No aceptes caramelos de extraños

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Andrea Jeftanovic

El día que mamá salió a la calle con los zapatos al revés, supe lo que era el dolor.
Milan Kundera

¿De qué se ríen los vecinos?, ¿acaso no sienten el viento golpear el patio como un perro encadenado? Miro por la ventana después de escuchar, por horas, sus estúpidas carcajadas en medio de las zambullidas en su piscina. Su risa me enfurece. ¿No vieron las noticias? ¿No se dieron cuenta del movimiento frenético que hubo en casa hace unas semanas? No creo que no hayan escuchado mis gritos o hayan olvidado el furgón de la policía con sus balizas disparando rayos en la calle. El tiempo se acomoda distinto entre ellos y yo, más allá de la pandereta de ladrillos. Ellos se han sumergido en la normalidad, yo me he entregado a una búsqueda ininterrumpida para fijar de vez en cuando un rostro.

Le tomo el pulso a Santiago en cada esquina, desde que la niña no está. La ciudad como un órgano atrofiado. Un corazón que late subterráneo. Desde esa mañana me preguntó de espaldas al espejo: ¿A dónde se desplazó el epicentro de esta ciudad? Saliste, cerrando la puerta, a diseñar una misteriosa trayectoria después de dejar una rendija de luz. Llevo un cansancio mullido dentro de los ojos atravesados por continuos relámpagos. Se escucha una segadora lejana. El colchón se abre, se parte en dos para dejarte caer en un lugar silencioso donde tu cuerpo flota sin peso. Un territorio que no distingo. Camino en línea recta, adentrándome en el campo, durante cinco minutos, sigo hasta la zanja y me interno aún más, entre las ortigas y el fango. Con la luna pálida en medio del cielo negro y ninguna voz, ninguna respiración que me haga sentir que estás cerca.

En Santiago desaparecen muchos niños cada día, doblan la esquina y no se les ve más, caminan a la escuela y nunca regresan, cruzan a la casa del vecino y se pierden en el trayecto. Debe existir un corredor de niños caminando en sentidos insospechados por La Alameda, que corre paralela al río Mapocho, de oriente a poniente o de poniente a oriente. Las voces se amontonan, el timbre, el latido del corazón, abran, auxilio, no me abandonen; cosas confusas que dice la gente en medio de los pasos de cebra, los autobuses, las esquinas. ¿Por qué milagro a algunas criaturas no les afligen las carcajadas lanzadas sobre sus atrevimientos, sobre sus tropiezos? En Santiago buscan a los niños perdidos con fotos en las cajas de la leche, ponen imágenes, la edad, la fecha de extravío y la leyenda «¿LOS HAS VISTO?» No me conformo con esperar llamados, las gestiones de la policía; yo salgo a buscar a mi niña. Antonia no ha dejado huellas, ni una pista que hable de su último recorrido. ¿Fue entre la plaza y el mercado? ¿Entre la biblioteca y la farmacia? ¿Entre el paradero de buses y esa heladería que te gustaba tanto?

Desde que no estás, siento demasiado adentro la vibración del puente cuando cruzo el río. Retomo tu pregunta y pienso que investigas el lugar geométrico desde donde emergen las pulsaciones del órgano vital de esta urbe. Busco la ventana que devolverá tu imagen ciudadana. Santiago es la ciudad espejo, la ciudad pantalla. A veces pienso que es una ciudad narcisa que necesita mirarse a sí misma, tal vez con excesiva complacencia. Por eso confío en que, entre tanta torre vidriada, veré tu carita de niña perdida. Pienso en las ventanas como mosaicos, en uno de ellos se ve reflejada la cordillera de Los Andes. En otro, un niño que cuenta monedas tras hacer su rutina de malabarista. En la siguiente, se ve una mujer que cruza la calle diagonal con los ojos desorbitados, soy yo. En una más allá, va y viene un columpio que se oxida al viento. Una urbe que multiplica a sus ciudadanos innecesariamente. Es entonces cuando contemplo el río, me asomo en la baranda. No observo el río, sino el reflejo de este en el cristal, su incesante flujo que circula y nunca está quieto; es una vena que se abre paso entre la ciudad. Te lo dije tantas veces:

«No aceptes caramelos de extraños».

