Marc Augé

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Marc Augé. Perfil biográfico

Nacido en Poitiers (Francia) en 1935, antropólogo de proyección internacional, con fuerte presencia en América Latina. Profesor de antropología y etnología, ha sido director de estudios del Office de la recherche scientifique et technique outre-mer (ORSTOM), actual Institut de Recherche pour le Développement (IRD), y de L'École des hautes études en sciences sociales (EHESS), (1985-1995) donde desarrolló misiones en diversos países africanos, entre ellos Costa de Marfil y Togo. Autor de numerosos libros, como Théorie des pouvoirs et idéologie (1975), Symbole, fonction, histoire (1979), Un ethnologue dans le métro (1986), Non-Lieux (1992), Le sens des autres (1994), Pour une anthropologie des mondes contemporains (1994), Fictions fin de siècle (2000), Les formes de l’oubli, (2001), Le temps en ruine (2003), Pourquoi vivons-nous (2003). Entre las traducciones en lengua española: El genio del paganismo (1982), Travesía por los jardines de Luxemburgo (1985), El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (1986), Dios como objeto (1988), Los no lugares. Espacios del anonimato (1992), Hacia una antropología de los mundos contemporáneos (1994), El viaje imposible. El turismo y sus imágenes (1997), La guerra de los sueños (1998), Las formas del olvido (1998), con Jean-Paul Colleyn Qué es la antropología, entre otros.

Pensamiento y expresión científica

Antropólogo de la vida cotidiana y de la sociedad que propende a la globalización. Analiza la naturaleza de las relaciones humanas en los nuevos escenarios espacio-temporales, donde describe y define los "no lugares", esto es, los ámbitos impersonales de la "sobremodernidad" (centros comerciales, parques temáticos, cadenas de hoteles, aeropuertos, etc.), cuya fisonomía se repite en múltiples a través del planeta… La sobremodernidad es un atributo de excesos múltiples : la aceleración de la historia que se convierte el pasado en actualidad/información; la reducción perceptiva de las distancias, con lo que el escenario espacial de achica, y la acentuación del individualismo a través de la experiencia mediática, del subjetivismo del individuo/audiencia.

Tiempo, espacio e imagen gravitan en el pensamiento de Augé, a través de dinámicas configuradoras de la nueva percepción de la realidad. Sobremodernidad, no-lugares y realidades virtuales configuran los moldes tendenciales que dan cabida a las prácticas sociales y culturales. Son tres movimientos complementarios: “El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad. El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares. El paso de lo real a lo virtual.”
Los medios cobran un papel absorbente en la vida cotidiana. Marcan el tiempo social, ejercen mecanismos de control y desarrollan una construcción de la realidad. El hombre es para Augé un ser simbólico, por lo que existe en función de sus relaciones con los demás, esto es, de la comunicación.

Para Augé, la realidad virtual amenaza con sustituir nuestra capacidad de creación simbólica, de generación se sueños y fantasías. Lo virtual se integra en la vida social como parte de la realidad, de modo que ésta cede en su primacía hacia derivas de ficción (La guerra de los sueños, 2ª ed., Gedisa, 1998). Las fronteras entre la realidad y la ficción se desdibujan y, con ellas, las delimitaciones entre las libertades democráticas y nuevas formas de control autoritarias a través de procesos de alienación mediáticos (“La imagen puede ser el nuevo opio del pueblo”). La ilusión de la libertad se ha transferido hacia soluciones satisfechas por el consumo.

Augé propone crear a partir de la alfabetización mediática. Vencer la alienación de la imagen. "Hoy son las tecnologías las que organizan nuestras representaciones del espacio y del tiempo. Esto se ve muy bien a través de la televisión, en los horarios de las noticias: la vida deportiva y la vida política organizadas al ritmo de los medios. Y en los últimos años hemos visto surgir una nueva representación del espacio, debida al teléfono móvil y a Internet. Se puede decir que las tecnologías se han vuelto, más que medios, representaciones por sí mismas, particularmente para los niños y adolescentes. Hay una diversidad muy grande entre las generaciones respecto de la familiaridad que tienen con las tecnologías. He hablado de "cosmotecnología" para sugerir que en nuestras sociedades las tecnologías tienen, en cierto punto, el mismo papel que tenían las religiones” (De la entrevista en La Nación, Buenos Aires, 2.05.2007).

El desarrollo tecnológico, siendo decisivo en las habilitaciones que puede crear en el plano del conocimiento, es asimismo una fuente de nuevas desigualdades –desigualdades entre las naciones y dentro de las naciones-, por lo que sólo una revolución educativa, una alfabetización en los nuevos usos de las nuevas extensiones tecnológicas pueden contribuir a frenar las desigualdades en una sociedad con muchos más recursos de información y conocimiento (“Los medios de comunicación deben ser objeto de educación, no sólo un canal de información. Sólo entiendes la manipulación de las imágenes al hacer una película. Hay que aprender a leer y a escribir y también a leer y a hacer imágenes”).

Las formas del olvido

El olvido está en íntima relación con el recuerdo y es tan necesario como éste para la identidad social y personal. Una reflexión sobre las teorías dedicadas al olvido y sobre sus formas rituales tradicionales y actuales son el objeto de este libro.

