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Aira,
César
Una novela china – 1ª ed - Buenos Aires Debolsillo, 2005
176 p, 19x13 cm (Contemporánea)
ISBN 987-566-108-2
1 Narrativa Argentina I Título
CDD A863
Primera edición en la Argentina bajo este sello diciembre de 2005
Diseño de la portada Departamento de diseño de Random
House Mondadori
Directora de arte Marta Borrell
Diseñadora María Bergós
Fotografía de la portada © Corbis/Cover
© 1987, César Aira
© 2004 de la edición en castellano para todo el mundo:
Grupo Editorial Random House Mondadon, S.L.
Travessera de Gracia, 47-49 08021 Barcelona
© 2005, Editorial Sudamericana S A ®
Humberto Io 531, Buenos Aires, Argentina
Publicado por Editorial Sudamericana S.A. ® bajo el sello Debolsillo
Con acuerdo de Randon House Mondadori
Impreso en la Argentina
ISBN 987-566-108-2
Queda hecho el depósito que previene la ley 11 723
Fotocomposición Zero prc impresión, S L
INDICE PARTE 1
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TEXTO DE
CONTRAPORTADA: En una remota provincia china, un campesino sutil se
extravía en un hechizo de amor. Como casi todos los amores, este es imposible.
Pero Lu Hsin, ingenioso y paciente, decide crear una posibilidad a partir
de la nada.
La tarea le lleva casi toda la vida. Esta fábula erótica, atemporal y eterna
aunque inelidublemente china, sucede sobre el fondo agotado de veinte años
cruciales en la historia del Imperio de la Porcelana: los que van entre
la Larga Marcha y la Revolución Cultural. La hidráulica, la pintura, la
política, la vida cotidiana en una pequeña aldea, y una colorida galería
de personajes, marcan el paso del tiempo de la ficción, que se revela en
el desenlace como el fulminante momento de la realidad y el amor.
"César Aira no es sólo uno de os más destacables escritores argentinos de
la actualidad: es también uno de los autores más originales, más chocantes,
más inteligentes y divertidos de la narrativa contemporánea en lengua española"
Ignacio Echeverría, El País
"Una literatura capaz de sanar al lector más enfermo de vulgaridades y de
divertir al más exigente"
José María Guelbenzu, Delibros
Una novela china
1
Una historia,
cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia
queda por toda la eternidad. El recuerdo se borra, pero queda otra cosa
en su lugar. La tierra toma formas eternas, mientras que el agua se adapta
a la fugacidad de todas las cosas, transcurriendo sobre ellas. No se pierde
en los repliegues de la multiplicidad sino que toma de ellos una cualidad
de infinito que la vuelve perfecta e inmodificable. En cuanto al aire, es
un destino de las cosas y las vidas; cuando sólo el recuerdo se aferra a
los giros de una hoja desprendida, el vacío que ha cavado en el aire intermedio
entre los cielos delicadamente superpuestos y la tierra opaca resplandece
de pronto, en una eternidad que imita la del silencio y oyen los que tienen
el oído muy aguzado. Pero las vidas pasan, y con ellas todo lo demás: civilizaciones,
imperios, y hasta la visión y la belleza de los paisajes en su ciclo acuarelado
de estaciones. No lo creemos, pero es así. Nunca podemos creerlo, porque
nos distrae la irisada contemplación de nuestras propias vidas que se reflejan
en otros, en otros innumerables, a veces amados. La ciencia de la Historia
ha creado un gran malentendido en ese aspecto. Sucede que, por definición,
la Historia no admitirá que es irreal. Y sin embargo deberíamos buscar en
la irrealidad su definición.
¿Qué ocurre cuando una vida se desvanece? Quizás otro color desciende sobre
el mundo, y se agrega a la gran suma imperfecta y fluctuante. Pero no podemos
estar seguros. Nunca hemos presenciado ese acontecimiento, y sólo podemos
imaginarlo, para lo cual es preciso imaginar previamente grandes modificaciones
en el mundo; y nuestros sabios nos han explicado minuciosamente que todo
en sus suposiciones prehistóricas es un sueño. Aceptamos, entonces, la transparencia
inherente a lo humano, y vivimos con ella; se puede vivir con menos, como
podrían demostrarlo con facilidad esta o aquella fábula, todos los apólogos
contradictorios que se repiten con la sensualidad ausente de una música
al azar del tiempo. No existe continuidad entre el hombre y la naturaleza,
sólo resonancias, siempre truncas y elegantemente asimétricas como un cortejo
de caballitos enjaezados por un paso de montaña.
Nuestro arte siempre ha sido pródigo en la pintura de paisajes. Prácticamente
ningún rincón de las casi infinitas provincias carece de un recordatorio
historiado en la seda o el bambú. Lo cual produce, si se reflexiona un momento,
un efecto curioso sobre la imaginación. Cuando todo lo que podemos ver en
un extenso viaje imaginario (que podría llevarnos la vida entera, ¡tan corta
es nuestra vida!), todos los lugares y miradas, han sido traducidos al modo
de un arte tranquilo y mudo, que se ejerce con cierta independencia del
tiempo y sus muchos avatares, entonces la traducción misma, el trabajo del
que han surgido, se vuelve precisamente imaginaria, fantástica, como el
dragón...
¿Y no es el dragón acaso el emblema permanente de la vida? El dragón es
el aire, el espacio brillante y claro gracias al cual los objetos del mundo
se disponen con un ritmo estable, del que extraen su arte los pintores.
El dragón resuena largamente en la noche, cuando los lugares se opacan y
debemos crear una pequeña luz, y dentro de ella una musiquita que nos conserve
la vida mientras todo se extravía, quizás irremisiblemente.
Según la canción infantil: "el dragón pinta paisajes". Sus estilos multiformes
son los modos de vida, y los colores inigualables que emplea son las ideas
con que los hombres pintan su mundo hasta aislarlo del mundo mismo: entonces
comienzan los sueños. El dragón se levanta sobre los hombres, abre sus alas
poderosas y alza vuelo como lo hace una idea, un deseo, el anhelo que abandona
la humanidad en busca de más transparencia, de más simplicidad. Inmediatamente
lo humano se recompone, vuelve a tender sus enlaces con plantas y animales,
con los sucesos del clima y las alternancias de los días. El dragón se ha
marchado, y es como si no hubiera sucedido nada.
Nos quedan, restos enigmáticos, los paisajes que ha pintado. He aquí, por
ejemplo, las montañas, simples y hermosas, en tenues grises, ocres, algún
verde en el que no confiamos, porque el verde es el color de las alucinaciones.
Toda una vida podría pasarse hojeando paisajes pintados. Nos invitan con
extraordinaria cortesía a soñar un momento, o mejor aún, a pensar que podríamos
soñar y vernos en esa posición pensativa...
Pero detrás del primer malentendido surge otro, que pese a ser el resultado
natural y necesario del primero, sutilísimo, resulta burdo y lo hacemos
a un lado con una sonrisa: en efecto, la vida humana no es lo que nos muestran
los paisajes pintados. Su supuesta inmovilidad es el sueño, precisamente,
de un torbellino que no cesa.
Lo sabemos, lo sabemos mejor que nadie, creemos: la vida es complicada,
las artes inversas de la perspectiva, la técnica de las nubes, las diez
mil altitudes en que se representa la elevación cóncava de una montaña,
todas esas futilezas estallan con ruido bajo el peso inmenso del curso real
de la historia. Y no somos sino eso, el estruendo de un estallido, que por
momentos casi podría confundirse con el ruido de una carcajada.
Pues bien: quizás después de todo aquí no haya malentendido alguno. Quizás
el sueño sea un sueño, y lo real sea real. Quizás (no podríamos asegurarlo,
y nuestro vecino Wou quizás tampoco) los paisajes pintados no sean sino
cartones y telas cubiertas de líneas y colores, y nada más vaya a suceder
con ellos. Son lo que un profesor de filosofía conocido nuestro llamaría
"lo inerte". Sonreímos ante la idea (¿qué otra cosa podríamos hacer?) pero
en el fondo de la mente nos molesta ligeramente. El arte no termina en lo
inerte. Es preciso hacer otra cosa, siempre otra cosa (otra cosa más, otra,
otra) con lo que se ha hecho en nombre del arte. Quizás... sería más amable,
y más artístico, olvidar esos cuadros; el olvido es un trabajo a la vez
violento y delicado, nunca hace daño a nadie, salvo a alguna susceptibilidad
muy tensa; y el olvido tiene la gran fuerza inmóvil de la atmósfera sin
culpas ni turbulencias. ¿Qué hacer, no ya con los cuadros de nuestros viejos
paisajistas, al fin y al cabo tan poca cosa, un mero entretenimiento de
eruditos hoy día, cuando no un negocio de traficantes, qué hacer con el
mundo mismo del que se supone que esos cuadros fueron la representación?
Olvidar. Olvidar todo. Una respuesta quizás con su pizca de extremismo,
pero no desprovista de eficacia. Sobre todo porque es una solución provisoria,
nunca definitiva.
Lu Hsin mismo será olvidado. Sobre su nombre, sobre su persona algo absurda,
ligeramente enigmática, sobre sus secretos, se impondrá el majestuoso olvido,
también él un color más, el más claro y fino, el menos imaginable. Y sin
embargo, la historia de Lu Hsin, aun cuando haya desaparecido, quedará de
algún modo, y es reconfortante pensarlo. Lu alza vuelo montado en el dragón...
Hay algo indefinible que queda como un presentimiento de lo inexistente.
Suponemos... La noche se desplaza fluidamente en sus barquitos minúsculos,
entre los juncos. ¿Lo habremos imaginado todo? Un nuevo amanecer borra velozmente
esos colores profundos, tan sólidos y reales, de las figuras. Todo se borra
a partir del cielo. Después esperamos, observando los movimientos inciertos
de tantas cosas como se lleva el viento... Y el dragón al fin nos susurra
algo, desde muy lejos: Lu se repetirá. Era todo lo que debíamos comprender.
Y aun así, por supuesto, no lo terminamos de comprender. Hay demasiadas
cosas en el mundo, al sur de la muralla, como para dar cuenta de todas.
La historia de Lu Hsin fue una repetición, y la ciencia de la Historia,
grave y majestuosa, la deja escapar, con la mirada desdeñosa que habitualmente
tienen las diosas. Quizás no podría, honestamente, hacer nada con ella.
Quizás el arte tampoco pueda. Pero sucede que me he enterado de la historia
del viejo Lu, y podríamos recordarla. Por supuesto, me apresuro a advertirlo,
si la recordamos es exclusivamente como parte del trabajo, mucho más amplio
y abarcador, de olvidarla.
Lu Hsin era un mandarín, salvo que no lo era. ¿Cómo habría sido un mandarín
alguien nacido de padre desconocido, y cuya madre vendía semillas de sandía
secas, en un sitio donde todavía hoy los viejos de Hosa-Chen creen poder
verla? Esa señora, que se llamaba Suen Ki'han, se había trasladado a la
región poco antes del fin de los Ts'ing del este, y en Hosa se comentó largo
tiempo el curioso incidente que había protagonizado en esa oportunidad.
Era una mujer pequeña, no muy joven, con un bebé de cabeza grande pintada
de rojo, y se la vio varios días consecutivos en la aldea, siempre desplazándose
como si paseara, sonriente y cortés con quienes se cruzaba. Aunque, como
nadie le dirigía la palabra, no tenía ocasión de decir nada sobre sí. En
un primer momento se la tomó por una viajera, cosa que era, obviamente.
Pasadas dos semanas, creció la intriga. Por lo visto, éste había sido el
término de su viaje. Por unos niños, los vecinos se enteraron de que se
alojaba en un bosquecillo. Al fin, alguien la interrogó. Con el acento de
las provincias del naciente, la mujer le dijo que había venido a alojarse
con sus parientes, los Han, que ya estaban sobre aviso por una carta...
La sorpresa fue inenarrable. Los Han, que eran unos campesinos de las inmediaciones
y la habían visto vagar por calles y caminos tanto como cualquier otro aldeano,
se apresuraron a llevarla a su casa, deshaciéndose en disculpas. ¿Por qué
no se había dado a conocer, no bien llegó? La mujer sonreía, para nada molesta.
Dijo que simplemente esperaba que le preguntaran. No quería parecer entrometida...
Durante muchos años fue proverbial su nombre para designar excesos de cortesía.
Tiempo después, se empezaría a pensar que en realidad estaba loca. Pero
nunca se lo pudo asegurar. En su juventud era bella, y a los dos años de
haber llegado se casó. Cuando dos o tres años después su marido le manifestara
cierta extrañeza ante el hecho de que no quedara embarazada, ella dijo,
con la más sincera sorpresa, que ella no concebía hijos (como si dijera
que no tenía cinco dedos en la mano derecha, sino cuatro, y el acento de
quien se extraña de que su marido no se hubiera dado cuenta de ello). ¿Cómo
era entonces que había tenido a Lu? Su única respuesta fue un gesto que
parecía querer decir: ése es otro tema. Amable y diligente como era, le
ofreció a su marido marcharse y dejarlo en libertad de acción, si lo que
él quería era tener descendencia. Ella, por su parte, no la tendría...
Enviudó, y murió veinte años después; en esas dos décadas vivió de la venta
de semillas de sandía secas en la vía pública. Su vida simbolizaba en parte
la inmovilidad sonambulística de las clases proletarias antes de la revolución.