Lo primero es fijar del modo más exacto posible los itinerarios de las personas, para entenderlas mejor. Voy pensando en tu ruta imaginaria, ráfagas de aire fresco cruzan por un lugar en el que llevas mucho tiempo asfixiándote. Salir andando, por inseguridad y por vacío de la voluntad, como si la caminata fuera la última experiencia que puedo ofrendar al paisaje de ruinas por donde te mueves, sin fuerzas para montar mi ventana fuera del anonimato. Un hombre cabizbajo doblando en sitios en que los buses hacen una curva y gimen sus frenos. La noche está llena de agujeros. ¿De dónde me viene otra vez la fuerza del deseo de volver a comenzar? Desdoblé el plano de la ciudad que siempre tengo a mi alcance. Visto un chal de plegarias. A fuerza de buscar cosas en él, se ha roto en los bordes. Seguía avanzando por el terraplén, cada vez más deprisa. Miro la plaza, los dos toboganes amarillos, los columpios de colores, el balancín de madera y la torre central pintada de color naranja. Habría podido andar con los ojos cerrados por este barrio pero se me había olvidado el cine de la esquina y sus afiches de letras romanas. La puerta acristalada del portero, los nombres de los inquilinos. En las noches llamo a la policía una vez más, con la voz de costumbre, la entonación de costumbre, todo igual, mis piernas cruzadas, el cigarrillo en la mano, sólo que en vez de «hola», pregunto angustiada: «¿ha tenido noticias?» Tengo sueños mal anunciados. No sé qué vértigo me entró, qué ráfaga de amargura, pero le dije con tono agresivo:

«No aceptes caramelos de extraños».

Una niña con olor a animalito todavía, una mezcla de dulce y salado que agriaba la boca. Un olor selvático, mezclado con champú y jabones de lavanda. El ácido de los bigotes que dejaba la leche alrededor de los labios. Ella ya tenía pelusas bajo las axilas y una línea larga y estrecha de pelos rubios que le descendía desde el ombligo al pubis. Una chica que leía historietas en la cama con las manos cruzadas detrás de la cabeza, la mirada fija en la línea azul del cielo. Recortaba figuritas con tijeras de punta redonda y las pegaba en un cuaderno. Un abandono sonámbulo atravesado por el recorrido de los tranvías que gimen en la curva. Sin que supieses discernir cuáles eran tus gritos y cuáles los gritos de los demás, yo que tanto te recomendé que no podías caer en la estupidez de aceptar caramelos de extraños. No soy creyente, pero rezo como si se tratara de un mantra que si uno repite y repite y repite, perfecto y límpido, ahuyenta el mal y los negros pensamientos. No he hecho otra cosa que intentar envolver una triste historia en un pañuelo de bolsillo. Una vez más, con la voz de costumbre, la entonación de costumbre, todo igual, sus piernas cruzadas, el cigarrillo: «¿han tenido novedades?»

La ventisca invernal acuchilla en esta vagancia nocturna en dirección oeste. No sé dónde recobrar el resuello, es como si yo ya no fuera conmigo, hablaba otra persona y me aliviaba ver que ella anotaba algunas cosas. Por ejemplo, cuando observo tu cara en las cajas de leche, tienes algo de desconocida, de rostro ajeno. ¿Quién eres tú? Como si preguntar, ¿quién eres tú?, fuese igual a preguntar ¿quién soy yo? Siendo tan sencillo saber quién eras, una niña de once años saliendo de su casa a la escuela con una naranja en la mano; tu voz que comenzaba bajito a cantar una melodía a medida que pelabas la cáscara y te echabas un gajo a la boca. El jugo se te deslizaba entre los dedos, por el mentón, y caía en la falda dejando aureolas pegajosas de diversos tamaños. Te limpiabas los dedos en la chaqueta, restregándolos con fuerza y te reías. Una chica alta que tiene once años, pero parece de más edad, una niña cada vez más alta, once, doce y en el doce un perturbador silencio, no hay agua en los cristales, no hay rastros de tu paradero. No hay una celebración para tu cumpleaños número doce, porque quedas detenida en ese arco de meses. Ha pasado un año y cierran el expediente. Yo, una persona con las manos corroídas por la búsqueda en archivos, yo asomándome desde una portezuela lateral entre negativos de tu cara en afiches fotocopiados en postes de luz e imágenes virtuales en sitios de búsqueda.

