Mentiras y posverdades

Por Julio Maier

La palabra “posverdad” no figura en nuestro diccionario castellano o, si se quiere, de lengua española (Real Academia). De tal manera, toda definición es errónea, aun la obtenida desde otro idioma. Conforme a ello, yo usaré la mía propia. Una mentira es nada menos ni nada más que eso: la afirmación de una realidad distinta a aquella que, según sabe quien afirma, existe, esto es, algo más que una falsedad, por la sencilla razón del dolo de quien la afirma. Esto es lo que parece caracterizar a los funcionarios del gobierno actual de la República Argentina, desde el presidente del PEN, sus ministros, legisladores y funcionarios menores. Tomemos como ejemplo al último cadáver que nos han regalado: tanto la Sra. vicepresidente como la Sra. ministro de Seguridad afirman mentiras: la primera pretende convencernos acerca de que un disparo de arma de fuego con munición de guerra efectuado desde detrás del cuerpo de una persona –víctima situada entonces de espaldas al tirador– y desde abajo hacia arriba –contexto: en zona montañosa–, que provocó su muerte, no es un asesinato con alevosía (CP, 80, inc. 2, cuando menos) y la segunda pretende que esa acción fue la respuesta a un ataque terrorista masivo con armas de guerra de grueso calibre. Veamos quien es la víctima muerta, en lenguaje de la Sra. ministro, no corroboradas por ningún medio de prueba: el terrorista atacante con armas de guerra poderosas es un aborigen mapuche de veintipico años de edad, pobre de solemnidad –como toda su comunidad–, que vive en una casa de menor valor que una prefabricada –casilla de madera– en las afueras de Bariloche, barrio en el cual carecen de todo servicio urbano. En lugar de terrorista, la víctima parece ser un atrapado por el terror, sentimiento que aumentó sobremanera al conocer quién era su ministro de seguridad y quien le disparaba por su orden.

Veamos quién está al frente, esto es, quién se opone al derecho que posee una comunidad indígena a vivir en las tierras que poseen ancestralmente y de las cuales obtienen los escasos elementos que posibilitan la vida comunitaria, a quien el poder judicial “protege” mediante un desalojo compulsivo ordenado para ser llevado a cabo por un operativo conjunto de las fuerzas de seguridad federales y provinciales. Para los jueces las víctimas son, en un caso, un tal Sr. Benetton, al parecer italiano de nacimiento y residente en cualquier lugar del planeta Tierra, conocido universalmente por su riqueza individual y privada, que –me da vergüenza decirlo– llega en la patagonia argentina –sólo en ella y como extranjero– a la friolera de poseer casi un millón de hectáreas que él nunca llegará a conocer en su íntegra vida, esto es, un territorio más grande que algún país europeo de los que él habita; en otro caso, un tal Sr. Lewis, al parecer inglés, amigo de nuestro presidente, a cuya famlia invita a pasar vacaciones con pasajes incluidos, que, en uno de los lugares más bellos del planeta, ha conseguido acrecer su “propiedad privada” con las tierras que rodean totalmente uno de los lagos más bellos de la cadena andina y, por tanto, el disfrute particular del lago mismo. Sólo imaginar estas “propiedades privadas” se torna imposible, pues constituye –dicho en cordobés– una “guasada”.

Un jurista especialista en Derecho constitucional me enseñaba hace unos días que el único derecho declarado sagrado por nuestra Constitución federal era el llamado “de propiedad privada”, derecho cuya violación parece enfrentarnos con Dios, núcleo del sistema económico y cultural engarzado por la Constitución. Por supuesto, ese derecho es todo lo opuesto y contradictorio con la la llamada “propiedad colectiva”, que el art. 75, inc. 17, reserva para los territorios de los pueblos originarios que preceden no sólo a nuestra independencia como Nación, sino, antes bien, a la conquista y colonización europea de nuestro suelo. No existe la menor duda acerca del choque de estos dos conceptos que, según indica nuestra ley fundamental, deben convivir de alguna manera, que a nosotros nos toca crearla.

Y ahora la “posverdad”. No se trata de una comparación con la realidad existente, sino, antes bien, de aquello que debería ser real según alguna concepción del mundo de las relaciones interpersonales. Se trata, precisamente, del conflicto entre la propiedad privada, individual, y la propiedad colectiva, popular. El conflicto se arma cuando unos sostienen la primera, incluso a los extremos reproducidos, y pretenden borrar la otra, mientras los otros defienden a su comunidad de vida, reclamando que no sea arrasada por el dominio individual. El Sr. Macri, nuestro presidente de la Nación, que miente como sus ministros y funcionarios cuando la descripción de la realidad lo obliga, no ha mentido nunca, en cambio, cuando se trata de aquello que yo llamo “posverdad”. Allí fue claro cuando tildó de “curro” a los derechos humanos previstos en convenciones internacionales, por tanto despreció cualquier límite a la “propiedad privada” y mucho más aquel que procede de otra “posverdad” universal, aquella que consagra la igualdad real de todos los seres humanos como valor a aproximar en la realidad y en la mayor medida posible, siempre ha defendido el mérito económico adquirido de cualquier manera como signo de distinción entre seres humanos, ricos y pobres, europeos conquistadores e indígenas conquistados, en fin, blancos y negros. Él y sus funcionarios pertenecen a una clase especial de seres humanos, incomparables con otros, el individualismo contra la cooperación y la solidaridad.

Toda nación necesita hoy para crecer, para alcanzar la felicidad de todos o, al menos, la satisfacción de quienes la integran, de una burguesía nacional ciudadana que crea en ella como tal. Dicho en idioma vulgar, necesita del sentimiento de “patria”, más chica, más grande, pero fuerte. Nuestro país no lo consiguió hasta ahora de modo firme, pese a su bondad –o quizá a causa de ella–, que tolera que los hijos de extranjeros llegados al país tras la gran guerra europea, en primera generación, gobiernen su nación, respaldados por sus padres, a quienes todavía se les nota el acento extranjero al pretender hablar la lengua nacional (Franco Macri, Cristiano Ratazzi, Paolo Rocca, por citar ejemplos). Por ello han sido denunciados como cipayos y apátridas, calificación que para nada está vinculada a un partido de fútbol, sino a la defensa irrestricta de la soberanía nacional en todos sus aspectos, sentimiento que, con claridad, no pertenece al modelo gubernamental. La única regla que los eriza es la de “costo/beneficio”, desprendida del ideal de la propiedad privada. Otra regla no existe o es secundaria. Por eso el trabajo humano es una mecancía como cualquier otra, su costo sólo un peso para el resultado final de un negocio, los sueldos o beneficios una caridad mal entendida, Ni la vida humana alcanza para superar, en el contexto del caso concreto, al valor de la propiedad privada y a sus reglas derivadas.

* Profesor Emérito UBA.

14/12/17 P/12