» Tan sólo respondí: «La nariz… La familia, vos sabés». Me miró con ojos confusos y la charla derivó hacia otras cuestiones. ¿Disimulaba? Yo estaba dispuesto a perseverar. Tenía un sueño, también: irme de Venezuela con la foto de papá joven; con su antigua cara, el trofeo mayor.
Con Vilma me llevé mal desde un principio. Por las tardes, tomando el té, esperábamos que Cristian regresara del jardín y papá de la empresa que administraba además del restaurante, y sobre la cual Vilma se empeñaba en decir «ignoro de qué se trata ese negocio». Tenía Vilma esa maldita costumbre de limarse las uñas todo el tiempo. Yo sentía tal desprecio por ella que le conté con gran placer la historia de la operación de papá. Dije que Cristian era bonito de casualidad y que un próximo hijo les saldría aún más feo que yo. Pero Vilma, sin creer una palabra, me pegó una cachetada cuyo impacto recuerdo bien, todavía.
Por la noche papá visitó mi cuarto. Yo estaba leyendo, tirado en la cama, él tomó asiento a mi lado y los resortes del colchón soltaron un sordo quejido. Antes de que empezara a retarme le pedí que lo admitiera todo. «Cristian nació con esa nariz por azar. Vas a ver si tenés otro hijo», le advertí. «Vilma no puede tener otro hijo», respondió. Le dije que lo sentía, pero mentira, no lo sentía nada. «Entonces dudo de que Cristian sea hijo tuyo», le solté. El súbito recuerdo de ese vozarrón en el teléfono, preguntando por Vilma, había bastado para activar mi fantasía más rencorosa. Enfurecido, él apretó los puños. Pero no quiso mostrarse violento. Al fin y al cabo estaba en vías de recuperar un hijo. Claro que si papá no se hubiese visto un tanto extraño allí, conmigo, ese día habría recibido dos cachetadas en menos de tres horas.
«Lucas, ¿quién te contó esa historia? Fue mama ¿no es así?» Prometí confesarlo a cambio de que me mostrara una foto del abuelo. Lo miré con cara de «acá te pesqué». Esperaba derrotarlo con las armas proporcionadas por Adela. «¿Una foto del abuelo?», titubeó. Sin pausa llevó la mano derecha a un bolsillo remoto y extrajo una billetera en la que guardaba, en electo, un retrato del abuelo Augusto. La nariz era normal. Se parecía incluso a la nariz de Cristian.
«Es la única foto que conservo», dijo emocionado. Me hundí bajo las mantas y cubrí mi cabeza con la almohada. «Andate, andate», le ordené. Todo había sido un invento de Adela. Había existido un juicio entre mis padres, es verdad, pero no por narices sino por dinero y propiedades. «Ella piensa que la estafé con sus ahorros», me explicaría papá más adelante, una década después. El estafado era yo. El defecto en mi nariz dejó de parecerme el sello de un linaje para convertirse, otra vez, en un triste sobrehueso en un sitio indebido. ¿Había sido todo una venganza de Adela, al saberse despedida?
«Feliz Año Nuevo», brindaron Vilma y papá en la «Parrilla las pampas». Se acercaban las doce y Cristian dormitaba en su silla. «Brindemos por algo. Pidamos un deseo», sugirió Vilma. Me quedé estudiando su sonrisa idiota. ¿Qué veía papá en esa mujer? ¿Por qué había dejado a mamá? ¿Para estar con alguien así? Me decepcionaba. Mucho. No era mi padre el heredero de una familia de monstruos que arrastrase un defecto desde la Edad Media, así como la nobleza arrastra sus títulos a través de la historia. «¿Y vos, Lucas, por qué brindás?» No lo dije en voz alta para no estropear el momento, pero imaginé que acaso yo podría fundar esa familia de monstruos, ocultando mi defecto.
Aquella cena vi a los tres por última vez. Años más tarde, de vuelta en Buenos Aires, precisamente el mismo día que supe del choque que condenó a Vilma a una silla de ruedas, me crucé con Adela por la calle. No me vio. Caminaba muy despacio. Forcejeaba con un bastón, lo que era una novedad. Parecía mal de salud, arruinada; y sentí lástima al ver cómo se internaba toda temerosa entre la gente. La seguí una, dos, tres cuadras a una distancia prudente. Me preguntaba de qué podríamos hablar si es que resolvía alcanzarla. Entre jadeos hizo un alto y cambió de mano el bastón; por un instante cruzamos las miradas, ella frunció el ceño y en su cara advertí el atisbo de una duda. Luego apoyó el bastón y reanudó la marcha. Pensé que había fingido no reconocerme pero recapacité: yo mismo no me acostumbraba a mi nariz nueva, dado lo reciente de la operación. Hasta mis viejos amigos titubeaban antes de saludarme. Era lógico, por lo tanto, que Adela siguiera andando sin siquiera una sospecha. No obstante, sentía un fuerte impulso: el impulso de abordarla y de gritarle «soy yo, Adela, soy yo; ninguna cirugía podrá acabar con el monstruo que fui y que llevo aún agazapado en la sangre».
(De: Los pájaros, Beas, 1994)