No sólo de ella, sino de muchos millones como ella, no se habría podido
asegurar si tenían o no una sana razón, o bien si actuaban movidos por la
más extraña de las manías. El proletariado rural que obtenía del suelo su
alimento y vivía de la imperfecta, frágil subsistencia del alimento y la
reproducción, no hablaba lo suficiente sobre temas comunes como para dar
pruebas de su pensamiento, en un sentido o en otro.
¿Y acaso la Larga Marcha misma, sobre la que luego fundamos nuestro destino,
no fue una marcha de sonámbulos, por el mero hecho de ser "larga", un recorrido
por entre la selva de paisajes pintados que caían del cielo, de nuestros
bellos cielos siempre iguales? La Hosa fue afectada por los acontecimientos
revolucionarios desde el primer día. La guerra, apenas si la sentimos, pero
sus consecuencias nos parecieron inmensas. En lo que se revelaron con toda
su carga de espejismo. Pues toda la Hosa, todo el archipiélago de aldeas
al pie de las montañas Verdes, había sido desde hacía una eternidad una
región de campesinos pobres, con una exquisita burocracia que no fue necesario
modificar en lo más mínimo.
La clave de la vida de Lu Hsin fue la inteligencia, la fantástica inteligencia
que él mismo reconocía, dentro de su modestia proverbial y retraída; o,
más que reconocerla, daba por sentada. Todo había surgido de su inteligencia.
Se había apartado insensiblemente, desde el comienzo, de los modos del proletariado
rural y podría haber llegado a farmacéutico si lo hubiera deseado. Pero
no se molestó. Ahí estaba su falso mandarinismo; iba más allá de los mandarines,
sin caer en sus defectos. Siempre fue estrictamente pobre, pero siempre
tuvo lo necesario para vivir liberado del trabajo. Ni él mismo podía explicárselo
del todo: de alguna manera, misteriosa y fluida, se había liberado de la
necesidad, con todo lo que ella implicaba, y había vivido apartado e indiferente.
Había en ello una suerte de "mecanismo", que lo hacía ir siempre un paso
más allá de lo que se proponía. Un ejemplo fue precisamente el de su afición
a los paisajes. Podría haber llegado a ser un eximio pintor. En algún momento
de su juventud, siendo maestro de idiomas en la décima prefectura de Hosa
(idiomas que había aprendido solo, en un movimiento que reproducía los convólvulos
secretos de su intimidad), había comenzado a pintar y a ofrecer sus cuadros
en venta junto al sitio donde su madre vendía las semillas tostadas de sandía.
Era ligeramente chocante, esa anciana desdentada agitando la cabeza en un
temblor sonriente, y a su lado el despliegue de diez o veinte pequeños paisajes
a la tinta. Se vendían rápido, casi en secreto, por cuanto costaban unos
pocos centavos. Los entendidos vacilaron: podían ser soberbios pastiches
de ciertos maestros antiguos poco difundidos, o bien los intentos de un
futuro maestro. A nadie se le ocurrió que pudieran ser las dos cosas a la
vez, y estuvieron en lo cierto, por la negativa, porque el arte de la pintura
no tuvo futuro en Lu.
Poco después comenzó a vender pigmentos; había aprendido a hacer él mismo
las tintas vegetales (que excluían el negro y el amarillo) y se hizo de
una amplia clientela entre los aficionados de cien li a la redonda; también
este desarrollo fue fugaz.
Pues hubo un paso más, en el que se ejemplificaba perfectamente el "mecanismo"
de Lu Hsin. Redactó un pequeño libro sobre la botánica de las tintas, y
los métodos de preparación. Él mismo lo imprimió y lo distribuyó; un libro
así tenía un público escaso, desde ya, pero interesado, y en el curso de
los años volvió a hacer varias ediciones, siempre de pocos ejemplares, que
llegaron a sitios remotos. Claro está que no lo había firmado.
Así pues, operaba la mente y el trabajo de Lu Hsin: llegado al último punto
de la abstracción, ya tan lejos de la ocupación real de pintar, se daba
por satisfecho; remontaba, podía decirse, la corriente del trabajo, de lo
real a lo imaginario que lo volvía real, o al menos posible.
Podríamos relatar docenas de episodios del mismo estilo. Hacia los cuarenta
años, vivía solo en una casita de las afueras de Hosa-Chen, que había sido
de sus parientes Han, de quienes la había adquirido para su madre. Muerta
ésta, seguía viviendo allí. Era una casita minúscula, con dos lindos sauces
y un gingko, y una huerta. Lu Hsin aparentaba más edad de la que tenía.
De lejos se lo habría tomado por un anciano, un anciano pequeñito, extraordinariamente
ágil pero no nervioso, nunca preocupado, todo él un emblema de la paz campesina,
irradiando serenidad. Se cortaba él mismo la ropa, en lo que era hábil.
Usaba las casacas blancas atadas con hilos negros que habían usado desde
tiempo inmemorial los letrados del interior, combinadas con los pantalones
anchos de los campesinos. Tenía una pequeña barba entrecana, y se afeitaba
la nuca hasta muy arriba. Siempre estaba en casa, y sus horarios eran muy
diurnos; casi nunca utilizaba la lámpara, aunque dormía muy poco. Desde
la primera hora de luz podía vérselo trabajando en la huerta, y por algún
motivo su actividad producía una impresión descansada. Diríase que más que
actuar sobre las plantas, las observaba.
Prestaba servicios a la comunidad como óptico. También en esto se había
manifestado su "mecanismo". Nadie más calificado que él para actuar como
farmacéutico; pero había desdeñado la posibilidad, o la había superado.
Sus conocimientos de la naturaleza habían sido sublimados en su minuciosa
artesanía con los cristales. Había desarrollado un método para adelgazar
las bellas ágatas del Mei, y les vendía hermosos ojos de muñecas a los fabricantes
de juguetes del otro lado de la Hosa. De cualquier modo, su actividad era
distraída, y parecía depender de las fatalidades de un capricho. No era
un "hombre establecido", si es que eso quería decir algo.
Cuando llegó la noticia de la Revolución, se desplegaba en la Hosa el fantástico
verano al que los lugareños llamaban "el invierno de las sensaciones", la
breve época inmediatamente posterior a las lluvias cuando un aire tórrido
bajaba, lentísimo, de las montañas. Los valles vivían un mes de perfecto
calor uniforme; antaño se habían celebrado en ese ínterin las danzas de
la renovación. Ahora el cambio de administración se celebró con cohetes.
Lu, con sus tranquilos modales, pareció haber decidido festejar la Revolución
con un cambio de actividades. Había descubierto un método sumamente eficaz
de producir hielo y, casi sin saber que en Occidente la costumbre ya estaba
establecida, inició la fabricación de cremas heladas, que vendía en vasitos
de papel. Su comercio causó una impresión fortísima en muchísimos li a la
redonda. Desdichadamente, Lu hacía apenas unos pocos kilos de helados coloridos
por día, y los vendía a precios ridiculamente bajos, retomando en ese detalle
la vieja costumbre del país de operar con fracciones casi infinitesimales
del dinero. Le agradaba sobre todo observar a los niños pequeños manipulando
un helado. La lentitud reflexiva con que lo comían, sus distracciones, hasta
la exasperación de los padres, todo parecía entretenerlo, si es que aparecía
algo detrás de su máscara subrepticia de falso anciano.
Pasado el mes de calor, incluso un poco antes, abandonó el trabajo. Le vendió
su máquina (una vieja batidora de chocolate, holandesa, adaptada por él)
a su amigo el farmacéutico K'en Jio, y por su parte volvió al té.
Era un bebedor compulsivo de té. En la intimidad, el té y los libros lo
ocupaban largamente. Con las mismas hojas, o el mismo polvo, podía preparar
veinte variedades distintas de té. Estacionaba aguas en unas grandes burbujas
de vidrio que él mismo había soplado. Por la tarde era infalible verlo sentado
en una banqueta a la puerta de su casa, tomando té con aire abatido. Podía
observarse que miraba con atención el líquido antes y después de beber.
Quizás estudiaba los reflejos. Alguien había dicho una vez que veía a su
esposa en el té: y ésa sería la variedad número veintiuno de las que preparaba,
la que reflejaba a su difunta esposa.
El recuerdo de esta mujer parecía haberse perdido naturalmente en la Hosa;
tal vez por eso suponían que él la invocaba. Algunos memoriosos creían entreverla
en las brumas, después de todo no tan lejanas de una década y media atrás.
Una mujer pequeña y trivial, que había muerto a los pocos meses de casada.
En aquella región poblada de embrujos, se había sospechado que su intrigante
esposo la había matado, pero por supuesto tal cosa no era cierta. Ni siquiera
hubo, como habría sido lo normal en cualquier otro caso semejante, las consabidas
historias de fantasmas. Lu era un ser refractario a los fantasmas. Todo
en él era realidad simple, ingeniosa, laboriosa, a pesar de sus invenciones.
En la intimidad, realizaba con serena fluidez todos los trabajos de la supervivencia
cotidiana. Se preparaba una comida simplísima, que acompañaba con inmoderadas
cantidades de té, lavaba todos los días su ropa, mantenía la casa escrupulosamente
limpia, trabajaba en óptica o en cualquier cosa, en momentos casuales del
día, recibía a algunos amigos. Y leía, o mejor, releía siempre algunos libros,
casi todos alemanes. Era el idioma occidental que mejor dominaba, y el que
más apreciaba. Tenía predilección por Jean-Paul, cuyas extensas novelas,
olvidadas en su país de origen, eran para Lu Hsin una fuente perenne de
diversión; por Von Chamisso, cuya obra maestra creía saberse de memoria,
pese a lo cual la releía al menos dos veces al año. Pero sobre todo Kant,
por quien sentía veneración. Había reunido toda su obra, en base a los grandes
volúmenes celebratorios que editaron en Kónigsberg a mediados del siglo
pasado, complementados por numerosas ediciones modernas. Nunca leía anotaciones
o comentarios: prefería pensarlo por cuenta propia; y cuando calculaba todo
lo que había pensado respecto de Kant, le parecía imposible: en esos momentos,
creía haber vivido una eternidad.
No tenía servicio de ningún tipo, él lo hacía todo. Habría considerado totalmente
fuera de lugar que alguien viniera a hacer la limpieza de su casa. Por otro
lado, su género de vida era muy austero, y no se habría justificado el empleo
de ningún tipo de personal, aunque en Hosa era habitual emplear a las jóvenes
montañesas, y lo hacía incluso la gente humilde.
Al atardecer repetía siempre una misma ceremonia, que era la comida de los
gatos. Les servía parsimoniosamente, cantidades calculadas de comida que
él mismo preparaba, una mixtura de su invención que debía tener todo lo
necesario para la nutrición de esas criaturas. Tenía dos gatos suyos, a
los que llamaba Ha y Huc, dos gatitos amarillos de pelaje muy corto, quizás
birmanos, o ren-ren enanos. Pero nunca le negaba un plato de leche o de
su preparado especial a cualquier gato que se presentara. No tenía una clientela
demasiado abundante, lo que con toda seguridad era un efecto lateral de
la corrección científica de la comida.
Hosa-Chen, quizás no lo hayamos dicho todavía, era la aldea central de un
pequeño archipiélago de villorrios que se extendían a lo largo de las laderas
de las montañas Verdes. Un río, el Ji'en, recorría todo este complejo, con
tal eficacia que no había sido necesario llevar a cabo obras de riego especiales;
y como la historia de nuestro país nos enseña que ha sido el agua siempre
la gran creadora de la burocracia, la de Hosa se mantuvo en un nivel mínimo,
pero magníficamente eficaz por varias causas, entre ellas el alto nivel
de recaudación que se mantuvo desde la época de los Han en la región, debido
a la riqueza del suelo y la buena disposición del clima, y también a la
extraordinaria facilidad de las comunicaciones, que hacían del "embudo"
de los valles de las montañas Verdes uno de los pasos obligados para todo
el Imperio. El Ji'en, navegable los doce meses del año, era el mensajero
de la plácida prosperidad de los campesinos de la dorada Hosa, tan lejana
y a la vez tan nítida y amable.
2
-El respeto a las formas -decía Wen Tsi- no es tanto la conservación de
lo mismo como la observancia del ritmo con que lo mismo adopta formas diversas.
Ahí es donde ha fallado Chen a mi juicio: desde el momento en que alguien
puede preguntarse, como lo venimos haciendo nosotros, si su estilo es real
o sólo un espejismo, el artista como tal deja de existir para la historia
de la etiqueta; no importa que la respuesta eventualmente le sea favorable.
Era un hombrecito pequeño, muy pálido y arrugado, con una formación anticuada
en la que creía de una vez para siempre, y que apenas si teñía imperceptiblemente
una tenue puesta al día en marxismo. Se lo habría dicho un teórico en Emperatrices,
un reductor de ciudades trasladado por error al campo. Salvo que usaba invariablemente
ropa occidental: pullóveres de cuello alto, y pantalones de franela, bajo
los cuales las sandalias y las gruesas medias de lana verde constituían
un anacronismo más. Le gustaba hablar, y como era endiabladamente tímido
sólo lo hacía en ocasiones muy íntimas. Siguió exponiendo su punto de vista,
mientras sostenía con índices y pulgares una tacita de té.
-Chen como pintor falla en las exterioridades, y no debería asombrarnos
que haya sido más apreciado en Occidente...
-No es exacto -acotó el señor Hua.
