Ryunosuke
Akutagawa nació en Tokio, en 1892, a 24 años del reinicio del contacto de este
país con occidente y de la restauración imperial que terminó con dos siglos y
medio de régimen feudal. Nueve meses después de su nacimiento, la madre del
escritor enloqueció, por lo que su padre, Niihara Toshizo, lo envió a la casa de
una tía solterona para que lo eduque. El niño creció en el seno de una familia
tradicional de antiguos y entonces empobrecidos oficiales menores del régimen
feudal muy preocupados en guardar las apariencias de un rango ya inexistente.
Este niño brillante empezó a escribir a los diez años y a seleccionar sus
lecturas con cuidado. Al inicio de su adolescencia, leía poesía china, ficción
japonesa moderna, traducciones de Ibsen y Anatole France.
Un alumno tan destacado ingresó sin dar examen al Primer Bachillerato de Tokio,
el camino usual para estudiar luego en la prestigiosa Universidad Imperial de
esa ciudad. Graduado en segundo puesto de su promoción de veintisiete, después
de haber devorado autores como Baudelaire, Gogol y Strindberg, efectivamente,
Akutagawa fue a la universidad donde se especializó en literatura inglesa. Allí,
en la revista Shin-Shicho (Tendencias del nuevo pensamiento), publicó
traducciones suyas de Anatole France y Keats, un cuento y una obra de teatro.
Pero fue en 1915, durante su último año de estudios, que publicó Rashomon, la
obra que, aunque desapercibida entonces, le daría fama después.
Graduado en 1916, se hizo amigo de Natsume Soseki, escritor muy leído quien se
hizo su mentor y le alentó, particularmente por Hana (La nariz), el relato que
le daría reconocimiento público. Ese mismo año entró como instructor al Colegio
de Ingeniería Naval de Yokosuka. En 1918 se casó y empezó a trabajar también en
el periódico Mainichi Shimbun, donde estaría ya a tiempo completo desde 1919. El
periódico le permitió, en 1921, ver el mundo pues fue enviado a China y Corea.
Un año después, su salud y sus nervios empezarían a resquebrajarse, y con ello,
el fantasma de la locura, que le perseguía desde que tuvo consciencia de la
enfermedad de su madre, oscurecería la visión que tenía de sí mismo y de su
futuro.
Los años pasaron con Akutagawa dedicado a la escritura y, en algún momento, al
haiku y a la poesía moderna, hasta que, en 1926, tuvo otro colapso nervioso,
esta vez acompañado por manifestaciones físicas. En 1927, luego de enfrentar las
deudas heredadas por la muerte de su tío, y del célebre debate literario que
tuvo con Tanizaki Junichiro, se suicidó con pastillas a la edad de 35 años, un
24 de julio. Así como el suicidio ritual del general Nogi por la muerte del
Emperador en 1912 ha sido considerado el final de la tradicionalista y
modernizadora era Meiji y el inicio de la moderna y represora era Taisho; el
suicidio de Akutagawa ha sido tomado como símbolo del final de la era Taisho.
El mundo literario japonés
El suicidio de Nogi
dividió a los intelectuales. Escritores mayores de educación tradicional como
Mori Ogai o Natsume Soseki (1867-1916), si bien no asumen los valores
tradicionales del Bushido, se dan cuenta de la distancia que los separa de los
más jóvenes. Historiográficamente, la labor de Soseki y Ogai es importante pues
ellos son representantes de un período de definición ya no sólo frente a la
tradición literaria japonesa y la tradición occidental, sino también frente a la
literatura moderna, predominantemente naturalista, del período Meiji.
Cuento En el bosque, en la voz de Alejandro Apo (Radio
Nacional).
Como consecuencia
del cambio de régimen político y económico del país, aparecen grupos sociales
nuevos y, por tanto, distintos modos de ver el arte. Los novelistas naturalistas
del período Meiji, por ejemplo, eran usualmente hijos de los antiguos notables
del desaparecido régimen feudal y de los vencidos por la modernización del país,
mientras que los escritores del grupo de Shirakaba descendían de los que habían
logrado entrar a la nueva burocracia y el capitalismo. A este grupo
predominantemente humanista se integran escritores como Mushanokoji Saneatsu
(1885-1976), Shiga Naoya (1883-1971) o Arishima Takeo (1878-1923). Hubo también
posiciones políticas revolucionarias, de raigambre anarquista o marxista, en
escritores como Osugi Sakae (1885-1923), Miyaji Karoku (1884-1958) o Miyajima
Sukeo (1886-1951). La influencia de las vanguardias europeas también se hizo
sentir en muchos escritores, aunque muchos de ellos terminaron en alguna forma
de militancia política. Ibuse Masuji (1898), Kawabata Yosumari (1899-1972) y
Yokomitsu Riichi (1898-1947) pertenecieron a estos grupos.
"Cuerpo de mujer", en la voz de Rodolfo Lagos (Radio
Nacional).
Akutagawa es
considerado parte del grupo de intelectuales y estetas contrarios al
naturalismo, al humanismo socializante de Shirakaba y a la literatura
proletaria. Tanizaki Junichiro (1886-1965), Sato Haruo (1892-1964) y Kubota
Mantaro (1889-1963) acompañan a Akutagawa en este grupo. La etiqueta de
"intelectual esteta" no le hace justicia al maestro pues su camino es marginal
y, frecuentemente, incomprendido, como mostraremos en esta reseña.
Poética
En la obra de Akutagawa abundan los personajes que exploran la problemática del
arte y de los artistas; los argumentos tomados de cuentos tradicionales como los
del Konjaku Monogatari (Cuentos antiguos y nuevos, s. XII), el Gempei Seisui-Ki
(apogeo y caída de los clanes Minamoto y Taira, s. XIII); las formas literarias
aprendidas de occidente, no olvidemos su especialidad universitaria; y el rol
central del impulso vital como motor del escritor y sus personajes.
En el temprano ensayo "Literature : an Introduction", Akutagawa define la
literatura como un arte que usa el lenguaje como medio y que transmite vida
gracias a los significados de las palabras, sus sonidos y la forma de los
ideogramas de la escritura. Este énfasis en el lenguaje y la vida estaba
acompañado por la voluntad de la expresión clara, al punto que en el citado
ensayo se define como un apolíneo, es decir, un escritor que busca el orden del
pensamiento y de su expresión. Su preocupación por la sintaxis lúcida y el
desprecio por la ambigüedad podrían haberlo llevado al grupo de los escritores
elegantes, centrados en las formas; sin embargo, su camino fue diferente.
