Miráme bien soy un pobre cornudo y empezó a llorar

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ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Luis Gusmán

Milanesa, pedazo tras pedazo el paraguayo va comiéndosela, cogiéndosela a la madrecita noche tras noche, besándosela pedazo tras pedazo, ella gime de placer, él come con placer las doradas milanesas, mientras nosotros famélicos esperamos que nos tire algún pedazo. Él sólo abre la boca y mastica, el resto lo hace la madrecita que corta la milanesa en pequeños bocados a los que recubre con puré y los lleva a la boca abierta del paraguayo. Nosotros miramos.

Este bocado para su mamá que está en el trabajo, este otro para la abuela que fue al banco de empeño a contar los frailes que se le perdió uno y si comés toda la sopa te va a traer un correquetecaga y una levita y la cuchara que viene en picada hacia mi boca. La guía la mano asesina de María Alegre, porque yo sé que María Alegre es una asesina, que mató al marido de una cuchillada, lo esperó a la salida de la fábrica y le clavó un cuchillo de cocina por la espalda y la llevaron presa pero después la soltaron porque estaba gruesa de la Tita. Ella no sabe que yo sé que es una asesina, escuché cómo la abuela se lo contaba a la madrecita creyendo que estaba dormido.

Yo mastico migas de pan, él mastica pedazos de sabrosas milanesas, la mano blanca y transparente de la madrecita tiembla un poco antes de embocar el bocado en la boca del paraguayo, él abre la boca grande y mastica. La mano asesina de María Alegre pilotea la cucharacuchillo ensangrentado para matarme, matarme por la boca, para que calle y no llame más a la abuela.

Él vigila cada uno de nuestros movimientos, porque sabe que en cuanto se distraiga vamos a tratar de matarlo, aunque hay un solo cuchillo y lo tiene la dueña de casa, nosotros sólo tenemos tenedores plásticos, nos morimos de hambre, le pedimos por favor que nos tire algún pedazo de jugosa milanesa, pero el paraguayo le dice que no, entonces ella lo tira debajo de la mesa para que lo coma la perra.

Yo vigilo cada movimiento que hace María Alegre, mientras ella cocina, lava, corta carne con un cuchillo de cocina, la piel a rebanadas del marido muerto. Mi hermano me dice al oído que habría que envenenar la comida, pero sabemos que ella la prueba antes que el paraguayo y nosotros no queremos matarla a ella sólo queremos robársela al paraguayo, como antes se la quisimos robar al pastor apostólico que se la llevaba todo el día a la iglesia, al compañero de la oficina que los fines de semana se la llevaba a la isla del Paraná, a Montana que cada vez que viene la encierra en la pieza. Nosotros vamos a esperar que el paraguayo se quede dormido y le clavaremos los tenedores en los ojos, porque ya vemos que la madrecita está tomando mucho vino y después de tomar tanto vino siempre se queda dormida, entonces aprovecharemos para sacar la cuchilla de abajo de la almohada.

Él abre la boca, come queso y dulce cortados prolijamente por la madrecita. Yo, como hermano mayor, divido en partes iguales la aceitosa milanesa, hay que clavar despacio el tenedor, despacio porque se dobla, despacio, mientras el hermano mediano le levanta los párpados al paraguayo, yo por ser el mayor le clavo los dientes del tenedor en los ojos, el hermano más chico le clava los dientes y le arranca una oreja, él grita como loco pero ella está muy dormida para escucharlo, el mediano saca la cuchilla debajo de la almohada y le corta la lengua, el más chico le corta las manos, para que no pueda ver, ni oír, ni besar, ni tocar a la madrecita que está dormida, entonces nosotros la metemos en una bolsa y la llevamos para nuestra pieza y la acostamos en la cama para que duerma con nosotros y no se vaya de noche y vuelva por la mañana. Yo, como más grande, decido que la atemos, para que no se pueda escapar.

Venitas azuladas, venitas azuladas en los músculos del paraguayo, el paraguayo maneja la pala con destreza, la clava en la tierra con fuerza y la pala se hunde, la mete honda, la clava hasta el mango, como la debe clavar a la madrecita. Yo lo miro asombrado, puro músculo el paraguayo, con dos tetas grandes y marrones que le ocupan casi todo el pecho, la debe tener negra y grande, como la de Quevedo.

Están construyendo en el terreno que ella compró a plazos, nosotros acarreamos carretillas de tierra, está tan contenta la madrecita sentada en la reposera debajo de un árbol, a la sombra, para que no le vaya a hacer mal el sol en su estado. Teje y teje sin parar, batitas y escarpines rosa para la nena. Miro la hora y hago un alto en el trabajo, es la hora de la vitamina, está muy anémica, que no lo vaya a perder, que no lo vaya a perder. El padre cava y cava sin parar, hay que levantar el techo antes que lleguen los primeros fríos, que el hijo nazca en su propia casa, ella me recomienda la leche en polvo porque los pechos no tienen leche, nunca la tuvieron y no le van a cambiar ahora de vieja.

Flavia espera para setiembre, los pechos cargados de leche, la madrecita se acerca y —me dice— sabés una cosa, es de otro paraguayo hermano de este paraguayo, venido del Paraguay.

Tan fácil como si todos los hijos que nacen son hijos de padres paraguayos, entonces soy la repetición de mi padre, soy mi padre, soy mi padre y mi madre al mismo tiempo, y el negro aprovecha mi desconcierto y trata de llevarme para el fondo detrás de los yuyos, dice que vamos a hacer el pozo ciego, lo que quiere es hacerme a mí y se aviva nomás, me pregunta si sé jugar al teto, vos te agachás y yo te la meto. Juguemos, juguemos.