-... donde el desprecio de las formas ha llegado a constituirse en la razón
de ser del arte. La manifestación de un dolor o un anhelo, tan alabadas
en su pintura, no son sino construcciones mentales a cargo del espectador,
y es precisamente de ese exceso de trabajo al que obliga de donde nace,
por inercia, el trabajo suplementario en el espectador de preguntarse si
su obra no será un fraude al fin de cuentas.
Esbozó una sonrisa seca, como si él mismo se hubiera convencido al fin con
una buena argumentación. El señor Hua era delgado en la parte superior del
cuerpo, pero con gruesas caderas de matrona.
-Mi honorable amigo -dijo-, confunde elementos distintos: sus razonamientos
se aplican al dibujo de Chen, pero no a su arte de colorista y poeta de
la construcción pictórica.
-No entiendo de sutilezas técnicas -dijo Wen Tsi, que se proponía demostrar
precisamente que las entendía mejor que su interlocutor- pero si he podido
entrar en la discusión, y apreciar la peculiar ambigüedad...
-¿Llueve? -preguntó Lu levantando la cabeza de su taza de té.
-Mmm... así parece -dijo brevemente el señor Tsi, y prosiguió-: ... de su
desatar los hilos antiguos de la etiqueta de los movimientos amplios de
la naturaleza...
Su perorata, por un súbito mimetismo, tomaba la cadencia aburrida del ruido
de la lluvia. Con su paso bamboleante, el señor Hua había ido a la ventana.
Efectivamente, estaba lloviendo, y se preguntaba cómo lo habían adivinado,
pues era un movimiento atmosférico tan mudo como el desprendimiento del
polen. Pensó que la casa de Lu Hsin era un buen refugio, en cuyo interior
se extinguían los ruidos, pero no tanto como para ocultarles el inconveniente
de volver a sus casas, pues no habían traído paraguas; y como era primavera,
inevitablemente se formarían charcos. Se quedó un momento en la ventana,
vagamente incómodo.
Los tres amigos se reunían por lo menos una vez a la semana en casa de Lu.
Uno de los temas sobre los que volvían siempre era el que los ocupaba en
esta ocasión: un pintor de la época de decadencia de los Ming (principios
de siglo XVII), Chen Hong-Cheu, de Che-Kiang. Su obra, especialmente su
famosa serie de retratos, pero también sus escenas imaginarias, paisajes
e ilustraciones de situaciones búdicas, mostraban rasgos acentuados de deformación,
como en ningún otro artista de su época. Deformaciones tan constantes, y
por momentos tan enigmáticas en cuanto a sus finalidades estéticas, que
desde entonces se discutía sobre la realidad de sus dotes; bien podría haber
sido, decía la voz escéptica de cada cual, que Chen hubiera sido un fraude,
un torpe. La duda volvía más fascinante su obra, y el encanto hacía más
difícil la resolución de la alternativa.
Aunque aldeanos, los tres amigos no posaban de eruditos; tenían la elegancia
suficiente como para reconocer, siquiera implícitamente, que ponían en Chen
Hong-Chen sólo sus deseos de conversar y las fluctuaciones de su imaginación.
Lo cual se probaba ahora mismo. La visión de la lluvia había causado melancolía
en Hua, y se le ocurrió algo novedoso sobre el tema:
-Quizás -dijo- no es necesario que nos interroguemos sobre la verdad del
estilo de Chen. Quizás bastaría con adivinar sus estados de ánimo.
Los otros dos lo miraron intrigados: después de tantas sutilezas, eso parecía
un retroceso notorio.
-Las dos cosas van juntas -dijo suavemente Wen Tsi.
-En efecto. Pero no necesariamente para nosotros.
Lo pensaron. El dueño de casa volvió a servir té. Tenía una bata de sarga
y un gorrito con el que cubría su calvicie bastante avanzada cuando temía
que podía pescar un resfrío. Los tres encendieron cigarrillos, y consideraron
el volumen de luz que entraba por las dos ventanitas de la sala. Era una
luz gris, con cierta humedad por contagio imaginario: la luz peculiar de
la lluvia, con su extra de esplendor, siempre tan discreto.
-Los estados de ánimo -dijo el señor Lu- son de quien los experimenta, efectivamente.
Y con un estilo sucede lo mismo. Sólo que en ocasiones el estilo, como un
dragón, se desliza sobre los estados de ánimo de la humanidad entera, como
la luz sobre los objetos...
Hua sacudía la cabeza con gesto fatalista:
-No era a eso a lo que me refería.
Hua, pensaban sus dos contertulios, era un melancólico; por dentro era una
verdadera señora; la forma de sus ancas no desmentía su modo de sentarse
en el mundo.
Uno de los gatos se hizo notar de pronto, con un pequeño maullido. Como
si lo hubiera oído, desde afuera respondió un pájaro, de los que se refugiaban
en el alero de Lu los días de lluvia: una golondrina. El gato fue al centro
de la sala, y lo siguió perezosamente el otro; los dos eran de un blanco
amarillento, uno de ellos con máscara negra. El primero saltó al vano de
la ventana y miró un instante, tal como lo había hecho Hua. Después volvieron
a sus almohadones. Los sobresaltó un aleteo, y quedaron un rato con las
orejas erectas. Había huecos en la inserción de las vigas del cielo raso,
y las golondrinas debían de estar presentes también en la reunión, aunque
ocultas.
Fue el turno de Lu Hsin de dar su propia opinión sobre el caso:
-A mi juicio, lo que propone Chen con la ambigüedad de su destreza, es nuestra
comprensión. Se supone que al fin de una larga o breve deliberación ante
sus obras, deberíamos llegar a una comprensión: es real, o es un fraude.
Pues bien, en un sentido u otro, nuestra conclusión será incomunicable,
por cuanto la comprensión misma es incomunicable. Y no me refiero a una
pedagogía... Lo incomunicable lo es para con uno mismo. De ahí que somos
nosotros mismos los que no comprendemos nuestra comprensión. -Hizo una larga
pausa-. La misión del artista es hacernos comprender eso al menos, y creo
que Chen lo hace bien.
Sus amigos asintieron.
Hua había seguido de pie (de hecho, uno de los gatos había ocupado su asiento)
y había vuelto a la ventana. La lluvia era hermosa, aunque lo que veía era
un paisaje anodino: la calle que se embarraba cada vez más, las casas de
los vecinos, el gingko inmóvil de Lu, y arriba el ciclo uniforme, de un
gris casi blanco. De pronto vio a dos mujeres que caminaban sin apuro por
el medio de la calle, y eso le hizo pensar que en realidad no debía de estar
lloviendo muy fuerte. Miró un charco redondo que se había formado en el
patio delantero de la casa: caían gotitas constantes pero muy pequeñas.
Después alzó la vista: las mujeres seguían aproximándose y ahora las veía
con claridad. Por la apostura, eran dos montañesas: pequeñas, regordetas,
con los gorros en punta y las trenzas unidas atrás. Una de ellas era mucho
más gorda y alta, la otra debía de ser una niña; pero se parecían, como
se parecían todas las montañesas entre sí, al punto de hacerse indiscernibles.
Las dos traían capas de goma, y cuando se entreabrían los bordes Hua podía
ver el traje multicolor de sus etnias. Era la ropa anticuada que les era
peculiar... Y que lo anticuado fuera pobre o no, dependía de los grandes
movimientos de la cultura, estaba fuera de los gustos personales. En este
caso, estaba en el punto preciso de la neutralidad: lo anticuado ya no era
signo de riqueza como antaño, y todavía no era señal de atraso como seguramente
lo sería dentro de pocos años. Ese frágil equilibrio era la señal más patente
de que el país había entrado al fin (¿después de cuántos milenios?) en la
Historia. Todo eso ponía horriblemente triste al matronil señor Hua. Eso,
y que tuviera que mojarse para volver a su casa.
Ya sólo esperaba que las mujeres pasaran de largo para volver a sentarse,
cuando las vio, con considerable sorpresa, entrar por entre los sauces del
señor Lu. Desaparecieron de su campo de visión y un instante después se
oyó la campanilla, que hizo aletear a los pájaros ocultos y maullar a los
dos gatos.
-Son dos montañesas -dijo ante la mirada interrogativa de los otros. No
se imaginaba qué podían venir a hacer.
Lu se levantó con agilidad y puso la tacita en la bandeja con cierta torpeza:
-Oh -dijo-. Son la señora San, y Bao.
Salió a atenderlas. La puerta del frente daba directamente al exterior,
apenas disimulado por un biombo bajo. Los dos caballeros sentados vieron
por encima el gorrito de Lu, en la luz, y sintieron la corriente de aire.
Los dos gatos desaparecieron. Se oía una conversación en voz baja, con consonantes
gruesas por parte de la voz femenina. Duró poco. La puerta se cerró y tras
un instante de absoluto silencio apareció Lu, ligeramente encorvado. Traía
en las manos tres melones silvestres, del tamaño de ciruelas grandes. El
señor Tsi arqueó las cejas: esos melones, bastaba con salir a buscarlos.
Era curioso que a alguien se los trajeran bajo la lluvia.
Lu volvió a preparar té, y como comenzó a llover con más fuerza insistió
en que sus amigos se quedaran. Puso un disco en el fonógrafo, y encendieron
más cigarrillos. La incomodidad del incidente, si es que no había sido una
ilusión, se disolvió pronto. Tanto, que sus amigos arriesgaron algunas ironías,
muy veladas. Quizás esa señora a la que no habían visto prácticamente, gozaba
de las simpatías del señor Lu. (Callaban la otra posibilidad, mucho más
fehaciente: que la señora vendiese los favores de su hija adolescente casa
por casa, como se sabía que hacían las montañesas, y el retraído señor fuera
uno de sus clientes.)
Uno de los gatos, el de la máscara, por algún motivo prefería al señor Wen.
Lo que no dejaba de ser curioso, pues este hombre era seco y sin simpatía
alguna. Pero el animalito venía siempre a sus pies, se hacía un lugar en
el asiento, se frotaba contra él. De ahí sacaron ciertas reflexiones suavemente
burlonas:
-Es impredecible la simpatía de los genios de la naturaleza...
Sé reían, y oían la voz de Yvette Gilbert en los viejos discos, ligeramente
ronca y con su dejo de misterio.
Afuera llovía, y con el caer de la tarde la luz disminuía en intensidad,
aunque no en brillo, y las golondrinas misteriosas combatían en sus refugios
del techo.
Esa noche después de cenar, Lu Hsin reflexionaba en lo que había sucedido.
A esta hora el negro cerrado de la noche promovía el pensamiento, incluso
con cierta densidad que él se permitía de vez en cuando. Se preparó un té
y salió a beberlo al patio. Había dejado de llover al anochecer, y los vientos
del este habían barrido las nubes. Era una noche sin luna, pero diseminada
de astros muy brillantes. Caminó hasta abajo del gingko y miró el cielo
entre sus delicados encajes de follaje. Dejaba que el vapor de su tacita
de te subiera hasta las pequeñas hojas palmeadas, esa humedad caliente aterciopelada
por la luz de acero de las estrellas.
Los giros de burla reticente en sus amigos le habían dado una idea... aunque
todavía no sabía bien cuál. Como muchos seres extremadamente inteligentes,
actuaba siempre por reacción. Sólo que elegía cuidadosamente (y en este
punto no estaba para nada entregado a las manos con frecuencia torpes del
destino) las circunstancias a las cuales reaccionar.
Desde hacía un tiempo, unos meses, un año todo lo más, no había llevado
la cuenta, Lu había concebido una pasión violenta por Bao, la hija de la
montañesa que le traía ágatas. Pero había descartado ese sentimiento como
un sueño o una fantasía, algo que en realidad no le sucedía enteramente
a él... pero podría sucederle. No excluía la posibilidad. Era una jovencita
de catorce o quince años, que casi nunca hablaba. Lu Hsin había mantenido
el contacto con la madre aun cuando no necesitara su provisión, e incluso
había llegado al absurdo de comprarle frutos silvestres, simulando una predilección
que no existía.
Ahora, gracias a la intervención casual de sus invitados esta tarde, vio
de pronto que podía ir al otro lado de su burla, perfectamente... Al otro
lado incluso de sus sospechas, si es que las habían concebido.
Había algo que volvía irreal a Bao, algo que de todos modos resultaría difícil
(en rigor, imposible aun al más largo plazo) de superar, y era lo que hoy
día se llamaba, siguiendo la moda francesa, la cuestión racial. Bao era
una típica montañesa, casi indiscernible de las demás, y en ese caso, ¿cómo
podía decir que se había enamorado de ella? Bao misma se perdía en la multiplicidad
que representaba, o que otras representaban por ella.
Bebió un sorbo de té, y salió de abajo del gingko. Aun en la oscuridad podía
desplazarse por su patio sin tropezar. Sólo que sentía la humedad bajo las
sandalias. Dio la vuelta a la casa que era en realidad una casa de muñecas,
no sólo por pequeña sino por la vida ligeramente fantástica que llevaba
en ella su dueño solitario y pensativo, sin el ancla de un trabajo penoso:
era precisamente, pensó, la irrealidad que caracterizaba todo el caso. Desde
la huerta del fondo podía ver las montañas. Cuando alzó la vista hacia ellas
le sorprendió ver la luna, plena y muy brillante, rodeada de halos superpuestos,
sobre los picachos lejanos. "Así tenía que ser", pensó con una sonrisa,
"una noche sin luna, con la luna brillando en el cielo."