Mientras recojo la ropa de la cuerda, me demoro en la cocina comiendo y ningún olor a gas, ningún vértigo, estoy viva, lo que recuerdo de mi hija, aparte de su debilidad y su carraspera, es un pañuelo en la boca, me quedaba junto a la puerta durante las noches que sufría un ataque de tos convulsiva. Mi ropa envejeciendo; muñecas con vestuarios más caros que el mío tartamudean frases en idiomas extranjeros. Travesías incomprensibles en una maraña de esquinas, humareda de pájaros fritos, ascensores que no paran de subir. Hace cuánto tiempo nadie acercándose a mí. Usted, joven, ¿entiende?, no llore, de qué sirve llorar, quédese tranquilo que no hablo de usted, sino de mi hija, adiós, tal vez estas marcas de pulgares y huellas dactilares sirvan de algo, estas manchas en los carteles somos nosotras, ambas juntas en una antigua foto, queriendo decir «nosotras» y no podemos, yo intentando despedirme de mi hija e incapaz de abrazarla. Había noches en que me desesperaba imaginando recorridos y paraderos. ¿Cómo nadie sabe una pista de tu paradero?

Antonia, ¿has escuchado la historia del hombre del saco?, es un viejo que lleva un costal en su hombro, vaga por las calles, cuando ya ha anochecido, en busca de niños extraviados para llevárselos a un lugar recóndito. No lo sigas, es un asustador de niños, shh, es de noche, alguien se acerca a la puerta, roza el pomo sigilosamente, una música amable tintinea en la oscuridad, una silueta se abre paso acompañada del chirriar de las bisagras, una sombra se extiende en las paredes. ¿Qué lleva en su bolsa? Mira a las niñas retorciéndose el labio con el índice y el pulgar, él fingía que se masajeaba el cuello. No te muestres nerviosa, no lo sigas. «¿Aún estás ahí pequeña?» Te lo advertí una y otra vez:

«No aceptes caramelos de extraños».

He construido una hoja de navegación en las noches con el propósito de ayudarme entre los intervalos de la fiebre y el insomnio. Lista para salir de nuevo, atenta a los trenes, empujada a las plataformas. Viajaba para recoger aquello que tus ojos habían visto. Espiando a los pasajeros, a sus equipajes, a los funcionarios de uniforme. Yo soy tu madre, no te abandoné, te he buscado en el callejón, en la estación de trenes y entre el equipaje, tú deberías estar conmigo, pero estoy empujando la puerta sola y estoy sentada frente a la máquina de coser callada, ni un fulgor de sopera ni del candelabro me devuelve tu compañía. El sillón en el lugar de costumbre, los marcos de fotos oblicuos. Al principio se me antojó un vestido colgado de la barra de la cortina por un alambre de tendedero, ningún pedazo de cielo, sólo un vestido al viento y sin dueña. El que era tu padre se cayó del todo, cayeron sus brazos, su espalda, una de las piernas sostenía el resto y ese resto se derrumbó, se fue, no supe más. Yo sigo en tu búsqueda como si hiciera los deberes.

«No aceptes caramelos de extraños».

¿Te ocultas en la línea del horizonte? Un temblor deja una trizadura en los cristales, ¿siete años de mala suerte? Los bulldozers de los permanentes proyectos inmobiliarios producen monótonas vibraciones. No me doy por vencida, Antonia, tú debes estar reflejándote en algún punto de la ciudad, en algún fragmento de espejo. Esa mañana después de colgar el teléfono, cuando me avisaron que cerraban el caso, me corté el pelo a tijeretazos. Estuve casi una hora frente al cristal del baño, tomándome hebras que llegaban hasta la cintura y destellándolas con el resplandor de las tenazas a nivel de los hombros. Me detuve en tus zapatos junto a la cama; eran unos bototos azules y viejos, con los cordones abiertos, las suelas gastadas. Pese a los dos números menos, salí a la calle con ellos puestos. Cuando miro en las vitrinas me doy cuenta en el gesto de mi rostro que los zapatos me quedan apretados y que llevo el pelo corto. Sigo caminando por la acera a paso rápido. Me subo a buses, se cierran las puertas, pido permiso y levanto los brazos para aferrarme a una barra, caigo despacio, resbalando, no hay donde caer. ¿Por dónde andarás?