Me hace mientras yo pienso en el Pepe que me faltaba, el abortero manos brujas a Flavia le hizo dos abortos, le digo al paraguayo, cualquier cosa si querés sacarte el fardo de encima, la llevamos a Pepe, él no entiende porque sólo habla guaraní.

Los pepes, los paraguayos, todo se mezcla en mi cabeza, entonces me canso y empiezo a luchar para sacármelo de encima, hasta que rodamos y vamos a caer al pozo ciego, nos quedamos callados y esperamos, después llamamos a la madrecita al mismo tiempo.

Desde arriba del pozo aparece primero la panza y después la cara de la madrecita, nos tira una soga, una sola soga, ya no tenemos más ganas de seguir luchando por la posesión de nada, la soga queda corta, le añade otro pedazo y tampoco sirve, no alcanza, queda corta, corta para siempre.

Una música mágica y hermosa brotaba del tocadiscos, el tocadiscos sonaba a todo lo que da. La música se escuchaba en todo el pueblo, todos venían a admirar el tocadiscos que el Manolo había traído de Buenos Aires, los discos se cambiaban solos y ellos miraban asombrados. Al paraguayo le quedaba bien el pantalón vaquero y la remera roja.

Carnearon un chancho y organizaron un baile en honor de la porteña, la porteña bailó con todos, iba pasando de mano en mano, los conquistó a todos con su risa y su payé.

Bailó chamamé y todo, hasta con el comisario bailó. La madre del paraguayo estaba tan contenta que le regaló un perfume para protegerla de todos los males “te ponés por todo el cuerpo y en las muñecas te hacés una cruz”. Pero al final se cansaron y terminaron por echarla, porque el Manuel se entretenía todo el día con ella y se la pasaba puro baile y puro paseo y no iba al campo a recoger la cosecha, entonces le sacaron el pasaje y la fletaron de vuelta.

El viaje era muy largo y cansador, volvió medio muerta de hambre, desde la estación lo llamó por teléfono y él vino enseguida en taxi, ella ya se había tomado dos tazas de café con leche y mientras seguía comiendo le contó el sueño que había tenido en el tren.

Entonces Cristo me llevaba entre sus brazos, me llevaba a un lugar que había muchas flores, unas flores blancas con un perfume extraño y caminábamos entre las nubes y él me hablaba y su voz era dulce y serena, no era una voz humana y llegamos al final del camino donde había miles de flores de todos los colores, yo en la tierra nunca vi un lugar igual.

Ahora vivimos juntos, nos entendemos por gestos, porque al final siempre deseamos las mismas cosas. Por la tarde mateamos y conversamos, cada uno en su idioma, pero respetando rigurosamente el turno del otro.

Él suele pulsar la guitarra y canta canciones en guaraní, a veces nos sorprendemos haciendo gestos en el aire, como dibujando siluetas de mujeres, entonces nos damos cuenta de que estamos hablando de ella, pero no nos atrevemos a pronunciar su nombre, que es la única palabra que tenemos en común.

Por las noches traigo el diario y él se entretiene mirando las fotos de las mujeres en malla, hay días en que me canso y trato de convencerlo de que se vuelva al Paraguay eso casi siempre cuando descubro en su cama, la forma de su cuerpo que me resulta familiar.

Los gladiolos tienen que ser blancos, porque el blanco es el color de la pureza. De las velas rojas caen gotas de cera que parecen gotas de sangre, como las que brotaban de las heridas de Nuestro Señor Jesucristo. No volveré a entrar a la pieza, hasta que las velas no se hayan consumido totalmente. Llegará el amanecer y por la ventana veré cómo se apagan las últimas estrellas, el cielo quedará limpio y sereno. Vuelvo junto al altar, recojo la cera sobrante y la aprieto contra el calor de mi cuerpo para que se ablande, hago tu cabeza con la cera, dos huecos con los dedos para tus ojos negros y una sonrisa para tus labios.

Amanece y suelto la paloma, esperando que su vuelo sea en línea recta hacia el poniente, no vuelvas para atrás palomita, no vuelvas. Si tu boca se va a abrir para decirme adiós que se silencie para siempre, que se apague como la luz de esta vela.

Envuelvo tu cabeza y tus cartas, en este trapo negro, a pesar de todo soy tu humilde sierva, aunque haga un pozo al lado de la higuera y te entierre, justo cuando el sol que sale me da en la cara.

Y no creas que soy una bruja, sino una mujer que quiere que vuelvas a esta casa, que ya no me importa de mis hijos ni de mi marido, viviré para vos, nos iremos lejos donde nadie pueda decirte que podría ser tu madre, si nadie antes te dio esos besitos en esa parte del cuerpo donde ninguna otra mujer te dio besitos.

Por eso todas esas virgencitas, esos santitos, por eso las velas ardiendo en la noche, y en medio de ellas la bombacha a florecitas amarillas que usé la última noche que pasamos juntos, la bombacha floreada que tanto te gustaba porque era transparente, esos calzones que no he vuelto a lavar y en medio de las bombalinas, en medio de ese olor, tu foto, para que el milagro se cumpla y vuelvas a esta casa, si no aunque sea que vuelvas por mis bombachas, por mis besitos.

(De: El frasquito y otros relatos, Aguilar, 1996)