Las montañas se alzaban muy cerca, pero no interrumpían la visión sino que
se multiplicaban sobre el plano y se extendían a lo lejos, casi como si
se las contemplara desde lo alto, al modo chino. Estaban calladas, ausentes,
con nieblas propias. La oscuridad las hacía más pequeñas; pero eran grandes,
muy grandes. La cadena era todo un país por su amplitud y por su sociabilidad.
Los montañeses eran pastores autosubsistentes: desde las ciudades se los
veía como un reto a la vida cotidiana, y últimamente una amenaza a la Revolución,
aunque de esto nadie estaba seguro; la mala conciencia los presuponía desdeñosos.
Eran los proletarios absolutos, y quizás podrían llegar a reírse de los
ciudadanos convencionales y civilizados que iniciaban el trabajo de salir
de un estado del que ellos representaban el paradigma.
Las mujeres eran las únicas que bajaban a comerciar a las aldeas de Hosa,
y del otro lado, a Hen Kio P'ao: fuertes, sólidas, con algo de inaccesibles.
Los ojos muy separados, las orejas inverosímiles de tan pequeñas, el pelo
brillante siempre peinado igual, en dos trencitas que se unían en la nuca,
y las camisolas de colores. Se decía que provenían del tronco originario
manchú, pero era un rumor difundido por los cronistas antiguos, viciados
de imbecilidad.
Lu terminó su té, echó una última mirada a la luna que parecía rodar impulsada
por el aliento de los dragones, y se fue a dormir, pensando que por efecto
de la ironía de sus amigos se había enamorado al fin.
Durante los meses que siguieron, Lu volvería a mirar con frecuencia las
montañas, lleno de ensueños vagos que no trataba siquiera de explicarse.
Cuando trabajaba en la huerta, solía sentir de pronto la súbita impresión
de que debía mirar algo, algo sumamente interesante, y un repentino blanco
en la mente le hacía ignorar de qué se trataba... Al alzar la cabeza veía
inmediatamente la forma de las montañas y recordaba.
No hizo nada para ver a Bao con más frecuencia. Cuando venían la madre y
la hija, él las atendía brevemente, hablando siempre con la primera, a la
que poco a poco llegó a encontrarle cierta belleza; se decía que podría
amarla: por lo pronto, amaría a Bao cuando tuviera su edad, y sería exactamente
como era ahora la madre (no podía ni quería imaginársela distinta); pero
para ello debía esperar todos esos años, y esperar con amor, no hacer ya
el cortocircuito. De modo que, concluía, no podía amar a la madre. La muchacha
permanecía callada, pero seguía la conversación con ojos vivaces; si es
que podía hablarse de conversación. Se entendían penosamente. Lu Hsin no
hablaba el dialecto de las montañas; ellas en cambio sí hablaban pasablemente
el chino franco, con brutales deformaciones de acento. Era curioso pensarlo,
pero esas mujeres eran bilingües, y lo eran por una cuestión práctica y
cotidiana. Él en cambio sabía cinco o seis idiomas, muy lejanos, pero los
utilizaba con fines tan volátiles como leer a Kant, o a Stendhal, en sus
respectivos originales.
Los encuentros eran siempre expeditivos: algún intercambio de las rústicas
gemas de los arroyos, o de hierbas (parecían confundirlo con un farmacéutico);
Lu era invariablemente cortés, como lo era con todo el mundo. Cuando por
casualidad veía a alguna otra montañesa por la aldea, sentía cierta impaciencia
consigo mismo. Pensaba, sin entrar en detalles, que bien podía darse la
circunstancia de que confundiera a su supuesta amada con otra.
Así pasaron las estaciones: el verano, el otoño... Las nieves fueron tempranas
este año, y pasaron meses sin que las mujeres bajaran a la aldea. Se preguntaba
dónde estarían. Las montañas estaban casi constantemente envueltas en frías
nieblas, y todo parecía más lejano. A veces veía a otras montañesas, e incluso
una vino a ofrecerle ágatas. Le preguntó por la señora San, y la respuesta
fue inconducente. Cuando el tiempo mejoró, volvieron. Nada había cambiado.
Por momentos se preguntaba si realmente estaría enamorado. A veces dejaba
jugar su pensamiento: la señora San era atractiva, y más de acuerdo a su
edad (quizás incluso fuera menor que él). Podía tener marido, pero también
podía no tenerlo. ¿Y si le ofrecía que viniera a vivir con él, como su concubina?
Apartaba la idea con una sonrisa interior. No, no tenía sentido.
Eso lo llevó, muy poco a poco, a pensar en los aspectos prácticos de la
cuestión. Precisamente en ese entonces se representaba en el pueblo una
obrita de títeres titulada "El Ridículo Contra-Revolucionario". La vio más
de una vez, y lo hizo reflexionar. Cuánto más ridículo era él, pensaba,
con sus sueños informes de extraer de su medio semisalvaje a una joven,
y proponerle un amor que ella ni siquiera sospechaba. Sabía cuál sería el
hilo de los razonamientos que seguiría cualquiera de sus conocidos, pequeñoburgueses
extraviados, como él, de hallarse en su caso: bastaba, dirían, con comprarle
discretamente a la madre los favores de la hija, por una noche, o dos, o
cualquier tipo de arreglo más o menos permanente, por ejemplo tomar a la
joven como asistente de algún oficio inventado ad hoc, o simplemente como
casera...
Pero no, no se trataba de eso. Toda su manera de ser estaba moldeada sobre
la idea de la eternidad sagrada del matrimonio. No quería comportarse como
un pequeñoburgués, pero tampoco soportaba la perspectiva de que lo tuvieran
por un perverso. Y sin embargo, era alguna de las dos cosas, quizás las
dos a la vez. En cuanto a pedirla en matrimonio... No entenderían a qué
se refería. Y sería deprimente tener como suegra a esa señora analfabeta
que había sido una bestia de carga toda su vida.
En una de las entrevistas habituales había encontrado a Bao fea, sin atenuantes.
Posiblemente la jovencita se encontraba mal de salud: la vio ojerosa, la
piel grisácea, los rasgos más marcados y vulgares, casi un anticipo de lo
que sería al cabo de unos años, cuando se consumiera su gordura infantil
y se ajara. Casualmente ese mismo día había visto por la aldea a otra montañesa,
una mujer también joven, con una criatura en brazos, y lo había deslumbrado
su belleza. La coincidencia le hizo comprender que el mal había llegado
a lo más profundo de su mente. Había hecho todo el aprendizaje, y posiblemente
ya no necesitaba que fuera Bao el objeto de su amor. Podía ser otra cualquiera,
que le recordase algo de ella, por ejemplo su presencia. De todos modos,
se aferraba a la hija de la señora San, para no extraviarse en sí mismo.
Pero la idea de que su sentimiento se había liberado le provocaba una euforia
difusa que permanecía en el. Era el hombre-santuario, el tabernáculo de
la pureza. Y cuando alzaba la vista a las montañas, veía también en ellas
a la pureza, y comprendía algo mejor a los paisajistas antiguos y su predilección
por las montañas. Le gustaba más que nada verlas acunarse entre la niebla,
que ya se hacía menos espesa, más graciosa, la niebla monumental pero liviana
de la primavera incipiente.
Advirtió que se había pasado un año entero mirando las montañas: el ciclo
de las estaciones volvía al punto inicial. Y si en algún momento de su vida
se había considerado un frustrado paisajista, ahora sabía que no era así.
Estaba más allá de la práctica de la pintura. (El viejo mecanismo, otra
vez.) Había logrado reunir en un solo haz de ensoñaciones las artes tan
distintas del paisaje y el retrato.
Lu Hsin tenía una vecina con la que conversaba ocasionalmente, la señora
Kiu, esposa de un corredor de artículos de aluminio. Era una cultivadora
compulsiva, con un fantástico jardín que nadie pisaba sino ella. Lu solía
prepararle, a su pedido, algunos rocíos contra los insectos. Un día que
conversaban en la calle, la charla tomó, quién sabe por qué, el camino de
las montañesas, y la señora Kiu manifestó su compasión pesadamente despectiva
por el estado de barbarie en que vivían, ejemplificándolo con la joven Bao
Jin, la hija de la señora San; la frecuentaban a ella también, efectivamente:
le traían gajos que creían raros, y casi nunca lo eran para esta activa
botánica práctica. El señor Lu trató de no mostrar un interés demasiado
patente, pero se cuidó de no dejar morir el tema.
-Esa pobre niña -dijo la señora Kiu- estuvo a punto de morir este invierno
a consecuencia de un aborto realizado en las peores condiciones...
-Oh -dijo la voz seca de Lu Hsin, que a él mismo le pareció ajena.
La buena señora se explayó: no era el primero de tales desdichados inconvenientes
que sufría esa jovencita, a pesar de sus pocos años. Y siguió hablando,
imperturbable, de otros males, por ejemplo el incesto, responsable de que
quedara encinta todo el tiempo. De ahí pasó a consideraciones más generales
sobre la raza montañesa, y al fin Lu Hsin le preguntó cómo se había enterado
de todo eso.
-Les pregunté, simplemente -respondió la señora Kiu-. No tienen el menor
empacho en explicar sus males al primero que se los pregunte, etcétera,
etcétera.
Lu Hsin se sintió comprensiblemente abrumado. De pronto su interés en Bao
se había evaporado, por lo que no debería sentir una preocupación desmesurada
en ese sentido. Pero percibía todo el ridículo de sus pretensiones, mucho
mayor del que había supuesto aun en sus reflexiones más pesimistas.
En especial lo hería el hecho de que las cosas hubieran tenido lugar bajo
sus mismos ojos, y él no hubiera sabido verlas. ¡Qué ineptas se probaban
sus ensoñaciones sobre el arte de la pintura! Había cometido el error inicial
del mal pintor: no había captado el sentido de las visiones. Sí, posiblemente
lo había obnubilado el amor, o lo que él había tomado por tal, pero aun
así...
Trató de olvidarse de todo el asunto. Por suerte, había otros motivos de
atención. La provincia se movilizaba en una actividad política sin precedentes,
y él mismo comenzó a interesarse, deliberadamente. Siempre le había apasionado
la cuestión hidráulica. En la historia, la hidráulica había estado siempre
en la base de todas las burocracias eficaces. El Imperio había construido
su maravillosa red estatal a partir de los trabajos a que obligaba el riego
intensivo para el cultivo del arroz. Y la nueva administración no renegaba
en absoluto de ese aspecto del pasado, más bien por el contrario. El gobierno
revolucionario central había hecho todo lo posible por restaurar, y en lo
posible superar en perfección, la trama de funcionarios de la época Ming,
cuya decadencia, lentísima, era prueba fehaciente de excelencia.
El año anterior había comenzado la planificación del aprovechamiento del
Qu para la agricultura. Era un río que unía los valles centrales entre las
dos cadenas paralelas de las montañas Verdes, y la región de Hosa. El debate
sobre la magnitud y la implementación precisa de estos trabajos agitaban
la provincia. Cuando se pusieron en marcha, era fácil ver que la fisonomía
social del área cambiaría drásticamente. Los montañeses mismos se verían
arrancados de su inmovilidad de milenios, cuando todas las laderas inferiores
comenzaran a recibir el riego y se crearan las plantaciones.
Lu Hsin fue invitado a formar parte de la comisión vecinal que trataba el
asunto, y no tardó en volverse el cerebro del grupo, y su directivo más
lúcido. Estas actividades, y la perspectiva de transformación que se cernía
sobre los montañeses, lo llevaron a repensar su caso personal bajo una luz
más objetiva. Su error, se dijo, había sido pensar que su situación podía
resolverse con una movida individual. Ahora las consideraciones de la etiqueta,
que siempre son individuales pese a su trasfondo social, le parecían fuera
de lugar. Había estado pensando en la cabeza de gente como esos patéticos
amigos suyos, Hua P'i-p'ei o Wen Tsi, con su absurda vacilación entre las
formas de una elegancia con la que habían soñado sus antepasados (ni siquiera
ellos) y una pretendida puesta al día en teoría marxista, que en realidad
se les escapaba por completo. Por otra parte, ahora que comenzaba a tomar
un contacto más estrecho y cotidiano con los jóvenes revolucionarios, los
veía, lisa y llanamente, como caricaturas del amor. Y no sin cierta sorpresa,
advertía que ellos en él veían, a través de los velos de un desconocimiento
que incluso tomaba el carácter de una carencia léxica, el emblema mismo
del amor, y paradójicamente lo respetaban por eso. "Si fue el amor quien
me dio mi inteligencia", se decía el señor Lu, "sólo el amor podrá quitármela
momentáneamente."
Se trataba, en fin, de otra cosa: antes de pasar, como había soñado con
hacerlo, a la faz práctica, debía resolver la posibilidad misma de su amor,
en los términos más generales, y desde los principios mismos. Cuando llegó
a esta conclusión, supo que la joven Bao Jin se perdía definitivamente de
su pensamiento; la imagen de la joven, que él había leído en el cielo durante
largos meses, se escapaba por un desagüe misterioso, y ya no quedaba nada
por hacer con ella. Se sintió invadido de una pacífica indiferencia.
Mientras tanto, sus ocupaciones en la comisión de estudios lo habían llevado
a otros campos, entre ellos el de la educación pública. Se adelantaba a
sus conciudadanos, que no veían en el riego otra cosa que una multiplicación
de la suculencia de la tierra. Lu Hsin se asombraba de que no presintieran
todo lo que sobrevendría en términos de efectos. Se entusiasmaban con el
presente, y no comprendían que adelantarse era el único modo de estar en
el presente. Su mente siempre había funcionado así. Redactó un complejo
programa de educación que había preparado él solo, en algunas vigilias meditativas.