La palabra japonesa
que usa para designar la vida es seimei, no seikatsu. La primera apunta a las
fuentes de la vida, al principio del movimiento; mientras que la segunda designa
a las manifestaciones de esa fuente. Una es la energía, la otra, la actividad
externa resultante. Esta distinción es capital pues en ella se asienta la
poética del escritor y las opiniones que daba públicamente sobre el arte. Así,
ataca la obra de Flaubert pues en ella encuentra carencia de emoción y, de paso,
critica duramente las novelas de los naturalistas japoneses en los que veía
demasiado interés por los hechos narrados, pero poco por las fuentes mismas de
la vida, el seimei. Este concepto de seimei permite comprender el camino
emprendido por el maestro pues muchos de sus personajes actúan dominados por
fuerzas primitivas o se caracterizan por atroces deformidades.
Veamos el memorable caso del cuento Yabu no Naka, traducido al inglés como In a
Grove, y al español como En el bosque. En él es notoria, por un lado, la
influencia occidental pues utiliza las mismas técnicas que Robert Browning
emplea en "The Ring in a Book" (1868); por otro, como casi toda la obra del
escritor, se basa en un episodio del Kinjaku Monogatari, del siglo XII. Los
cuentos Yabu no Naka (En el bosque) y Rashomon (Nombre de un antiguo puente en
la vieja capital de Kioto) fueron la fuente para el argumento de la famosa
película Rashomon de Akira Kurosawa, ganadora del Festival Internacional de Cine
en Venecia, 1951.
Rashomon fue llevado magistralmente al
cine por Akira Kurosawa.
La película fue filmada en los bosques de la prefectura de
Nara (Japón) durante el año 1950 y dirigida por Akira Kurosawa
y Kazuo Miyagawa. Se basa en dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa: “En
el bosque” (1922) y “Rashomon” (1915). En el guión del filme
-realizado por Akira Kurosawa y Shinobu Hashimoto- se efectúan
algunas modificaciones respecto de los cuentos originales.
Este cuento parece
ser, luego de la primera lectura, la historia de un bandolero que viola a una
mujer en el bosque después de atar con engaños al esposo, un samurai. En
realidad no es así. Un crimen sucede y el cuento presenta las versiones de los
testigos y participantes sin pronunciarse por ninguna versión. El centro de la
acción no es la violación, sino la labor de desciframiento que el lector debe
emprender a partir de los testimonios de los testigos y los involucrados. Así
éste es obligado a leer el cuento con ojos jurídicos, a examinar los
testimonios, las evidencias y a decidir, si es posible, quién mató a Takejiro
Kanazawa (vea estructuras narrativas).
Los testimonios son obtenidos gracias a la labor del oficial del Kebiishi, quien
interrogó primero al leñador que encontró el cadáver en el camino a Yamashina y
dijo que la herida fue hecha por una katana (sable). Luego, un sacerdote budista
declaró haber visto a la víctima y a la mujer en el camino de Sekiyama a
Yamashina. A continuación, el policia que arrestó al bandolero Tajomaru en el
puente de Awataguchi rindió un testimonio pleno de conjeturas sobre la
culpabilidad de Tajomaru y matizado con un retrato de este peligroso y mujeriego
bandolero. La anciana suegra de Takejiro Kanazawa identificó el cadáver de su
yerno muerto y señaló que su desaparecida hija Masago, aunque joven e impulsiva,
difícilmente podría haber conocido otro varón distinto de su esposo.
A partir de este momento el cuento da un giro pues cada uno de los partícipes se
hecha la culpa de la muerte de Kanazawa. El bandolero Tajomaru, seguro de ser
ajusticiado, si no por esta acusación, sí por cualquiera de sus otros crímenes,
confesó haber asaltado a la pareja y peleado a muerte con el esposo por ella, y
que, mientras peleaba, ella había desaparecido. La mujer que llegó al Templo
Shimizu, que resulta siendo Masago, confesó que después de haber sido violada y
abandonada por el violador, había decidió suicidarse, pero, al ver el desprecio
en los ojos de su marido y consciente de que él era testigo de su deshonra,
decidió matarlo. El muerto también rindió su testimonio gracias a una médium.
Takejiro afirmó que su esposa disfrutó la violación y que cruelmente incitó al
bandolero a matarlo. Según él, el bandolero dudó y ella se fugó aprovechando un
descuido. Después de que el bandolero se fue, él decidió suicidarse con la daga
de su mujer que había quedado tirada. Ya herido, cuenta, alguien que no vio y
que por tanto no pudo identificar, se la quitó del pecho en el momento exacto de
su muerte.
Esta composición es atractiva por varias razones : por un lado, el cuento es un
mosaico de secuencias con cambios de punto de vista pues cada una de ellas tiene
como narrador directo al personaje que presta testimonio. Es decir, el lector se
enfrenta con los testimonios que testigos e implicados dan al oficial de policía
y, por tanto, con versiones de los hechos. Además, intercaladas en el texto hay
unas pocas indicaciones teatrales entre corchetes que describen principalmente
gestos y acciones del personaje que declara, de modo que el lector debe imaginar
la acción del interrogatorio mismo. No es pues un cuento sobre un crimen, sino
sobre su investigación. Estas características obligan al lector a participar
activamente del cuento pues debe examinar los testimonios y, a modo de juez,
decidir quién es el culpable.
Por otro lado, aunque en la superficie se puede interpretar la conducta de los
personajes en función de los códigos de honor que cada uno de ellos parece
seguir (seikatsu); en el fondo, están dominados por pasiones e instintos
(seimei). Cada versión de los hechos está pues referida al honor, pero
principalmente a esa fuerza ciega y animal que lleva al bandolero a violar a la
mujer; a ésta, a ver odio en la mirada de su inerme esposo y a huir
abandonándolo; y al atado samurai a odiar a su mujer en un ataque de celos pues
creía que ella respondía con agrado a las caricias del violador. Las versiones
de los investigados resultan pues mediatizadas por el instinto y la pasión, y el
cuento, por tanto, exige del lector una mirada especial : no son los hechos
mismos, sino el seimei que les da origen.
La obra de arte, como la realidad misma, permite distintas interpretaciones pues
presenta los hechos desde distintos ángulos. Como Anatole France en El jardín de
Epicuro, Akutagawa piensa que esta multiplicidad de lecturas no la hace ambigua
en tanto el lector no puede interpretarla como quiera. Para él, la palabra
precisa está claramente al servicio de la representación de un mundo animal,
pleno de facetas diversas y contradictorias. Hay pues una combinación
conflictiva en el maestro: la racionalidad de la construcción literaria, la idea
de una realidad multifacética y el impulso vital, o seimei.
