«Mirame bien, yo soy el dueño de tu vida y de tu muerte»

Por Mariana Carbajal*

Las mujeres testimonian -muchas por primera vez- la violencia, el acoso y el abuso del que han sido víctimas en los ámbitos, en las geografías y a las edades más diversas. Este libro es un documento único que da cuenta de la angustia y la sombra que el machismo ha dejado en sus vidas. Como parte de su trabajo periodístico, Mariana Carbajal entrevistó durante años a cientos de mujeres de toda la Argentina y escuchó sus historias de discriminación, maltrato, acoso o abuso. Situaciones ocultadas por vergüenza o expuestas ante oídos sordos; justificadas porque «sos mujer», porque «las cosas -los hombres- son así». Los testimonios de enfermeras, abogadas, mujeres en situación de prostitución, estudiantes, empresarias, militantes políticas, gremialistas, periodistas, monjas, empleadas, obreras, artistas, madres, hijas, abuelas, personas con cuerpos feminizados que integran este libro componen un fresco perturbador que expone las formas, la magnitud y la profundidad del machismo en nuestra sociedad. Relatos expresados por primera vez o denunciados hasta el cansancio, en los que el ámbito, la edad, la ocupación o la posición social no hacen diferencia. Yo te creo, hermana es un documento único, un mosaico de voces indignadas, avergonzadas, emotivas, cándidas, rebeldes, de quienes ya no se resignan, como las millones que hoy se atreven a salir a las calles y luchar en todo el mundo.

 

Testimonio de Miriam Lewin, 60 años, periodista. Miriam estuvo secuestrada en el Centro Clandestino de Detención Virrey Cevallos, de la Fuerza Aérea (foto), desde el 17 de mayo de 1977 hasta el 27 de marzo de 1978, cuando fue transferida a la ESMA.

Me tiraron sobre una mesa de madera. Una bombita de luz amarillenta colgaba sobre mi cabeza. Ahí fue donde me torturaron. Yo percibía que era un salón grande, con muchos participantes en esa especie de misa negra, de ceremonia diabólica, en la que algunos me preguntaban a los gritos con cuántos tipos me había acostado, en cuántas orgías había estado, cuántos abortos me había hecho. Uno me acariciaba la cabeza y la mano, y me decía: «Si colaborás, no te va a pasar nada». Y otro me mostraba su pene y me decía: «Te vamos a pasar uno por uno por hija de puta», y hacía observaciones sobre mi cuerpo, que parecía que tenía mejores tetas o culo en las fotos y que estaban desilusionados. Gritaban, me insultaban, me golpeaban. Después empezó la picana, picana en la vagina, en los pechos; el submarino seco y la ruleta rusa; simulaban que me disparaban; me decían que me iban a volar la cabeza, que me iban a matar; y uno me descubrió los ojos y me dijo: «Mirame bien, yo soy el dueño de tu vida y de tu muerte. Yo decido si te morís o no».

Tenía 19 años y militaba en Montoneros.

Eran las cinco de las tarde. Mucha gente estaba saliendo de su trabajo. Era una zona industrial. El colectivo estaba prácticamente lleno, pero pude acomodarme en el último asiento. Iba vestida con una campera que me había regalado mi amiga Patricia, era una campera de ella, de nailon, acolchada, tenía cuellito redondo, me acuerdo. En uno de los bolsillos, yo guardaba la pastilla de cianuro. Llevaba pantalones Lee, tipo Oxford, pero no muy anchos, y una camisa de algodón escocesa, beige, blanca, celeste y negra. Y botitas de gamuza, creo. No me maquillaba, a lo sumo un poco de rímel para realzar las pestañas. Era un día soleado de mayo. No hacía demasiado frío.

Me tiran al piso del asiento trasero del auto y alguien me pone el pie sobre la espalda. Me encapuchan. Hablaban por radio. Y estaban muy excitados. Muy alegres. «Vamos a alfa con la coneja, vamos a alfa con la coneja», repetían. Y empezaron a llamarme por mi nombre: Miriam.