Había ideado un curriculum totalmente novedoso, espiralado alrededor de
dos núcleos correlacionados: la botánica y la climatología. De ese modo
la enseñanza se regionalizaría inevitablemente, y el Partido dispondría
de cuadros idóneos para la respuesta a los cuantiosos enigmas que provocaba
una red burocrática extensa, a la vez fluida y flexible, y que respondiera
al menor sismo en las remotas distancias.
Hacia mediados del verano tomó la resolución de viajar a Pekín a exponer
su programa de innovaciones; había recibido repetidas invitaciones para
hacerlo. El día de la partida fue a la estación de Hosa-Han al mediodía
a esperar el tren que lo llevaría a la capital de la provincia. Hacía un
intenso calor, y el silencio del campo se extendía sobre la pequeña estación.
El señor Lu era el único que esperaba, bajo un paraguas. No llevaba mucho
equipaje, sólo un bolso de rafia con una muda de ropa. Había venido caminando
con bastante anticipación, y acababa de tomar dos tazas de té con el jefe
de la estación. Tenía la vista clavada en los ríeles, que a cierta distancia
se volvían un puro resplandor lineal, y se sentía algo adormecido; un sentimiento
que le agradaba experimentar cuando estaba de pie. La región de Hosa era
privilegiada por disponer de ese ferrocarril que la recorría en su totalidad,
paralelo al trazado caprichoso de las estribaciones de los montes. Precisamente
se lo había construido, cuarenta años atrás, para que la familia imperial,
que veraneaba en las alturas de Heng Pia'ng, pudiera hacer el recorrido
hasta el embarcadero en el Kian disfrutando del espléndido paisaje de las
montañas.
El silencio se interrumpía regularmente por unos pitidos agudísimos, ligeramente
discordantes. A su modo, se fundían con el silencio que cortaban, como condensaciones
súbitas y necesarias, goteos, de la luz intensa del mediodía. No había sonido
más coherente con esa luz. Lu salió de su inmovilidad y caminó lentamente
en una dirección cualquiera, por el andén. Los gritos eran de los faisanes
del criadero de la estación. Desde aquí no los veía, pero adivinaba sus
movimientos nerviosos e insomnes, y sus dorados espléndidos...
En ese momento, tuvo una idea abrupta, que le llegó con tal intensidad que,
por un momento, quedó atontado. Quedó largo rato mirando el vacío, perfectamente
inmóvil. Supo que había tenido una iluminación, amplia y perfecta, y toda
su vida se le había aparecido bajo un resplandor inigualable.
Con un temblor, en medio de la canícula, comprendió que había estado a punto
de cometer un error, de dar un traspié fantástico, mucho más grave que todos
los anteriores, que más que errores ahora se le aparecían como vacilaciones.
Supo que debía seguir adelante, avanzar, más allá de su historia personal,
avanzar con su vida entera, en bloque, llevar el mecanismo a sus últimas
consecuencias. En efecto, ¿por qué renunciar al amor? Si debía resumir en
pocas palabras lo que se le había ocurrido, era en estos términos: la vida
no tiene demasiada importancia y, sin embargo, con ella se puede hacer algo
sumamente atrevido.
3
Un año y medio después, en otoño, un Lu Hsin casi írreconocible subía las
laderas de la Hosa, ya muy lejos de los poblados: a su espalda se abría
un inmenso paisaje hundido, y frente a él los declives comenzaban a hacerse
momentáneamente menos pronunciados, al entrar en los laberintos de pequeñas
mesetas arboladas, más allá de los cuales estaban los valles interiores
y las primeras montañas Verdes. Las laderas, lentas y minuciosas, eran la
imagen del otoño mismo, en sus matices trémulos, detrás de los cuales se
consolidaba una dureza a la que el hombre no llegaba...
La frontera entre la salud mental y la demencia es imperceptible. La diferencia
entre el Lu Hsin anterior, el que conversaba oyendo discos y fumando con
sus amigos, y éste, que respiraba afanosamente en el aire frío de la tarde
montañosa, era muy notoria, pero también en ella los límites se borraban.
Mejor dicho, quien lo hubiera visto, como nosotros, en esos dos momentos,
habría encontrado extraño, impensable, el tiempo transcurrido entre ambos.
(Efectivamente, había sido un período de sueños.) De hecho, que un hombre
sobreviva, ya es un milagro respecto de las leyes de la naturaleza, considerando
todos los azares a los que se ve expuesto.
Curiosamente, Lu parecía a la vez más joven y más viejo. Su rostro se había
cerrado y hecho más compacto, como el de algunos adolescentes. Y brillaba
en él una luz de resolución casi fantástica, que más que adolescente lo
hacía parecer un niño. Pero eso mismo, con su anacronismo de reversión,
producía una impresión general de vejez extra: hacía pensar en uno de esos
casos, tan frecuentes, de idea fija que se generaliza en la más alta edad.
En la confusión, nadie le habría dado a Lu Hsin los años que tenía, que
eran todavía poco menos de cuarenta. Es cierto que era quizás demasiado
pequeño, y los cuarenta años, para ser representados cabalmente, deben serlo
con cierta corpulencia.
Este extraño Lu Hsin, niño anciano, estaba mimetizado con el ambiente que
recorría, los bosques primerizos de las alturas de Hosa, muy silenciosos
siempre. Y con la hora del día, la bella declinación de la tarde. Ya había
hecho ese mismo trayecto otras dos veces, durante el verano, por lo que
conocía bien el camino. Había partido con la confianza de ese conocimiento,
y de pronto advertía que lo que había tomado por una ventaja resultaba un
grave inconveniente: porque en su recuerdo el cálculo de las horas era muy
distinto; ahora, avanzada la estación, empezaba la noche cuando antes el
sol estaba alto todavía... Se le había pasado por alto ese detalle. Se dijo
que había sido muy estúpido; era casi como si hubiera tomado por señales
para guiarse, en su viaje anterior, a un pájaro que pasaba en vuelo, a una
hormiga durmiendo sobre una piedra, a una flor de tallo alto que se inclinaba
locamente con la brisa... Igual de insensato había sido fiarse de mojones
como la hora del día, el color del bosque y del cielo. Esta vez se haría
de noche inexorablemente antes de que llegara a lo de Fu, adonde no sabía
llegar de noche.
Estaba muy cansado. Venía caminando desde el alba, y sólo había hecho un
alto de media hora para almorzar las pocas provisiones que traía. Recordaba
que en los viajes anteriores (sobre todo el segundo, en el que ya estaba
experimentado) se había detenido a descansar a esta hora, o a una hora equivalente
en el verano, en un sitio que quizás fuera este mismo. Sin embargo, le parecía
totalmente distinto.
Se detuvo de todos modos. Tenía ganas de fumar un cigarrillo pero juzgó
más prudente no hacerlo, y no sólo para ahorrar aliento. Le habían dicho
una vez que los osos eran sumamente sensibles al olor del tabaco, y no quería
arriesgarse a un encuentro. Se quedó sentado en una piedra, muy quieto.
Al cabo de unos momentos, él mismo sintió olor a oso. O un olor que creía
que era de oso. Eso lo deprimió. Se haría de noche de todos modos, y en
la oscuridad no distinguiría nada, ni siquiera la forma de los osos. Miró
la tierra, de donde también subían las sombras. El suelo a sus pies estaba
cubierto de una especie de aserrín plumoso; debía de ser la carga floral
de estos árboles. Tomó un puñado y se lo llevó a la nariz: era lo que había
tomado por el olor de oso. Sonrió, entre aliviado y divertido.
Se puso de pie y siguió adelante. El sol había desaparecido hacía rato tras
unos picos a su izquierda, pero eso no significaba nada; significaba apenas
que las montañas eran altas; habría luz un buen rato todavía. No bien lo
hubo pensado oyó el canto de un ruiseñor gigante, indicador de la noche.
Fue un solo trino largo, que volvió al silencio.
Lo incitó a apurar el paso, pero al hacerlo volvió a oír al ruiseñor, como
una advertencia. Siguió adelante como si nada pasara. Echaba miradas a su
alrededor, a veces las alzaba vagamente en dirección a las copas altas de
los árboles, que no eran muy numerosos por allí; por momentos atravesaba
largos claros pedregosos. Era muy fácil orientarse por la disposición de
los picos lejanos, pero quizás, pensó, lo lejano no fuera una garantía de
lo cercano, y en lo cercano, eso sí, estaba completamente extraviado.
De pronto un ruiseñor gigante voló delante de él. Se preguntó si sería el
mismo. El ave cantó un trino largo en el vuelo, y se arrojó sobre las plumillas
ocres que cubrían el suelo, y se revolcó en ellas con violencia. Después
remontó vuelo, rápido y recto como una bala, y se incrustó en el follaje
alto de una acacia. Todo había sucedido en un santiamén, y Lu Hsin pudo
comprobar que este espectáculo había tenido lugar en una media luz siniestra,
ya nocturna.
Otra vez volvió el canto.
Un poco más allá, para colmo, el bosque se espesaba. Sabía que seguía así
varios li, hasta el borde superior de un valle, que traspondría al día siguiente.
Ahora estaba nervioso y decepcionado. Se preguntó qué tendría que hacer,
en términos racionales. No lo sabía.
Si hubiera podido librarse de esos temores, habría encontrado agradable
el bosque que atravesaba. Era de árboles viejos, que perdían toneladas de
hojas; si en ese momento hubiera soplado una brisa, lo habrían sepultado.
Pisaba suavísimos colchones, y se internaba en la oscuridad. De pronto...
Vio un oso, escurriéndose a lo lejos, erguido como un hombre. Todo su sistema
circulatorio se congeló unos instantes, y después volvió a fluir: sintió
cómo le subía la temperatura interna hasta un punto casi de ebullición.
Pero seguía caminando como si no sucediera nada: un ruiseñor o un oso daban
lo mismo, a esta altura. Un poco más adelante volvió a verlo, y le pareció
increíblemente semejante a un hombre: un oso relativamente pequeño, que
caminaba bastante erguido; ya era una sombra apenas más oscura que el gris
circundante. La tercera vez que lo vio (y no había caminado desde la primera
vez más que unos pocos metros) tuvo la certeza de que el oso lo miraba;
¿lo vería? Ya estaba muy oscuro, pero la visión era de una acuidad prodigiosa.
Desaparecieron uno del otro en el lapso de un segundo. Lu caminó tomándose
de los árboles, y levantó la vista al follaje, y al cielo donde ya se habían
encendido lindas estrellitas blancas. Del día no quedaban más que hebras
imperceptibles, como recuerdos desgastados. Se dijo: Nunca he sido tan imprudente.
Sacudió la cabeza con pena y se repitió: A veces me porto como un atolondrado.
Un poco más allá cruzó un sendero, ante el cual quedó pensativo un momento.
Y estaba en esa reflexión cuando apareció ante él el oso... con una linterna...
Era el señor Fu. Los dos se miraron abriendo los ojos.
-Había salido a buscar "gekosiren" y lo tomé por un oso -dijo el señor Fu
ligeramente perplejo-. Por eso fui a buscar la linterna...
Se saludaron ceremoniosamente.
-¿No se le hizo un poco tarde? -le preguntó Fu.
Emprendieron el camino de la casita, que estaba ahí no más, a la vuelta
del recodo.
-Supongo que habré venido más despacio, o bien... -Hizo un gesto en dirección
al cielo.
-Ahora veremos el "ojo de vaca" -dijo servicial el señor Fu. Se refería
con esta palabra al reloj. Lu recordaba que este caballero tan solitario
tenía un gran reloj suizo en un cofre, que siempre daba la hora exacta,
aunque se lo consultaba muy de tanto en tanto, en circunstancias accidentales
como ésta, o bien cuando había que anotar alguna coordenada.
La choza, a oscuras, parecía deshabitada y era más bien lúgubre. No había
animales domésticos, ni siquiera un gato. El señor Fu era vegetariano. Lu
Hsin se había alojado aquí en sus dos viajes anteriores, salvo que antes
había llegado con plena luz del sol y no había tenido problemas para localizar
la casita. El trayecto que los montañeses hacen en medio día, o menos (en
una jornada iban al pueblo, hacían sus transacciones, y volvían a sus aldeas
altas), él lo hacía en dos días, pernoctando aquí. En realidad, esta choza
marcaba bastante más que la mitad del camino. Pero lo que quedaba por cubrir
era más escabroso.
Se sentaron afuera; el señor Fu parecía considerar que esta hora era diurna
todavía, y no merecía que se encendieran luces. En efecto, ahora que estaba
a salvo a Lu Hsin le parecía notar más luz en la atmósfera. Al fin de cuentas,
no había tanto motivo de preocupación.
Prefirió no decirle que, por unos minutos, él había tenido el mismo temor
de vérselas con un oso. La puesta en espejo, en ciertas situaciones, llevaba
al ridículo, o por lo menos a trivializar una escena que había tenido su
ligero vértigo de grandeza. Un hombre que confundiera a su prójimo con una
bestia, en un bosque oscurecido, tenía sentido; dos caballeros entrados
en años huyendo uno de otro por el mismo temor ilusorio, se volvían tontos,
objeto de una broma que ni siquiera hacía nadie. Habría sonreído al pensarlo,
pero se contuvo a tiempo: su conocido no tenía el menor sentido del humor;
jamás lo había visto sonreír, y sospechaba que le disgustaba esa clase de
exteriorizaciones.