El arte y la muerte
Esta convivencia en el espíritu del escritor cambió en el tiempo. Mientras era
estudiante, Akutagawa usó la palabra occidental logos para referirse al impulso
vital como a un "Intelecto Supremo" ajeno al bien y al mal. Sin embargo, sus
personajes, traspasados por pasiones e instintos, llevan en ellos el principio
del caos de las fuerzas irrefrenables de la naturaleza. Este "Intelecto Supremo"
en el que creía de joven fue poco a poco reemplazado por la idea de que esta
fuerza vital no era más que la energía animal que anida en todos los hombres
oculta bajo un barniz de civilización que desaparece en las situaciones
extremas. En su nota de suicidio, Akutagawa dice que una de las razones que le
llevaron a esa circunstancia era la consciencia de estar perdiendo su energía
vital "como lo demuestra el hecho de que he perdido el apetito por la comida y
las mujeres". La importancia que atribuye a la fuerza que le permitía ser el amo
de su vida y su muerte ha llevado a considerar su suicidio como un acto de
orgullo, una vindicación del arte, de la nobleza de la vida humana.
Obra
Narrativa
Rashomon (1915)
Hana (The Nose o La nariz, 1916)
Jigokuhen (The hell screen o Figuras infernales, 1918)
Absorbed in letters
Withered fields
Genkaku Sanbo
Haguruma (Cogwheel o El engranaje, 1927)
A fool’s life
Kappa (1927)
Ensayo
Literature : An Introduction
Literature, Too literature
Ten Rules for Writing a Novel
On the Appreciation of Literature
A Note for a Certain Old Friend (nota de suicidio)
Bibliografía
Akutagawa Ryunosuke. Kappa. Editorial Alfa, Barcelona, 1985. La traducción al
español es de Eva Iribarne Dietrich.
Akutagawa Ryunosuke. Rashomon and Other Stories. Bantam Books, New York, 1959.
La traducción al inglés es de Takashi Kojima y la introducción es del Dr. Osamu
Shimizu.
Makoto Ueda. "Akutagawa Ryunosuke". En : Modern Japanese Writers and the Nature
of Literature. Stanford University Press, Stanford, pps. 111-144.
Pigeot, Jacqueline y Jean-Jacques Tschudin. El Japón y sus épocas literarias.
Fondo de Cultura Económica. México, 1986.
[Imagen: Abe Sada
fue apresada luego de cortar los genitales de su amante]
El 24 de julio de 1927 Ryunosuke Akutagawa inauguró una tendencia en Japón que
se prolongó durante casi una década. Tres días antes, y sin saber nada de ese
propósito, su compadre Kawabata lo acompañó al distrito de Asakusa en Tokio, a
elegir una prostituta. A Kawabata le sorprendió un poco ver que su excéntrico
amigo llevaba el rostro maquillado de blanco, pero más lo sorprendió que ninguna
prostituta quisiera irse con él, a pesar de que era un cliente muy apreciado.
Hasta que oyó los cuchicheos de las muchachas: creían que Akutagawa era un
fantasma. Tres días después se hacía realidad aquel diagnóstico: Akutagawa había
calculado cuidadosamente la dosis de veronal para que su cadáver luciera
plácido, tal como en los días anteriores empezó a blanquearse la cara para que
la gente se fuera acostumbrando a verlo muerto.
Pocos días después una parejita de estudiantes a quienes sus padres habían
prohibido casarse fueron vistos por los pasillos de la Universidad de Ueno con
los rostros maquillados de blanco. A todos los que preguntaban adónde iban así
les contestaron que al volcán Oshima, situado en una de las islas frente a la
Prefectura de Tokio. La pareja llevó a un testigo que hiciera saber al mundo su
decisión: saltar juntos al cráter del volcán. La noticia apareció en todos los
diarios, inspiró una popular canción (“Amor consumado en las alturas”) y una
práctica aun más popular: en el curso de los ocho años siguientes, más de mil
jóvenes víctimas de mal de amores se lanzaron al cráter humeante del volcán
Oshima, con el rostro maquillado de blanco y acompañados de un testigo que diera
fe de su acto postrero.
La cifra fue dada a conocer por el periódico sensacionalista Yomiuri Shinbun
que, a fines de 1935, envió dos reporteros con máscaras antigás y trajes
antiflama a internarse en el cráter. Uno de ellos llegó hasta los veinte metros,
pero el calor lo obligó a desistir. En su descenso afirmó no haber visto ningún
cadáver. Las autoridades municipales sostuvieron entonces que los suicidios del
volcán eran una leyenda urbana hasta que otro periódico, el Yokohama Mainichi,
envió un equipo más preparado a investigar: un reportero y un fotógrafo
descendieron en una góndola unida con cables de acero a una grúa. Llegaron hasta
los cuarenta metros de profundidad y volvieron con fotos de dos cadáveres
aparentemente masculinos. El alcalde de Tokio ordenó entonces que se vallara el
perímetro del volcán y se prohibiera el paso. Pero no fue esa medida la que
interrumpió la Temporada de los Suicidios Blancos.
En mayo de 1936, una mujer llamada Abe Sada ocupó la primera plana de los
diarios cuando fue atrapada por la policía en una posada cercana al volcán
Oshima, luego de vagar por las calles de Tokio durante cuarenta y ocho horas con
los órganos genitales de su amante envueltos en papel de diario. Abe y su amante
y patrón Kichi Ishida habían sido vistos juntos por última vez registrándose en
un hotel por horas de Arakawa. En su declaración a la policía, Abe Sada dijo que
había estrangulado a su amante en el clímax del coito, y luego de cortarle los
genitales había dejado escrito con sangre sobre el pecho del muerto las palabras
Abe y Kichi unidos para siempre. Cuando se le preguntó por qué no se había
librado de los genitales, Abe contestó: “No hubiera podido llevarme su cabeza y
quería conservar conmigo la parte de él que me dio los mejores recuerdos”.
Todo Japón siguió el juicio por la prensa. Para sorpresa de muchos, Abe Sada
recibió seis años de prisión, no la pena máxima que ella misma había pedido. De
hecho, cuando fue capturada por la policía, estaba con el rostro pintado
enteramente de blanco y se disponía a sortear el vallado municipal y ascender el
volcán Oshima para inmolarse en su cráter. La cobertura de prensa que recibió
todo el suceso fue tan grande que el volcán quedó indeleblemente unido a la
mórbida figura de Abe Sada y nadie más intentó suicidarse allí (paradojas de la
vida: cuarenta años después, la historia de Abe Sada se convertiría en la
celebérrima película erótica El imperio de los sentidos, dirigida por Nagisa
Oshima).
En cuanto a la verdadera Abe Sada, en 1947 reapareció en Tokio como camarera de
un famoso bar de lúmpenes llamado Hoshikikusui. Aunque en 1952 se publicó en
Japón un libro titulado Las confesiones eróticas de Abe Sada, que vendió más de
cien mil ejemplares, ella no recibió ni un yen. Siguió trabajando de camarera (y
atrayendo a curiosos y morbosos) hasta que murió de vieja en 1970. A lo largo de
esas dos décadas, siempre atendió con un cuchillo enfundado en la cintura y cada
vez que le preguntaban si era cierto el rumor que decía que el pene de Ishida
era de tamaño extraordinario, ella reía con su risa sin dientes y contestaba:
“No. Era más bien pequeño. El tamaño no importa. Y la técnica tampoco. Lo único
que importa es las ganas de dar placer”.
