Mirta Rosenberg: la poesía más allá de las palabras
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Figura insoslayable en el panorama de las poéticas argentinas de entre siglos, Mirta Rosenberg falleció en Buenos Aires el 28 de junio, a los 67 años.
Por Adrián Ferrero*
Ha fallecido el 28 de junio del corriente a los 67 años la eximia poeta y traductora argentina Mirta Rosenberg (Rosario, 1951). Una figura de una coherencia ética y estética irreprochables. Su trabajo fue sobresaliente y de excelencia, además de haber formado a numerosos y distinguidos discípulos. Recibió importantes reconocimientos, como la Beca Guggeheim de NY, el Premio Konex al Mérito por su trabajo en la disciplina de Traducción literaria. También el Premio Provincial “José Pedroni” de Poesía. Rosenberg constituye una figura insoslayable en el panorama de las poéticas argentinas de entre siglos.
Tradujo y publicó, entre muchos otros, a Katherine Mansfield, Derek Walcott, Marianne Moore, Hilda Doolittle, James Laughlin, Seamus Heaney. En 2000, en colaboración con Daniel Samoilovich “Enrique IV” de Shakespeare. Desde 1986 integró el consejo de dirección de la publicación trimestral “Diario de Poesía”. En 1991 había fundado la Editorial Bajo la Luna Nueva. Y hacia el final de su vida otra revista de poética, poesía y traducción.
No fue una escritora demasiado prolífica. Quizás porque consagró buena parte de su tiempo y de sus energías muy en particular la traducción literaria del inglés y el francés, destacando como pocas. Los poemarios que dio a conocer son: «Pasajes» (1984), «Madam» (1988), «Teoría sentimental» (1994). «El arte de perder» (1998), «El Arbol de Palabras. Obra reunida» (publicado originariamente en 2006 y luego reeditado), «El paisaje interior» (2012), «El arte de perder y otros poemas (antología 2015), «Cuaderno de oficio» (2016), «Bichos» (2017, en coautoría con Ezequiel Zaidenwerg) y la citada reedición de «El Arbol de Palabras. Obra reunida» (2018, incluye ‘El paisaje interior’ y ‘Cuaderno de oficio’).»
Lo pensé largamente hasta que me di cuenta de que el mejor tributo que podía rendirle en tanto que lector, escritor y crítico a esta gran creadora era ensayar algunas hipótesis en torno de una poética tan rica como sugestiva, tan abierta al diálogo con quien la recorre como con tradiciones muy dispares. Porque promueve, precisamente, itinerarios ricos y un coloquio con distintos tiempos históricos. Siempre me sentí interpelado por la poética de Rosenberg. De modo que les propongo que profundicemos juntos en el libro que originariamente fuera publicado en 2006 (y luego reeditado), de título significativo: “El Arbol de Palabras. Obra reunida 1984/2006)”. A su primera edición me remitiré, que es la versión con la que cuento.
Procuremos indagar en lo que profundamente, hondamente es “El Arbol de Palabras”. No se trata (por cierto) de un ente vegetal, pero no obstante se trata de una figuración surcada de manera caudalosa por la savia de los fluidos y por sentidos arborescentes. Por el poder de intentar nombrar lo inefable. Por aquello que hunde sus raíces en la tierra (con todas las connotaciones y resonancias que ello supone desde las napas afectivas, el arraigo, el desarraigo, la zona natal, los desplazamientos, las migraciones, los viajes, los exilios), que está atento a sus causas y a todo lo que lo mantiene en contacto, por ejemplo con los ancestros, el futuro de sus retoños. Esto es: el pasado, el presente y el futuro. El modo en el que el entorno afecta al yo lírico, a la temporalidad de los ciclos y, también, la opción moral con la que ha elegido su raigambre: la fidelidad a una superficie de una casa, a una ciudad, a una provincia, a una nación, a un continente. Así como un viaje, mediante las palabras y las lenguas, hacia otros. Asimismo, “el Arbol de Palabras” se ramifica desde la categoría de los sentidos hacia inconcebibles e indispensables destinos. Finalmente, es la imagen que condensa y metaforiza de modo perfecto, con todo este haz de ecos (entre muchos otros) la infinita riqueza poética de Mirta Rosenberg que fluvialmente resuena en orillas distintas y distantes. Su origen rosarino sella y a su suerte junto a las orillas desde una poética “de comienzos”.