Este sugerente y profundo estudio analiza las funciones culturales del olvido y sus diversas formas de ritualización. Para poder vivir el presente, tanto el individuo como la sociedad, deben poder olvidar ciertas experiencias y vivencias pasadas. El autor comienza con un análisis de las diferencias de significado de la palabra olvido en distintas culturas y la dificultad de traducirla. La asociación de la palabra "olvido" con la serie conceptual de memoria y recuerdo, por un lado, y la de perdón, descuido, negligencia e indiferencia, por el otro, nos sitúa en el horizonte de esta reflexión, que combina cuestiones de transculturalidad con planteamientos cognitivos, semánticos y éticos.

Recuerdo y olvido guardan una relación de interdependencia parecida a la de vida y muerte. Para los procesos de la vida, el olvido representa las metamorfosis de la semilla a la planta y de la flor al fruto en función del "destino" global del ente en cuestión. En el capítulo "El relato de la vida", Marc Augé se refiere a las concepciones psicoanalíticas de memoria y olvido en relación con la reconstrucción de vivencias, donde la función del olvido está ligada a la lógica del inconsciente. A continuación, el autor contrapone la concepción de la narratividad de Paul Ricoeur a la de la simbolización de Clifford Geertz para mostrar las deficiencias y peligros en la construcción etnológica de relatos referidos a otras culturas, que se deben a la imposibilidad de captar el peso auténtico de ciertas significaciones en las informaciones disponibles. En el capítulo "Las tres formas del olvido" se hace referencia a los rituales de posesión y de cambio de rol en ciertas culturas, donde se suspende la continuidad del tiempo subjetivo y de la identidad para luego "recomenzar" una nueva vida, un esquema que también se puede encontrar en rituales colectivos y en la conciencia de la narrativa moderna. Finalmente, en "Un deber de olvidar", el autor reivindica el olvido frente al más común deber de recordar. El segundo es el deber de las generaciones posteriores, mientras que el primero es el de quienes han vivido ciertos horrores cuya presentificación no les permitiría vivir normalmente, como queda patente en personas que sobrevivieron el holocausto nazi.

Marc Augé es profesor de antropología y etnología de l'École des Hautes Études en Sciences Sociales de París y director de investigación del CNRSS. Entre sus numerosos libros, Gedisa ha publicado en castellano: Travesía por los Jardines de Luxemburgo, El viajero subterráneo, Un etnólogo en el metro, Los no lugares, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, Dios como objeto, La guerra de los sueños y El viaje imposible.


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LAS FORMAS DEL OLVIDO (fragmento)

Título original: Les formes de l'oubli
© Editions Payot, París 1998

Traducción: Mercedes Tricas Preckler y Gemma Andújar
Primera edición, octubre de 1998, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© by Editorial Gedisa

Indice

Prólogo  |  La memoria y el olvido  |  La vida como relato  |  Las tres figuras del olvido  |  Un deber de olvido

Prólogo

El olvido es necesario para la sociedad y para el individuo. Hay que saber olvidar para saborear el gusto del presente, del instante y de la espera, pero la propia memoria necesita también el olvido: hay que olvidar el pasado reciente para recobrar el pasado remoto. Este es el argumento principal de este libro que se presenta pues como un pequeño tratado sobre la utilización del tiempo.

Le he dado la forma de un curso en tres lecciones, pero no se trata de un verdadero curso ni pretendo dar lecciones a nadie. Simplemente, esta forma permite dirigirme más directamente al lector. En un tema semejante espero algo más que su atención: su complicidad; deseo invitarle a comprobar con su propia experiencia la mayor o menor exactitud de las propuestas que avanzo.

La primera "lección" se pregunta, junto con los psicoanalistas, sobre la noción de "huella mnémica" y la relación entre recuerdo y olvido. La segunda entabla un diálogo con antropólogos y filósofos para comprobar la hipótesis según la cual todo se vive como un relato. La tercera intenta declinar, con ayuda de algunos novelistas, las tres figuras del olvido: el retorno, el suspenso y el reinicio.

Por fin, dada mi condición de etnólogo, recurro a mis propios recuerdos de observaciones directas o a la literatura etnológica para extraer la materia de las cuestiones a las que estos tres capítulos intentan dar respuesta. Se trata pues de un ejercicio de etnología a la inversa puesto que, habitualmente, quienes son objeto de un estudio aportan respuestas pero no plantean preguntas.

La memoria y el olvido

Para empezar, quisiera permitirme hacer un rodeo, ciertas consideraciones preliminares que irán precisando progresivamente los términos del debate que desearía abrir. En primer lugar quisiera formular, sin explicaciones, algunas palabras en absoluto extrañas o rebuscadas pero que sin embargo constituyen verdaderas trampas para los pensamientos. Quiero decir con ello que desde hace tiempo se vienen tendiendo trampas a pensamientos múltiples y diversos cuyo vuelo abigarrado, ruidoso y juguetón corre el riesgo de alterar los sentidos y el intelecto del imprudente que los libere.


