Mariposas
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Sandra Russo
Con Pablo nos conocimos en un bar de Constitución. Yo era de Quilmes y él de Don Bosco. Teníamos diecinueve años y nunca nos habíamos cruzado, aunque sí encontramos rápidamente chances reales para haberlo hecho: intercolegiales, mi club, su club, un par de amigos de amigos en común. Una nochecita de 1977, yo estaba tomando una grapa en un bar sucio y con olor a meada a la salida de la estación. Ese año lo hice todo el invierno. El bar se llamaba Loco Mía. Me iba de mi casa paterna diciendo que salía con amigos, pero me tomaba el tren a Constitución y me quedaba ahí en un bar, tomando grapa o café con leche, con una libretita que llevaba siempre conmigo para escribir cosas. Andaba cada noche que iba al Loco Mía con alguno de mis tres libros favoritos, uno de Pessoa, otro de Ungaretti y otro de Montale. Eran mis fetiches. Me aferraba a esos libros como a biblias que contenían parábolas que alguna vez me serían reveladas.
En 1977 se podía estar en un bar de Constitución, por ejemplo, leyendo esos autores. Otros autores, muchos autores, no. Yo no era totalmente consciente de lo ruin que era eso. Tenía 19 años y pensaba que la vida era así. De Pessoa me sabía poemas de varias páginas de memoria. “Tabaquería”, por ejemplo. Lo debo haber leído o pensado para adentro diez mil veces. De Ungaretti me gustaba todo lo contrario, su economía poética. “Me ilumino de inmensidad”, recuerdo. Tenía una edición bilingüe, que yo leía en un italiano a mi antojo, destartalada por el manoseo constante. De Montale, recurría obsesivamente al “Poema 5” para Xenia II.
—Del brazo tuyo he subido por lo menos un millón de escaleras… —dijo Pablo, a quien yo no había visto todavía, cuando se acercó a mi mesa y puso la mano sobre el libro de Montale, el que yo había llevado esa noche. Me sobresalté. Era como si me hubieran visto en bolas. De hecho, mi primera reacción fue taparme el pecho con las manos. Pablo ya se había sentado, y me sonreía.
—Nadie lee a Montale —le dije taxativamente, defendiéndome no sabía bien de qué. —Yo sí. Las únicas pupilas verdaderas eran las tuyas —me dijo triunfal. Así terminaba
aquel poema.
—¡Mierda! ¡Lo sabés! —me reí. Y abrí la boca como un pez que acaba de ser pescado.
—¿Cómo se te ocurre que nadie más que vos lee a Montale? —me preguntó divertido. Tenía puesta una camisa a rayas celestes y azules. Me extrañó que usara camisa y no camiseta. Repasé mentalmente todos los pibes que eran mis amigos y usaban camisetas. Mis ex amigos, los que jugaban al rugby, sí usaban camisas. Lo miré un poco mejor. Pablo tenía una barba de algunos días, el pelo desordenado y ligeramente enrulado. Era un poco desgarbado, flaco, y movía las manos como un pianista. Mientras me miraba sonriendo, las movía sobre la mesa de fórmica anaranjada como si fuera un teclado.
—¿Sos tecladista? —le pregunté.
—¿Yo? Jaja —se rió para atrás, le vi las encías rosadas y las muelas—. ¡No! Ansioso soy. Muy ansioso. ¿No sos ansiosa vos?
—Sí, qué sé yo. Pero no ando moviendo las manos así. ¿No podés dejarlas quietas? Me marea —le dije porque me molestaban esas manos que se movían como las patas de algún animal insólito, y porque también me mareaba lo que acababa de suceder. Esos libros eran muy importantes para mí. Eran mi universo portátil, porque afuera no había nada, todo era yermo. Ese sábado yo estaba allí, tomándome esa grapa, sola, en ese bar gay de mala muerte, sin esperar nada, matando el tiempo. Y de repente eso.
—¡Pero sí! Mirá —dijo él y dejó las manos apoyadas sobre la mesa, con mi libro entre ellas—. Tony —le dijo al mozo—, una grapa para mí también. ¿Querés otra? —me preguntó. Hice que sí con la cabeza.
Por un instante me miró.
—Me llamo Pablo, ¿vos?
—Nora —le dije.
El miró la hora. Tenía un reloj excesivamente grande, plateado, con cronómetro o algo
así, que le quedaba grande. Miró la ventana que daba a la calle, por la que se veían pasar hombres con mochilas o bolsos, casi todos solos. Era una noche fría, áspera, de un año terrible.