«No aceptes caramelos de extraños».

Tomo un vaso de leche mientras contemplo tu cara sonriendo en la caja. Te recuerdo que para quienes vivimos en estas grandes urbes, pero encerrados en una habitación, lo importante es el derecho a la ventana. El derecho a ver más allá de quinientos metros una rama de árbol, un pedazo de cerro, aunque sea una estrella en el cielo. Los días calendario avanzan y me hacen entender que caminas infinitamente con una madeja de lana enganchada al cinturón, que va desenredándose tras tus inquietas pisadas. Dibujas laberintos con hilos de colores para que yo te siga en la búsqueda del corazón de la metrópoli. Me obligas a investigar en registros oficiales, testimonios de vecinos, datos ilegales. Cruzo sitios eriazos, centros comerciales, plazas, siguiendo la caprichosa textura de tu bordado. Sospecho que caminas en diagonal, odias como yo, la tiranía de la línea recta impuesta por los urbanistas. Por eso caes a las aguas, confundiendo calles y la lámina pulimentada. Desde entonces, te sueño en un lugar donde desembocan todas las aguas, recorriendo un espeso bosque de manglar junto a un tigre de Bengala.

Antonia, cuando estabas conmigo observabas por la ventana, mientras yo, tu madre, semana tras semana, repetía los mismos gestos. Una niña entre la infancia y la adolescencia sale con una naranja, contando gajos, dejando un aroma cítrico como estela. ¿Cómo nadie la vio? ¿Cómo nadie sintió un radio de aire impregnado por el aroma del azahar? La cáscara más o menos gruesa y endurecida y su pulpa formada por once gajos llenos de jugo, vitamina C, flavonoides y aceites esenciales. Se inquietaron las cigüeñas buscando cielo, quedó dormida la tarde del domingo, qué estrellas frías se cuelan por una trizadura de techo, despertando sola en la hora que temblamos de ternura. Aquí está el detective ajustándose la corbata. Por amor, fíjese en mí, busco a una hija que fue a la escuela con una naranja en la mano y no regresó más. Deletrea la respuesta: «Hemos hecho todo lo posible y no hay pistas, nada». No me acuerdo de sus facciones, pero sí registro la manera de sacar los gajos de la naranja, de anunciar saliendo un «voy y regreso, en la tarde vuelvo» y tomar una fruta para el camino.

Siempre avanzar en línea recta, siguiendo el perfil de la fábrica a lo lejos, al recinto bajo que divide el campo. Tengo la esperanza de hallar una sandalia en el sendero. Por mientras, invento números telefónicos. Marco. Cuelgo. Voy enhebrando la tira de lana, ese hilo secreto. Dibujas un laberinto con hilos de colores desde nuestra casa hasta la calle, ida y vuelta. Antes de quedarme dormida dejo los zapatos a un costado de la cama. Durante el día busco a un limpiabotas que lustre tu calzado para que el color azul no desaparezca. ¿Por qué todas las noches me duele tanto desamarrarme los zapatos? Yo en Santiago de Chile a salvo, no existo para mi hija, para mi marido que un día se marchó, ¿para quién existo? Unas pastillas blancas me empujan a un oscuro sueño. En la mañana descubro un cabello tuyo que quedó en la almohada y una carcajada estalla desde un lado de mi historia. Desde ese día no hago más la cama, duermo entre cojines y frazadas en la tina del baño. Cierro la puerta para que no se vaya tu olor, y un deseo se desliza por el vértice más metálico de la habitación. El dormitorio al final del pasillo queda clausurado. Yo musitando la vendimia postergada, mi oreja en dirección a tus labios y tus labios buscándome ciegos. Ensayo infinitas carreras con tus bototos desde el baño hasta la entrada del cuarto. Por si vuelves. O por si alguna vez, abro la puerta y en realidad nunca te has ido. Respiro hondo. Hay un sonido más allá del metal de las bisagras girando en la madera.

(De No aceptes caramelos de extraños, Uqbar Editores, Chile, 2011)