Fu Mi Hsieng era un contratista de leñadores para obras públicas, y desde
hacía dos años dependía del Ministerio de Hidráulica de la provincia. Su
trabajo había sido prácticamente nulo hasta el momento, pues los estudios
respecto de la posibilidad de hacer algo con el Qu seguían en su estadio
teórico. Y aun cuando se iniciaran los trabajos, no era del todo seguro
que tuviera mucho que hacer. Era un hombre bastante mayor que Lu: de unos
cincuenta y cinco años, aunque su vida casi ascética lo había mantenido
en buena forma, y aparentaba diez menos. Apenas si había conocido antes
a Lu Hsin (se relacionó con él cuando este último participó en los estudios
de hidráulica revolucionarios), por lo que no tuvo la posibilidad de constatar
la gran diferencia entre el Lu de antes y el de ahora. Por otra parte, no
lo habría notado porque vivía absorto en su propia situación; se consideraba
un intermediario entre dos mundos, el de la técnica y el de los hombres
primitivos (ya que se suponía que reclutaría leñadores entre los pastores
montañeses), y se había hecho ideas curiosas sobre el carácter que debería
adoptar durante el ejercicio de sus funciones. En realidad, no había pensado
nada; no era de los que pensaban. Desde que vivía aquí en la montaña, llevaba
una existencia casi totalmente desprovista de pensamiento. Simplemente había
adoptado algunas vagas ideas crueles respecto de lo que, muy difusamente,
suponía que podía suceder cuando tuviera a unas decenas de hombres bajo
sus órdenes.
La primera vez, cuatro meses atrás, había recibido con gusto a Lu Hsin,
de paso hacia las aldeas de la meseta, y le había dado hospitalidad por
la noche. El letrado había vuelto a aparecer un mes después, y habían repetido
la rutina, quizás con más gusto todavía. Después había transcurrido el verano,
y una parte insignificante del otoño, y había pensado que el buen señor
rumbo a la meseta no volvería. De cualquier modo, no le faltaban distracciones.
Por el contrario, las había casi en exceso. Toda clase de escaladores utilitarios
llegaban por un motivo u otro a su atrabiliaria choza de musgos, y además
él mismo incursionaba por los campos de pastoreo de los habitantes de la
montaña, por motivos siempre diferentes.
Fumaron un par de cigarrillos cada uno, y cuando la oscuridad cerró el señor
Fu omitió toda conversación, que no había sido mucha hasta el momento. Miraba
a un punto oscuro en la oscuridad, y dejaba que su huésped, si así lo quería,
se recreara con el espectáculo de las constelaciones. Después encendió una
lámpara, de dispositivo muy moderno, invitó a Lu Hsin a pasar, y se dispuso
a hacer la comida.
La choza constaba de un solo cuarto, agradablemente vacío. Si de algo no
podía culparse el ermitaño, era del gusto rococó. Se lo diría más bien coreano.
Un retrato de Stalin era el único adorno en las paredes. La cocina se limitaba
a un hornillo de llama algo vacilante: le explicó a su invitado que había
llegado en la precisa época del mes en que su provisión de combustible tocaba
a su fin, por lo que la comida se demoraría.
-No tiene la menor importancia -dijo Lu Hsin, y tomó asiento a la mesa.
Había una sola silla, y un taburete; se ubicó en éste pero el dueño de casa
insistió en que se pasara a la silla. El primer hervor se consagró al té,
y conversaron agradablemente. Hablaron de la reduplicación de los sembradíos
de arroz, cuando se distribuyeran las aguas del Qu, y de los progresos que
parecían posibles (y los que parecían imposibles) en las artesanías intrabotánicas.
El señor Fu era pesimista:
-La historia es mucho más rápida que la vida -decía mientras revolvía unos
rábanos cortados en tiras-, y no se puede esperar que crezca un árbol con
el reloj en la mano...
Su visitante no estaba tan seguro. Después hablaron de caballos. Poco tiempo
atrás había pasado por la región de la Hosa una compañía de equitación acrobática
que había fascinado, a juicio de los dos interlocutores erróneamente, a
todo el mundo.
-Los caballos -dijo Lu Hsin- tienen un destino extraño en tanto especie,
y a los humanos no nos agrada pensar en eso. Una aprobación insensata es
una coartada como cualquier otra para el miedo.
Siguieron conversando así un rato más, tomaron té después de cenar, una
copa de coñac, y se fueron a dormir. Lu se ubicó en una estera en el suelo
y se durmió de inmediato. Cuando se despertó, era de noche oscura. Se quedó
un rato inmóvil; después se levantó y fue a la puerta; no pudo entender
el complicado sistema de cerrojos, y se preguntaba cómo haría para salir
a mirar el cielo, cuando el dueño de casa se despertó. Hicieron algo más
práctico: consultaron el reloj, y efectivamente, faltaba una hora o dos
para que aclarara. Decidió partir ya mismo, después del té: al amanecer
debía llegar... El señor Fu ignoraba el negocio que había traído a Lu Hsin
a la montaña, ya por tercera vez (y sería la última). Como nunca se lo preguntó,
nunca lo supo. Se despidieron con cortesía, y Lu Hsin tomó el camino de
las mesetas. La noche se prolongó más de lo que pensaba. Hacía frío, y un
viento por momentos huracanado arrastraba una niebla pesada hacia las alturas.
Se preguntó si el reloj de Fu no habría fallado, si no sería la medianoche.
Pero no: las primeras claridades del alba se insinuaron al fin, y no bien
estuvieron más asentadas, una corriente violenta de aires del oeste barrió
la niebla frente a él y vio, muy cerca, el caserío de los montañeses. Había
sido puntual.
Sintió deseos de fumar, y encendió un cigarrillo, cosa que nunca hacía a
esta hora de la mañana. Se sentía a punto de entrar en algo casi increíble,
pero muy real. Nada había sido más real en su vida. Eso era lo más increíble.
Un año y medio atrás había decidido adoptar una niña montañesa, y criarla
hasta que tuviera la edad de casarse con él. Una idea que él mismo habría
considerado curiosa e impracticable, de no haber tenido una iluminación
que volvió todo claro y patente como la luz del día (del día que ahora empezaba).
Era una apuesta y, como todas las apuestas, congelaba el tiempo, al centrar
las expectativas en la acción, en la realidad, ya no en las especulaciones.
Había resuelto que el amor debía esperar, y pasar por una prueba prolongada
y laboriosa. Y a su vez, lo veía como el modo más simple (maravillosamente
simple) de obtener lo que quería. Todas sus fantasías anteriores, había
comprendido, estaban condenadas a quedar en fantasías. Sólo esta gran fantasía
hecha realidad podía concluir en algo real. Porque las demás posibilidades
eran las que estaban al alcance de cualquiera, y de él mismo: tomar a una
de esas jovencitas como sirvienta y hacerla su concubina, o pactar un matrimonio
desafiante... No, todo eso se había probado ilusorio y estúpido, abyectamente
pequeñoburgués. Era esta posibilidad la que estaba al alcance exclusivamente
de "otro", de alguien radicalmente ajeno a su propio modo de pensar y vivir,
alguien inusitadamente perverso y retorcido. De lo que se trataba era de
abrir un paréntesis absoluto, y apartarse absolutamente de la humanidad.
De ahora en más, todo lo vería desde muy lejos. Llevarse a esa niña era
como sacar un seguro muy peculiar. La idea se la había sugerido, en un rasgo
de poética ironía, una de las informaciones que le proporcionara la señora
Kiu su vecina, y que después habría de corroborar en otras fuentes: el incesto
era algo corriente entre los montañeses. No lo era entre los chinos de verdad,
claro. Pero lo suyo sería incesto para unos, y para otros no; porque habría
que considerar real a una paternidad ficticia, una paternidad ad hoc. Ahí
estaba la clave de la maniobra: crear una alternativa para la maledicencia.
Era el único modo.
Arrojó el cigarrillo y levantó la vista, que había tenido fija en las casitas
lejanas, al cielo que empezaba a ponerse rosado. Volvió a avanzar.
Esa misma tarde, Lu Hsin hacía el mismo recorrido pero en dirección opuesta,
de vuelta a la llanura. Salvo que en el descenso seguía otro camino, que
ya había probado antes, un camino que pasaba a varios li de la cabaña de
Fu, más directo y breve, aunque sólo apto para hacerlo al regreso, bajando,
pues era más escarpado. Era el que usaban los montañeses.
Llevaba en brazos a una niñita de pocas semanas de vida, dormida, como había
venido casi todo el trayecto desde la mañana. Quizás dormir era una especie
de defensa contra la extrañeza que a pesar de su poca edad presentiría.
O bien podía tratarse de que el movimiento, y ser tenida en brazos, la adormeciera.
O bien dormiría tanto habitualmente. No lo sabía, porque no tenía experiencia
con niños. Pero descubrió que era hábil para cargarla. No pesaba casi nada,
unos tres kilos quizás, y le daban volumen las mantas en que estaba envuelta.
Cada pocos pasos le miraba la cara. Tenía veinte días. Meses atrás le habían
dado la fecha aproximada del parto, y él había dejado correr dos semanas.
Hoy su transacción con la familia montañesa había sido brevísima, y estaba
seguro de no recordarla en el futuro, porque no había sucedido nada digno
de mención.
Los árboles en este camino eran más escasos, por momentos tenía ante él
las vertientes vacías, llenas de azules, que se hundían en nieblas. Toda
la luz del día parecía haberse concentrado en niebla, y los vapores subían
de la llanura lentamente, hacia un cielo en el que se desmelenaban unas
pocas nubes perezosas. Lu Hsin se sentía desprovisto de todo apuro; caminaba
apoyando cuidadosamente las suelas de cáñamo de sus zapatos, que se habían
embarrado. Con la niña en brazos, no podía balancearlos para mantener el
equilibrio del modo normal, y tantas horas de caminata en esas condiciones
le habían producido una modificación psíquica. Pensó que así debería de
sentirse un árbol que caminara; cosa que nunca hacían.
En realidad, la cantidad de niebla era extraordinaria. Se preguntó si todos
los días se vería ese mismo mar blanquecino desde aquí. Y por momentos,
desaparecían; dedujo que se trataba de capas abismadas, y posiblemente de
una suerte de antiespejismo vertical. Después de todo, nadie sabía exactamente
qué eran las nieblas. El mismo había vacilado, cuando se había embarcado
en sus ensoñaciones pedagógicas, en incluirlas en el ámbito de la hidráulica.
Sería arriesgado hacerlo, porque nadie garantizaba su existencia.
La niñita había venido despierta desde hacía una media hora, cuando al fin
lloró. Fue un maullido apenas, casi inaudible. Lu se detuvo de inmediato
y se sentó en una amplia roca lisa y seca. Con una mano dobló una manta
que llevaba a la espalda, y recostó a la criatura sobre ella. Comenzó a
trabajar inmediatamente con el biberón que llevaba, y el termo con leche
tibia algo diluida (se había documentado con toda clase de libros, para
no tener que escuchar consejos). En unos segundos tuvo lista la merienda
de la pequeña, y volvió a tomarla en brazos para dársela. La vio mamar,
con los ojos cerrados, y verificó, tirando suavemente, la presión que hacía
con los labios sobre la tetina del biberón. Era una niñita fuerte y saludable,
eso ya podía verlo. Pero tardó bastante en terminar su leche. Lu Hsin mientras
tanto dejó vagar la mirada por la distancia. El sol comenzaba a tocar aquí
y allá los picos lejanos occidentales, y escapaban lentos y amarillos, que
cortaban las nieblas; las nieblas inferiores reflejaban el fenómeno, y el
aire entero, por un momento, se llenó de largos peldaños de luz, en una
arquitectura fantástica.
Ahora la niña lo miraba. La alzó sobre el hombro para que eructara, y después
guardó la botellita de grueso vidrio en la mochila, y siguió bajando.
Cuando se disiparon los rayos de luz, y el sol quedó oculto tras algún cono,
se iniciaba el proceso del crepúsculo. El aire se había limpiado. Sobre
el cielo aparecían los primeros colores, un rosa muy suave, aros azules,
y un gran lavado de gris-celeste que hacía invisibles las nubes altas. Todo
se volvió hermoso y delicado. Lu Hsin bajaba tranquilo, muy relajado. Esta
vez no se preocupaba, porque sabía que llegaría a tiempo, y aunque no fuera
así, no veía qué motivo habría en ello para preocuparse. Bajaba hacia su
casa y no creía que debiera volver a subir nunca más a estas montañas, al
menos en muchos años. Las vería desde su jardín, en todo caso...
Los artistas, que tan incansables se habían mostrado en retratar las montañas
desde la llanura, nunca habían hecho lo inverso. Lo cual, pensaba, no tenía
una explicación obvia, por cuanto este paisaje del que ahora disfrutaba
era tan bello como su opuesto, si no más. Por supuesto, sabía que se trataba
de una cuestión de técnica: si los perspectivistas orientales hubieran tenido
la idea de pintar sus cuadros desde un punto de vista "realmente" elevado,
el arte se habría evaporado como un mal sueño. Pero ahora creía notar algo
más que el condicionamiento técnico: en la materia del arte pictórico había
algo propio, algo temático-en-sí, que por lo tanto no podía invertirse.