La mesa de fórmica naranja estaba quemada con cigarrillos y tenía algunas inscripciones grabadas con navajas o cortaplumas. Ninguna memorable. Una decía “Claudia te amo”, otra “Viva Temperley”, otra “Vamo Lanús”. Constitución era la frontera. Para los del conurbano, ahí empezaba la Capital. Ese invierno de confusión yo quería quedarme en la frontera. Detenerme dos o tres horas mirando lo que pasaba alrededor. Las mesas más animadas eran las de los grupos de maricas. Los recuerdo muy mariquitas, putitos marginales que usaban los pantalones muy ajustados y cada tanto se iban de a dos a los baños. También había borrachos que se peleaban pero nunca pasaban a mayores, parejas de hombres y mujeres que salían de un telo con los pelos mojados y devoraban las supremas a la Maryland sin mirarse, viejos solitarios que seguramente vivían por ahí cerca, señoras bolivianas con bebés de esas que siempre hay en los lugares muy mal iluminados y a cualquier hora, esperando a alguien o haciendo tiempo, como yo.
Tony trajo las grapas y las tomamos en silencio, como si nada estuviera pendiente o esperara una resolución. Yo me sentía entonada y cómoda, por una vez con alguien en mi mesa. Las mariquitas me miraban. Quizá pensaran que yo cobraba. Que así como hay putas que se disfrazan de enfermeras o mucamas, yo estaba disfrazada de adolescente lectora de poesía.
—¿Y qué vamos a hacer con esto? —me preguntó de pronto Pablo.
—¿En qué sentido? —lo miré intrigada.
—Sábado, once y cuarto de la noche, este lugar, Montale. ¿Vos qué hacés acá?
—Estoy tomándome una grapa, como vos. ¿Vos de dónde sos?
Ahí comenzó una parte de la conversación en la que hicimos entrar ese mundo del que ambos nos alejábamos. Mi colegio, su colegio. Mi familia de comerciantes, su familia de abogados. La carrera que él, después de cuatro meses, ya había abandonado —Filosofía—, y la que había abandonado yo —Sociología—. Las revistas subterráneas que leíamos. Los poetas que habíamos descubierto. Él no había leído a Pessoa y yo no lo podía creer. A la tercera grapa le recité “Tabaquería” completo. Pablo se emocionó mucho, se frotó los ojos para secárselos. No quedamos en silencio otra vez. Yo me quedé recordando la parte en la que Pessoa dice “Come chocolates, pequeña, come chocolates”.
—¿Vamos a un telo? —me preguntó Pablo de pronto.
Yo apoyé con fuerza y airadamente la copita de grapa sobre la fórmica.
—¿Vos venís acá de levante? —le pregunté con un halo de desprecio que incluía los levantes, el bar, Constitución, Montale, la grapa, las lágrimas mientras yo le recitaba “Tabaquería”. Había un mundo normal en el que los sábados los chicos y las chicas de mi edad tenían fiebre de sábado por la noche, un mundo en el que los chicos levantaban a las chicas o viceversa, y en el que se entablaban relaciones de una noche, que parecía que era lo que indicaba el éxito o el fracaso de una salida. Yo detestaba lo normal.
—¿Vos sos boluda? —me preguntó riéndose—. ¡Éste es un bar gay!
Me desconcertó. No supe qué decir.
—Vamos a un telo a fumarnos un porro y a seguir leyendo tranquilos y en posición horizontal —me dijo—. ¿Vos comiste? Yo tengo un vacío en el estómago…
—Sí, yo ya estoy medio en pedo —le dije, ya serena, porque Montale volvió a funcionarme como un garante.
—Acá en la otra cuadra hay uno que te dejan entrar con pizza y Coca. ¿Vamos?
—Bueno —le dije. Yo no era muy amante del porro. Había fumado cuatro o cinco veces, pero nunca me había hecho efecto. Yo quería que me pegara, quería reírme como todos los fumados que tenía siempre alrededor, y sobre todo quería que me gustara el porro para dejar las anfetaminas. Me permitían concentrarme mucho, pero el bajón no lo aguantaba.
Pagamos y salimos a la calle. Hacía frío y corría un viento helado. Caminamos, él un paso delante de mí, una cuadra por la avenida Brasil. Por el camino yo iba viendo ese paisaje humano al que estaba acostumbrada y del que después de todo yo también formaba parte. Desconocía por completo los motivos de esa elección, ya que yo elegía estar ahí. ¿Por qué estaba allí esa noche? No tenía la menor idea.
En la segunda esquina doblamos unos metros y Pablo se detuvo en la puerta de un hotel para pasajeros que era un telo encubierto. Había chicas en la esquina y en la puerta. El entró a la recepción y desde adentro me cabeceó para que entrara. Ya tenía una llave en la mano. Subimos un piso por la escalera. “Del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras, y ahora que no estás cada escalón es un vacío”, era el verso completo de Montale. Cada vez que lo leía sentía un fuerte estremecimiento interno, fuera de toda lógica, como pasa con la poesía. No pensaba en nadie particular que había estado y ya no estaba. Yo sentía otra pérdida, pero no sabía cuál era. Sentía el vacío que había quedado.