Marc Augé: "No caminamos hacia una democracia"

De hecho todos los días liberamos pensamientos: los profesores, los filósofos, los estudiantes de secundaria o los universitarios que redactan sus disertaciones, los políticos o los periodistas, y también algunos otros, se pasan el tiempo jugando con las palabras y a menudo, por accidente o temeridad, liberan pensamientos. Pero los pensamientos son hogareños e, incluso entre nosotros, donde casi todos han sido domesticados hace ya tiempo, conservan un pequeño trasfondo salvaje: apenas se han sacudido las alas y desperezado a la luz del día cuando se precipitan de nuevo hacia las palabras que los cobijan, los protegen y los disimulan. Tal vez, después de todo, sean pájaros nocturnos. Es posible, es una opinión extendida. Pero siempre el pensador profesional, ese pajarero de pensamientos convertido en criador, aprende en primer lugar a no fiarse de ellos; hay algunos que muerden. Aprende también a sacarlos del nido sin causarles daño, a anestesiarlos, a observarlos y a seguirlos con la vista cuando los deja en libertad para ver en qué dirección alzan el vuelo, a qué otros pensamientos se unen y en qué palabras se refugian, pues no es extraño que un pensamiento liberado se refugie -por error, por precipitación o tal vez por afinidad- en otra palabra distinta de aquella en la que se albergaba inicialmente. Actualmente ya no se descarta que los desplazamientos de pensamientos de una palabra a otra sean un fenómeno más frecuente y antiguo de lo que se pensaba; independiente, por lo tanto, de las condiciones experimentales que acabo de evocar.

La etnología hubiera podido informarnos al respecto, pues las sociedades remotas ofrecen al observador infinidad de palabras nuevas. Pero durante tiempo ha estado, y sigue estando actualmente, paralizada por un mal insidioso: el etnocentrismo y, peor aún, el temor al etnocentrismo. El temor al etnocentrismo es respetable y merece el mismo respeto que manifiesta hacia los demás cuando postula que no hay que reducir los pensamientos, ni siquiera los más salvajes, a la esclavitud, ni asimilarlos por desprecio a su originalidad. Pero, a veces, es mal consejero, pues nada nos dice de la existencia de pensamientos que, nacidos en nuestras latitudes, han encontrado asilo en palabras exóticas, ni de otros venidos de lejos que han sido disimulados en palabras que nos son familiares (sobre las grandes migraciones de pensamientos, pese a ciertas hipótesis generales, estamos lejos de saberlo todo); nada nos dice tampoco -y es incluso lo más interesante- sobre la posibilidad de comparar, por muy diferentes que sean, pensamientos cobijados en palabras de otros -pensamientos negros, amarillos o rojos cuyo cosquilleo nos fascina o nos divierte- con aquellos que viven en nuestras latitudes, o con aquellos otros que, aun distinguiéndose, y en la medida misma en que se distinguen, no tienen el poder de provocarlos y despertarlos, de hacerles salir de sus palabras, tal como se hace a veces, según dicen, al sacar a un hombre de sus casillas; lo que al fin y al cabo no es más que una manera como otra de abrir la puerta y mirar al exterior. No tengamos miedo de las palabras: ¡Hay que provocar la irritación de nuestros pensamientos y los pensamientos de los demás pueden ayudarnos a conseguirlo!

El mejor modo de entreabrir una palabra para hacer salir el o los pensamientos que cobija (pues me olvidaba de indicar que es frecuente que una sola palabra cobije un conjunto de pensamientos, nacidos de acoplamientos de los que no sabemos gran cosa y que no necesariamente se parecen demasiado) es intentar traducirlo. La traducción, como todos saben, es similar a un ejercicio de cartografía. Cada lengua natural ha distribuido las palabras sobre el mundo (el mundo exterior y el mundo interior del psiquismo); y las palabras dibujan fronteras, pero dichas fronteras no coinciden de una lengua a otra. Si se confunde una palabra con otra (como resultado de una traducción demasiado rápida), corre uno el riesgo de encontrarse con sorpresas: los pensamientos que habitaban la primera palabra no se acomodan a la segunda; o les sobra o les falta espacio. Las malas traducciones están llenas de pensamientos que se desbordan, flotan o se ahogan, a falta de palabras adecuadas, y todos los buenos traductores saben que, en función de las lenguas en juego, es absolutamente necesario suprimir o añadir palabras para poder acoger los pensamientos ajenos.

El poder de provocación de estos pensamientos ajenos está estrechamente relacionado con la cuestión de las fronteras, del recorte semántico que toda lengua impone a la realidad. Un ejemplo simple, tal vez simplista, es la divisa de Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo: "Attendre et espérer". El francés distingue entre la espera –l’attente- y la esperanza -l'espoir- (aunque a veces, al ver llegar a una persona a la que se aguardaba hace tiempo se pueda exclamar: "Je t'espérais", con un matiz de afecto o de ironía). El castellano no hace esta distinción: tener esperanza es esperar. Asimilar la espera a la esperanza tenía que resultar en cualquier caso difícil al país que inventó la tragedia clásica. ¡Para unos, Don Quijote y sus molinos y para otros, Fedra y su hijastro!