El Arbol de Palabras. Obra reunida 1984/2006, publicado originariamente en 2006 (obra al partir de la cual es propongo pensar la poética de Rosenberg, en tanto que corpus por primera vez sistematizado) en su primera edición comprende las cuatro colecciones que le precedieron tal cual fueron publicadas, sin modificaciones de la autora. A lo que suma una serie de inéditos, otra serie titulada “Conversos”, en la que Rosenberg compila muy selectivamente algunas de sus traducciones (siguiendo una tradición, con modulaciones, de poetas argentinos que va de Alberto Girri a Carlos Feiling) del inglés al español de distintos poetas elegidos no al azar, sino porque esos textos que evidentemente marcaron puntos de inflexión en sus reflexiones acerca del acontecimiento poético que ella afrontaba durante esos hitos Dos series finales, inacabadas, constituyen adelantos de libros en los que se encontraba trabajando al publicar la presente obra. La incipiente promesa de su don.
Hay muchos tópicos que atraviesan este libro y que, de modo evidente, atraviesan también la poética y el pensamiento de Rosenberg. Uno de ellos (y uno importante) es el de los vínculos familiares. A los que regresa una y otra vez (con variaciones), desde la maternidad, en la que se reconoce gravitando y a la que reconoce gravitante y, por otro lado, casi adoptando la forma de un espejo, la su madre. La maternidad de su progenitora, en verdad, en tanto que alteridad especular. Su padre, de quien ella se entera desde los 8 años que guarda un revólver en la guantera señala la presencia de una belicosidad, una amenaza y el modo como el sexo masculino está sexualmente marcado como fuente de posible tanto de protección como de agresión. Un hermano y dos hijos en cuya respiración actual ella alumbra el pasado de la concepción, la suya y la de ambos. Los abuelos judíos, marcan el otro énfasis generacional e identitario. Lentamente, y deslizado en uno de los poemas, Rosenberg hace notar cómo la fortaleza de ese nido indestructible que constituye un núcleo familiar, comienza a distanciarse, a apartarse, a agrietarse en un punto y cada uno a ser por separado, atomizánso, uno mismo hasta, por supuesto, el punto máximo de esa experiencia, que lo constituye el de la muerte inexorable. Como si mediante un acto premonitorio ya Rosenberg hubiera vislumbrado, de manera inconcebible, su final temprano. Precisamente es la muerte de su madre la que trae al libro un diálogo con ella, un diálogo post mortem, como quien dice, en el cual le hija, en un acto de resucitación, por un lado evoca, pero también evoca críticamente. Y también evoca el modo como la mirada de esa madre hacía ella desrealizara un mundo que le parecía demasiado tangible y demasiado crédulo. Hasta en un punto inverosímil pero en cuya versión ella estuviera obligada a creer.
Rosenberg se sirve siempre del verso libre y la particularidad de su poesía es que trabaja en buena medida con rima interna. Ello introduce efectos singulares en quien la lee porque desde la profundidad del poema regresan al lector que ya había avanzado en la progresión de la lectura, sonoridades que a su vez traen, repiten o recrean esos sentidos que habían sido experimentados previamente. Entonces los sentidos y la lectura se retrotraen hacia ese punto de partida en que nació la rima y, por lo tanto, el sentido. Ello provoca repercusiones inusitadas. Nuevamente un regreso al origen. Como quien dice: “el viaje a la semilla”.