Esta carta fue dejada por
Rynosuke Akutagawa a un amigo antes del suicidio, a los 35 años
Probablemente nadie que intente el suicidio, como Reigner muestra en uno de sus
cuentos, tiene clara conciencia de todos sus motivos. Los cuales generalmente
son muy complejos. Por lo menos en mi caso está impulsado por una vaga sensación
de ansiedad, una vaga sensación de ansiedad sobre mi propio futuro.
Aproximadamente en los últimos dos años, he pensado solo en la muerte, y con
especial interés he leído un relato que trata sobre este proceso. Mientras el
autor se refiere a esto en términos abstractos, yo seré lo mas concreto que
pueda, incluso hasta el punto de sonar inhumano. En este punto yo estoy
moralmente obligado a ser honesto. En cuanto al vago sentido de ansiedad
respecto de mi futuro, creo que lo he analizado por completo en mi relato, "La
vida de un loco", excepto por el factor social, llamémoslo la sombra del
feudalismo, proyectada sobre mi vida. Esto lo omití a propósito, al no tener la
certeza de poder clarificar realmente el contexto social en el cual viví.
Una vez tomada la decisión de suicidarme (yo no lo veo en la forma en que lo ven
los occidentales, es decir como un pecado) me resolví por la forma menos
dolorosa de llevarlo a cabo. Excluí, por razones prácticas y estéticas, la
posibilidad de ahorcarme, dispararme un tiro, saltar al vacío u otras formas de
suicidio. El uso de drogas me pareció el camino más satisfactorio. Y por el
lugar, tendría que ser mi propia casa, cualquiera sean los inconvenientes para
mi familia. Como una suerte de trampolín, al igual que Kleist y Racine, pensé en
la compañía de una amante o un amigo, pero habiendo elevado la autoconfianza,
decidí seguir adelante solo. Y la última cosa a considerar, fue asegurarme una
perfecta ejecución, sin el conocimiento de mi familia. Después de unos meses de
preparación me convencí de la posibilidad de realizarlo.
Nosotros los humanos, siendo animales humanos, tenemos un miedo animal a la
muerte, la así llamada vitalidad no es otra cosa que fuerza animal. Yo mismo soy
uno de esos animales humanos. Mi sistema parece gradualmente haberse liberado de
esa fuerza animal, teniendo en cuenta el poco interés que me queda por el
alimento y las mujeres. El mundo en el que estoy ahora es uno de enfermedades
nerviosas, lúcido y frío. La muerte voluntaria debe darnos paz, si no felicidad.
Ahora que estoy listo, encuentro la naturaleza más hermosa que nunca, paradójico
como suene. Yo he visto, amado, entendido más que otros, en ésto tengo cierto
grado de satisfacción, a pesar de todo el dolor que hasta aquí he soportado.
P.S: Leyendo la vida de Empédocles, me dí cuenta de cuán antiguo es el deseo de
uno de convertirse en Dios. Esta carta, en cuanto a mi concierne, no intenta
esto. Por el contrario, yo me considero uno de los hombres más comunes. Vos
debés recordar esos días, veinte años atrás, cuando discutimos "Empédocles sobre
el Etna" bajo los árboles de tilo. En esos tiempos yo era uno de los que deseaba
convertirse en Dios.
Extrañamente,
experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era
uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa
tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está
sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a una litchi y a
sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael
acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación
visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una
manera u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me
acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían
accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme
progreso que habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.
Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones
de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que
imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para imprimir un
libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura en
forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en
ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de
todos tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en
torrente, le pregunté al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste,
de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que relucían con negro
brillo, contestó indiferentemente:
-¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en
polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada.
Por supuesto, la fabricación de libros no era la única rama industrial donde se
habían logrado tales milagros. Lo mismo ocurría en las fábricas de pintura y de
música. Contaba Gael que en aquel país se inventaban alrededor de setecientas u
ochocientas clases de máquinas por mes, y que cualquier artículo se fabricaba en
gran escala, disminuyendo considerablemente la mano de obra. En consecuencia,
los obreros despedidos no bajaban de cuarenta o cincuenta mil por mes. Pero lo
curioso era que, a pesar de todo ese proceso industrial, los diarios matutinos
no anunciaban ninguna clase de huelga. Como me había parecido muy extraño este
fenómeno, cuando fui a cenar a la casa de Gael en compañía de Pep y Chack,
pregunté sobre este particular.
-Porque se los comen a todos.
Gael contestó impasiblemente, con un cigarro en la boca. Pero yo no había
entendido qué quería decir con eso de que "se los comen". Advirtiendo mi duda,
Chack, el de los anteojos, me explicó lo siguiente, terciando en nuestra
conversación.
-Matamos a todos los obreros despedidos y comemos su carne. Mire este diario.
Este mes despidieron a 64.769 obreros, de manera que de acuerdo con esa cifra ha
bajado el precio de la carne.
-¿Y los obreros se dejan matar sin protestar?
-Nada pueden hacer aunque protesten -dijo Pep, que estaba sentado frente a un
durazno salvaje-. Tenemos la "Ley de Matanzas de Obreros".
Por supuesto, me indignó la respuesta. Pero, no sólo Gael, el dueño de casa,
sino también Pep y Chack, encaraban el problema como lo más natural del mundo.
Efectivamente, Chack sonrió y me habló en forma burlona.
-Después de todo, el Estado le ahorra al obrero la molestia de morir de hambre o
de suicidarse. Se les hace oler un poco de gas venenoso, y de esa manera no
sufren mucho.
-Pero eso de comerse la carne, francamente...
-No diga tonterías. Si Mag escuchara esto se moriría de risa. Dígame, ¿acaso en
su país las mujeres de la clase baja no se convierten en prostitutas? Es puro
sentimentalismo eso de indignarse por la costumbre de comer la carne de los
obreros.
Gael, que escuchaba la conversación, me ofreció un plato de sándwiches que
estaba en una mesa cercana y me dijo tranquilamente:
-¿No se sirve uno? También está hecho de carne de obrero.
No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá
unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del
mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa
larga, con aspecto de embutido, le cae desde el centro de la cara.
Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose
al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por
su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición
de sacerdote" que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste" le impida
abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás
piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las
conversaciones cotidianas.
Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas,
la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo
pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por
medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de
unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras
duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el
uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo
estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la
sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas
pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido
en su orgullo a causa de la nariz.
Las gentes del pueblo opinaban que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no
poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna
mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él había
decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo Naigu
pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación. Empero, la
dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio como podía ser
el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su
orgullo mal herido.