Algunas lenguas africanas, en las que una misma palabra designa una sustancia material como la sangre y (me van a faltar palabras...) una "instancia" o una capacidad psíquica, localizada precisamente en la cabeza y susceptible de estar o no presente, plantean problemas de traducción irresolubles. Al mismo tiempo, esta representación no nos resulta afectiva o intelectualmente tan indiferente o tan extraña como podríamos suponer a primera vista. Imaginamos con cuánto interés abordó Freud el estudio de los "tópicos" mediante los cuales, mucho antes que él, varios grupos africanos se habían representado el aparato psíquico. Este cúmulo de poderes sustantivados, que cada noche el sortilegio del sueño pone en movimiento, sorprendieron a los primeros observadores. Pero el etnocentrismo (es hora ya de denunciarlo), el etnocentrismo reductor de los misioneros y etnólogos imbuidos de psicoanálisis ha producido estragos: no tanto porque unos hayan traducido por "ángel de la guardia" lo que otros designaban como "super-ego" -lo que indicaba uña aproximación tan burda que podía ser fácilmente detectada y no aceptada de entrada como inamovible-, sino porque todos han silenciado por igual (o señalado como curiosidad local, "creencia" o "superstición") el materialismo que expresaba la doble asimilación del espíritu al cuerpo y del psiquismo al movimiento, y ahí reside sin embargo el aspecto más estimulante de los pensamientos maltratados por destructores de palabras excesivamente apresurados, por pajareros demasiado miopes o demasiado imbuidos de sí mismos.

Son sin embargo estos pensamientos, u otros de este tipo, los que podrían estimular nuestros propios pensamientos y ponerlos en movimiento. Otro ejemplo: el de las lenguas y concepciones amerindias que consideran que las peripecias del sueño prolongan las de la vigilia; concibiendo así vigilia y sueño como una continuidad y como dos conceptos llamados a ser objeto de un mismo relato que únicamente puede elaborar en su totalidad quien es lo bastante fuerte y lo bastante lúcido como para recordar a la mañana siguiente todos los detalles de su vida nocturna, como les ocurre, en particular, a los chamanes más prestigiosos. Un autor como Georges Devereux1 ha demostrado claramente, tomando como ejemplo a los indios mohaves, de qué manera un modelo de pensamiento tan diferente del nuestro es capaz de tensionar nuestras propias categorías ofreciéndoles así una oportunidad de definirse de nuevo.

La experiencia de los sueños es la base de la teoría del universo que se dibuja en los rituales, comportamientos y palabras de los indios mohaves. Ahora bien, tal como señala Devereux, su observación de los sueños es aguda y sistemática, y da coherencia a la interpretación de los desórdenes y alteraciones que los propios mohaves consideran como desviaciones. La intimidad con que estas tribus contemplan el sueño les conduce a considerar los procesos psíquicos de los neuróticos y psicóticos como manifestaciones extremas de pulsiones que también se expresan en la actividad onírica "normal". Los europeos se niegan a tomar conciencia de su propio "nudo psicótico" y la mejor prueba de ello es su tendencia a olvidar los sueños, algo impensable para los mohaves. Es cierto que desde un punto de vista metodológico, reconoce Devereux, los mohaves no tienen nada que enseñarnos (pues su método es "supranaturalista" y confía en un conjunto de mitos preexistentes a la observación de los sueños y sus desviaciones), pero en el fondo describen los fenómenos reales a partir de un "marco de referencia" distinto al de la psiquiatría occidental y ésta, en un momento de uniformización cultural, se enriquecería con la experiencia del extrañamiento; experiencia que, tal como Devereux sugiere, debería ayudar a replantear los problemas familiares desde un marco no familiar.

La posición de Devereux resulta pues paradójica en apariencia, pero sólo en apariencia. Si utiliza la cultura de otros, lo hace para disipar la miopía o la ceguera que pueden suscitar las rutinas y automatismos de nuestra cultura. Pero este razonamiento se podría aplicar del mismo modo a los indios mohaves. Encerrarse en una cultura única es lo que produce ceguera. El conocimiento de otra cultura tiene el mérito de relativizar toda adhesión a una sola cultura. Esta relativización no tiene nada que ver, sino todo lo contrario, con poner en tela de juicio el racionalismo y la ciencia, incluso si sigue siendo verdad que lo que consideramos ciencia no siempre lo es. La relativización de una cultura por otra (el cambio de "marco de referencia") es, en el fondo, un ejercicio anticulturalista que respeta ante todo, en cada cultura, el poder que posee para desestabilizar a las restantes.

Formularé a continuación algunas palabras "enormes": la palabra "olvido" en primer lugar, y aquellas que se le oponen aun estando relacionadas, como "memoria" y "recuerdo"; algunas otras, que son más bien armonizaciones, deformaciones o excrecencias de las primeras -como "perdón", "indiferencia" o "negligencia", en la línea del olvido, "remordimiento", "obsesión" o "rencor" en la línea de la memoria; y otras dos palabras más: "vida" y "muerte", que son las menos simples de todas por ser las más opuestas y más próximas que uno pueda concebir, porque no es posible utilizar una sin pensar en la otra y porque, incluso antes de que intentemos traducirlas a otras lenguas o encontrar un equivalente en otras culturas, nos confrontan, pese a la universalidad de lo designado, a la imposibilidad de decir la última palabra, de no poder pronunciar jamás la palabra final.