En este momento, entonces, él no estaba en la posición del pintor, sino
en la del cuadro. Había entrado a uno de esos paisajes en los que tanto
había pensado. Se vio a sí mismo en la huerta de su casa, mirando estas
alturas que hollaba, y respiró hondo. ¿De modo que todo esto era imaginario?
Al menos, era un cuadro que nunca vería; se había enceguecido en cierto
modo, parcialmente. Por una curiosa paradoja, cuando alzó los ojos a los
flotantes colores de la atmósfera creyó verlos por primera vez.
Y adaptando las pupilas a la cercanía casi microscópica de esa criatura
diminuta que llevaba en brazos, se dijo que quizás estaba ante el primer
efecto de la decisión que había tomado. Entraba a un mundo de fábula...
O mejor dicho, ya había entrado a él, y repentinamente, con feliz sorpresa,
advertía que no se reflejaba más en los espejos habituales.
Al llegar al borde de una extensa meseta, vio la aldea delante de él. Parecía
muy cerca, casi a un tiro de piedra; pero también se veían, salpicadas en
la distancia, las demás aldeas de la Hosa, lo que indicaba que ninguna de
ellas estaba demasiado cerca. De todos modos, ya no dejaría de verla en
el resto del trayecto. Consideró que había luz de sobra todavía, y se sentó
a fumar el segundo cigarrillo del día. Dejó a la niña a un lado, profundamente
dormida, y fumó mirando a lo lejos.
Cuando volvía a marchar, oyó de pronto a un ruiseñor corpulento: ese trino
largo y como serruchado, que se extinguía con alguna nota precisa y final;
y al cabo de un rato, otra vez. En los escalones bajos por los que se desplazaba,
el follaje hacía "ventanas", de modo que pudo preguntarse dónde se ocultaría
el pájaro. A los pocos pasos, lo vio arrojarse sobre las plumillas de los
árboles. El ejercicio ya no le parecía una burla personal. Y sin embargo,
no podía evitar la idea, completamente absurda, de que se trataba del mismo
ejemplar del día anterior. "Es imposible", se dijo, "pero al menos indica
que el día ha pasado."
En efecto, los lapsos eran incuestionables. Había un lapso en lo que él
había planeado, un período bastante prolongado (según cómo se lo considerara):
unos trece o catorce o quince años. Pasado ese lapso, como había pasado
este día, a esta misma hora, él se casaría con la niña que ahora llevaba
en brazos. La idea, en la que había venido pensando casi constantemente
durante meses, le resultó curiosa, como un collage de los pintores surrealistas
de Occidente.
Sonrió, canturreando para sus adentros. Se sentía limpio de deseos. Dueño
de sus horas, y de sus minutos. Los niños expulsan del mundo al amor y se
valen, para hacerlo, del tiempo, del puro tiempo infinitamente prolongado
de la infancia. Pero el objetivo no es otro que hacer que el amor reaparezca,
con más vigor. ¿Qué otra función tiene el tiempo, si no es devolver lo mismo,
pero renovado y multiplicado, más intenso? El largo rodeo que él iniciaba,
se dijo, era un "retrato práctico del tiempo". Le agradó la definición.
4
Con su estilo relamido, con una delicadeza que, de no haberla conocido tan
bien, Lu podría haber tomado por hipocresía, la señora Kiu le dio a entender
una mañana, cuando se la encontró en la puerta, que no correspondía prolongar
la situación de dependencia láctea en que se hallaba respecto de ella. Al
menos fue lo que él creyó deducir de sus repetidas invocaciones a una suerte
de provisoriedad que se derivaría del hecho mismo de que ella no era la
madre de la pequeña (había tenido tres hijos, por su parte: eso también
formaba parte de los circunloquios del discurso). Se sintió tentado de preguntarle
por qué. Estaba totalmente de acuerdo con la calificación, pero no veía
que viniera al caso porque la niña también era algo provisorio: se suponía
que tarde o temprano habría crecido y cesaría la molestia. Aunque ella le
había repetido que no era una molestia, y había sido muy convincente, o
de otro modo Lu no le habría hecho el encargo. En efecto, la señora Kiu
traía la leche para sus hijos. Y que todas las criaturas estaban en el mismo
trance, era el supuesto bajo el cual habían emprendido todo el arreglo.
Más aún, la señora Kiu se apresuraba a indicar que seguía sin constituir
la menor molestia. Sólo parecía deseosa de poner fin a lo "provisorio" del
caso. En resumen: Lu había creído que lo provisorio se refería al estado
de lactante de Hin. La vecina se había ofrecido con la mejor voluntad, y
sólo así había aceptado. Por un instante muy volátil se le cruzó la sospecha
de que quizás había surgido alguna idea sutilmente maligna en la señora
Kiu. Se apresuró a expulsar el pensamiento, y al mismo tiempo a relevar
a la vecina de su carga. No había la menor necesidad de que siguiera molestándose...
-Pero no, no, no es ninguna molestia-insistía ella.
-Claro.
Se quedaron en silencio un momento. Aun sin pensarlo, todo esto tenía algo
melancólico, en su trivialidad. Y quizás la señora lo percibió, porque se
la vio hundir ligeramente ese semblante siempre impasible. Lu pasó, algo
aturdido, a la faz práctica, para sacarla de ese posible remordimiento.
-Y bien, entonces -dijo-, esc asunto de la leche...
-Oh, ya sabe -dijo la señora Kiu mirando a la distancia, la distancia que
ella recorría personalmente todos los días hasta la granja donde compraba
la provisión de leche para los niños-. Están las vacas.
-Claro -la interrumpió vagamente el señor Lu, y dejó caer el tema. Fijó
la vista en las florcitas redondas, absurdamente chatas, que constelaban
aquí y allá el musgo de su vecina, y eran como un retrato multiplicado de
ella. Se despidió con cierta distracción: no quiso recalcar una supuesta
amabilidad por temor a parecer ofendido; en realidad no lo estaba.
Porque a pesar de todo, la vida seguía, indiferente, inmutable, ligera,
con alas de garza; eso constituía en sí mismo toda una lección para nuestro
héroe, aun cuando no hubiera podido decirse que esperara otra cosa. Si había
creído poder fijar el tiempo, y con el tiempo el deseo, mediante una acción
secreta, que hiciera resistencia a las imposibilidades, se vio frustrado.
Claro que de hecho, se decía, no había pretendido tanto, sino apenas darse
un máximo de placer cuando llegara el momento.
Y además, el tiempo corría, porque nunca había estado más ocupado. Quizás
debía decir sin más que nunca había estado ocupado. La niña colmaba el tiempo,
y de eso precisamente se trataba. Su proyecto en ese sentido tomaba una
coloración mucho menos absurda: a tantos padres había oído decir (ahora
lo recordaba) que de pronto se veían con hijos crecidos... cuando les parecía
que era ayer que los habían tenido en brazos... Que los nietos tomaban el
lugar de los hijos en un abrir y cerrar de ojos... Sí, quizás lo suyo no
era más que una parodia, a escala cósmica, del lugar común.
El tiempo tomaba un cariz doble: el que le dedicaba a la niña, que era todo,
y el restante, que no era poco; sumando con cuidado, podía decir que era
más el tiempo libre que el ocupado. A Hin la miraba con creciente distanciamiento.
Pasado el primer desconcierto, Lu había llegado a la conclusión de que el
desarrollo de las criaturas se llevaba a cabo con una inflexibilidad mecánica
que nada podía afectar; y esto por mucho que contrastara con la aparente
(y tan celebrada) delicadeza exquisita y blandura expuesta a todo influjo
externo, en esos seres minúsculos. Estudioso de la naturaleza como era,
no podía dejar de notar que esa contradicción en realidad era una necesidad
causal. Los niños estaban en manos de puntualidades de bronce, y no se trataba
tanto de una cohorte de dragones protectores como un dosel de exactitudes
que se sucedían con absoluta independencia del mundo y la realidad. Era
una secuencia que excluía a los padres, y el disfraz de dulzuras apenas
alcanzaba a velar ese viaje astronómicamente perfecto.
De modo que el "otro" tiempo lo empleaba en esto o aquello, o bien en lo
general. Incluso había hecho una pequeña ampliación en la casa; no tan pequeña,
considerando todo, por cuanto había cambiado lo que podría llamarse el "espíritu"
del diminuto edificio; se trataba de una oficina, dedicada al papelerío
de las obras hidráulicas, que al fin de cuentas habían quedado a su cargo
en la faz organizativa. Había pasado más de dos años distanciado de la administración,
e incluso mal mirado, aunque nadie se atrevió a reprocharle nada, por temor
a recursos de los que él dispondría, tanto más graves cuanto más vagos e
innombrables. Pero al fin, como sucedía siempre, las cosas habían vuelto
a su curso inmemorial y perenne. Y a consecuencia de ello, se exaltaba con
la idea de trocar de una vez para siempre lo más perenne, cual era el curso
fluido y cambiante de los ríos. Dividió hábilmente las tareas antes de empezar,
y se quedó con lo más abstracto del trabajo, con lo burocrático quintaesenciado,
para sorpresa de quienes conocían la practicidad de sus tareas concretas
con el agua. Tampoco de la necesidad de este paso le resultó difícil convencerlos.
Y según su costumbre, hizo innovaciones personales. Nunca antes había hecho
ese tipo de trabajo oficinesco, y ahora inventó un sistema de archivos que
llamaba la atención a todos los que lo examinaban; adaptó para ello, con
poco trabajo, muebles que antaño se utilizaban para el almacenamiento de
porcelanas, y el resultado incidental del esfuerzo por conseguir esos muebles
fue que quedaron en su poder un par de centenares de piezas antiguas, perdidas
hasta entonces en la provincia, y que en la mayoría de los casos se incluían,
sin cargo o con uno despreciable, en las transacciones por sus muebles.
Las donó al museo ex-Imperial de la Hosa meridional, y organizó el envío
en una operación rápida y delicada a resultas de la cual no se perdió una
sola porcelana.
Había en él una cierta sensualidad en el contacto con los papeles, su clasificación,
el hecho de que se cubrieran, en jornadas que luego se confundían (aunque
no se confundían los papeles) de signos; y la mera circunstancia de que
estuvieran ahí, debidamente ordenados, le gustaba. Sin amor al papel, decía,
no hay burocracia, y sin burocracia no hay política de verdad, y mucho menos
civilización (porque la política, según su punto de vista, era una etapa
preparatoria para la civilización). Como detestaba la mera idea de emplear
papeles de distintos colores, como suele hacerse en oficinas, debió idear
sistemas clasificatorios inusuales, que al fin de cuentas resultaron más
prácticos. Estableció contactos con proveedores de papel incluso de regiones
lejanas, del Yenh-He, donde se lo producía desde época inmemorial. Esos
contactos le resultaron útiles más adelante, en sucesivos cambios de actividades.
Desde la oficina, en la que pasaba largos ratos, podía vigilar directamente
a la niña, por un sistema de mamparas corredizas que puso entre su lugar
de trabajo y la salita, y que después se extendió a toda la casa; que no
hubiera mucho a qué extenderse, por la escasa amplitud del edificio, no
hacía sino destacar el cambio radical de naturaleza que tenía lugar allí.
La casa dejaba de parecer china, se volvía japonesa, coreana, se volvía
un palacio en miniatura, un representante visible de lo lejano y extranjero;
y vivir en una casa que representaba a otra casa se vuelve una experiencia
notable. Su amigo Wen Tsi, que siguió el ritmo de las reformas con cierta
aprensión al comienzo, y divertido después, le dijo que resultaba una casa
no-marxista, por el mero hecho de que hiciera pensar en algo lejano; porque
el marxismo para él era lo local por excelencia.
Si la arquitectura de la vivienda había cambiado por el trabajo burocrático-civilizador
que se llevaba a cabo en una de sus dependencias, también había cambiado,
pero secretamente, a causa del erotismo suspendido en el que su dueño se
había embarcado. Y los dos cambios se superponían, creando esa tonalidad
de extrañeza que ahora era la clave de su vida. ¿De modo que también su
vida sería no-marxista? Eso ya era algo más difícil de determinar.
No se hizo repetir la insinuación de la señora Kiu. Desde el día siguiente
se ocupó de procurarse la leche sin su ayuda, como para probarle que todo
lo "provisorio" había desaparecido felizmente. Había dos pequeños tambos
en ese extremo de la aldea, y los dos al extremo de caminos sinuosos, que
parecían haber sido trazados personalmente por las vacas.
Pero bastaron unos pocos días para que tomara la decisión de renunciar a
esta ocupación. Le resultaba chocante encontrarse con la señora Kiu (incluso
hacían el camino de vuelta juntos) dando una demostración demasiado palmaria
de la duplicación innecesaria del trabajo que se tomaban. Le pareció mucho
más adecuado emplear a alguien para hacer el recado. Se vio ante la alternativa
de tomar a un muchacho para que le hiciera sólo esa tarea, o bien dar cabida
en su sistema doméstico a una mujer para que se ocupara, en términos amplios,
de la niña y de la casa en general.
En realidad, ya lo había pensado, en distintos momentos de su vida. La idea
de tener un ama de llaves era absurda en sí misma, pero no en sus consecuencias.