En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser
más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara
detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de
posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos a sostener con
un dedo el centro del mentón. Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que
la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría además,
que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el
espejo y suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De
allí en adelante, mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.
En el templo de Ike-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los
sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas
a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo
que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba pacientemente
la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una persona que
tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos hábitos
que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la
gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba
ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba
creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo de su
enorme nariz y se lo veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello
denunciaba su mal humor.
Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero
para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés
Nichiren, o Sáriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices
largas. Seguramente tanto Nágárjuna, el conocido filósofo budista del siglo II,
como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo
que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido
grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se
hubiese tratado de la nariz.
Pero no es de extrañar que a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda
forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber
una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero
nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.
Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyôto, reveló que había
aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu,
dando á entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en
práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien por otra parte,
esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las comidas decía
ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por semejante
tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que
desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el
método. Naturalmente, Naigu accedió.
El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después.
El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía
introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el
discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde
hizo introducir la nariz de Naigu en el orificio. La nariz no experimentó
ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el
discípulo:
- Creo que ya ha hervido.
Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que
lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la
recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la
nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del discípulo subían y
bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del maestro aquél le decía
de vez en cuando, apesadumbrado:
- ¿No os duele? ¿Sabéis?... el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero, ¿no
os duele?
En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la picazón
en el lugar exacto.
Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz. Era como
si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó de
pisar y dijo como si hablara consigo mismo:" El médico dijo que había que sacar
los granos con una pinza."
Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el discípulo,
Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía
tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el paciente que duda
de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza cómo el
discípulo arrancaba los granos de su nariz.
Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:
- Tendréis que hervirla de nuevo.
La segunda vez, comprobaron que se había acortado mucho más que antes.
Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el
discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido
hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente,
enrojecida a consecuencia del pisoteo.
"En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz". El rostro reflejado en el
espejo contemplaba satisfecho a Naigu. Pasó el resto del día con el temor de que
la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o durante las
comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus
dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando
despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que
no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una
satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba de copiar
los sutras.
Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido
samurai que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa
que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas si le había hablado. Y para
colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de arroz, al
cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la cabeza, pero
luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los practicantes
que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez que
él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio
Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía.
Pero esta explicación no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de
burlarse era " diferente" al de antes, cuando ostentaba su larga nariz. Si en
Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la anterior, ésa era otra
cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso...
"Pero si antes no se reían tan abiertamente..." Así cavilaba Naigu, dejando de
leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de
Samantabhadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando, como"
aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado".
Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para responder a
este problema.
En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que
ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona
consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos
tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta
sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de
todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo
del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.
Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier
insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor
voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que
enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y
al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un
perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo,
gritando:" La nariz, le pegaré en la nariz".
Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cara al ayudante. Era la misma tabla
que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.
Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su
nariz.
Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo.
El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo
impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió
una picazón en la nariz. Al pasarse la mano, la notó algo hinchada e incluso
afiebrada.
- Debo haber enfermado por el tratamiento.
En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas
manos. A la mañana siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el
jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños,
caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro por las
hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la galería que
daba al jardín y aspiró profundamente.
En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de
olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz.¡ Era la nariz de antes,
con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando
comprobó su reducción.
- Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.
Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la
brisa matinal del otoño.
Ocurrió en un crepúsculo: un hombre de miserable condición aguardaba, bajo
Rashomon, que amainara la lluvia.
No había ninguna otra persona bajo la gran Puerta. Apenas, sobre una enorme
columna que había perdido fragmentos de su enlucido rojo, estaba posado un
saltamontes. Rashomon se encuentra en la avenida Suzaku, y en ella podría
esperarse encontrar, además de este hombre, a otras personas guareciéndose de la
lluvia, mujeres tocadas con el sombrero cónico o samurais con el eboshi. Sin
embargo, nadie estaba ahí, con excepción de él.
"¿Por qué?", se preguntarán ustedes. Bien, durante ese último par de años una
serie de calamidades -sismos, ciclones, incendios, hambre- se habían abatido
sobre la ciudad de Kyoto, y habían acarreado un desolación poco común en la
capital. Una antigua crónica dice que hasta fueron rotas las estatuas de Buda,
los objetos del culto budista, y que las delicadas maderas, enlacadas con
cinabrio o enchapadas con oro y plata, fueron apiladas en los bordes de los
caminos, donde se las vendía como combustible. Y dado que la propia capital se
hallaba en semejante estado era natural que no se tuviera en cuenta la necesidad
de refaccionar Rashomon: no había quien prestara atención al asunto. Cuando cayó
completamente en ruinas, zorros y ladrones se aprovecharon de ella, unos y otros
hicieron ahí sus madrigueras. Hasta se llegó a arrojar los cadáveres no
reclamados en la galería de Rashomon. Y cuando caía el día, la gente atemorizada
ni siquiera aceptaba aproximarse al lugar.
En cambio venían los cuervos, en grandes bandadas, no se sabía de dónde. Durante
el día volaban en círculo, innumerables, graznando alrededor de las altas
torres. Y al caer el sol se esparcían como granos de sésamo sembrados bajo el
cielo púrpura que se dilataba por encima de la Puerta. Venían, evidentemente,
para devorar los cadáveres abandonados.
Ese día, tal vez debido a lo tardío de la hora, no se veía a ninguno. Pero sus
cagadas, caídas aquí y allá, formaban pequeñas manchas blancas sobre la escalera
de piedra que amenazaba desplomarse y sobre las grandes matas de hierba que
invadían las grietas. De pie en el más alto de los siete peldaños, el hombre,
acurrucado bajo la tela de su kimono azul oscuro desvaído por los muchos
lavados, miraba caer la lluvia con aire ausente. Su única preocupación era una
gruesa pústula que emergía de su mejilla derecha.
Lo dije: "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara
la lluvia". En rigor de verdad, este hombre no tenía otra cosa que hacer,
lloviera o no. En situación normal, debería estar cerca de su amo; pero éste lo
había despedido cuatro o cinco días antes. Por aquella época la ciudad de Kyoto
era presa, como ya lo dije, de una desolación poco común, de la cual la
desgracia de este hombre expulsado por el amo al que había servido durante mucho
tiempo era apenas una consecuencia insignificante. De modo que mejor hubiera
sido decir: "Un hombre de miserable condición, desprovisto de todo recurso,
estaba bloqueado por la lluvia, sin saber adonde ir", en vez de "Un hombre de
miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". Por lo
demás, ese día el aspecto del cielo contribuía notablemente a la depresión moral
de aquel hombre de la época de Heian. La lluvia que había comenzado a caer en
las primeras horas de la tarde, no parecía tener intención alguna de parar.