Dentro de las meditaciones a las que invita como un arco iridiscente y sutil la lírica de Rosenberg está también la de la condición femenina. “Si te inspiro soy tu musa/y poeta si me inspiro a mí misma”, dice en uno de los poemas. He aquí el dilema que ha atravesado buena parte del arte de los siglos (y de los signos): la mujer ¿hace arte o simplemente está confinada a un rol de inspiradora? Me parece que estos simples (y complejísimos) versos de Rosenberg dan cuenta de un conflicto demasiado tenso que logra en dos versos mediante una operación de síntesis perfecta afirmar mediante la economía decenas de años de polémicas y debates en torno de este tema. Porque se trata del que ha atravesado en tanto que mujer ella misma y todo el resto de su género hasta poder hacer escuchar su voz en su caso puntual de índole poética, pero también lo hace en la de dar la voz, asimismo en su otro carácter, mediante la traducción a otras mujeres. Pero esa circunstancia puede transferirse analógicamente hacia todas las circunstancias del así llamado silencio histórico por especialistas. La mujer que no se resigna a sólo ser pronunciada por otro, esto es, heteredesignada, autorrepresentada o nombrada mediante una ventriloquia ha de adoptar una posición en la que, para enunciarse, de combinar astucias. También distinguirla, hacerla distinguida, ser distinguida es ser peligroso. Puede devenir mero maniquí o bien aguda sofisticación de recursos notables para una insurrección. Como si fuera necesario que cada una de las mujeres que escriben (y cada una de esas voces que esas mujeres hacen hablar o hacen cantar) sean respetadas y también consideradas como lo que son: sujetos libres y autónomos capaces de poetizar, elaborar una poética sólida y producir sentidos de orden polifónico, no lineales. Sujetos capaces no de depender de otras poéticas de modo vicario o bien incluso de descansar en la voz de otra mujer más poderosa. De modo que, me parece, nunca está de más que una de “las hermanas de Shakespeare”, evoque y convoque a sus colegas, por un lado. Y a quienes aspira sean sus iguales. Rosenberg tiene ahora el privilegio del poder de decir, del poder de hablar, de poder -sugestivamente- de dar a luz (sin que esta metáfora remita a conceptualizaciones naturalmente materno/filiales, sino como momento culminante de esclarecer la razón y proceder a operaciones analíticas). Tiene la potestad de enunciar una voz que, si bien puede estar más o menos condicionada por la Historia, también tiene una relativa independencia que le permite expresarse en un siglo XX y otro XXI en los cuales ya las mujeres se han apoderado del lenguaje, convengamos, sin pedir demasiados permisos (si bien, lo sabemos, aún existen resistencias poderosas). De modo que me parece como mínimo honesto que Rosenberg, aunque no se defina como feminista, sí tenga la posibilidad de examinar su condición de mujer poeta. Esto es, genéricamente marcada. De plantear y plantearse, como de hecho lo hace en varios poemas, esa dimensión. Cómo la condición de poeta hegemónica no fue la de la mujer y si lo fue no quedan demasiados registros más que los recientes o los de las pioneras. Esas mujeres que sólo pudieron pensar en voz baja, susurrar, musitar, hablar de modo clandestino pero no ejercer un trabajo y recibir una instrucción haciéndose escuchar en un pie de igualdad con el varón.