Pablo abrió la puerta de un cuarto pequeño, que olía ligeramente a desinfectante. Todo, en general, daba asco. Las mesas de luz amuradas a la pared, la colcha de falso raso rojo desgarrada en los extremos, el espejo corroído que estaba en el techo, arriba de la cama.
—Ponete cómoda —me dijo—. Si te querés dar una ducha creo que hay agua caliente. Yo ya vengo, ya le dije al encargado que salgo a comprar la pizza. ¿Con anchoas te va?
—No, no. Anchoas no.
—¿Napolitana?
—Bueno.
Pablo salió y me dejó allí. Me quedé inmóvil, en posición fetal, sobre la cama. Me adormecí porque la grapa me había hecho efecto. Cuando abrí los ojos no fue porque Pablo hizo ruido al entrar, sino por el intenso olor a ajo que salía de la caja de la pizza. Bajo el brazo traía una Coca–Cola de litro. Puso un toallón del baño sobre la cama, trajo los dos vasos que había en una repisa, y acercó su morral cuando se sentó frente a mí, yo del lado de la cabecera, él del otro, y estalló en una carcajada:
—¡Pero mirá el programón que nos armamos! —dijo, satisfecho, sacando un porro—. ¿Fumamos primero?
Me encogí de hombros. Me daba lo mismo. Igual el porro no iba a pegarme. Y tenía hambre. El olor a ajo me había activado las papilas, la pizza me hacía agua a la boca. El encendió el porro finito y aspiró un par de veces antes de pasármelo. Yo aspiré también un par de veces y se lo devolví, y así fue y volvió. Me puse a abrir la caja y a separar las porciones que ya estaban cortadas. Las servilletas de papel se habían engrasado, así que Pablo trajo el rollo de papel higiénico.
De pronto, cuando estaba envolviendo una porción con el papel, sentí claramente cómo una mariposa gigante, fucsia y negra, nacarada, pasaba rasante por mi hombro derecho y seguía vuelo hasta chocar violentamente contra el vidrio de la ventana. Al chocar no cayó. Agitó muy enérgicamente las alas y fue hacia el techo. Era del tamaño de un murciélago, quizá más grande porque no he visto nunca un murciélago de cerca. Miré alrededor, boquiabierta por un zumbido que pronto llenó todo ese cuarto de hotel: había diez, quince mariposas gigantes entrechocándose en el aire, esquivándose, rebotando contra las paredes y volviendo a volar hacia el lado contrario.
—¡Pablo! —grité agitando los brazos—. ¡Salí a pedir ayuda!
—¿Qué pasa? —preguntó él, sentado en posición de loto, arriba de la cama, masticando una porción de napolitana.
—¡Las mariposas! ¿No las ves? —yo seguía viéndolas planear como aviones de madera balsa, y cada tanto protegiéndome la cara cuando alguna se me acercaba mucho.
Pablo me sirvió lentamente un vaso de Coca y vino a mi lado. Me sujetó los hombros con firmeza y me dijo:
—Tomá el antídoto. Es yerba colombiana. Es fuerte. Perdoname, pero, ¿vos fumás porro? —Sí, pero no me hace efecto.
Él se rió y acercó el vaso a mi boca.
—El antídoto. Tomá sorbo por sorbo —dijo—. Así, tragá despacio. Tomá más. Terminate el vaso. Cuando termines este vaso de Coca todo va a estar como antes.
Yo le hice caso. Cuando terminé de tomarme el vaso entero, sentí que el aire se serenaba, y que necesitaba apoyar la espalda contra el respaldo de la cama para tener una real perspectiva de lo que estaba ocurriendo alrededor. Lo hice. Poco a poco, las mariposas se fueron esfumando, haciéndose translúcidas hasta desaparecer. Yo me quedé agitada y, sin embargo, me vino desde el bajo vientre una carcajada feroz, que dejé salir. Pablo apenas sonreía mirando cómo yo me sacudía de risa.
—¿Aluciné? —le pregunté—. ¿Pero con el porro se alucina?
—Depende, me parece que no —me dijo con una voz muy baja y muy tierna—. Quién sabe si fue el porro, o si son tus propias mariposas y las llevás a todas partes.
Yo lo miré, como desentrañándolo. Creo que recién ahí lo miré bien, lo repasé con los ojos, con los oídos, con el registro táctil de esa firmeza y suavidad entrelazadas con las que me había agarrado los brazos mientras yo tomaba la Coca. Necesité besarlo para saber más. Y al hacerlo el gusto a ajo se reconvirtió en gusto a sexo. Era un gusto intenso en el que había quedado impregnado de un modo inexplicable el aleteo de las mariposas. Era un gusto con sonido. La sórdida habitación del hotel de Constitución fue de pronto una caja de música. De una música íntima, volátil y secreta.
(De: Veintidós cuentos cortos y ligeros, Sudamericana, 2017)