Abstraído por el urgente problema que constituía su supervivencia inmediata,
tratando de resolver una cuestión que sabía sin solución, el hombre escuchaba
con aire ausente y rumiando deshilvanados pensamientos el ruido de la lluvia que
caía sobre la avenida Suzaku.
La lluvia envolvía Rashomon, y ráfagas que venían de lejos amplificaban el ruido
de su caída. Poco a poco las tinieblas fueron copando el cielo, y del techo
colgaban, en el extremo de tus tejas inclinadas, torpes masas de sombrías nubes.
Para resolver un problema insoluble, no podía tardar en encontrar un medio. De
lo contrario, bien podría morir de hambre al pie de un talud o al borde de un
camino, y entonces su cadáver sería arrojado a la galería de la Puerta como el
de un perro reventado. "Si todos los medios fueran permitidos...". El
pensamiento del hombre, después de muchas vacilaciones se concentró sobre este
punto decisivo. Pero, después de todo, ese "si" era para él, en tales
circunstancias, lo mismo que "sí". Claro que aun reconociendo que cualquier
medio sería justificado, al hombre le faltaba el coraje necesario para dar el
primer paso exigido por su situación y admitir francamente esta conclusión
inevitable: "No queda otro recurso que hacerme ladrón".
Lanzando un fuerte estornudo se estiró perezosamente. En Kyoto, donde la
temperatura baja mucho al anochecer, el frío obligaba a añorar el fuego. En la
oscuridad que comenzaba a reinar, el viento soplaba con violencia entre las
columnas de la Puerta. El saltamontes posado sobre la columna enlucida con
cinabrio había desaparecido.
El hombre, hundiendo el cuello entre los hombros, recorrió con la mirada los
alrededores de la Puerta, mientras elevaba los bordes del kimono que llevaba
sobre su ropa interior amarilla. Porque había decidido buscar, para pasar la
noche, un lugar donde pudiera dormir tranquilo, lejos de las miradas de los
hombres y al abrigo de la lluvia y el viento. Su mirada dio con una larga
escalera que conducía a la galería de la Puerta. En cualquier caso, allí sólo
encontraría cadáveres. Entonces, cuidándose para que su sable no se deslizara de
la vaina, apoyó un pie calzado con sandalia en el primer peldaño de la escalera.
Transcurrieron algunos instantes. A mitad de camino sobre la alta escalinata que
conducía a la galería, agazapado como un gato, reteniendo el aliento, espió para
ver qué sucedía arriba. La luz que bajaba iluminaba tenuemente su mejilla
derecha, esa mejilla en la que, bajo la maza de una patilla corta brotaba un
grano rojo y purulento. Al comienzo, el hombre había estado lejos de imaginar
que allí encontraría otra cosa que cadáveres. Pero cuando subió por los primeros
dos o tres escalones, le pareció que arriba había luz, y que alguien la movía.
Su sospecha provenía del hecho de que un resplandor molesto y amarillo se
reflejaba, vacilante, desplazándose sobre el techo en cuyos rincones colgaban
telarañas. Sin duda no podía ser una persona normal la que en esa noche de
lluvia andaba con una luz en la galería de Rashomon.
Trepando tan silenciosamente como una salamanquesa, el hombre alcanzó el último
peldaño de la escalinata. Y aplastando el cuerpo y estirando el cuello tanto
como le era posible, observó, casi transido de espanto, el interior de la
galería. Tal como lo esperaba, cadáveres descuidadamente arrojados alfombraban
el suelo. Pero como el sector iluminado era menos amplio que lo que había
imaginado, no pudo precisar el número de muertos. Apenas podía distinguir, con
esa luz débil, que algunos cuerpos estaban desnudos y otros vestidos. Había
hombres y mujeres, le pareció. Todos esos cadáveres, sin excepción, yacían en el
suelo como muñecos caídos con las bocas abiertas y los brazos extendidos. ¡Quién
reconocería en ellos a los seres vivientes de ayer! Algunas partes protuberantes
de esos cuerpos, como las espaldas y los pechos, iluminados por vagos
resplandores, hacían que el resto pareciese más sombrío. Estaban como coagulados
en un mutismo implacable.
El olor de la descomposición lo había impulsado a taparse la nariz con la mano;
sin embargo, permitió que esta mano descendiera repentinamente, porque una
sensación todavía más fuerte abolió casi a la del olor.
Sus ojos habían discernido una silueta acurrucada en medio de los cadáveres. Era
una vieja descarnada, canosa, harapienta, macilenta, de aspecto simiesco. Con
una antorcha de pino en su mano derecha se inclinaba, como si la estuviera
examinando, sobre la cabeza de un cadáver cuya larga cabellera hacía suponer que
era el de una mujer.
Petrificado por un miedo con el que se mezclaba la curiosidad, el hombre retuvo
el aliento durante algunos instantes. Para citar la expresión del autor de la
antigua historia, el hombre sintió "que se le erizaban los pelos". Pronto la
vieja, plantando su tea entre las maderas del piso, acercó sus manos a la cabeza
del cadáver que contemplaba, se puso a arrancar, uno por uno, a la manera de una
mona que depila a su pequeño, los largos cabellos de la muerta que, bajo sus
manos, parecían desprenderse con suavidad.
A medida que los cabellos eran arrancados, el temor del hombre cedió paso a un
sentimiento de odio contra la vieja, un odio que se encendía más y más en su
corazón. No, sería inexacto decir "contra la vieja". Se debería decir, más bien,
que la repulsión contra el mal se apoderó del hombre y que esa repulsión crecía
segundo a segundo. Si en ese instante alguien le hubiera planteado nuevamente el
problema que lo había preocupado bajo Rashomon, es decir, la alternativa entre
convertirse en ladrón o morir de hambre, sin duda alguna este hombre hubiera
escogido sin vacilar la segunda posibilidad. Porque su odio hacia el mal
comenzaba a inflamarlo como la antorcha que la vieja había clavado entre las
maderas.
Pero él no comprendía por qué la vieja arrancaba los pelos de los muertos. De
manera que le resultaba imposible formarse un juicio moral razonable. De todas
maneras, para él, el solo hecho de depilar los cadáveres en la galería de
Rashomon, en una noche de lluvia, constituía una falta imperdonable. Había
olvidado que sólo unos momentos antes había decidido convertirse en ladrón.
El hombre saltó desde el último peldaño al suelo, y con la mano sobre la
empuñadura del sable se aproximó a la vieja a grandes pasos. Obviamente, la
vieja se asustó y saltó como una piedra disparada por una honda.
-¡Bestia! ¿Qué estás haciendo? -vociferó el hombre, cortándole el paso a la
vieja que, enloquecida, tropezaba con los cadáveres, tratando de huir, mientras
el hombre forcejeaba para impedirlo. Por unos instantes se empujaron en medio de
los cadáveres, silenciosamente, con el resultado que es fácil imaginar. El
hombre terminó por voltear violentamente a su contrincante sobre el suelo y
torciéndole el brazo, un brazo descarnado como una pata de pollo, gritó:
-¿Qué haces aquí? ¡Habla o...!