Dejaremos por un tiempo que todas estas palabras se muevan sin rumbo, colisionen, se asocien o se desunan, y luego, sobre la marcha, intentaremos someterlas a la doble prueba de ciertos textos y ciertas culturas: textos que las utilizan imponiéndoles un sentido, y culturas que elaboran otros sentidos con palabras que se les asemejan.

Llevar a cabo el elogio del olvido no implica vilipendiar la memoria, y mucho menos aún ignorar el recuerdo, sino reconocer el trabajo del olvido en la primera y detectar su presencia en el segundo. La memoria y el olvido guardan en cierto modo la misma relación que la vida y la muerte.

La vida y la muerte sólo se definen una con relación a la otra y la omnipresencia del sacrificio en las religiones humanas expresa esta constricción de orden semántico. La vida de unos necesita de la muerte de otros: esta constatación puede aplicarse trivialmente a hechos matemáticos y físicos, o representarse simbólicamente en construcciones complejas. Sucede lo mismo con lo que podemos vislumbrar de la íntima relación entre muerte e individualidad: la inscripción en el tiempo caracteriza al individuo, desde el nacimiento hasta la muerte; y las afirmaciones que postulan que "uno siempre muere solo" o que "la muerte cambia la vida en destino" -la primera con la sobriedad de una frase semejante a un proverbio y la segunda con la elocuencia de un escritor quizás demasiado orador- no hacen más que repetir tal evidencia. La definición de muerte como horizonte de toda vida individual, evidente, adquiere sin embargo otro sentido, un sentido más sutil y más cotidiano, en cuanto se percibe como una definición de la vida misma, de la vida entre dos muertes. Lo mismo sucede con la memoria y el olvido. La definición de olvido como pérdida del recuerdo toma otro sentido en cuanto se percibe como un componente de la propia memoria.

Esta proximidad de las dos parejas de palabras -vida y muerte, memoria y olvido- se percibe, expresa y simboliza en todo lugar. Para muchos no es sólo de orden metafórico (el olvido como una especie de muerte, la vida de los recuerdos), sino que pone en juego concepciones de la muerte (de la muerte como otra vida o de la muerte como inmanente a la vida) que rigen a su vez los papeles asignados a la memoria y al olvido: en un caso la muerte se halla ante mí y debo en el momento presente recordar que un día tengo que morir, y en el otro la muerte está tras de mí y debo vivir el momento presente sin olvidar el pasado que habita en él. La idea de salvación, la idea cristiana, pertenece más bien al primer caso, y la idea de retorno, la idea pagana de reencarnaciones sucesivas, al segundo: una esperanza, un recuerdo, dan forma a la existencia cotidiana. Esta afirmación, una vez formulada, debe matizarse: los cristianos colectiva e individualmente tienen un pasado (el pecado), y los paganismos no ignoran el futuro. Ambas concepciones no son pues totalmente irreconciliables, y nuestro presente se divide con frecuencia entre las incertidumbres del porvenir y las confusiones del recuerdo.

Las sociedades africanas que yo he frecuentado correspondían más bien al segundo caso: en Togo y Benín, por ejemplo, los dioses vudú se presentan la mayoría de las veces como ancestros, esto es, hombres ancianos; llaman al orden a quienes les olvidan o pasan por alto la presentación de ofrendas y el cumplimiento de sacrificios que todos los dioses vudú necesitan para poder sobrevivir en tal o cual encarnación. Por tanto el dios es como el recuerdo: uno y múltiple, lleva un nombre (Hevieso, Sakpata) y figura en algunos mitos que todos o muchos conocen, pero se materializa en miles de encarnaciones, cada cual con su historia, vinculada a la de un individuo particular, del mismo modo que quienes han vivido un mismo acontecimiento conservan un recuerdo parecido y, al mismo tiempo, distinto.
El retorno de los ancestros en la línea sucesoria o, en otras palabras, la pertenencia sustancial de los vivos a la persona de los ancestros, la necesidad de llevar a cabo correctamente los ritos que permiten a los muertos cumplir todas las etapas de su recorrido, aunque sólo sea para evitar su retorno anticipado, inopinado y vengador, ilustran también esta atención a la presencia del pasado y siguen la misma lógica, la lógica del segundo ejemplo. Intentaremos ver a continuación cómo este segundo caso puede plantear preguntas al primero, o dicho de otro modo, cómo el recuerdo puede interrogar a la esperanza.