Por otro lado, hay en este libro un punto sumamente importante. Me refiero a una profunda reflexión e inflexión acerca de lo que significa la voz y la voz en la poesía. Dice Rosenberg: “y lo que no sale de tu boca no entra/en la eternidad: que el instante tiene su precio/y el lugar”. Estos versos, del poema “Viernes 13”, nos hacen meditar acerca de que el hálito de la voz de la poeta, esto es, su zona más sagrada y también la más recóndita, no puede ingresar en el orden del tiempo y de la Historia sin un costo, “sin un precio”, como dice el poema. Porque ese instante, como todo instante tiene un valor. Un valor que se mide y que, al mismo tiempo, exige una recompensa o un gasto. Y más aún, frente a los que ella debe ser valiente. Esto es: hacerse valer. No obstante, la poeta no transige con el silencio, deja echar a volar su voz y el poema ingresa en esa eternidad que no es sinónimo de posteridad pero sí de sumarse a un tiempo y salir de esa indefinición que supone permanecer en un limbo entre angustiante y patético, denigrante y poco noble. Un silencio que, si bien como todo silencio resulta significativo, también resulta mutilador. Porque impide que el yo lírico se pronuncie acerca de muchas problemáticas así como asuma la responsabilidad del significado y la belleza. Hacer belleza es salir. Salir al mundo y salir al tiempo. La palabra al salir al tiempo sale a un universo transido de dificultades de todo orden. La conflictividad del orden de lo real atraviesa al yo lírico. Por otro lado, un mundo erizado de zonas inarmónicas a las que abraza también de modo combativo hace que ella tome posición respecto de muchos temas, adopte oposiciones y resistencias frente a otros y, por último, indiferencia frente a otros tantos quienes, o bien le resultan despreciables o bien a los cuales no le resulta indispensable acudir para poetizar. El poema entonces sale a la al espacio del orden de lo perenne (lo que es muy distinto de un limbo en el que permanece indefinido e indefinible) porque va al encuentro del tiempo. Va el encuentro de una voz. Va al encuentro de una sociedad que lo recibirá de un modo otro (eso se verá). Con mayores o menores bienvenidas. Pero ya nada puede detenerlo y, sobreviva o no, me parece que a lo que apunta Rosenberg es a sus repercusiones retrospectivos o prospectivos en el orden del resto del lenguaje previo, contemporáneo y ulterior. Por más que ese poema no perviva, surtirá un efecto sobre el universo material y simbólico que ya no podrá impedirse. Ese poema impacta, también, en el seno de su propia poética, porque introduce de modo reversible un dinamismo que la modifica: no se trata de una poética intacta. Da un paso más allá con cada libro o con cada poema que se suma a su corpus. A lo que, cabría sumar, el sistema de versiones o de traducciones que, en verdad, son nada menos que reescrituras (a mi juicio) y remiten a tradiciones propias de distintos paisajes.
El amor, esencial en Teoría sentimental, ya desde su título es un tópico que resulta inherente al poemario y al libro. Pero sobre todo es, repito, como su título lo indica, una hipótesis de las distintas formas de esa emoción sólo en torno de la cual se reconoce el yo lírico. Porque si bien resulta fundante esa “teoría” y si bien al adopta el carácter de una definición, de apartarse mediante su carácter especulativo de los sentimientos, formula un oxímoron: el orden de la inteligencia (teorizar) frente al orden de lo emocional (el orden del sentir). No obstante, hasta lo emocional requiere de hipótesis, de posibilidades, de maneras de ser nombrado. Hasta que no tiene un nombre el deseo no es tal. No solo es atravesado por el cuerpo. También es atravesado por niveles significantes. Los afectos se ponen en palabras. Las palabras se eligen para dar cuenta de ellos. Y, al mismo tiempo, la puede tener muchos nombres según el momento y la etapa que esté transitando la poeta. Y en ese carácter al ser objeto de un poemario Rosenberg le otorga una relevancia en la vida de las personas, en la vida del ser humano (como se lo otorga al amor a lo largo de todo el libro) que esas zonas que hacen que dos cuerpos y dos almas se entrecrucen, conforman una figura abstracta pero al mismo tiempo intensamente carnal. Tangible, física pero metafísica a la vez. Corporal pero introspectiva. Y esa mirada sobre el amor en la que es tanto lo que se piensa como lo que se siente (o eso al menos es, me parece, a lo que aspira Rosenberg: que no todo sea desorden de los sentidos sino reflexión profunda acerca de la condición amatoria) constituye otra línea de su poética, que no es desordenada sino producto de una diseñada arquitectura. Amantes, amadas, amados se disuelven gratamente porque entreveran sus cuerpos en este amor en el cual al fin de cuentas no son tantas las disyuntivas que Rosenberg propone sino algunas preguntas de vieja data pero que ella formula con palabras nuevas, de poeta de intensidad creativa, con una retórica que hace mutar, por lo pronto, esos mismos contenidos, al ser poetizados.