Había desenvainado su espada, apoyando el brillante acero sobre el cuello de la
vieja desplomada. Sin embargo, ésta se mantuvo en silencio. Con los brazos
temblorosos, los hombros sacudidos por su respiración agitada y los ojos tan
abiertos que casi se salían de sus órbitas, la vieja se obstinó en callar como
otra muerta. Al verla de esta manera, el hombre comprendió claramente que la
suerte de la vieja dependía de lo que él decidiera. Esto mitigó en su interior
el odio que había sentido un instante antes. Sólo quedaba en él la satisfacción
salvaje pero serena que sigue a una proeza culminada. Dejó que su mirada
descendiera sobre la vieja y que su voz se suavizara:
-No me confundas con un policía. Sólo soy un viajero que pasaba por Rashomon. No
quiero encadenarte ni arrestarte. Dime solamente qué es lo que hacías aquí a
esta hora.
Ante estas palabras, la vieja miró al hombre con ojos aún más abiertos, ojos
crueles de ave de rapiña con órbitas rojas. Luego, como si masticara alguna
cosa, movió los labios cuyas arrugas se confundían con las de su cuello. En su
descarnado gaznate se movía una prominente nuez de Adán.
-¡Los pelos! ¡Los pelos! Quiero hacer una peluca.
La inesperada banalidad de la respuesta decepcionó al hombre. El cambio de su
estado de ánimo no pasó desapercibido para la vieja que, sin soltar los largos
cabellos arrancados a la cabeza de la muerta cuchicheó como si croara:
-Claro, ya sé que arrancar el cabello de los muertos es una vileza. Pero,
créamelo, ninguno de éstos merece otra cosa. La mujer a la que le quité estos
cabellos, por ejemplo, iba al cuartel de los oficiales a vender carne seca de
serpiente. La cortaba en tiras cortas y la hacía pasar por pescado. Si la peste
no hubiera acabado con ella, seguiría haciendo lo mismo. Parece que los
oficiales estaban contentos con esta dieta, decían que la carne era buena.
De todos los ladrones que rondan por los cala carne era buena. Y por mi parte no
creo que ella hiciera mal. No podía hacer otra cosa para evitar morirse de
hambre. Tampoco creo que mi conducta sea reprensible. Si no arrancara los pelos,
moriría de hambre. ¿Qué quiere que haga? Hasta esta mujer, si pudiera enterarse,
me perdonaría, estoy segura.
La vieja habló un poco más en esos términos.
El hombre, con la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada envainada,
seguía con frialdad el discurso. Su mano derecha estaba atareada sobre la
mejilla, con el grueso grano rojo y purulento. Y mientras así escuchaba a la
vieja, el hombre sintió que una especie de decisión nacía en su pecho. La
decisión que le había faltado cuando estaba bajo Rashomon, una decisión opuesta
a la que había adoptado cuando se abalanzó sobre la vieja. Más aún: "morir de
hambre" era para él, en esos momentos una idea tan lejana, tan ridícula, que ni
siquiera podía detenerse a pensarla.
La vieja había terminado de hablar. El hombre le preguntó:
-¿Es verdad lo que dices?
Y después, adelantándose, abandonó bruscamente la atención de su grano, agarró a
la vieja del cuello y le gritó en la cara:
-¡Entonces no te enojarás tampoco conmigo si te robo tu ropa? ¡Si no lo hiciera
también yo moriría de hambre!
La desvistió rápidamente. Y con una patada envió sobre los cadáveres a la vieja
que trataba de agarrarse de sus piernas. Había unos pasos hasta la escalera. Con
la ropa rosada bajo el brazo, el hombre descendió velozmente y fue engullido por
la noche oscura.
Un rato después la vieja, que había quedado tirada como una muerta, se levantó
completamente desnuda, entre los cadáveres. A la luz de la llama que seguía
dando su luz, se arrastró gimiendo, hasta la escalera. Desde ahí arriba, con la
cabeza1 reclinada sobre la que colgaban los blancos cabellos cortos, se puso a
mirar hacia la parte baja de Rashomon. Sólo veía tinieblas.
Qué se hizo del hombre, nadie, jamás lo supo.
DECLARACION DEL LEÑADOR INTERROGADO POR EL OFICIAL DE INVESTIGACIONES DE LA
KEBUSHI
-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver.
Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar
abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A
cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un
paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y
llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una
herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del
pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de
suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre
la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera
escuchó que me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente
encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo
lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban
holladas en todos los sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer
fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un
lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese
paraje de la carretera.
DECLARACION DEL MONJE BUDISTA INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL
-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron
muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, creo; a mitad de camino entre Sekiyama y
Yamashina. El marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada
a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su cara. Me
fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me
parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro
shaku1 cuatro sun2, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese
asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo
más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas,
la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es
como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para
expresarlo...
DECLARACION DEL SOPLON INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL
-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda.
Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo.
Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong1, ayer al
caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el
mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted
pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas
armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado
en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón,
todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las
crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus
largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del
puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es
conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas
muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en
peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron
ese crimen a Tajomaru. Si es él el que mató a este hombre, es fácil suponer qué
hizo de la mujer que venía a caballo.
No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto
merece ser aclarado.
DECLARACION DE UNA ANCIANA INTERROGADA POR EL MISMO OFICIAL
-Sí, es el cadáver de mi yerno. El no era de la capital; era funcionario del
gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehiro Kanazawa. Tenía
veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan
intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis
moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es
pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que
lo esperaba ese destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la
suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de
ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego,
qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para
encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí Tajomaru! ¡Lo odio! No
solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.
CONFESION DE TAJOMARU
Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo
no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por
medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo
que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de
viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo
después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa
cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí
apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como la que ustedes creen. El
rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo
solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras que vosotros
matáis por medio del poder, del dinero, y hasta de una palabra aparentemente
benévola. Cuando matáis vosotros, la sangre no corre, la víctima continúa
viviendo. ¡Pero no la habéis matado menos! Desde el punto de vista de la
gravedad de la falta, me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar al hombre. Mi humor del momento
me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la
vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a
Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la
montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad
de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había
enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese
tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la
historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja
había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban
enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la
codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió
esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada
espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola
a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a
un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para
poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole
con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió
sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban
raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo
derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado.
En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy
ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por
el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de
bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera
conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna
enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se
internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al
pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su
ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado
la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con
presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el
famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada,
por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin
cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre.
Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando
ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir,
entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía
soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte.
Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel
momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción
produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que
ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente,
el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas
se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara.
Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden
imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el
instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no
habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando
miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin
haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la
cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo
olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir
palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el
resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el
vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de
veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el
arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El
suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió
otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca
de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era
mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la
carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes
de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre
lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)
CONFESION DE UNA MUJER QUE FUE AL TEMPLO DE KIYOMIZU
-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo,
que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones
no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente
corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y
arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor
en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que
pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo
expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos
no era cólera, ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más
anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y
caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia. El bandido
había desaparecido, y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome
penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma
de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza?
¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentí en ese momento? Terminé de incorporarme,
vacilante, me aproximé a mi marido, y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me
encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí
mismo! ¡Pero también exijo tu muerte. Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No
puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes,
despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi
esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza.
El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.
Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la
boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi
imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me
estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido,
siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los
rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las
ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo
fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta,
me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con
vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la
infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una
mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podría hacer.
Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)
LO QUE NARRÓ EL ESPIRITU POR LABIOS DE UNA BRUJA
-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de
consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir
nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente,
tratando de decirle: «No le escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo
que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las
hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que
prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a
mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí
torturado y enceguecido por los celos. El le decía: «Ahora que tu cuerpo fue
mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser
mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera».
Y repetía una y otra vez semejantes argumentos.
Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había
visto nunca con expresión tan bella. ¿Y qué piensan ustedes que mi tan bella
mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado? Le dijo: «Llévame
donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no
sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del
bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el
rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del
árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y
gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras,
sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. Acaso pudo salir alguna
vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible? ¿Escuchó o ha oído
alguno palabras tan malignas? Palabras que... (Se interrumpe, riendo
extrañamente.)
Al escucharlas, hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!».
Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola
fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las
hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente
de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate
o que la perdone, ¿no tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza? ¿Quieres
que la mate? ...».
Solamente por esta actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El
hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo
contemplaba inmóvil esa pesadilla.
Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda
que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude
escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no.
«¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis
propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo
una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío
relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un
golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero
nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba
¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque.
Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo del sol que
desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto
por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron.
Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano
invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme
la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...
Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de
Osaka. No sé su verdadero nombre, lo conocían por el nombre de sirviente,
Gonsuké, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.
Este hombre -que nosotros llamaremos Gonsuké- fue a una agencia de COLOCACIONES
PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al empleado que estaba filmando su larga pipa de
bambú:
-Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin. ¿Tendría usted la
gentileza de buscar una familia que me enseñara el secreto de serlo, mientras
trabajo como sirviente?
El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido
de su cliente.
-¿No me oyó usted, señor Empleado? dijo Gonsuké-. Yo deseo ser un sennin.
¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el
secreto?
-Lamentamos desilusionarlo -musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada
pipa-, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que
buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra
agencia, quizá...
Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón
azul, y empezó a argüir de esta manera:
-Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES
PARA CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe
conseguir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo
intencionadamente, si no lo cumple.
Frente a su argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:
-Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto
-se apresuró a alegar el empleado-; pero si usted insiste en su extraño pedido,
le rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que
nos pide.
Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa, y logró, momentáneamente por
lo menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía
la posibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los
secretos para ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el
empleado acudió a la casa de un médico vecino.
Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:
-Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin,
con rapidez?
Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con
los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del
jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja
Zorra, quien contestó por él al oír la historia del empleado.
-Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.
-¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su
amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo
relaciona a un doctor con un sennin.
El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y
otra vez, y se alejó con gran júbilo.
Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego,
volviéndose hacia la mujer, le regañó malhumorado:
-Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si
el tipo empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca
de tu bendita promesa después de tantos años?
La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:
-Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú,
apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para
mantener alma y cuerpo unidos.
Esta frase hizo callar a su marido.
A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico
cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se
presentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori hakama, quizá en honor de
tan importante ocasión. Gonsuké aparentemente no se diferenciaba en manera
alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que
esperaba ver algo inusitado en la apariencia del aspirante a sennin. El doctor
lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y
luego dijo:
-Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber
quién le ha metido esa idea en la cabeza.
-Bien, señor, no es mucho lo que puedo decirle -replicó Gonsuké-. Realmente fue
muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo,
pensé de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá,
debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá
al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida
es un sueño pasajero... justamente lo que sentía en ese instante.
-Entonces -prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación-, ¿haría
usted cualquier cosa con tal de ser un sennin?
-Sí, señora, con tal de serlo.
-Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte
años a partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del
secreto.
-¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.
-Pero -añadió ella-, durante veinte años usted no recibirá de nosotros ni un
centavo de sueldo. ¿De acuerdo?
-Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.
De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años, que pasó Gonsuké al
servicio del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba
las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo; tenía
que seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín.
Ni siquiera por todo este trabajo Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en
todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.
Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con
su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los
dueños de casa.
Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los
pasados veinte años.
-Y ahora, señor -prosiguió Gonsuké-, ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo
prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud
eterna e inmortalidad?
-Y ahora, ¿qué hacemos? -suspiró el doctor al oír la petición. Después de
haberlo hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en
nombre de la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabia respecto al
secreto de los sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su
mujer quien sabía los secretos.
-Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga -concluyó el doctor y se alejó
torpemente.
La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:
-Muy bien, entonces se lo enseñaré yo; pero tenga en cuenta que usted debe hacer
lo que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser
un sennin; y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin
paga, de lo contrario, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto.
-Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea contestó Gonsuké.
Estaba muy contento y esperaba que ella hablara.
-Bueno -dijo ella-, entonces trepe a ese pino del jardín.
Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente
imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios
gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a
trepar al árbol, sin vacilación.
-Más alto -le gritaba ella-, más alto, hasta la cima.
De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su
sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más
altas de ese pino tan alto.
-Ahora suelte la mano derecha.
Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente
dejó libre la derecha.
-Suelte también la mano izquierda.
-Ven, ven, mi buena mujer -dijo al fin su marido, atisbando las alturas-. Tú
sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una
gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.
-En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila.
¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?
En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos
manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando
el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsuké y su haori se divisaron
desprendidos de la rama, y luego... y luego... Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se
detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá
arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta.
-Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me
han hecho un sennin -dijo Gonsuké desde lo alto.
Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez
más alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito
y desaparecer entre las nubes.
Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del
insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había
entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga
avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio
arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su
mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que
respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de
aquellas criaturas. "Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está
a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama.
Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente
y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño
trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se
sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la
pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por
un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese
a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada
aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la
vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de
la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida
que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base,
el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de
una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada
en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo
como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como
una nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña
de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña
era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el
deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de
marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como
aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a
sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente
de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la
belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.