Yo estaba resignada a que me iban a torturar desnuda y también a que me iban a violar. Para mí era natural. Pero tenía más naturalizada la violación que la tortura. La entendía como una pulsión más humana. Me taparon los ojos con un pedazo de neumático. El olor era acre. Desnuda tenía un poco de frío.

Cuando me encerraron en la celda, después de la tortura, al principio estaba tapada con una frazada, había una persona en el lugar porque tenían miedo de que me suicidara.

No vi la celda hasta el día siguiente. Las paredes eran de color marrón. Hace poco, un sobreviviente de ese mismo lugar me dijo que había averiguado y que antes de ser celda había sido una sala de torturas. El lugar era oscuro, húmedo, una casa antigua bastante deteriorada.

Lo peor de toda esa época fue el aislamiento. Diez meses absolutamente sola, únicamente venían a traerme la comida. Al principio, también a interrogarme, después de un tiempo ya no más.

Llamarme «puta» era una constante.

Sufrí, como otras mujeres, la humillación de tener que ir al baño con la puerta abierta y bañarme delante de los secuestradores.

Los que ellos querían era que nosotras no nos rebeláramos contra el rol tradicional de la mujer. Ellos veían que las mujeres en las organizaciones armadas no tenían ningún apego por la familia. Por eso a mí me decían que tenía buena madera, porque al intervenir los teléfonos de mi casa materna habían escuchado, por los diálogos que mantenía con mi mamá, que yo quería a mi familia. Para ellos, entonces, no era una salvaje guerrillera que no tenía sentimientos.

En la Escuela de Mecánica de la Armada era distinto. Había más luz. Teníamos acceso a mirar hacia afuera porque había algunas ventanas que daban al fondo. Entonces, los que circulábamos, los que formábamos parte de esa suerte de mano de obra esclava, podíamos vestirnos y comer más normalmente, interactuar entre nosotros. Incluso podíamos cantar. Salvo «capucha», donde estaban los compañeros a quienes iban a matar, que estaba en penumbra, y ellos tirados en el piso encapuchados, algunos con grilletes, y había ratas. Era muy distinto de los espacios en los que trabajábamos, que se parecían más a una oficina «normal».

Lo primero que me dijeron las compañeras que estaban en la ESMA fue que a ellos les gustaba que nos pusiéramos aritos, rímel, lápiz labial. Así como cuando íbamos a las visitas familiares, traíamos vainillas o alguna torta que mejoraban la dieta desastrosa que teníamos, una de las primeras cosas que pedían algunas compañeras era tintura para el pelo. Ellas me enseñaron que tenía que preocuparme por estar bien arreglada. Nuestra estética adolescente y guerrilleril era muy masculina: usábamos pantalones vaqueros y camisas a cuadros, no muy distinto de lo que usaban nuestros compañeros.

Ellos querían que abandonáramos esa vestimenta. Me acuerdo de que tenía una blusita turquesa, naranja, verde, también cuadrillé, como de bambula, arrugadita, muy bonita. Después, cuando me dejaron ir a mi casa, traje mi propia ropa.

Estaban convencidos de que nos habíamos enamorado de la persona equivocada, que nuestros compañeros nos habían lavado la cabeza, que no teníamos convicciones propias. Ellos tenían la mentalidad de que debías obedecer al marido, entonces no podían castigarte por haberles obedecido. Y la verdad es que no estaban muy equivocados. Muchas se separaban de sus maridos porque les decían: «La militancia o los hijos». La mujer no tenía la capacidad de ser autónomamente revolucionaria.

Ellos querían reencauzarnos, pero a la vez sentían fascinación por nosotras:

—Mujeres como ustedes pensábamos que solo existían en las películas —decían.

Porque podíamos saber de literatura, arte, economía. Eso les fascinaba. Ellos tenían mujeres que hacían un curso de modelaje e iban con sus hijos al Círculo Militar.