Recurrió, como tantas veces lo había hecho, a la señora Kiu: esta vez no
quería caer en errores. Le pidió que le recomendara a alguna señora que
pudiera serle de utilidad, y a través de ella dio al fin con una señora
de nombre Ma Whu, que reunía todas las cualidades (las pocas de ellas) que
se requerían para el puesto. Era extraordinariamente pobre, y vivía de caridad
en casa de unos parientes que no le tenían demasiado afecto. Era viuda de
algún modo, no muy claro, carecía de hijos, y su edad oscilaba en los cuarenta
años. Y era notablemente fuerte; aunque pequeña, irradiaba una suerte de
vigor que le resultó reconfortante a Lu. Ignoraba si era ordenada (después
averiguó que no era ni ordenada ni desordenada) pero algún riesgo había
que correr. Le daría casa y comida, y un sueldo bimestral, por hacerse cargo
de los trabajos de la criatura. Le aseguraron que había criado satisfactoriamente
a varios sobrinos.
La señora Whu cayó del cielo en medio de las ampliaciones de la casita de
Lu. Se mostró encantada con el jardín, pero puso en claro desde el primer
momento que no pondría los pies en él; ya bastante trabajo calculaba que
tendría con lo que hubiera dentro de la casa. Lu le rogó que no tocara nada
que no fuera estrictamente necesario, y que no se atreviese a trasponer
jamás los carriles de las puertas corredizas de su oficina.
-Si por mí fuera -dijo la señora-, no tocaría nada en absoluto.
Él le mostró a Hin, que dormía en una cesta.
-Ah -dijo la señora Whu entrecerrando los ojos.
Tres días después la señora Kiu se encontraba con su vecino en la calle
y le transmitía su desolación por cierta malevolencia de la gente (que después
de todo era inevitable). Se corría el rumor, y había llegado hasta ella,
de que Lu había adoptado a la niña como mera excusa para poder tomar una
mujer, etcétera. ¡Ella podía negarlo terminantemente, y le informó que lo
había hecho donde se había presentado la ocasión! Pero no ocultaba que lo
hacía más que nada porque ella había sido, siquiera indirectamente, motivo
de que él necesitara a la niñera.
Lu encontraba que estas murmuraciones eran una transformación natural de
la benevolencia con que se había comentado antes su gesto de adoptar a una
expósita montañesa. Era natural, mucho más natural de lo que lo encontraba
la señora Kiu, que las murmuraciones pasaran de benévolas a malévolas sin
cambiar de naturaleza. Se ponía en evidencia una vez más en este caso el
aspecto plástico, eminentemente mudable, del consenso. ¡Qué lección para
los políticos aficionados que ahora cubrían el país, sembrando un dogma!
Si pudiera hacer pública su fábula personal, tendrían mucho que aprender
de ella. No sólo la inversión de signo de todo lo sabido o ignorado, sino
también esto otro, que era fundamental: el malentendido es de rigor.
Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de
la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo
giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era
hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación
que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada.
¡Una explicación post facto muy limpia!, chillaba Hua entre risas. Y agregaba:
¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación?
Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró
a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera,
y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano. Cuando habló, sorprendía
por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte.
No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies
a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados
y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar
en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender
de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde
el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado
con su nombre en el museo, le había quedado una cierta fama de coleccionista
-cosa que no era, en ningún sentido-. De ahí que lo visitaran, de tanto
en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antigüedades. Casi nunca
compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés.
Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad
y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía
todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría
un mercado secreto para estas bellezas de antaño.
Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la
niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio
fuera de este en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de
antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban,
en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo
europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de
todo, sí debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero,
y guardarlo.
Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La
abrió, y estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba
con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de
mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que
las abejas produjeran un determinado "tono" de miel; efectivamente, la ilustración
laqueada en la tapa representaba una violeta. Hua soltó una exclamación
admirativa y tendió la mano para examinarla; eso puso de malhumor a Lu.
Dijo no ver el motivo de la admiración: debería ofrecerles el juego completo,
con todas las cajitas de las demás flores: sólo así la oferta podría tener
algún interés para un coleccionista. Por otro lado (esta objeción se le
ocurrió sobre la marcha), un anticuario dedicado a la cultura apícola de
los Han tendría un inmenso campo de acción: además de las cajitas y las
semillas estarían los potes para miel, los soportes de los panales, las
caretas, y mil cosas más; y la miel; para no hablar de las abejas, y de
su trabajo.
El vendedor afeminado miraba a la ventana, sin la menor intención de responder.
Hua en cambio se encendía como una señora: a él la cajita le parecía exquisita...
Lu Hsin lo interrumpió: ¿quién le aseguraba que esas semillas conservarían
su poder germinativo, al cabo de unos veinte siglos? Y en caso de que lo
conservaran, ¿qué atractivo tendría para un anticuario todo el dispositivo?
¿No era más lógico ofrecérselo a un apicultor?
Hua P'i p'ei resopló, impaciente:
-No he conocido hombre más intratable en el fondo. ¿Qué es lo que quiere,
por todos los dragones del cielo y la tierra? -exclamó aparatosamente.
-No quiero nada -dijo Lu sin faltar a la verdad profunda.
De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera
para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que
miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase
de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los cigarrillos
podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos
y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado
sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban
bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la
pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda
idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible
de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible,
y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo
imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria
pederastía de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente
límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle
los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después
de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar
una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse
seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste
con su claridad excesiva una bruma alrededor. Y la vida de Lu empezaba a
tomar caracteres precisos no aquí, entre ellos, sino en otro lado, en otra
dirección.
La aparición de Hin había provocado su impresión también en los otros, pero
de muy distinta índole, como lo demostró el visitante al hacer un comentario:
dijo que había viajado ampliamente por el país este último año, y había
notado una tendencia muy marcada a recoger niñas para criar. Obviamente,
creía que aquí Hin era la hija del dueño de casa, y Ma Whu su esposa, o
no habría abierto la boca. Hua, sin pensarlo demasiado tampoco, le preguntó
a qué podía obedecer un movimiento social tan descabellado.
-Al marxismo -dijo simplemente el extraño, agitando imperceptiblemente los
dedos, muy cortos y delgados-: Se teme que dentro de unos años la juventud
se apoderará de todas las mujeres.
Lu los invitó a salir a fumar un último cigarrillo al jardín; era un modo
de despedirlos. El desconocido cerró la valija y los siguió. Fumaron mirando
el crepúsculo, y oyeron adentro los chapoteos alegres de la niñita en el
fuentón. Efectivamente, era demasiado temprano, pero no estaba mal hacerlo
de todos modos. Unas abejitas vespertinas zumbaron sobre los setos, sin
acercarse a las figuras que ya se oscurecían.
Y como suele suceder, la noche apareció súbitamente, como si no la hubieran
estado esperando. Una ola de gris creció en un instante de la tierra, sustrayendo
todos los colores. Y sin embargo, permanecía la luz del día, o algo así
como su espectro, colgando de las montañas. El visitante habló vagamente
de ir a la casa donde se alojaba en la Hosa... Hua se mostró interesado:
quizás pudieran hacer juntos el camino, le agradaba caminar a esa hora,
cuanto más tarde mejor. "Hay horas más tardías", dijo Lu, pero no lo oyeron.
No, el extranjero se alojaba exactamente en la dirección opuesta a la de
la casa de Hua, por lo que éste no insistió. De cualquier modo, le hizo
prolongar unos momentos más la reunión, con uno de sus característicos arranques
anoticiadores:
-¡Deberíamos temerle al oso!
-¿Qué oso? -preguntaron los otros dos.
Aparentó un escándalo, ¡cómo podía ser que no estuvieran enterados, bien
enterados, mejor que él, que en realidad no sabía nada! Había un oso haciendo
estragos en las aldeas más cercanas a la montaña (y ésta era la más cercana
de todas), un oso grande, ferocísimo y grotesco. Había habido una alarma,
dos semanas atrás, y hasta el momento seguían en la misma posición de incertidumbre.
-Es irrisorio -dijo Lu Hsin-. ¿Cómo no encontrar a una bestia de semejante
tamaño? ¡En dos semanas!
El extranjero apoyaba a Hua:
-Pueden disimularse perfectamente en un montón de hojas.
-Señor -dijo Lu con cierta severidad-: no estamos hablando de un montón
de hojas.
Recordó en ese momento que él había preparado un comentario, años atrás,
para una obra antigua, escrita por un anónimo provincial en los albores
de las Cinco Dinastías. Era un librito que se llamaba Los 52 modos de atrapar
al oso. Lu había redactado un prólogo, algunas notas, y un apéndice ligeramente
más científico que el texto, que era una fantasía no desprovista de buenas
ideas., El mismo lo había hecho imprimir, un pequeño folleto, del que tenía
todavía algunos ejemplares en la casa (y el librero Pía tenía todo el resto
de la edición, si es que no la había botado). Ahora podrían desempolvarlos
aprovechando la oportunidad... Pero qué lamentable, bien pensado, era que
hubiese que esperar la aparición de un oso, de un oso de verdad, para vender
una obra literaria.
Ya se oían ruidos en la cocina, y ahora sí los visitantes se marcharon.
Cenó solo, servido por la señora Whu y pensando vagamente en unas cosas
y otras. Por momentos se olvidaba de la existencia de la niña, de su presencia
en la casa, y la aparición de la señora Whu (porque era de esas personas
que siempre aparecían) se la recordaba, nunca sin un toque de sorpresa.
Pues bien, la cena solitaria fue velocísima. Ultima-mente había empezado
a maravillarse de la velocidad de sus cenas: pasaban en un abrir y cerrar
de ojos, y no recordaba nada en absoluto de lo que comía o no comía en ellas.
No podía explicarse tampoco muy bien a qué podía deberse ese fenómeno. De
hecho, las cenas dejaban de ocupar un lapso en el tiempo: podía esperarlas,
antes, o comprobar, después, que ya habían sucedido, pero nunca lograba
"atraparlas" en el momento mismo en que tenían lugar. No eran más que "la
hora de la cena", y ya no la cena en sí misma, que parecía desvanecerse
como una entelequia pulsante. (Y, tal como funcionaba su mente, no pudo
dejar de preguntarse si no sucedía lo mismo con todo en su vida.)
A la madrugada lo despertó un grito; ya dentro del sueño sabía que se trataba
de la señora Whu, pese a que, por supuesto, nunca antes la había oído gritar.
Sumamente desconcertado, se sentó en la cama un momento. Aunque todavía
no había señales del alba, entraba al dormitorio un suave resplandor, de
la niebla encendida.
La cualidad ambigua, entre interior y exterior, de la casa, se manifestaba
como nunca antes, y Lu Hsin tuvo una oleada de placer estético que se confundió
con todo lo demás que en esa hora y circunstancia hacía a su confusión general;
su persona tardaba en rearmarse, y parecía poseída, por el contrario, de
un movimiento centrífugo. Se puso de pie y corrió la mampara que lo separaba
de la minúscula galería externa. No se oía nada más, y la noche estaba sobrenaturalmente
callada. Salió, dio unos pasos descalzo en la tierra, y acertó a mirar por
la ventana trasera de la salita; más allá del ambiente, por la otra ventana
enfrentada, vio en el jardín lateral a la señora Whu en camisón, en la postura
clásica del espanto. La niebla parecía complacerse en iluminarla a ella.
Lu Hsin se preguntó si no sería sonámbula. Qué engorro, se dijo en un susurro,
y se dispuso a dar la vuelta a la casa. Mientras lo hacía se le ocurrió
que quizás había algo que espantaba a la buena señora, algo real, en cuyo
caso no debería ir tan desprevenido. Se detuvo a pensar un instante. Pero
era como si hubiera transcurrido el tiempo, y ahora la niebla estaba realmente
imbuida de la claridad del día próximo. Estaba contra la ventana de la despensa,
que ahora se continuaba en la cocina, y ésta, por una mampara, daba a la
salita. Todo estaba abierto, de modo que tenía una perspectiva en diagonal
de toda la casa, apenas menos clara que el aire libre. Pero desde aquí no
veía a la mujer (aunque no dudaba que seguía petrificada como la había dejado).
Decidió volver sobre sus pasos: en la otra diagonal, tendría una visión
del dormitorio que Ma Whu compartía con la niña. Cuando pasaba ante la ventana
de la sala echó una mirada, y aquella estatua blanqueada de pavor había
desaparecido. Su perplejidad se renovó de pronto. ¿No habría sido todo un
sueño de él? Siguió hasta donde podía ver el dormitorio. Había calculado
mal: aunque las mamparas estaban abiertas, desde aquí sólo veía los árboles
de su vecino Tiehn-Han, barrido de neblinas. Siguió rodeando la casa, y
al dar la vuelta al frente vio en la calle a la señora Whu, tan espantada
como antes. Ella lo vio y le hizo gestos urgentes, al tiempo que exclamaba
algo; curiosamente, ahora lo hacía en voz demasiado baja, como si temiera
alertar a alguien. No era un sueño, porque los dos estaban de pie. Claro
que ella había huido. En un relámpago de alarma, Lu pensó en la niña. (Él
mismo había tenido fantasías difícilmente explicables, como las tiene todo
el mundo, respecto de la supervivencia de la criatura.) Debía ir ya mismo
a verla. Se metió por la oficina rumbo a su cuarto; con esta casa, daba
lo mismo ir por adentro o por afuera. Y al trasponer la sala, tuvo una visión
tan extraña que no la olvidaría nunca: las nieblas parecían de algún modo
haber entrado en la casa, y entre ellas, recortado oscuramente, un oso,
un gran oso, se inclinaba con ingenua curiosidad sobre la cesta donde Hin
seguía durmiendo plácidamente.
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