Empecemos por reflexionar sobre las propias palabras. El diccionario Littré define el olvido como "la pérdida del recuerdo". Esta definición es menos evidente de lo que parece, o más sutil: lo que olvidamos no es la cosa en sí, los acontecimientos "puros y simples" tal y como han transcurrido (la "diégesis" en el lenguaje de los semióticos), sino el recuerdo. ¿Qué significa realmente recuerdo? Siempre según el Littré (es útil recurrir al diccionario pues recopila las trampas de pensamientos a las que nos referíamos anteriormente), el recuerdo es una "impresión": la impresión "que permanece en la memoria". Y la impresión se define como "... el efecto que los objetos exteriores provocan en los órganos de los sentidos".

Según esta definición, lo que olvidamos es ya un acontecimiento tratado, en cierto modo un fragmento de materia; interna no una exterioridad absoluta, independiente, sino el producto de un primer tratamiento (la impresión) del cual el olvido no sea tal vez otra cosa que la continuación natural. No lo olvidamos todo, evidentemente. Pero tampoco lo recordamos todo. Recordar u olvidar es hacer una labor de jardinero, seleccionar, podar. Los recuerdos son como las plantas: hay algunos que deben eliminarse rápidamente para ayudar al resto a desarrollarse, a transformarse, a florecer. Estas plantas que realizan su destino, estas plantas desarrolladas, se han olvidado en cierto modo de sí mismas para transformarse: entre las semillas o los brotes que les dieron vida y lo que son actualmente no existe ya un vínculo aparente; la flor, en este sentido, es el olvido de la semilla (recordemos el verso de Malherbe que continúa esta historia: "Y los frutos han dejado atrás la promesa de las flores".)

Tal vez el fundamento de la comparación sea discutible y se me pueda objetar que las transformaciones vegetales son necesarias y esperadas, que las plantas no cumplen un destino sino que llevan a cabo un programa, cosa que no ocurre con los recuerdos ya que, por lo menos en su origen, están sometidos a la contingencia del acontecimiento, a los avatares de la existencia. Planteémonos sin embargo la cuestión siguiente: cuando conocemos bien a alguien, cuando lo hemos visto ya en la prueba del amor, del duelo o del sufrimiento, ¿no podemos prever los acontecimientos, el tipo de acontecimientos que le "harán efecto", como se dice y como más o menos dice el Littré? ¿Y al mismo tiempo el modo como los recordará, los transformará, los mitificará tal vez, o a largo plazo los olvidará, por no hablar de los que rechazará, reprimirá, negará, arrinconará inmediatamente para tratar de no pensar en ellos? La pregunta, en su forma definitiva, sería: ¿no es cierto que un individuo dado -un individuo sometido como todos al acontecimiento y a la historia- tiene recuerdos y olvidos particulares, específicos? Me atrevería a proponer una fórmula: dime qué olvidas y te diré quién eres.

Quizá no se llega nunca a conocer suficientemente a alguien como para hacer este tipo de predicción (aunque sin embargo...). Pero ésta no es en modo alguno la cuestión. ¿Acaso no tenemos todos un cierto número de imágenes que vagan por nuestra cabeza, a las que denominamos impropiamente recuerdos y de las que jamás nos desharemos porque reaparecen en nuestro firmamento con la regularidad de un cometa, arrancadas a su vez de un mundo del que lo ignoramos casi todo? De hecho reaparecen con mayor frecuencia aún que los cometas. Más valdría pues referirse a ellas como satélites fieles pero algo caprichosos y en consecuencia molestos: aparecen, desaparecen, vuelven inopinadamente a importunar la memoria, de noche cuando no dormimos; pero podemos también, si nos place, si el corazón así nos lo dicta, observarlas a voluntad, fríamente, escrutar las sombras, los colores y los relieves. Sin embargo no son astros muertos y nunca obtendremos nada más que la certeza de haberlos ya visto, examinado, interrogado, sin haber comprendido verdaderamente las leyes a las que obedece el trazado de sus órbitas misteriosas.

¿Me estoy refiriendo a los recuerdos infantiles? Sí y no: sí, a condición de precisar que, bajo este término se reagrupan y parecen a veces confundirse fenómenos muy distintos; no, en la medida en que más allá de los recuerdos infantiles, encontramos otros que calificaría de "infantilizados", esto es, labrados por el olvido, envejecidos como se hace con algunas estatuas africanas introducidas un tiempo bajo tierra para que adquieran una pátina, y en la medida en que desde este lado de los recuerdos detectamos las huellas -lo que los psicoanalistas denominan "huellas mnémicas"- que atormentan sin razón evidente el presente del individuo pero no siempre pueden atribuirse a un tiempo y a un lugar determinados, ni incrustarse en la anécdota de un recuerdo autentificado.

En ocasiones nos alegra otorgar a recuerdos lo bastante recientes como para ocupar un lugar en anécdotas o en relatos detallados la pátina de un tiempo pasado y en consecuencia una especie de autonomía, de independencia en relación a la estricta cronología. Una mala memoria es una memoria engañosa que nos retiene en el presente y aleja el pasado demasiado próximo para darnos la ilusión de perspectiva, que proporciona vaguedad y profundidad a los recuerdos más recientes. Pontalis, en su último libro,2 cita a Superviene, que en Boire á la source exclama: "¡Atrás, vosotros también!, gentes de buena memoria. Sabed que siento un especial placer en no recordar fechas exactas". Para otros, este sutil temblor de la memoria que no debe nada al azar (una mala memoria es algo que se cuida, se cultiva) tiene como efecto correr un velo de incertidumbre sobre el movimiento del tiempo; si todo es antiguo, ya nada lo es realmente; una mala memoria es algo que rejuvenece. Pienso en un personaje de la novela de Robert Sabatier, Canard au sang, un intelectual que envejece pero que no se resigna, que declara: "Soy un hombre entre dos edades, pero siempre he ignorado cuáles...".