A algunas compañeras las llevaban a bailar o a pasear. Era parte de lo que ellos consideraban proceso de «recuperación». Nos exponían también a ser testigos de conversaciones sobre el comportamiento de tal o cual en la tortura, y si podíamos fingir que no nos afectaba, estábamos bien encaminadas en la «recuperación».

Es cierto que había sumisión dentro de la militancia. Nosotras pensábamos que la mujer se iba a liberar cuando la patria fuera socialista. En aquella época era extremadamente raro que la mujer militara y la pareja no, y más aún que los dos militaran y ella tuviera un rango superior. En general, se promovía que una formara pareja con algún miembro de la organización. Por supuesto, la cuestión del lesbianismo estaba absolutamente invisibilizada. No se reconocía su existencia.

Desde el discurso, los varones decían que no eran machistas, pero, en las parejas, las mujeres estaban a cargo del cuidado de los hijos, eran ellas las que faltaban a las reuniones para cuidarlos. Hubo muy pocas mujeres en la cúpula de la organización. Independientemente de que las mujeres tuvieran perspectivas de crecimiento, se las subordinaba a la situación de su marido. Si ella era delegada en alguna fábrica, por ejemplo, siempre era arrastrada para acompañar a su marido cuando él tenía que trasladarse a otra provincia por decisión de la organización.

En cautiverio, con las violaciones hubo un objetivo claramente disciplinador. Los represores tenían orden expresa de tener relaciones sexuales con las detenidas. El mensaje era que nuestros cuerpos no nos pertenecían a nosotras ni a nuestros compañeros sino al «Ejército victorioso».

Si antes de caer, cuando estábamos en la clandestinidad, nos enterábamos de que una compañera había sobrevivido —porque se contactaba con su casa—, pensábamos que gozaba de esos privilegios porque se había acostado con un represor. No teníamos conciencia de que eran situaciones de abuso sexual.

En esas condiciones, cualquier consentimiento estuvo viciado, claramente. Al ser testigos de la violencia extrema sobre aquellas mujeres que después eran destinadas a los vuelos de la muerte y de compañeras que parían en cautiverio, a las que les arrebataban sus hijos y después asesinaban ahí o en los campos de concentración de donde provenían, ¿qué capacidad de consentir tenías?

Me costó treinta años de reflexión, de interpretación, poder reconocer aquellas situaciones a las que nos sometían en los centros clandestinos de detención por ser mujeres. ¿Qué habría pasado si yo hubiera sido consciente de que la atracción sexual que ejercíamos sobre los represores nos hubiera servido para sobrevivir? ¿Si yo hubiera podido despojarme de la idea de que si me acostaba con alguno de ellos era una puta? Si hubiera sido un hombre, con una mujer que lo tenía cautivo, habría sido un vivo bárbaro. Nosotras mismas tendíamos a pensar de otra compañera que era una puta. No lo hablábamos, pero sabíamos que fulana salía todas las noches o mengana era llamada tres veces por semana para ir a la oficina de tal. Se condenaba sin ser dicho.

En la ESMA también hubo abortos.

* Mariana Carbajal nació en Temperley. Es licenciada en Periodismo (Universidad Nacional de Lomas de Zamora) y escribe para Página/12. Ha sido pionera en abordar temáticas que estaban invisibilizadas en los medios, como el impacto de la violencia machista en la Argentina. Es autora de los libros Maltratadas. Violencia de género en las relaciones de pareja y El aborto en debate. Aportes para una discusión pendiente, entre otros. Por sus artículos en prensa y su trabajo en televisión sobre los derechos de las mujeres, recibió numerosos premios, como el Lola Mora a la Trayectoria (2017). Ha sido impulsora del movimiento Ni Una Menos y forma parte de la Red Par, Periodistas de Argentina en Red por una Comunicación No Sexista. Es docente, y dicta cursos y talleres sobre periodismo con enfoque de género y derechos.

(De: Mariana Carbajal, Yo te creo hermana, Aguilar, 2019)