Mi viejo, la Spica y la Navidad

Por Diego Pietrafesa

Siento que si llega la Spica a mi arbolito llegará también eso que perdimos. Porque quiero hablar también de nosotros, los huérfanos, que en estos días compartimos la furia, el dolor y las calles.

Le voy a pedir a Papá Noel una Spica, la radio que tenía mi viejo cuando yo era pibe.

Cada verano íbamos a pasar unos días a Mar del Tuyú, en una casa a mitad de construir. Había luz eléctrica pero la heladera era una Saccol, de esas a las que había que cargar con una barra de hielo. En la playa pasaba el barquillero con una ruleta en la tapa del tambor. El giro de la aguja era hipnótico, de uno a cinco. Y nosotros con mis hermanos aprendiendo que la suerte a veces abraza y a veces odia. Jugábamos a la pelota paleta, los días de lluvia nos poníamos la campera y pisábamos el muelle con más entusiasmo que pericia. Los pocos cornalitos que caían en la red del mediomundo alquilado terminaban en la sartén de mi mamá. Éramos felices. Y yo me daba cuenta.

Evoco la Spica de mi viejo porque lo veo a él en la arena, como si el aparato fuera un astrolabio y papá el encargado de unir el parlante con la voz de alguien del otro lado del mar. No era cualquier “alguien”, era Radio Colonia, que transmitía desde Uruguay. Lo sabríamos mucho después, pero esa era una de las pocas maneras de enterarse de lo que pasaba en esta orilla. Y parece que desde la costa atlántica todo era más fácil, sin interferencia. Porque en Buenos Aires mi viejo escuchaba Rivadavia y me despertaba a las 7 de cada mañana con la súplica de Héctor Larrea a Gardel: “Cante maestro, cante que hace falta”.

Será la época de guirnaldas y pompones rojos, será la tristeza que tengo por estos tiempos que tienen de todo menos espíritu de fiesta. Pero hay algo en esa Spica que es nostalgia y no: ¿a dónde tendremos que ir a buscar la verdad, a qué mar, a qué horizonte?

Siento que si llega la Spica a mi arbolito llegará también eso que perdimos. Podremos compartir la mesa sin que otros nos dicten el menú, estará allí lo que nos pasa, lo que nos cuentan que sucede. Si regresa mi viejo lo hará a las puteadas, como era su estilo. Y pasado el asombro de su eventual retorno del cielo de la gente buena, volveremos a discutir como chicos pero con esperanzas de grandes. Últimamente no coincidíamos en casi nada. Me gustaría volver a abrazarlo y decirle al oído que –tallados en diferente perfil- siempre tuvimos la misma madera. Eso es: reconocernos entre los parecidos, celebrando las coincidencias, postergando los egos. Hablo de Don Gerardo, hincha de Central. Porque quiero hablar también de nosotros, los huérfanos, que en estos días compartimos la furia, el dolor y las calles.

¡Ay con esta impostada emoción del pesebre, de aquellos que si vieran hoy a una embarazada en harapos pidiendo lugar donde parir llamarían al 911! ¡Ay de la farsa de tantos, deseando felicidades en falso plural, apostando –como apuestan- a una sola felicidad, la de ellos y nadie más! Pobre hombrecito que cumple años en medio de vittel thoné, pionono, pollo frío y pan dulce. Nos pasaremos una nochebuena eterna discutiendo su divinidad, pero los hechos son los hechos. Hijo de Dios o del carpintero, el tipo tenía claro un par de ideas que enamoran: que todos morfen, que morfen primero los más pobres, que sean bienaventurados los que luchan por la justicia contra los poderosos.

Ese tipo hoy no sería noticia.

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