Es evidente que nuestra memoria quedaría pronto "saturada" si tuviésemos que conservar todas las imágenes de nuestra infancia, en particular las de nuestra primera infancia. Pero lo interesante es lo que queda de todo ello. Y lo que queda -recuerdos o huellas, volveremos más adelante a ellos-, lo que queda es el producto de una erosión provocada por el olvido. Los recuerdos son moldeados por el olvido como el mar moldea los contornos de la orilla.

Fíjense que he cambiado de metáfora. Dejemos pues a un lado cometas y satélites y dirijamos la vista hacia el océano. El océano durante milenios ha proseguido ciegamente su labor de zapa y de remodelado, y el resultado (un paisaje) debe forzosamente indicar algo, a quienes saben leerlo, de las resistencias y fragilidades de la orilla, de la naturaleza de rocas y suelos, de sus fallas y fisuras.... Algo indica también, naturalmente, del empuje del océano; pero la fuerza y el sentido de éste dependen también de las formas del relieve submarino, esa prolongación del paisaje terrestre.... Algo pues, en definitiva, de la complicidad entre la tierra y el mar, mediante la cual ambos elementos han contribuido al largo trabajo de eliminación cuyo resultado es el paisaje actual. Para que la metáfora marina sea más o menos pertinente habría que evocar sobre todo esos paisajes estallados en pedazos en los que, como ocurre en la costa norte de Bretaña o en el mar de la China, fragmentos terrestres -islotes, masas rocosas, rompientes- parecen haberse diseminado sobre el mar de modo que hoy en día la mirada del profano no puede dejar de percibir un cierto parecido familiar pero tampoco puede reconstituir la coherencia perdida.

El olvido, en suma, es la fuerza viva de la memoria y el recuerdo es el producto de ésta.

Hay que preguntarse, por último, por la naturaleza y la calidad del recuerdo así producido. Los recuerdos de infancia se asemejan a recuerdos-imágenes: presencias fantasmagóricas que acechan, unas veces levemente y otras con más insistencia, la cotidianeidad de nuestra existencia, paisajes o rostros desaparecidos que encontramos también a veces, fugitivamente, en nuestros sueños, detalles incongruentes, sorprendentes por su aparente insignificancia. Partir en busca del recuerdo más antiguo es una experiencia extraña y decepcionante, pues es extraño que nos conformemos con dejar que acudan las imágenes -con la ayuda de otro si es aún posible- sin intentar ponerles una fecha, situarlas, relacionarlas, en definitiva, convertirlas en un relato.

En cuanto asumimos el riesgo de plasmar los "recuerdos" en un relato, asumimos también el de poder recordar únicamente el primer relato o los que le siguieron, confiriendo un orden y claridad a lo que en un principio no eran más que impresiones confusas y singulares. El problema, con los recuerdos infantiles, es que en seguida son remodelados por los relatos de quienes los asumen como propios: padres o amigos que los integran a su propia leyenda.
Sin embargo, en cuanto nos alejamos del relato, en cuanto renunciamos a plasmar en forma de relato lo que denominamos "recuerdos", nos alejamos quizá también de la memoria, y no es seguro que el analizante, que trabaja a la par con su analista, se aplique única o principalmente a hacer un esfuerzo de memoria. Tal vez lo que esté intentando descubrir o entrever se encuentre a este lado de la memoria. En todo caso, es lo que sugiere Pontalis.

La cura psiconanalítica es en un principio considerada por Freud, así lo recuerda Pontalis, como algo que implica la "rememoración" de acontecimientos factuales y psíquicos. Pero Pontalis se pregunta si la represión se refiere realmente a los recuerdos. Para responder a dicha pregunta se plantea en primer lugar qué es exactamente un recuerdo: ¿una realidad escondida en el desván de nuestra memoria y que puede resurgir, intacta, en virtud de una impresión táctil o gustativa, como en el caso de Proust, a partir de una palabra, de un azar, de un "hecho insignificante", como sucede a veces en el tratamiento? ¿O se trata de otra cosa? Pontalis sugiere que es otra cosa. Y, para evocar esa otra cosa, parte de una primera observación: todos nuestros recuerdos (incluso aquellos que valoramos más porque nos aferran a la certeza de nuestra continuidad, de nuestra identidad) son "pantallas", no en el sentido de que disimulan recuerdos más antiguos, sino en el de que "sirven de pantalla" a las "huellas" que disimulan y contienen a un tiempo, huellas aparentemente anodinas que vienen inopinadamente a la mente de quienes se abandonan a las ensoñaciones o quienes hacen el esfuerzo de analizarse: "el motivo del papel pintado del cuarto infantil, el olor de la habitación de los padres por la mañana, una palabra cazada al vuelo...... Lo que queda inscrito e imprime marcas, prosigue, "no es el recuerdo, sino las huellas, signos de la ausencia". Esas huellas están en cierto modo desconectadas de todo relato posible o creíble; se han desligado del recuerdo.