Más bien sus poemas son la forma alterada de concebir el pensamiento y las emociones desde un lugar de armonía entre las personas, en el cual exista previamente serenidad y exista contemplación, sensibilidad tanto como presencia en el mundo. También respeto y aquello que llama al pensamiento detenido. Pero tampoco pueden faltar a la cita el apasionamiento y el deseo.
La sección del libro titulada “Conversos”, consagrada a reproducir (con su cotejo bilingüe) las traducciones que Mirta Rosenberg había ido realizando en los últimos diez años antes de la publicación del libro (salvo una excepción, más remota) pueden leerse como una tentativa de aproximación a su poética desde otro ángulo a mi juicio fecundo y, para quienes sean diestros en la lengua anglosajona les será de utilidad no sólo para acceder a la praxis traductológica de Rosenberg (lo que también es importante dado el perfil que ella ha elegido para su vida tanto profesional como creativa) sino también para configurar el universo poético completo a partir del cual esos poemas han producido quiasmos, puntos de giro en su producción. Interrogarse, luego de un pormenorizado análisis, por qué pueden haberlo hecho y por qué la traducción (y esta hipótesis es mía) es capaz para una poeta cuando la ejerce de producir tal efecto de introducción de cambios sustantivos en su poética. ¿es que acaso traducir un poema es volver a concebir su génesis? ¿es acaso capaz de producir un efecto tan intenso? ¿es que acaso traducir un poema volver a escribir los propios desde otro espacio de enunciación singular? ¿es que quizás traducir poesía constituye un oficio que, para una poeta, es su doble (como el celebrado Willliam Wilson de Poe)? ¿esa circunstancia hace que tal ser que representa a una suerte de Jano bifronte disloque, por un lado y, por el otro, al asistir al fenómeno poético “desde adentro” lo reconstruya y deconstruya mediante una nueva estrategia poética?¿introduce esa circunstancia una mirada privilegiada del mismo o una dimensión perversa? En cualquier caso Rosenberg pareciera poner en un pie de igualdad (o casi) sus propios versos y sus versiones de textos ajenos. Porque no solo los asigna a otros libros. Las elección de autores, autoras, la de poemas y de temporalidades, nacionalidades, idioma (inglés siempre) contornea el perfil de una poeta inquieta, curiosa, que no ha permanecido ajena a otras manifestaciones del trabajo intelectual vinculado a la escritura poética en distantes latitudes y en otros momentos de la Historia de la literatura.
Este El Arbol de Palabras, entonces, ramificándose hacia los rincones más ocultos e insospechados del sentido, es la plataforma a partir de la cual conocer y reconocer la poética de una autora imprescindible del panorama de nuestro campo intelectual de entre siglos, tendiendo un puente insustituible, por lo que ha dicho, por lo que ha hecho como escritora, por lo que ha traducido y por todo lo que sus poemas seguirán diciendo a quienes la lean. Que fue capaz de ejercitarse en los oficios y los dominios de la escritura más difíciles con serenidad, con sabiduría y capacidad de estudio. Y, de modo inolvidable, sus poemas refulgirán, como los frutos de un árbol de oro.
* Adrián Ferrero nació en La Plata en 1970. Es escritor, crítico literario, periodista cultural y Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Publicó libros de narrativa, poesía, entrevistas e investigación.
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30/06/19