Pero ¿qué es una huella, una "huella mnémica"? Para responder a esta nueva pregunta, Pontalis, siguiendo a Freud, sugiere diversos elementos de respuesta. En primer lugar, nos dice, la memoria es plural, existen diversos "sistemas mnémicos". En segundo lugar, es necesario pasar de la noción de huella a la noción de trazo, trazado secreto, inconsciente, reprimido: la represión no se ejerce sobre el acontecimiento, el recuerdo o la huella aislada como tales, sino sobre las conexiones entre recuerdos o entre huellas, "conexiones de las que ni siquiera las redes ferroviarias en que coexisten trenes de alta velocidad y vías en desuso pueden darnos mucho más que una imagen difusa" (p. 101). Por lo tanto, concluye Pontalis, recordar es menos importante que asociar, asociar libremente como se dedicaban a hacer los surrealistas; asociar, es decir, "disociar las relaciones instituidas, sólidamente establecidas, para hacer surgir otras, que con frecuencia son relaciones peligrosas..." (p. 102).

De todas estas consideraciones, Pontalis puede deducir ciertas normas relativas a la finalidad y al método de análisis. Pero sigue sin despejarse una duda sobre la naturaleza del lugar al que conduce la pista así abierta: es el lugar del "ello" (denominado así por defecto: el innombrable "ello"), lugar en donde la pregunta que el analista cree a veces oír y que el etnólogo percibe cuando observa a su vez la relación del fiel con su "fetiche", con su "dios-objeto", ya no se refiere a la identidad sino al ser; y tampoco es ya: "¿Quién soy?", sino "¿Qué soy?".

Si he deseado recorrer de esta manera -algo rápidamente, es cierto, pero de principio a fin lo que denominaré "la pista Pontalis", es únicamente para situar en el contexto el entorno en el que se inscriben las preguntas que ahora intentaré plantear a partir de un cierto número de "datos" etnológicos, "datos" que no consideraré "establecidos definitivamente", que no tendrán valor de respuestas, sino de preguntas, como las preguntas que los individuos objeto de la etnología no acostumbran a formular dado que, por su posición, están siempre en situación de responder, pero no de preguntar. En este sentido, procederemos en cierto modo a un ejercicio de etnología a la inversa.

Se me podría objetar que soy yo mismo quien transforma las respuestas en preguntas y que este malabarismo no me autoriza a hablar en nombre de otros. Tomada al pie de la letra, esta objeción es irrefutable. Pero no resta un ápice de valor al hecho de que, una vez puestos en perspectiva, dirigidos, en cierto modo, hacia nosotros y convertidos en pregunta, un cierto número de temas desarrollados por la antropología a partir de respuestas que etnólogos de campo obtuvieron de sus "informadores" no sólo cobran para nosotros sentido, sino que suscitan por parte nuestra respuestas serias, detalladas y ciertamente diversas, ya que unos y otros no poseemos ni las mismas referencias, ni la misma historia, ni tampoco la misma cultura.

Podemos avanzar que la literatura etnográfica nos da mucha información sobre la cuestión del tiempo, en cualquier caso la suficiente para plantearnos preguntas; que esencialmente nos cuestiona sobre el uso que podemos hacer, cada cual por su parte o reunidos en grupos más o menos efímeros, del tiempo, de nuestro tiempo y del de los otros, del tiempo que pasa y del que retorna, del tiempo que muere y del que permanece, del tiempo suspendido y del tiempo en movimiento. Y, si admitimos la hipótesis según la cual nuestra relación con el tiempo pasa necesariamente por el olvido, no resultará tan sorprendente que ahora proponga una nueva hipótesis: la etnología, las teorías locales sobre el tiempo que esta disciplina ha recogido o reconstituido, los testimonios y las reflexiones que se ha esforzado en recopilar, ponen en evidencia ejemplos de olvido de los que podría afirmarse que poseen una virtud narrativa (que ayudan a vivir el tiempo como una historia) y que, en este sentido, constituyen, en términos de Paul Ricoeur, configuraciones del tiempo.

Nuestra vida práctica, nuestra vida cotidiana individual y colectiva, privada y pública, está influida por estas formas del olvido; empezaremos por evocar formas que nos son propias, para plantearnos seguidamente la siguiente cuestión: del conjunto de estas reflexiones, que han tratado más sobre la "utilización" del tiempo que sobre el tiempo en sí, de estas reflexiones indirectas y pragmáticas, ¿es posible hoy en día extraer algo parecido a una sabiduría, a un arte de vivir o incluso a una moral? La respuesta, de hallarla, proporcionará seguramente información no tanto sobre quienes, aunque sea por persona interpuesta, se han planteado la pregunta (los "otros"), sino sobre quienes han intentado responderla: nosotros mismos.

[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE LAS FORMAS DEL OLVIDO]

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